17
Toqué timbre. Era una casa grande, con capacidad para ser realmente populosa. Abrió la puerta una mujer munida de una cofia. Le dije que había hablado minutos antes con el interesado en las muletas, y sin la menor reticencia me hizo pasar. Me condujo a través de una amplia sala de estar, a una sala también de estar, más pequeña, que se hallaba oculta tras una puerta que se continuaba en una pared empapelada de la misma forma que el resto visible de la casa.
Allí estaba, sentado en una silla de ruedas, el posible comprador. La mujer de la cofia nos dejó solos.
—Hablé con usted hace un rato por unas muletas —dije.
—Sí —contestó él—. ¿Dónde están?
Las había olvidado; no las llevaba conmigo. Se lo dije. Le pedí disculpas y le aseguré que volvería con las muletas al día siguiente. Él llamó a Eurídice, la mujer de la cofia, para que me acompañara hasta la puerta, pero antes de que ella viniese yo pedí que se me entregara al menos el importe de un boleto de ómnibus, tal como habíamos convenido telefónicamente.
—De ninguna manera —dijo él—. Eso era si usted traía las muletas.
—Está bien —concedí—. Le prometo no usar ese dinero ahora, sino mañana, para tomar un ómnibus hasta aquí. Luego usted deberá pagarme solo un boleto más, sin hablar de la prima, claro.
Entró Eurídice. Él dijo que no me daría ningún dinero hasta no ver las muletas. Me despedí.
—¿Por qué usa la cofia? —pregunté a Eurídice al salir.
Fui al centro y cambié, por fin, los cincuenta dólares. Comí y llegué puntualmente al trabajo.
A las dos horas uno de los encargados me comunicó que en la puerta había una persona que pretendía verme. Se me concedían dos minutos para atenderla.
Fui, y empleé la casi totalidad del primer minuto en reconocer al individuo: era el matón que quería cobrarme el importe de aquella caña doble, la de aquel bar, consumida tiempo atrás.
—Tiene hasta mañana para reunir el dinero —dijo—. Mañana vendré por él.
Le pregunté cómo me había localizado allí. Contestó que eso no era de mi incumbencia, y agregó que si yo no tenía forma de obtener el dinero afuera, que solicitara un anticipo sobre mi sueldo.
—La administración de mi hacienda es cosa mía —dije yo. Él insistió.
—Siga mi consejo. Mañana es martes. No se pierda por un capricho la salida del sol del miércoles.
Uno de los esbirros que controlaban la entrada y salida de gente por la puerta en la que estábamos se nos acercó.
—Pasaron los dos minutos —dijo.
—Creo que su madre olvidó enseñarle educación —le respondió el matón—. El señor y yo no hemos terminado nuestra conferencia.
El esbirro me tomó de un brazo y me retiró de la puerta, llevándome hacia adentro. El matón entró también, y arremetió contra el esbirro. Este lo recibió con un pie en los testículos. Al parecer, el matón no tenía esos órganos, porque sin inmutarse devolvió la atención, a base de una coreografía de puñetazos y patadas, muy difícil de memorizar habiendo presenciado una única función. El esbirro cayó redondo. Lo era, además.
—Mañana vendré a esta hora —me dijo el matón.
—¿Se refiere a la hora a la que llegó o a la hora que es ahora?
No me contestó. Me preguntó por su sombrero, y le dije que había venido sin él. Se fue muy preocupado.
Yo retomé mi trabajo, pero a los pocos minutos el jefe de personal me mandó llamar.
—Por culpa de su amigo —me dijo— uno de nuestros cuidadores está en el hospital. Esto se suma a una larga lista de irregularidades (entre las más notorias, permítame decirle, se encuentra su propia cara), ninguna de las cuales es del agrado del departamento que presido. Si se molesta por caja, se le abonará la primera cuota de su indemnización por despido.