26 Proa a España
Acariciados por vientos del cuarto cuadrante, nos mantuvimos navegando casi de empopada durante una semana larga. La fuerza del soplo corrió en aumento poco a poco de fresco a frescachón, aunque todavía sin alzarse por encima de tintes respetables. Y en verdad que no podía elevar una sola queja a los cielos en ese vital apartado de la navegación, más bien al contrario. Porque desde que abandonáramos la zona de Monterey, ni siquiera habíamos sufrido un pequeño resquicio de tufillo cascarrón. Pero todo se alcanza en esta vida del Señor y, como esperábamos, una vez cruzado el paralelo de los 45 grados, la rumazón nos entró muy densa desde popa, al tiempo que el viento aumentaba a cascarrón del noroeste sin fisuras ni tendencias a la baja y la mar comenzaba a levantar espuma. Preveía que, en cualquier momento, se nos haría imprescindible adoptar el aparejo de capa y la situación que a bordo conlleva. Y ya don Belarmino trabajaba en dicho sentido, para que nada nos pudiera alcanzar por sorpresa. Sin embargo, todavía bajamos en latitud hasta los 52 grados, sin que apareciera un solo cáncamo sobre las aguas.
Por fin y sin respiro de alivio, nos saltó la madre de la mar contra la cara, condición para la que estábamos preparados. Debíamos encontrarnos todavía a unas ciento cincuenta millas del cabo de Hornos, cuando el ventarrón se ciñó avante sin retorno y entramos en temporal abierto del noroeste, con rifadas muy duras desde el septentrión más puro. Con el cuerpo todavía habituado al buen camino y los alimentos calientes, apareció la mar en ampollas blancas, los cielos ennegrecidos al copo y un frío intenso, aunque hubiésemos entrado por aquellos días en la primavera austral. Se hacía necesario apagar fogones, tomar rancho en frío, apurarse con fuerza a los pernos, aguantar la mecha y elevar algún rezo perdido, cuando la madre de todas las crestas mostraba su sonrisa. Pero la Providencia tomaba las olas por las cuartas de popa con extraordinaria seguridad, aunque los cuerpos comenzaran a protestar por la danza continua a la que eran sometidos. Bien es cierto que en esta ocasión la mar se alargaba lo suficiente por conchas y no necesitaba cuadrar la Providencia en demasiadas ocasiones a fuerza de timón por la aleta, para evitar el alzamiento excesivo del coronamiento. Porque mucho se sufre tripas adentro, cuando el cáncamo te deja caer en el seno de una ola gigantesca, momento en el que te crees capaz de entrar por el ojo de la aguja infernal y alcanzar los reinos de Neptuno como flecha velera.
Por gracia de los cielos, solamente debimos mantener dos largas singladuras de lucha a muerte contra la mar en esta ocasión, mientras abatíamos con claridad y hocicos de estela hacia el sur-sudeste. Al menos y en beneficio de la dotación, las congelaciones y los carámbanos se producían en escasa medida, aunque esa aguanieve en caída continua acabe por quebrar la piel de los rostros y manos más curtidas, En favorable comparación con el temporal sufrido en la montada hacia poniente, no aparecía esa marea larga aparejada en dupla y con divergencia, que nos castigara como cuchillo afilado. En esta ocasión, sin embargo, dos de nuestros marineros sufrieron contusiones severas, que la suerte juega a su derecho propio como y cuando le viene en gana. Especialmente grave le cayó la torrija negra al gaviero Tostas, que quebró su pierna al centro del muslo y debió pasar a la enfermería con urgencia. Una desgracia porque se trataba del mejor gaviero de a bordo y un hombre valiente como pocos, al que había tomado especial aprecio. Por fortuna, se trataba de rotura cerrada y no peligró su pierna en ningún momento.
Aunque pueda parecer extraño, cuando avistamos el cabo de Hornos, el viento se mantenía en un soportable cascarrón, mientras navegábamos con las mayores al pulso y las gavias con dos fajas de rizos tomadas. Ahora el viento se entablaba del oeste-noroeste sin rebajar los tintes una pulgada y la marejada se mantenía dura, con lo que desfilamos frente al cabo tenebroso a buen ritmo y con la goleta en danza de brujas. En esta oportunidad no llamaba tanto la atención de mis hombres la visión de la roca malparida, esa zona geográfica donde tantos buques se han perdido a lo largo de los siglos. Pero es muy cierto que las muescas en el cintón del hombre de mar ofrecen un asentamiento beneficioso del alma y apenas cuadran la vista en accidentes que asombraban muy por alto al tomarlos por primera vez.
De acuerdo con el plan de navegación embastado en mi cerebro y sin ánimo de acortar veredas en ningún momento, nos mantuvimos a rumbo leste para dejar la isla de los Estados por la banda de babor. Conforme desfilaban los primeros perfiles de la isla por nuestro costado a unas seis millas, fuimos enmendando el rumbo hacia el nordeste sin forzar en demasía, que todavía el viento marcaba huellas y no debíamos fomentar a espuertas los bandazos de la niña. Cuando por fin nos encontramos tanto avante con el cabo de San Juan, extremo oriental de la isla, continué la caída a babor por tientos, para comprobar con gusto que, al mismo tiempo, el viento se dejaba rolar hacia el tercer cuadrante.
