22 A vida o muerte

Caían las luces a plomo de cantil sobre la ermita de Nuestra Señora del Rosario y el paraje de La Grupa, cuando comenzamos a preparar cuerpos y almas para abordar de inmediato la operación más importante de mi vida y, posiblemente, la de todos mis hombres. La sangre se entablaba en circulación de corrida, larga por nuestras venas, una situación que se apreciaba con claridad en rostros ansiosos y movimientos apresurados. Pero bien sabe Dios y todos los santos de su cohorte que no dudaba de ninguno de ellos, un conjunto del que me podía sentir orgulloso hasta, cubrir los cielos en manta. Porque cuando el valor, la pericia y la decisión se amadrinan en una sola costura, el espíritu se centra en cuartos de ronda y nos creemos capaces de amartillar a mordiscos la galleta de los palos más elevados.

Durante la tarde habíamos discutido con entera, libertad y hasta la saciedad cada uno de los puntos particulares de la empresa, que no eran pocos ni de escaso porte. Incluso fuimos llamando a los que deberían afrontar puestos de especial importancia y peligro con misiones específicas, para repetirles una y otra vez su vital cometido. Porque ni una sola filástica de la maroma podía quedar al aire, salvo peligro de desbravar el conjunto. Destacaban en grano gordo, en cuanto a los cometidos asignados, el gaviero Tostas, menudo, valiente y ágil como rata, culebrera; mi criado Pepillo, llamado por todos a bordo como Puñales, por las tres pequeñas dagas que siempre incorporaba en la parte trasera de su cintón; el cabo Peregón, capaz de cabalgar sobre el estay80 durante meses sin elevar una sola queja, y el cabo Melindero, de una fortaleza extraordinaria y famoso por haber matado en reyerta tabernera a un ofensor del pabellón propio de una sola puñada en la cara. Y para rematar el cuadro de los nombrados para misión especial, aparecía el marinero Palamós, un catalán fuerte y guasón, que debería acompañar al hermano Baldomero en su trayecto hacia la bahía de los Pinos a bordo del carretón, con los tesoros en el buche y un puñal cachetero a la mano, por si el novicio torcía fidelidades. Un conjunto de hombres bragados y preparados para bucear hasta las tinieblas, si así se les ordenaba. No obstante y por las toninas verdes del cabo malagueño, que conforme encarábamos los detalles de mena fina uno a uno, más comprendíamos las dificultades y las escasas posibilidades de éxito que se nos presentaban por la proa. La Santa Patrona debía entrar en auxilio de alforjas, pero con todo su poder maternal.

Por desgracia, no arrancamos la faena con signos de especial ventura lanzados desde los cielos, aunque así fuera considerado por alguno. Antes de abandonar la ermita, decidí visitar por obligada cortesía y merecido agradecimiento al padre Cristóbal en su lecho. Deseaba solicitar su bendición, pero también el permiso para que su novicio y único auxilio personal en la ermita colaborara en la empresa a lo largo del día. Por último, despedirme de aquel hombre medio santificado por la vida. Debí pasar a su celda, tras recibir aviso del hermano Baldomero, en el sentido de que el anciano respiraba muy mal y se encontraba sin fuerzas para alzarse siquiera del catre, condición que solía sufrir a menudo durante los dos últimos meses. Sin embargo y para sorpresa del capitán Blázquez y la mía, cuando acudimos a su presencia, acompañados por el eclesiástico contrabandista que debería jugar tan importante papel en la empresa, encontramos al venerable anciano con los ojos vacíos y el alma perdida más allá de esta vida. Parecía que, con su última exposición ante nosotros, la entrega de la Cruz de la Conquista y su querida imagen de la Galeona, había dado por finalizado el tránsito por la vida incierta.

Me emocionó observar las lágrimas que rodaban por las mejillas del hermano Baldomero, al comprobar la muerte de su mentor. Llegué a la conclusión de que el joven quería al padre Cristóbal con auténtica veneración, como al progenitor que había perdido años atrás. Aunque pensaba que esta triste novedad podía aparejar mal fario y signos negativos a la empresa, no lo consideraba así el capitán Blázquez.

