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Pasé la tarde trabajando; no fue un capricho de momento, ni lo hice para divertirme. Trabajar no es precisamente mi hobby; simplemente, tenía que hacerlo. Luego, la noche me chupó hasta su centro neurálgico: la casa de Lucy.

Nunca supe exactamente lo que significa la palabra «camastro», pero ella se adecua musicalmente bien al lugar que usaba para dormir, y sobre el que estaba, leyendo a Sartre, cuando yo llegué.

—Lo empecé esta mañana y ya casi lo terminé —dijo. Tenía la vista fija en los anteojos redondos del filósofo. Luego miró su frente y su escaso cabello.

—Ta —dijo—. Terminé.

Le conté de mi entrevista con «Caripela» Smith; solo omití la parte del culo[1].

—Lucy —dije—: es posible que nos encontremos frente a un hecho sobrenatural. Por más que trato, no consigo imaginar cómo puede alguien meterse en esta casa y desintegrar o extraer las agujas o las tiritas de los relojes sin desarmarlos siquiera. ¿Cuántos relojes llevás comprados este mes? ¿Catorce? ¿Dieciséis? Gastaste todo tu sueldo en eso, ¿no es verdad?

—¿Cómo sabés que no los desarma? —me preguntó Lucy. Era realmente fea.

—Quiero creer que no —dije—. No sé qué sería más increíble: que sacara las agujas sin desarmarlos, o que entrara a tu casa y se pusiera a desarmar relojes sin que vos lo notaras.

Lucy se me acercó y buscó refugio entre mis brazos.

—No sé qué hacer —dijo entre sollozos—. Quiero salir de esta pesadilla.

Yo, tal vez influido por la conversación con «Caripela» Smith, inicié un apasionado trabajo de caricias y palabras gracias al cual dos o tres horas después conseguí favores extraordinarios de Lucy. Luego la ayudé a cargar a Sartre hasta la casa de su amiga Ceci, quien desde un par de cuadras calle arriba se lo había prestado esa mañana.