Metidos de lleno en el mar del Norte, percibí la sensación de entrar en casa propia, como si aquellas aguas que bañan el estrecho gibraltareño nos anunciaran el perfume familiar. Solamente restaban a proa de siete a ocho mil millas hasta la bahía gaditana. Pero ya esos números no nos asustaban una sencilla migaja, aunque a la vista de la carta se salieran de los lindes. En principio, arrumbé con decisión al norte, con objeto de dejar las islas Malvinas por estribor a suficiente distancia. Una vez a su altura, enmendaríamos al nordeste lo que el viento nos permitiera. Porque mi ánimo solamente se centraba en subir de latitud y progresar a levante cuanto fuera posible. Y como era de esperar, el viento se rebajó a frescachón, al tiempo que la mar rebajaba las crestas blancas y la vida se normalizaba a bordo.
Una vez con todo el mar del Norte libre por la banda de estribor, solamente debía preocuparme la dirección del viento. De momento se mantenía el sudoeste, aunque era consciente de que, más pronto que tarde, nos entraría como norma del cuarto cuadrante, al menos hasta alcanzar la faja de los Alisios sureños. Siempre que no se alzara en temporal pampero, que ya lo habíamos probado en la ocasión anterior y con una cata de la torta es ración suficiente. A partir de ahí y hasta el Ecuador, debería sernos sencillo progresar hacia el norte, aunque debiéramos aproximarnos bastante a la costa africana, posiblemente a unas trescientas millas. Pero una vez superado el Ecuador, con vientos normalmente en soplo del primer cuadrante, sería necesario llevar a cabo algún bordo de fuerza, bien fuera hacia levante a hacia el norte. No obstante y como siempre decía mi padre, pensé que debíamos tomar cada ola cuando nos alcanzara la proa. Así que, de momento, nos cuadraba a la perfección aquel viento para mantener el rumbo nordeste y beber millas sin descanso.
Debo aquí señalar un acontecimiento que tuvo lugar durante las jornadas de temporal duro, por la especial importancia que le concedo, al punto de trastocar todo el sentido práctico de la operación. Creo que fue en la segunda jornada de olas preñadas en filo, cuando acudí a mi cámara para cambiar la ropa mojada y helada por otra seca. Comprobé que la imagen de la Galeona se movía demasiado de babor a estribor, al punto de que su base golpeara contra el mazo de proa en los balances más pronunciados. Pensé que los cabos firmes debían haber cedido en correa, por lo que ordené a Pepillo que avisara al contramaestre sin pérdida de tiempo. Don Belarmino, con su profesionalidad habitual, procedió a ajustar los vientos de nuevo, hasta dejar la imagen en plena seguridad. Pero una vez a solas y cuando abandonaba la estancia, sentí que pisaba algo duro con la planta del pie. Aunque la iluminación que se producía a través de la balconada fuera escasa y gris, pude comprobar que se trataba, de una piedra, o así me lo pareció en un principio. Arrimado al candil de pendura lo suficiente y observada de cerca, comprobé, asombrado al copo, que lo que mantenía en el cuenco de la mano no era una piedra cualquiera. Por el contrario, se trataba de una esmeralda de un tamaño gigantesco, parejo al doble, del pulgar. Y mostraba un color verde maravilloso que se dejaba atravesar por los tenues rayos de luz.
Pensé que la fabulosa gema podía haberse desprendido de la famosa Cruz de la Conquista, aunque recordaba las piedras cuajadas en sus varas con suficiente detalle y ninguna respondía a aquel tamaño. Pero era fácil comprobar que se trataba de un imposible, al encontrarse la cruz perfectamente envuelta en lonas afirmadas con cordel fino de pesca. Movido por la curiosidad, levanté los pliegues delanteros de la capa de la Virgen y palpé el cono de bronce a través del grueso paño de terciopelo que lo protegía. Apretaba con los dedos todo lo que me era posible. A pesar de que la mencionada protección se componía de varias capas, al tacto pude comprobar diversas y continuas protuberancias, como si el cono de bronce se encontrara, tallado en riscos. Intrigado y tras comprobar que por la parte baja delantera se ofrecía una pequeña raja producida en el material, posiblemente debido a los golpes sufridos contra el mazo, agrandé la rasgadura hasta que la mano pudiera penetrar en su interior. Y si esperaba palpar la superficie del cono en bronce pulido de una pieza y alisada en orden, comprobé sorprendido que, por el contrario, se encontraba preñada con un elevado número de yemas o botones.
