22

Tres días después salí del consultorio. Tenía la mano bien vendada y no sentía dolor porque estaba atiborrado de calmantes. No sabía a cuál de mis dos apartamentos dirigirme, pero una ojeada hacia ambas esquinas provocó un inesperado aumento en mi indecisión: de un lado, recostado contra una columna, encendedor en mano, estaba «Caripela» Smith; en la otra esquina, la luz del sol era opacada por la feminoide silueta de la señora Fechner.

A este último respecto debo al lector una confesión: Maciel Fechner nunca existió. Solo fue uno de los tantos brotes de fantasía que en ciertos momentos pueden aparecer asomando sus ignotas cabezas en el extremo de la pluma de un escritor, o de la mía, si se prefiere.

Pero la señora Fechner estaba indiscutiblemente ahí, y no había venido sola: un objeto metálico la acompañaba. Posiblemente también «Caripela» Smith había venido en compañía semejante, pero a él no se lo veía.

—¡Ya te vi, Smith! —gritó la mujer policía—. ¡Sabía que tarde o temprano aparecerías!

Mi apellido no es Smith; era claro que ella se dirigía a «Caripela». Un enfrentamiento entre mis dos acreedores era altamente ventajoso para mí. Traté de dejados solos, entrando de nuevo a la residencia-consultorio del doctor Cabral. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Toqué el timbre lo más fuerte que pude. Oí tiros, pero el miedo me impidió mirar lo que ocurría. El doctor Cabral abrió la puerta solamente cuatro o cinco centímetros.

—Saque su dedo del timbre o se lo voy a amputar también —me dijo.

—Déjeme entrar un momento —le pedí.

—¿Qué quiere? Ya lo atendí.

Cuatro tiros sonaron estereofónicamente a nuestro alrededor.

—¡Guacha puta! —Berreó la voz de «Caripela» Smith, áspera y lejana.

Los tiros siguieron. Cabral me cerró la puerta en la cara.

—¡Déjeme entrar! —clamé.

—No sé de ningún concierto próximamente —contestó Cabral; la espesa madera de la puerta había filtrado los componentes graves de su voz, la respuesta pareció salir del nervioso pescuezo de un papagayo.

Permanecí varios minutos adherido a la puerta, como integrándome a su superficie, para protegerme de eventuales disparos que, no obstante, nunca se produjeron. De alguna manera, el combate parecía haber llegado a su fin; a menos que los dos contendientes hubieran convenido en urdir un plan para hacerme creer justamente eso, y volarme en pedazos en cuanto me dejara ver. Pero deseché la hipótesis porque no creí posible esa tregua, en primer lugar debido a que una comunicación oral de esquina a esquina no habría podido pasarme inadvertida. Mi oído izquierdo todavía funcionaba. Y pensé que, de haber querido una de las partes del pleito comunicarse con la otra por medio de gestos, para proponer el cese del fuego, esta otra parte habría aprovechado sin demora la ocasión para llenar de plomo a su oponente. Además Smith tenía un motivo para apresarme, pero no para liquidarme, y la mujer de Fechner no me necesitaba para nada, habiéndose topado ya con Smith.

Me di vuelta cuidadosamente y miré hacia las esquinas. No recuerdo cuál vi primero; quizás en medio de tanta tensión nerviosa haya mirado una con cada ojo en un mismo momento. Los dos cuerpos yacían sobre la vereda; a la distancia, se los veía exánimes.

Caminé despacio hasta la esquina de Fechner. La mujer estaba tendida boca abajo y su espalda sangraba aún a través del espeso chaquetón azul del uniforme. Hice girar su cuerpo con el pie, hasta dejarla boca arriba. Ella exhaló un débil gemido.

—¿Cómo andás? —le dije.

—Ambulancia —murmuró ella de un soplo.

—¿Ambulancia? ¿Qué es eso? —le pregunté—. ¿El título de una película nueva?

Volvió a gemir.

—No me estarás pidiendo un favor, ¿verdad? No te olvides de que estás en deuda conmigo. Me debés una atención.

—¿Qué? —consiguió decir ella con bastante claridad.

Le desabotoné la chaqueta con mi única mano útil, la derecha. Le abrí la camisa y arranqué su corpiño sin dificultad. Posiblemente la bala en la espalda lo había desabrochado atrás. Pero ¿cómo podía haber recibido una bala en la espalda? ¿Había sido tan estúpida como para dar la espalda a Smith?

Algo había ocurrido allí que excedía mi capacidad de análisis. Pero no me preocupé más por el asunto en ese momento. Corrí la pollera y la bombacha de la señora Fechner hasta sacárselas por completo. Una mujer pasaba por la vereda de enfrente y nos miró, pero aceleró su paso hasta desaparecer.

Me metí en la vagina seca con algún esfuerzo, pero gustosamente habría llevado a cabo un esfuerzo diez veces mayor si hubiese sido preciso. Ella tenía los ojos cerrados y temí que hubiera fallecido, pero un súbito endurecimiento de sus pezones me tranquilizó. Acerqué mi boca a una de sus orejas y se la lamí. Luego le dije algunas cosas bonitas.

—Apártate, puerco —dijo ella súbitamente, abriendo los ojos y llevando sus debilitadas manos a mi cuello.

Era lo que yo necesitaba para eyacular.

Utilicé su cabello para limpiarme. Ella no se movía, y había vuelto a cerrar los ojos.

Caminé hasta la otra esquina y me encontré con un cuerpo sin vida, pero estaba lejos de ser el de «Caripela» Smith. Muy lejos.