—Aunque duela muy dentro, segundo, creo que ha sido lo mejor para él y para todos.

—No diga eso, capitán —le reconvine con la mirada—. Nunca es de alabar la pérdida de una vida.

—No me entienda mal, segundo. A este bendito monje solamente le quedaba sufrimiento por delante. Debería mantenerse en soledad durante el día, sin fuerzas para elevarse una sola pulgada del catre. Y quién sabe si el hermano Baldomero regresaría con vida de la empresa. El padre Cristóbal... de Todos los Santos ha entregado los bienes que guardaba con extremo celo, la ermita se deshace en polvo por momentos y ha cubierto por completo el cometido de su existencia.

—Dicho así, es posible que le cubra razón. Pero podemos olvidar estos problemas menores y dar avante con nuestra colosal tarea. —Lo miré a los ojos con la necesaria seriedad—. Pero antes desearía serle sincero, capitán. Por si acaso caemos en la faena, quiero agradecerle su inestimable y voluntario apoyo.

—Nada ha de agradecerme, segundo, más bien al contrario. En operaciones como la que debemos encarar, se funden amistades firmes e indisolubles en el tiempo. Ya me salvaron la vida en una ocasión. Esperemos que no sea necesario entrar en una segunda ronda de socorro. Bueno, como diría un coronel bajo cuyas órdenes serví, pestañas al aire y cuerpos al baile, —Mostró una sonrisa de claro optimismo—. Mañana reiremos mientras recordamos estos hechos, al tiempo que bebemos una frasca de ese magnífico aguardiente que almacenan a bordo.

—La Santa Patrona os escuche.

De acuerdo a los planes trazados, cuando ya la oscuridad se enseñoreaba de campos y caminos, sacamos del almacén el carruaje debidamente preparado. Bien es cierto que solamente se trataba de una miserable carreta, desentoldada del parasol y alistada con tablones para que el máximo número de hombres pudiera encaramarse a su estructura. Los dos oficiales que todavía se movían con uniformes del Fijo de Veracruz nos entregaron con deferencia sus monturas. Pero no las acepté a la llana. Como mostraban hechuras de buenos animales, el capitán y yo montaríamos en una de ellas a la pareja, mientras los dos veracruzanos lo hacían en la segunda. Aunque Giráldez propuso cambiar sus uniformes por ropajes camperos, entendí como mejor medida mantenerse con el vestuario reglamentario. Podría ser condición favorable, si éramos descubiertos por alguna patrulla y los dos tenientes se veían capaces de entrar en engaño.

Por fin y con el cabo Melindero a las riendas, arrancamos la marcha desde la ermita del Rosario hacia el camino de las Misiones. La suerte nos favorecía de partida. Porque si la luna se mantenía en cuajo corto como durante la noche anterior, ahora algunas nubes rifaban su disco hasta cubrirlo al copo de forma intermitente, una condición que podríamos desear llegado el momento. En el pescante se apretujaban Tostas y Pepillo junto al cabo Melindero, mientras el resto de los hombres se distribuían por el borde de la plancha con los píes en libre bamboleo. Solamente uno debía marchar en la mula de San Francisco y a paso rápido, hasta comprobar que el animal aguantaba el esfuerzo. Y si así era, podría intentar pasar al cubo central, aunque debiera quedar medio aplastado por sus compañeros. Por suerte, habían embridado al tiro la mejor de las mulas, de las que llamaban castellana, cruce de yegua y garañón, con fuertes manos y hocico rendido.

