14

Amanecí en la vereda, junto a las puertas del teatro. No sé exactamente cómo llegué allí. Hacía frío. Me levanté como pude y caminé, arrastrando los pies, hasta mi morada.

No soy casado: nadie me esperaba en casa. O más o menos, porque el burócrata que se había acurrucado en el sofá cama de la entrada no era exactamente una persona, al menos en la gama de expectativas que Rousseau abrigaba respecto del género humano. Cuando abrí la puerta y lo vi, pensé en retirarme y volver más tarde. No tenía ganas de pelear ni estaba en condiciones de hacerlo. A mis ya mencionadas lesiones ahora se sumaban dolorosas contusiones en las mandíbulas, por los últimos golpes recibidos.

—Disfruta usted muy bien su licencia médica —me dijo el burócrata. Vestía saco y corbata y tenía cara de aegyptopythecus. La empresa en la que yo trabajaba lo había enviado con el fin de verificar mi indisposición para las tareas a las que estaba faltando.

—Fui a ver a mi doctor —dije.

—No me diga —se burló—. ¿A estas horas?

—Estaba dolorido. Tuve que ir.

—Entonces tendrá que regresar.

Con gran destreza el tipo me lanzó un dardo que vino a clavarse como un centímetro en mi muslo izquierdo. Había tenido, desde que yo entré, el dardo oculto entre los dedos y la palma de su mano derecha, o como quiera que se llamase la extremidad con que acto seguido se ajustó el nudo de la corbata. Yo caí sobre la alfombra turca. Un dolor desesperante y sobreagudo se apoderó de toda la extensión de mi persona. Me arranqué el dardo sin que ello significara ninguna clase de alivio; un líquido había penetrado en mi cuerpo a través de la aguja hueca. El burócrata puso su pie sobre mi cabeza.

—Si le duele mucho vaya a ver a su médico —dijo—. Él atiende a toda hora, ¿no?

Empujó mi cabeza con su pie hasta hacerla chocar contra una de las patas de la mesa. Luego se fue.

Las horas que siguieron resultaron muy difíciles de tragar. Pasé frío, fiebre, dolor, todo esto llevado hasta grados intolerables. Un vago sentimiento de venganza titilaba por momentos en mis neuronas, sin que ellas le dedicaran demasiada atención, tan ocupadas estaban en el procesamiento de las informaciones concernientes al dolor, que acudían a sus terminales sin cesar.

Dormí cerca de veinticuatro horas, seguramente bajo los efectos del líquido inyectado o de las sucias drogas que contenía. Sufrí pesadillas odiosas, no sé si por las mismas causas o por otras inherentes al alboroto que toda la situación me había provocado en el coco. En relación con esto último alguna vez pensé en recurrir a un sicoanalista, pero no lo hice por desconfianza hacia una ciencia dedicada a un objeto de existencia tan incierta como la siquis humana.

Me preparé un café raspando las paredes del frasco de polvo instantáneo. Necesitaba dinero. Llamé a Marchesi por teléfono para preguntarle a qué precio podía comprarme algunos de los dólares que él mismo me había vendido. Pero en su casa nadie contestaba. En lo de Lucy tampoco, así que salí a la calle, cansado de desempeñar el papel de estúpido.

Caminé unas cuadras tratando de vencer la ominosa influencia del foco paralizante que el dardo había instituido en mi muslo izquierdo; por momentos dicha influencia jugaba a competir con los vestigios del dolor de mi muslo derecho, en el que aquel infame pasajero me había agenciado su navaja.

Entré a un bar y pregunté si podía consumir y pagar con dólares, aunque fueran pocos.

—¿Qué tan pocos? —me preguntó el mozo, previa consulta con un gordo cuyas gruesas manos terminaban en una caja registradora y cuyo cuerpacho emanaba de un probable taburete cuya incierta altura me estaba siendo visualmente eclipsada por el mostrador, también llamado «barra».

—Cien —dije, para impresionarlo. En realidad tenía veinte.

—Aceptado —dijo el mozo.

—¿Cómo me contesta así, sin consultar a su patrón?

—Me fue concedido un cierto margen para decisiones propias.

—Felicitaciones —le dije.

Ordené medialunas y un buen café con leche. Me trajeron uno malo; pero las medialunas eran peores. Mientras las sufría, miré varias veces en dirección a la puerta y a las ventanas, temeroso de que apareciese aquel matón contratado por mi efímero benefactor de la otra noche.