Decidido a conocer la realidad, recorrí con la vista la superficie de mi mesa. Conseguí localizar un cortaplumas de plata, aquel que recibiera de mi padre con las armas de la casa grabadas en su empuñadura, que jamás había utilizado. Con la ayuda de su punta y su filo descorrí el cosido de la base, para poder elevar las protecciones de terciopelo. Cuando por fin conseguí alzar el género hasta una cuarta por encima de la base del cilindro, allí donde comenzaba la base del cono, quedé paralizado por la emoción. Porque toda la superficie del cilindro base y del cono de armazón se encontraba engarzada con un elevadísimo número de gemas de extraordinario tamaño y naturaleza. En toda su extensión aparecían piedras de color verde, rojo, azul, amarillo y otras transparentes como el diamante más puro.
Mientras mis pensamientos giraban en círculo loco, tuve un extraño presentimiento. Porque en aquellos momentos dudaba de toda la información recibida. Tomé de nuevo el cortaplumas, pero ahora para rascar con fuerza la superficie del bronce en uno de los espacios producidos entre dos de las piedras. Debí tomar el candil en la mano y acercarlo de nuevo para comprobar que aquel material no era bronce joven o viejo, ni muchos menos. Y al tiempo que una sonrisa aparecía en mi boca, comprendí la infinita sabiduría de los monjes dominicos. El armazón de la imagen de nuestra querida Señora del Rosario se encontraba formado por una base cilíndrica y un cono de gran altura fabricados en oro puro y macizo, con una impresionante cantidad de gemas extraordinarias engarzadas en toda su superficie. Todo ello bien recubierto por unas tres o cuatro capas de grueso paño de terciopelo, que enmascaraban la realidad a cualquier ojo indiscreto.
Al tiempo que el buque daba un balance muy pronunciado, que casi me hizo rodar por el piso, volví a tomar en la mano la esmeralda que debía haberse desprendido del conjunto. La guardé en la caja de seguridad, enrollada en un trozo de tafetán, junto a la bolsa de luises de oro que, por cierto, mucho había enmagrecido tras las adquisiciones llevadas a cabo en las islas de Juan Fernández.
Tras pensarlo detenidamente, hice entrar a Pepillo en mi cámara. Consideraba necesario devolver la composición general de la imagen a su estado primigenio. Por tal tazón, le hice tomar aguja gruesa de velero y recoser con fuerza el desgarre producido en las capas protectoras, así como en las juntas de la base, para que no su pudiera comprobar desde fuera la realidad que acaba de comprobar. Confiaba plenamente en Pepillo, a quien le ordené guardar el mayor de los secretos. Pero de nuevo me alcanzó los labios una alegre sonrisa, al recordar las palabras dictadas con infinita sabiduría por el padre Cristóbal de Todos los Santos: La fabulosa y costosísima Cruz de la Conquista para Su Majestad don Fernando, mientras la modesta imagen de la Galeona debía pasar al convento de Santo Domingo.
Desde que llevé a cabo aquel descubrimiento, mucho había pensado en las particularidades de la imagen religiosa, que transportaba en mi cámara y, de forma especial, en su armazón. Dudaba de lo que debería hacer con ella llegado el momento, aunque una decisión con carácter irrevocable acababa por asentarse en mi cerebro. Y a ella me ajustaría por caminos anchos o estrechos en el acto definitivo.
La trepada hacia el norte continuó con colores muy distintos. Tras unos primeros días favorecidos con viento frescachón del sudoeste, en los que navegamos un generoso número de millas, sufrimos un pampero en toda regla que nos rajó el alma en tiras de cuero durante cuatro eternas jornadas. Aunque no alcanzara los lindes del temporal de muerte, acabó por agarrotar los cuerpos en tinte. Y como apenas tomé el jergón una sola noche bajo aquellas duras condiciones, mis huesos llamaban a desbarate cuando la mar comenzó a rebajar cuerdas y el viento descendió a tablas de normalidad.
Continuamos avante con vientos de escasa fuerza y variables en su dirección, pero centrados casi siempre en el último de los cuadrantes. Pero por fin entramos en los Alisios sureños, que nos tomaron con vientos frescos del sudeste, que también nos impulsaban en la dirección deseada. Ya se veía más cerca el fin de nuestra interminable derrota, cuando entramos una vez más en la zona de las calmas. Y en esta ocasión con clara demostración de su más puro significado. Porque durante cinco interminables singladuras, el viento no llegó a cuajar por encima de una sencilla y esporádica ventolina, el calor se mantenía asfixiante y la humedad apretaba hasta rebosar el tarro.