Aunque el animal se esforzaba en orden y sin necesidad de especial castigo, decidí que nuestros hombres tomaran el camino a pie durante la empinada subida de La Grupa. No era cosa de maltratar a la bestia y quedarnos sin transporte. Pero todo regresó a la normalidad en cuanto comenzó el descenso, aunque la carreta traqueteara con peligro de descomponer sus cuadernas en ramaje. Transitábamos por el camino, mientras la cabalgadura de los tenientes se adelantaba unas cincuenta varas y la nuestra se mantenía a medio camino. Habíamos previsto que, en el caso de que se avistaran fuerzas del Fijo, la carreta pasara de inmediato campo adentro.

El tiempo corría y los pensamientos de cada uno trajinaban cuentas de mil colores. Cuando la luna se dejaba ver, podíamos apreciar con suficiente seguridad los lindes del camino y manteníamos la cabeza al medio. Sin embargo, cuando el disco cerraba el tarro de luz a su capricho, nos guiábamos por instinto y rebajando el paso. Pero por gracia de los dioses, ganábamos terreno a nuestro ritmo sin que apareciera moscarda alguna por el horizonte. Y ya debíamos haber recorrido más de dos leguas, cuando el capitán me sopló al oído.

—De acuerdo a la información que nos presentaron los dos tenientes, debe restar escaso trecho para que sea necesario abandonar el camino.

Antes de contestar y como si los dos aludidos nos hubieran escuchado en la distancia, comprobé que el guardiamarina y el teniente llegaban hasta nuestra altura. Y no sin sufrir un ligero sobresalto por nuestra parte, al encontrarse cerradas las luces y encarar sus figuras como bultos parejos de sopetón y a pocas varas. Escuché la voz de Giráldez, largada en tono bajo.

—Unas cincuenta varas más adelante, señor, debemos abandonar el camino hacia la derecha. Como lo conocemos bien, nos pegaremos a la carreta y abriremos marcha. Que lo tomen con la debida lentitud porque podrán encarar alguna piedra de orden.

—De acuerdo.

Ambas monturas nos retranqueamos hasta quedar a la altura de la carreta, en cuyo momento pasé las indicaciones al cabo Melindero. Asintió sin necesidad de abrir su boca. Y en efecto, poco después girábamos suavemente hacia la derecha para entrar en campo abierto, siguiendo la montura de la pareja uniformada.

Debo reconocer que se me hizo eterno aquel trayecto, como si recorriera cien millas a palo seco. Porque ya me asaltaba la inquietud de encarar cuanto antes el momento definitivo y la carreta se movía en ocasiones con evidente peligro de desbaratarse. Tras preguntar a Giráldez y comunicarme que el embarcadero se encontraba a escasa distancia, decidí que todos los hombres tomaran el camino a pie. Incluso pensé en la posibilidad de abandonar la carreta. Sin embargo, unas varas más adelante se nos apareció una vereda estrecha y aderezada con piso firme, que tomamos siguiendo los pasos de los guías. Giráldez volvió a informar para tranquilizar los ánimos.

—Esta es la vereda que conduce desde las tierras de don Alfonso a su embarcadero particular. Deberá mejorar el piso de forma notable.

—De acuerdo.

De pronto, bajando una pequeña loma, se nos apareció la bahía de Monterey en toda su extensión, como una mágica y celestial visión. Pero por mi parte me centraba tan sólo en buscar el pequeño embarcadero de don Alfonso y su famosa falúa, una figura manejada con fuerza en el cerebro. Y como no la descubría, me temí que no se encontrara allí por cualquier razón, lo que podía desbaratar nuestros planes. Sin embargo, dejé de sufrir al escuchar la voz recia del teniente Fajardo, al tiempo que elevaba su brazo para detener la marcha.

—Ahí se nos aparece el pantalán y la embarcación de nuestros amores, señor. —Ahora extendía el brazo en la necesaria dirección—. Creo que podemos abandonar la carreta y los animales aquí mismo, asegurándolos en firme por lo que pueda acaecer en las horas siguientes.

—Estoy de acuerdo.