Fue en aquellos días de calma muerta a lomos cuando tuvo lugar un acontecimiento muy especial e inesperado, que no he olvidado con el paso de los años. Y lo rememoro con detalle y cierto regusto de placer, un dulce regodeo que todavía mueve mis sentidos a la banda. Como he comentado anteriormente, tenía por costumbre invitar a nuestra querida viuda a comer o cenar en mi cámara, en compañía del segundo comandante u otro oficial, un par de veces a la semana. La verdad es que la doña se mantenía a bordo durante algunos meses y ya nos ofrecía cierta confianza en el trato, al tiempo que todos continuábamos en muda admiración de su incomparable belleza y especiales atributos. Una de aquellas noches de calor insoportable, con los vidrios de la balconada abiertos al máximo, llegó Margarita y el cirujano para acompañarme en la cena. Se trataba de una ocasión más en la que nos relajábamos con charla amena, mientras atacábamos el vino tinto francés adquirido en la fragata holandesa, al que nos habíamos aficionado con gusto, y degustábamos buenos alimentos procedentes de la misma fuente.
Habíamos alcanzado los postres y la velada transcurría por los derroteros habituales, cuando Pepillo entró en la cámara con cierta urgencia para ofrecerle aviso al cirujano.
—Señor cirujano, lo requieren en la enfermería a la mayor brevedad.
—¿Algún herido grave?
—Parece que el cabo de cañón Viñuelas se ha cortado la mano con un tajo de importancia. Puede que haya perdido un par de dedos.
Tras solicitar mi autorización, don Arturo abandonó la cámara. Margarita y yo quedamos en soledad. Pero ya nos encontrábamos en los estertores de la ocasión y me disponía a levantar la velada, cuando Margarita se dirigió a mí con cierta seriedad en su rostro.
—Me alegro de que hayamos quedado los dos a solas, Francisco. Desde hace muchas semanas quería hablarle con cierta intimidad y no se ha presentado la ocasión. No querría llegar a España y que...
—Todavía nos quedan bastantes millas por navegar, Margarita. No se preocupe —entré en cierre por defensa propia, como si imaginara en avance que la situación podía adquirir tintes de inconveniencia.
—Quiero quitarme este peso de la cabeza.
Mantuve el silencio cerrado mientras Margarita parecía taladrar mi cerebro con sus grandes ojos verdes, una especial mirada que había comprobado en ocasiones y perturbaba mis sentidos a fondo. Como no sabía por dónde me al— candaría la siguiente ola, mantuve el silencio a tachón. Escuché de nuevo el cálido tono de su voz, un murmullo capaz de levantar ascuas sobre las aguas.
—Ha de saber, Francisco, que le debo mucho más que la vida, pero mucho más.
—Por favor, Margarita, no exagere.
—No exagero una pequeña migaja y lo sabe muy bien. Si aquella noche en Monterey, cuando aquellos dos cerdos inhumanos me hacían bailar desnuda ante sus ojos de la forma más humillante, no hubieseis llegado en auxilio, habrían acabado mis días —intenté parar al tirón sus palabras, pero me detuvo con una enérgica seña de su mano—. Ya sé que pensáis, con toda lógica, que habría sido violada por el piloto y el capitán. Bueno, y posiblemente por algunos hombres más de la cuerda de ese innombrable Lozano. Pero por la cabeza solamente me pasaba la idea de acabar con mi vida. Deseaba que el capitán se acercara hasta mí y comentara su inmunda tarea, para poder extraer la daga que engarzaba al cinto y clavarla en mi pecho.
—No piense más en aquella desagradable escena, Margarita. Todo acabó bien y ahora solamente debe recrearse con escenas de gloría y dulzura. Nada ganará con ese ejercicio, puede estar segura.
—Siempre he sido mujer agradecida, Francisco, y vos lo merecéis más que nadie. —Margarita abandonó su asiento para llegar hasta mí y quedar a escasas pulgadas. Por fin, apoyó una de sus manos en mi hombro—. Os seré sincera, como siempre me he conducido, pero ahora sin barreras ni tapujos. A pesar de los esfuerzos a los que os obliga vuestra elevada educación como real caballero, sé lo mucho que me deseáis. No protestéis en vano porque se trata de una verdad irrefutable. He visto vuestras miradas hacia mi cuerpo, especialmente hacia el nacimiento de mis senos, lo que no significa novedad alguna en mi vida. Os he dispensado especial aprecio desde el primer momento, un aprecio que se agrandó hasta el límite aquella inolvidable noche. Pero nada busco de vos. Sé que sois hombre felizmente casado y nada más lejos de mi intención que entrometerme en vuestra vida familiar. Pero lleváis mucho tiempo, demasiado quizás, sin gozar de una mujer. Y eso pesa mucho en los sentidos de un hombre.
Me mantenía paralizado de cuerpo y alma ante las palabras de aquella atractiva mujer, con los pensamientos tallados en bloque de piedra. De ahí que mi asombro se abriera por troneras al comprobar sus movimientos. Porque Margarita, con una sencillez difícil de comprender, descorría los finos hilos de su blusón para dejar al descubierto sus pechos. Y con una naturalidad que debía llegar del más allá, tomaba mi mano para posarla sobre uno de ellos. Puedo jurar que el contacto de aquel pecho contra la piel de la mano me produjo el efecto de un fuego abrasador en las entrañas. Porque sin querer, movido posiblemente por una máquina infernal, acaricié su piel atravesado de extremo placer.
Al tiempo que Margarita ofrecía a un imaginario ser omnisciente una extraña sonrisa, inclinaba su cuerpo para aproximar su boca a la mía. Y de nuevo con naturalidad, como si se tratara de un guión escrito años atrás, unía sus labios a los míos. Ahora percibí el fuego en recorrida de látigo por mi cuerpo porque, en verdad, jamás una mujer me había hecho sentir ramalazos de placer tan profundos. La doña acabó por tomar mi cabeza entre sus manos, al tiempo que alargaba la fuerza del beso en roderas de interminable pasión.
Margarita se separó ligeramente, como si necesitara tomar aire para continuar su tarea. Mi mano se mantenía en permanente caricia sobre sus pechos y me encontraba dispuesto para caer hasta las profundidades del infierno de forma voluntaria si era necesario. Porque en mi cerebro la imaginaba desnuda entre mis brazos, con sueños abiertos de renglones sucesivos. Sin embargo, al pronto descubrí en su rostro un gesto que me desconcertó como es difícil imaginar. Porque su cara adquirió, aunque se tratara de un relámpago de escasos segundos, el mismo gesto resignado e infinitamente doliente que mostrara cuando era reclamada por el capitán Lozano, como si hubiera decidido aceptar como inevitable la empresa a la que se la convocaba. Mucho me cuesta explicar los sentimientos padecidos en aquellos momentos, pero sentí repugnancia de mí mismo, como si fuera un ser vil, despreciable e indigno, como parto de la misma ralea que la del piloto o el capitán Lozano.
Me separé de Margarita con rapidez. Me miró extrañada, como si no comprendiera mis movimientos. En silencio y con extrema suavidad, cerré las cintas de su blusón, con un último y delicioso roce de su pecho. Y ahora, como sí las crestas blancas hubieran pasado por encima de mi cabeza de forma definitiva, le hablé como un padre.
—Deberá perdonarme, Margarita. He caído donde jamás debería haberlo hecho un caballero y le pido mil excusas por ello. No debería haber olvidado que soy vuestro anfitrión y compañero del capitán Blázquez. Porque nada ha de pagarme ni concederme sus favores en correspondencia del auxilio prestado. Hice lo que debía y volvería a hacerlo si una dama se encontrara en su situación. Habéis quedado viuda y todo se ha producido con demasiada rapidez. Debéis pensar solamente en llegar a España y comenzar una nueva vida.
Su reacción también me tomó desprevenido porque no la esperaba. Se acercó hasta apoyar su rostro contra mi pecho, momento en el que comenzó a sollozar. Apenas podía entender sus palabras.
—¿Comenzar una nueva vida? ¿Cómo y con quién? —Ahora se desgarraba el tono de su voz—. Siempre he sido utilizada, y cuando se me presentó la única ocasión de entrar en normalidad, acabé perdiéndola por la muerte de mi esposo. Debe saber, Francisco, que he sido una mujer desgraciada desde el mismo día del nacimiento. Llegué a este mundo en el seno de un matrimonio roto y descompuesto. Mi madre murió cuando apenas contaba cinco años. Me crié sin el amor de mi padre, a quien apenas pude abrazar en cinco o seis ocasiones. Lo gastaba todo en viajes y mujeres. A su muerte, apenas contaba con catorce años. Aunque mi padre tenía una hermana y un hermano, me dejó a la custodia de su hermano mayor, el tío Alfredo. Esa decisión, presentó terribles consecuencias en mi vida.
Mantenía la voz entrecortada por los gemidos de dolor, sin que pudiera hacer nada por mi parte. No veía su rostro, pero estaba seguro de que las lágrimas rodaban por sus mejillas a chorro de nieve. Continué escuchando sus desgracias, porque así se podía compendiar toda su vida realmente.
—Nada más quedar bajo la tutoría de mi tío, debimos pasar a la ciudad de Lima. La vida de este ser despreciable, que así lo catalogo, era pareja a la de mi padre en costumbres y vicios. Había recibido herencia en el Perú y allí marchamos. Pero lo peor..., lo peor estaba por llegar. Aunque cercana a cumplir los quince años, era una mujer formada y de gran belleza. Mi tío Alfredo..., ese ser despreciable, me hizo..., esa odiosa persona me convirtió en su amante bajo todo tipo de amenazas. Atravesé dos años terribles porque cada noche debía esperar su visita en mi alcoba con el terror grabado en los talones. No sabe la de veces que sentí una repugnancia que me provocaba el vómito. Y debía contenerla, si no quería ser castigada con el látigo sobre mis carnes.
Un nuevo reposo. Margarita parecía necesitar fuerzas para continuar. Por mi parte, en silencio deseaba que acabara aquella retahila de monstruosidades, pero me veía incapaz de articular palabra. La dejé proseguir porque podía ser bueno para ella.