Amarramos los caballos y la carreta a un arbusto chapero, mientras nos agrupábamos para continuar la marcha a pie con extremo cuidado. La luna había quedado oscurecida al copo por las nubes y debíamos descender ahora por una pendiente pronunciada y con demasiadas piedras sueltas. Gracias a los cielos, resultaba sencillo mantenerse amparado con manos a las chaparras y los pinos jóvenes que tanteábamos casi, a ciegas, aunque nos rasgaran manos y caras con daño incorporado. De esta forma, al tiempo que el cuajo del disco nos amparaba de nuevo en brillo con su permanente vaivén de luces, conseguimos alcanzar un pequeño portón que cerraba el paso al recogido pantalán de estacas cortas. Y unas pocas varas más allá, como prodigiosa y mágica visión, se aparecía ante nuestros ojos la falúa de don Alfonso, amarrada a dos postes verticales de madera en función de norays. Sin dudarlo, destrincamos el cierre a la brava y pasamos sobre las tablas, que crujían de forma sonora bajo nuestro peso.

En realidad, la famosa falúa de don Alfonso se parecía bien poco a lo que tal palabra indica en los tratados de mar. Porque si se entiende por falúa a un bote grande con unos veinte remos, dos palos y carroza a popa, la que se nos presentaba a la vista podíamos considerarla solamente como una lancha de generoso tamaño. Y a este dato me aferraba con alegría. Pero no solamente porque pudieran, ofrecer cabida a todos los hombres, sino porque disponía de suficientes remos para remolcar a la goleta, si se requería tal servicio.

Con el mayor de los silencios, comenzamos a embarcar. Don Frasquito lo hizo en primer lugar, para posicionarse a popa y montar la caña del timón, una vara corta que se encontraba a plan de la lancha en un reducido espacio de bancadas confortables. Le siguieron los hombres conforme se les indicaba con la mano, hasta cubrir el monto completo. Y sobraba espacio todavía, para que seis hombres se alistaran al remo, cantidad que estimé suficiente. Porque no se pretendía velocidad sino seguridad de no ser avistados y producir el menor de los ruidos.

Mientras dos de nuestros hombres largaban boza y codera81 con resolución, intentaba descifrar a lo lejos las figuras de los buques fondeados. Por desgracia, la distancia era excesiva y solamente podía distinguir un conjunto de siluetas borrosas sobre las aguas. Si la abertura de la bahía entre puntas alcanzaba las 20 millas, desde donde nos encontrábamos podía calcular unas cuatro millas solamente hasta la situación de fondeo. De esta forma, ordené comenzar la boga con la proa dirigida al bulto, sin concretar todavía.

Los hombres alistados a la boga ejercieron su trabajo con extraordinaria seguridad y precisión. Metían las palas en el agua con extrema prudencia y sin producir un mínimo ruido, al punto de que se podían escuchar algunos suspiros de redención y el movimiento de los pies sobre el plan de la embarcación. Ganábamos distancia poco a poco, hasta que me fue posible, en uno de los claros que ofrecía la luna, comenzar a distinguir con suficiente precisión las siluetas de los buques. Y con plena felicidad comprobé que no se apreciaban variaciones. Porque en primer lugar aparecían los dos buques británicos, y continuando hacia el sur la goleta de nuestros sueños, la balandra norteamericana y el bergantín Guanajuato del demonio. Pero en verdad que sentí un hormigueo especial tripas adentro, al comprobar las inconfundibles líneas de la Providencia, nuestra querida, goleta que allí nos esperaba, aunque todavía mantenida en indeseables manos. Ordené caer ligeramente a babor para ajustar la proa hacia nuestro inevitable objetivo.

Por fin, tras una hora de boga silenciosa y nervios contenidos en los puños al bocado, alcanzamos la posición en la que los dos cables de las anclas se hundían en las aguas. Detuvimos la marcha, al tiempo que el cabo Peregón se aferraba con el bichero al del ancla de babor. Había llegado el momento de la verdad y a ella nos alistamos, como si se tratara de un ejercicio doctrinal que se lleva a cabo a bordo cada día. Sin necesidad de pronunciar una sola palabra, con un sencillo gesto de la mano, el gaviero Tostas y mi criado Pepillo comenzaron a trepar por el cable, como monos que se mueven por árboles tupidos. Porque en verdad lo hacían con una especial agilidad, teniendo en cuenta que se trataba de unos cables de doce y trece pulgadas de grosor.