—Por fortuna, Dios debió llegar en mi auxilio aunque, en verdad, lo hiciera bastante tarde. En uno de los pocos saraos a los que me llevó el tío Alfredo, porque me mantenía retenida en casa casi de continuo para su íntimo placer, conocí a Romualdo. Entonces era todavía teniente. Cayó enamorado de mí desde el primer segundo. Y decidí aprovecharlo como única salida para escapar del infierno. Por desgracia, mi tío se negó a admitir aquella relación. El muy truhán me quería para su goce particular. Pero ahí llegó Dios en auxilio definitivo porque mi tío enfermó gravemente y murió en pocos días. Romualdo, al conocer mi historia, me preguntó si había forzado su muerte. Le juré que no y era cierto. Pero bien sabe Satanás que lo habría hecho sin remordimiento alguno.
—Y matrimonió con el capitán Blázquez.
—Con el teniente Romualdo Blázquez, destinado en la Guarnición de Lima. Poco después de la boda, ascendió al empleo de capitán. Pero no crea que heredé una sola moneda de mi tío porque solamente dejó deudas. Ya sabe la historia posterior, el destino de mi esposo a Valdivia y el escape final con grave riesgo de nuestras vidas. La verdad es que nunca amé a Romualdo, aunque lo respeté e intenté hacerlo feliz. Pero sentí su muerte porque siempre se portó conmigo como un caballero y junto a él conocí por primera vez lo que significa llevar una vida normal, sin sufrimiento diario. Por esa razón, cuando me habla de que a la llegada a España comience una nueva vida, ¿cómo podré hacerlo? Romualdo no tenía familia en España, solamente un primo de su padre que debe haber muerto. Pienso que la tía Engracia puede mantenerse con vida. Pero, en ese caso, no sé si me admitirá en su casa.
—¿Cómo no va a admitirla? Se trata de la hermana de su padre. No todos los seres son malos y ella puede ser un ejemplo. Deberá buscarla.
—Para eso deberé pasar a la Corte. ¿Cómo podré conseguirlo?
—No se preocupe. Me encargaré de que pueda hacerlo sin problemas.
—No quiero limosnas, Francisco. No puedo aceptar...
—Por favor, Margarita, su esposo ha muerto por salvar esta goleta y la misión que hemos llevado a cabo con éxito. Hasta que reciba la viudedad de la caja del Ejército, puede pasar un año o más. Me encargaré de que pueda vivir y encontrar a su tía.
—Sois demasiado bueno. Ahora siento vergüenza por haber intentado... No crea que pretendía seducirle... Solamente quería agradecerle... y solamente dispongo de mi cuerpo.
—Olvidemos todo lo que ha sucedido, tanto la escena de Monterey como esta de ahora. Sencillamente, no han tenido lugar. Deberá pensar solamente en el futuro. Encontrar a su tía Engracia y comenzar una nueva vida.
—Gracias, Francisco. —Tomó mi mano y se la llevó a la boca para besarla, lo que evité con rapidez—. Creo que nunca podré pagarle...
—Por favor, olvide ese verbo de una vez. En la vida no se cobra jamás lo que se hace con gusto o en defensa del honor.
Así terminó aquella escena que cerca estuvo de ser rematada en fuegos de pasión. Creo que fui salvado por la Galeona que allí mismo nos observaba, porque no encuentro otra explicación. Y me comprenderían muy bien con sólo observar el rostro y el cuerpo de Margarita, una mujer de una belleza y encantos como jamás volví a encontrar.
* * *
Tal y como esperaba, con los Alisios norteños debimos entrar en bordo de calado inicial con rumbos a levante y bolina máxima. Tan sólo cuando el soplo se recostaba alguna cuarta hacia el norte, podíamos repicar la proa en ganancia de latitud. Sin embargo, llegó el momento de tomar un nuevo bordo de fuste y virar a rumbos de componente norte. Por fortuna, desde la línea equinoccial, y como protegidos por los trece dioses de las aguas profundas en benéfica conjunción, viento y mar se mostraron en cuerdas de bonanza y sin sobresalto alguno, con lo que la vida a bordo se mantenía plácida. Y como restaban alimentos de calidad, la dotación laboraba con gusto.
Para colmar el favor de los santos hacia la goleta Providencia, cuando entendíamos como necesaria una nueva bordada hacia levante, rolaban las alas de Eolo al sur de forma inesperada, lo que nos permitió aproar hacia nuestro destino a rumbo directo, aunque la fuerza se rebajara a fresquito y se redujera el avance diario.
En ese alargado recorrido por el mar del Norte con miles de millas a batir, no avistamos ni un miserable falucho pesquero. Llegué al convencimiento de que la mar, sabia y querenciosa como siempre, deseaba ofrecernos en remate final su campo infinito, sin un compromiso más a cumplir. Posiblemente, se trataba de una debida contraprestación tras las muchas peripecias vividas, que no habían sido pocas ni de escasa enjundia.