Mientras los dos saltarines comenzaban a alcanzar sin aparente esfuerzo sus respectivos escobenes,82 el cabo de mar Peregón picaba83 poco a poco uno de los cables, acción nada sencilla debido a su especial fortaleza. Por fin, a su chicote ayustaba con gorupo84 y en firme la codera de la lancha. De esta forma, la embarcación quedaba preparada para emplearla en situación de remolque, al tiempo que suponía su amarre de seguridad. Fue el momento en el que ordené a la lancha situarse bajo los beques85 de marinería, aunque sufriéramos el peligro de recibir algún regalo acuoso o sólido poco saludable. Confié en que el sueño hiciera presa en todos los hombres y nadie deseara hacer cámara86 en aquellos precisos momentos.

Situados bajo el mismísimo tajamar87 de la goleta, esperamos durante algunos segundos, pocos pero de una intensidad difícil de comprender si no se han vivido. Todos elevábamos la mirada hacia la borda de la goleta en proa con esfuerzo de cuello, al tiempo que aguzábamos los oídos por si se producía una alarma indeseada, que podía dar al traste con la operación. Tostas y Paquillo debían efectuar la primera y vital maniobra, para desembarazarse de quien se mantuviera en guardia por la zona del castillo. Sin embargo y con infinito agradecimiento interno lanzado hacia los dioses, comprobamos cómo descendía la escala de gato hasta nuestra altura, sin haberse escuchado ruido alguno. Sin dudarlo, la tomé en primer lugar para trepar por ella a la mayor velocidad. Y gracias a que se trataba de acción mil veces repetida, lo hacía con suficiente facilidad y rapidez, a pesar de disponer de un solo brazo. Pero ya se sabe que la práctica hace al maestro, bien sea de forma voluntaria o a la fuerza. Me siguieron, de acuerdo al plan establecido, el cabo Peregón, el capitán Blázquez, el teniente Fajardo, el guardiamarina Giráldez, los cabos Méndez y Melindero, así como el resto de los soldados. A bordo de la falúa quedaba en situación de guardia don Frasquito, acompañado de un marinero.

Una vez con los pies sobre la cubierta del castillo, me topé al pronto con el rostro sonriente de mi criado Pepillo. Si mediar palabra, me señalaba dos cuerpos arrebujados en el mismo tajamar, con los uniformes del Fijo, al tiempo que acariciaba sus cuchillos. También el gaviero Postas llegaba a mi altura y, en un susurro, me ofrecía la novedad.

—Se encontraban dos soldados en el castillo, señor. Uno de ellos dormitaba apoyado en el trinquete, mientras el segundo lo hacía en la escotilla de proa. Pepillo y yo le dimos matute con daga al cuello. Ni se enteraron de que pasaban a mejor vida. ¿Quiere que abra la escotilla y comience a liberar a nuestros hombres?

—Todavía no, Postas. Podríamos producir un tumulto de voces y movimientos bastante negativo. Más adelante. ¿Se observa algún soldado más desde aquí?

—No, señor. Pero en cualquier momento podemos tropezar con algún cuerpo durmiente, que estos soldados montan la guardia con escasa profesionalidad. Debemos progresar con extrema cautela.

—Por supuesto.

Reunidos todos en el castillo, de acuerdo al plan previsto comenzamos a progresar hacia popa en dos grupos separados, uno por cada banda, con las armas blancas a la mano. Por mi parte mantenía el sable preparado, mientras escrutaba a las bandas con los ojos casi salidos de sus órbitas. Sin embargo, fue Pepillo el primero en alzar la mano, con lo que nos mantuvimos paralizados. Y en efecto, poco antes de alcanzar el pasamanos del combés, un soldado se mantenía sentado sobre un carretel de drizas. Pero no andaba entre sueños el muy culebrón, porque fumaba al chupete con humo y evidente claridad. Señalé a mi criado para que pasara a la acción. Y no lo dudó Pepillo, con su arrojo habitual.