En la mañana del vigésimo día del mes de noviembre del año del Señor de 1824, avistamos la bahía de Cádiz, tras más de ocho meses de navegaciones ininterrumpidas. Y si rendía, mi amor de bruces por ese maravilloso paraje desde muchos años atrás, ahora encontraba, el cuenco plateado gaditano de superior belleza, si tal condición fuera posible. Eran muchas las experiencias vividas en ese alargado tiempo, algunas casi olvidadas en la memoria. Pero ahí dentro restaban los combates de sangre, apresamientos, temporales de espuma, bahías con piedras negras y toda condición, buena o mala, que un buque puede atravesar en la mar. Tampoco debía olvidar los episodios personales atravesados con Margarita, que me habían sobresaltado en cuerdas de pasión y lástima. Pero por encima de todo, encaraba el futuro con optimismo, con el pensamiento trazado en la figura de Rosario y el hijo que debía mantener en sus brazos.
Largué ancla y anclote en abrigo frente a la bellísima ciudad de Cádiz, con el ánimo elevado hasta, las nubes. Pero antes de saltar a tierra y correr hacia el palacete de la calle de la Amargura, debía trenzar algunos cabos de remate. Para rendir el primero de ellos, llamé a Margarita a mi cámara. Se extrañó la doña al llegar hasta mí.
—¿Ha requerido mi presencia, Francisco? —empleaba un tono de duda y cierta desconfianza.
—Si, Margarita. Cuando desembarque, debe adquirir en Cádiz un vestuario adecuado a su condición de señora viuda de un capitán del Ejército. Y a continuación, partirá hacia la Corte en diligencia de reglamento. Allí tomará posada digna. Deberá iniciar el expediente de viudedad a su favor, para lo que necesita la adecuada documentación. En este legajo —tomé de mi mesa una carpeta amparada con balduques rojos—, expongo con todo detalle los hechos heroicos del capitán don. Romualdo Blázquez a bordo de la goleta Providencia y certifico su condición de viudedad.
—Pero no es posible porque...
—Ya sé que lo ha perdido todo y no dispone de caudal alguno. No se preocupe. Debe tomar esto en sus manos y guardarlo bien. —Le hice entrega de la bolsa donde se encontraban los luises de oro restantes, con la esmeralda caída que consideraba de extraordinario valor—. Con esta cantidad le será suficiente para pasar los meses necesarios.
—Francisco, no puedo aceptar...
—La ha de aceptar, quiera o no. Le repito que las acciones de su esposo posibilitaron que no se perdiera esta goleta para la Armada del Rey. Es lo menos que se le puede ofrecer —mentía de forma categórica para convencerla—. En el interior de la bolsa encontrará monedas de oro y una piedra preciosa, una esmeralda de extraordinario tamaño, de la que podrá sacar una buena cantidad si acude a un joyero de categoría. En la carpeta también le adjunto el nombre y dirección de uno muy conocido en la Corte, con una nota de mi mano a su atención. Me conoce como duque de Montefrío. Ya verá cómo se soluciona todo, le conceden la viudedad y encuentra a su tía Engracia. Además, sois joven y muy bella. Espero que encuentre un hombre al que quiera de verdad.
Margarita quedó en silencio, ahora con una mirada de pleno agradecimiento y brillo especial en sus ojos, cercanos al llanto. Me adelanté para evitar una nueva sesión de gemidos.
—No llore, por favor. Por el contrario, agradezca a nuestra Patrona que todo se ha rematado en gloria de luces y puede recobrar una vida acorde a su condición. Espero que algún día nos encontremos en la villa madrileña y se mueva al lado de un hombre honrado, con algunos hijos a su alrededor.
Margarita, sin esperarlo, me ofreció un emocionado abrazo. Mostraba una sonrisa al separarse de mí.
—Nunca lo olvidaré, Francisco. Se lo juro por lo más sagrado de la vida.
—Tampoco yo a vos, Margarita. Hemos atravesado momentos buenos y malos, pero estos últimos acabarán disueltos en el agua con el paso del tiempo. Que os vaya bien en el futuro.
La siguiente encomienda debía encararía con otro personaje. Y ése era el hermano Baldomero, que acudió a mi cámara con rostro de plena felicidad.
—Me ha dicho su criado que deseaba verme cuanto antes, señor comandante. No sabe cómo me alegro de haber arribado a esta bendita tierra española. Mucho he soñado con que llegara este día.
—Es mucho lo que le debemos, hermano, y quiero expresarle mi agradecimiento en despedida. Si no nos hubiera auxiliado para abandonar la bahía de los Pinos, es muy posible que esta goleta se encontrara ahora en los fondos o apresada en Acapulco. Pero nos resta un importante asunto por rematar.
Se hizo el silencio porque, aunque esperaba sus palabras, el novicio no se decidió a mover ficha en el tablero. Me vi obligado a tomar la iniciativa.
—Mañana me presentaré al capitán general del departamento marítimo gaditano para comunicarle, con el máximo secreto, que la Cruz de la Conquista se encuentra preparada para ser enviada a la Corte al ministro de Marina, que la hará llegar a manos de Su Majestad. Por otra parte, mucho he dudado de lo que debía hacer con la imagen de Nuestra Señora.
Palideció ligeramente el hermano Baldomero, aunque creí que entendía por donde caminaban mis pensamientos. Pero debía sincerarme.
—Le entraré por derecho y a las claras, hermano. Por casualidad, he descubierto el material con el que está construido el armazón de la imagen. Ya le digo que he dudado mucho. —La palidez del rostro del novicio se acentuaba por momentos—. Aunque el padre Cristóbal... de Todos los Santos nos hablara de la modesta imagen de la Galeona, los dos sabemos que no es así.
—Verá, señor —movía las manos de forma nerviosa y sin posible calma—, el padre Cristóbal solamente deseaba que con lo que se pueda obtener de...
—No necesito explicaciones, hermano. —Posé mi mano sobre su hombro con cierta confianza, para calmar su ansiedad—. Después de mucho deliberar, he decidido acatar las órdenes recibidas de Su Majestad al punto exacto, como es mi obligación. Y en esas órdenes se especificaba con meridiana claridad que la Cruz de la Conquista debía llegar a sus manos, aunque se sienta un tanto defraudado al comprobar que las medidas y la cantidad de gemas no es la esperada. Al mismo tiempo, debía desembarcar la imagen de la Galeona y entregarla en el convento de Santo Domingo, que desde aquí se avista. Le traspaso esa obligación. Baje a tierra y comunique al padre prior de mi parte que le hago entrega de la imagen de nuestra querida Galeona, tal y como se encontraba en la ermita del Rosario cercana a Monterey. Después de todo y como decía Nuestro Señor Jesucristo, debemos dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. ¿No le parece?
—Nuestra orden le estará eternamente agradecida, señor comandante. Son muchas las penas que hemos de remediar en el mundo.
—Lo comprendo.
Sin más dudas y tras ordenar al segundo las acciones inmediatas, decidí desembarcar. No obstante, me preocupaba el destino de Giráldez.
—¿Tiene familia en España, segundo?
—No, señor. Mi padre era hijo único y casó con criolla mexicana. Pero estoy encantado de regresar a mi patria. Nada me une a Nueva España y soy consciente de que nunca podré recuperar los bienes de la familia.
—Mañana me presentaré al capitán general y le explicaré los avatares corridos durante toda la operación, desde que abandoné el puerto de Cádiz a bordo del bergantín Aquiles. También le expondré de forma reservada los pormenores de la Cruz de la Conquista, para que la haga llegar al ministro de Marina con la necesaria seguridad. El hermano Baldomero se encargará del transporte de la imagen de la Galeona hacia el convento de Santo Domingo. También le hablaré a la Superior Autoridad para que se certifique su ascenso al empleo de alférez de fragata y el nombramiento como segundo comandante de esta goleta, hasta que decida lo que hacen con ella. Pero supongo que se encuadrará de firme en la división de guardacostas y se nombrará un nuevo comandante.
—Muy bien, señor. Quedaré a bordo hasta que me lo indiquéis.
—Haga turnos con el cirujano y el contador. Con que se mantenga un oficial a bordo, es suficiente, si la mar no entra en huellas. Baje a tierra y corra las calles gaditanas. Seguro que encontrará algún compañero con quien charlar.
—Mucho me atrae esa perspectiva, señor. Nada sé de mis compañeros desde hace tres años.
—Pues avante y disfrute. Por cierto, ¿han dado la lancha al agua?
—Sí, señor.
—En ese caso, desembarcaré ahora mismo. Quiero ver a mi familia y comprobar que he sido padre.
—Que todo haya corrido para bien, señor.
Entrado ya en nervios de larguero, salté a la lancha, que me dejaba en tierra poco después. Y sin pérdida de tiempo, Pepillo tomaba un carruaje de postas, que nos trasladaba a la calle de la Amargura a raspar vientos. Ataqué la aldaba del portón con fuerza. Pero toda la mar en crestas se serenó al ras cuando, una vez en el piso superior, observé la estampa tantas veces soñada. Rosario, asombrada ante mi presencia, mantenía en sus brazos un precioso niño. Tras besarlos con fuerza, escuché sus palabras de felicidad.
—Bendito sea Dios y la Santa Virgen que te traen hasta mí tantos meses después, Francisco Mira. —Señalaba al niño con orgullo—. Es un varón muy guapo y parecido a su padre. De acuerdo con tus deseos, lo bautizamos bajo la advocación del apóstol Santiago.
—Bien hecho, querida.
Volví a apretarme contra, ellos. Un nuevo Santiago Leñanza entraba en la vida, la quinta generación de una saga marinera, porque no dudaba de sus querencias futuras. Me dejé caer entre velos de suprema felicidad, mientras besaba de nuevo a Rosario y miraba de reojo a mi hijo. La goleta Providencia y la Cruz de la Conquista habían, desaparecido de mi cerebro.