Con uno de sus cuchillos en la mano derecha y otro preparado en la izquierda, se movió con extrema lentitud hacía el objetivo. Y debía encontrarse a diez o doce pasos del fumador, cuando movía el brazo derecho en látigo, a tal velocidad que casi no llegamos a observar su ejercicio. Un segundo después, el soldado echaba mano de forma desesperada a su garganta, al tiempo que caía sobre la cubierta en silencio. Pepillo se aproximaba a velocidad para rematar su obra en degüello, extraer la daga y limpiarla con inesperada desenvoltura entre las calzas del caído.

Continuamos el camino hacia popa. Al llegar a la altura del soldado ajusticiado, todavía Pepillo limpiaba con fuerza su arma preferida, frotándola con fuerza, ahora contra la pechera del soldado. Como después supe, por la banda contraria, la de estribor, habían progresado demasiado deprisa y, por quedar el cuajo de la luna cerrado, habían sobrepasado la posición de un soldado sin advertirlo. Por fortuna, tropezó con su cuerpo el cabo Melindero. Y cuando el adormilado soldado abría la boca con asombro y espanto, las manos del fornido cabo lo tomaban del cuello para dejarlo sin resuello en un abrir y cerrar de ojos.

Por fin, alcanzamos la altura cercana al alcázar en la banda de estribor. Pensé que, en aquel importante enclave, debería encontrarse el número más elevado de soldados alistados en la guardia. En primer lugar, porque se encontraba el acceso de la escotilla principal. Pero también por tratarse de la posición en cubierta que más espacio y comodidad presentaba. En una de las ocasiones en que la luna ofrecía suficiente iluminación, comprobamos la figura de dos hombres cercanos a la timonera, en amena charla. Incluso podíamos escuchar las palabras que se decían. De acuerdo al plan, correspondía a mi grupo enfrentar aquella amenaza. Y sin dudarlo, nombré a Pepillo para la operación. Pero con cierto miedo, le ofrecí en un inaudible susurro mis últimas directrices.

—Por favor, Pepillo, apunta tus armas al centro del pecho. Deberás lanzar a más distancia y no has de confiar en tu manía de atravesar gargantas.

—Comprendido, señor.

De nuevo entrado en sombras, mi criado adelantó los pasos, ahora rozando con la espalda lentamente la borda de estribor. Y debía encontrarse solamente a siete u ocho pasos de la pareja, cuando la luna abrió la espita en su caprichoso vaivén. Pepillo aprovechó la ocasión sin dudarlo. Movió su brazo con la técnica habitual y de forma repetida. El primer soldado acabó con una daga clavada a fondo en su garganta. Sin embargo, el segundo, que se movió ligeramente al escuchar el ruido, la recibió en la parte central de su espalda. Aunque cayó sobre cubierta como un fardo, comenzó a gemir de forma lastimera y, por fortuna, en tono bajo. Sin dudarlo, salté los pocos pasos que nos separaban, para hundirle el sable en la garganta y acabar con la sinfonía.

En el alcázar nos congregamos en silencio, para comprobar que nadie faltaba. Llegaba el momento de la operación final, cuando lo jugábamos todo a la carta negra o blanca. Seguido de Pepillo, Tostas y Méndez, me dirigí hacia la porta que comunicaba con los dos camarotes de oficiales y el del comandante. Avanzamos por el pasillo con extrema lentitud, ahora iluminados por un candil de balance que se movía perezosamente. Mientras indicaba a Tostas y Méndez los camarotes de babor y estribor, que se mantenían sin iluminación, continué con Pepillo pegado a mi tabardo hacia popa. A poca distancia de la puerta de entrada a la cámara del comandante, observé una rendija de luz. Pero no solamente por la parte baja sino también por la izquierda, lo que significaba que no se encontraba cerrada al ciento. Y debían haber prendido hasta el fanal de popa, porque la iluminación era muy intensa.

Una vez a la altura de la puerta comprobé que, en efecto, se mantenía abierta en un par de dedos. Agucé al máximo nivel tanto el oído como la mirada. Y entrado en esta importante fase de la operación, puedo jurar por lo más sagrado de mi vida que en aquel momento quedé paralizado de cuerpo y pensamientos, al comprobar la magnitud de la infamia que allí se consumaba. Por la estrecha rendija pude descubrir el cuerpo de Margarita, situado casi a proa de la cámara. Pero la temible sorpresa se produjo al comprobar que se encontraba completamente desnuda, con sus ropajes rendidos en el suelo a sus pies, mientras se movía de forma indolente y sensual. Al mismo tiempo, pude escuchar una voz rasgada y vacilante, claramente embozada por el efecto de la bebida. Siempre recordaré aquellas palabras.

—Vamos, vamos, maldita zorra, mueve ese precioso cuerpo con más gracia, como si bailaras ante tu querido esposo. Ya sabes que si quieres salvar la vida de tu amado capitán cuando aparezca en el muelle, has de pagar el necesario tributo. Pero no te costará excesivo trabajo. Dentro de unos minutos gozarás a pleno pulmón bajo las caricias de mis manos, y sabrás lo que te puede hacer sentir un hombre de verdad. ¡Vamos, putón del demonio, acaricia tus pechos poco a poco y balancea el vientre hacia delante y atrás, como hacen las cortesanas de porte! ¡Queremos disfrutar del espectáculo, antes de pasar a palabras mayores! ¿No te parece, Juan María?

—Desde luego, Demetrio. Esta mujer me ha hecho perder la cabeza durante muchos días, paseando sus visibles encantos por la cubierta. Y la muy zorra debía saber las pasiones que levantaba entre los hombres. Espero que cuando remates la faena con la muy puta, me la pases durante algún rato para hincarle el diente a fondo —contestó una voz que reconocí como la del piloto, ese maldito traidor que nos había abocado a las cercanías del infierno.

—No te preocupes, que habrá carne para ti y para el resto de los oficiales. Estas putas son capaces de llevarse por delante entre sus piernas a una compañía entera.

La imagen del cuerpo desnudo de Margarita me turbó hasta límites imposibles de superar. Pero lo que más me afectó fue comprobar el gesto resignado e infinitamente doliente de su cara, como si hubiera decidido aceptar como inevitable el horror que se cernía sobre ella. Las lágrimas rodaban en silencio por sus mejillas, mientras mantenía ese diabólico y sensual contoneo de sus caderas, acariciando al mismo tiempo sus pechos con suavidad, tal y como se le había ordenado. La sangre me saltó a borbotones para concentrarse en subida hacia el rostro, que sentí encendido como si me hubieran aplicado una vela en cataplasma de muerte. Miré hacia Pepillo, que lo había comprendido todo sin necesidad de una sola palabra. Le hice la señal abriendo dos de mis dedos, indicando el que correspondía a cada uno. Y sin esperar un segundo más, abrí la puerta al golpe.

En efecto, el capitán Lozano se encontraba sentado en la silla empernada del comandante, con la casaca del uniforme abierta y los pies sobre la mesa. En su mano ostentaba una botella de un líquido incierto. A su derecha, aparecía la bastarda figura del piloto con sonrisa larga, sin casaca y también con los pies en alto, Cuando comprobaron mi presencia, sable en mano y rostro encendido, quedaron paralizados, al tiempo que un profundo temor se reflejaba en sus caras. No pude reprimir mis palabras, aunque las elevara con cierta sordina.

—Sois una pareja de bujarrones endemoniados, hijos de Satanás y la mayor putona que jamás pisó lupanar de charcas. Pienso abriros en canal y ciscarme en vuestras vísceras.

—¡Leñanza!

Fue la única palabra que acertó a pronunciar el piloto con un esfuerzo, mientras ambos bajaban los pies al piso de golpe. A partir de ahí, la acción se desarrolló con extrema rapidez, unas imágenes que todavía recuerdo con precisión en el cerebro, tantos años después. El capitán Lozano, tras dejar caer la botella sobre la cubierta, movió su mano con rapidez hacia abajo, posiblemente para tomar una pistola. Pero no dispuso de un segundo más. Pepillo lanzaba la primera daga con fuerza y velocidad sin esperar orden alguna. Y para mi sorpresa, no se clavaba en la garganta sino en el centro de su ojo izquierdo, de forma que la espiga del extremo del mango del arma formaba una cruz perfecta con la ceja del sacamantecas enfundado de verde. Entendí que debía ser una señal largada desde los cielos. Lozano, al tiempo que emitía un quejido de extremo dolor, echaba su mano a la daga como si intentara extraerla, sin conseguirlo. Pero Pepillo actuaba de nuevo, sin prisas, para lanzarle una segunda daga que, ahora sí, se clavaba en su garganta, de donde surgía un chorro de sangre como fuente perforada. Por fin, el pecho de Lozano caía, sobre la mesa sin vida.

Mientras tanto, el piloto se mantenía como estatua de sal, petrificado por el terror más absoluto. Sin perder un segundo, me acercaba hasta él y apretaba la punta de mi sable contra, su asquerosa garganta, hasta rasgar ligeramente su carne y comprobar el brote de un hilillo de sangre. Escuché las palabras del inmundo y cobarde cabrón, emitidas en penoso ruego.

—Por favor, Leñanza, no me mate. Puedo explicarle cómo ha sucedido...

—Nada puede explicarme, miserable traidor de mierda. Incluso he escuchado las odiosas palabras sobre sus intenciones con la señora del capitán Blázquez, más propias de salteador de haciendas. Con mucho placer acabaría con su vida ahora mismo, clavando este sable en su asquerosa garganta —escupía mis palabras con el mayor de los desprecios—. Pero pienso que sufrirá más, mucho más, si lo recluyo en la celda de a bordo con grillos en manos y pies. Después lo someteré a un Consejo de Guerra en esta misma cámara. Y puede estar seguro de que acabará colgando por el cuello de la verga de la mayor.88 Se lo juro por Satanás y todos los demonios del infierno, en el que purgará por la infinita eternidad.

De pronto, recordé la presencia de Margarita. Me giré hacia ella para comprobar que ahora lloraba con alargados gemidos, al tiempo que con sus brazos intentaba ocultar las partes más escabrosas de su cuerpo. Turbado de nuevo ante la visión de sus atractivas carnes, me incliné para tomar las prendas despojadas, que le ofrecí al tiempo que dirigía la mirada hacia el lado contrario.

—Ya se acabó la tortura, Margarita. Cúbrase, por favor.

Pepillo se había colocado tras el piloto y mantenía una de sus dagas bien pegada al cuello del bastardo. El rostro de Balcázar se mantenía del color de la cera más pura y el temblor afloraba en cada parte de su cuerpo. Tan sólo repetía una y otra vez la misma letanía.

—No acabe conmigo, Leñanza. Se lo explicaré todo. Me he visto forzado a...

—¡Cállese de una puta vez, maldito bastardo! Como escuche una palabra más de su boca, le rebanaré el cuello aquí mismo. —Me giré hacia mi criado antes de continuar—. Pepillo, amárralo de manos y pies con fuerza, aunque le cortes la piel. Y al mismo tiempo, déjalo bien trincado a los pernos de la silla.

—Enterado, señor.

En el momento que Pepillo comenzaba a obedecer mis órdenes, escuchamos los primeros disparos. Como es fácil suponer, la alarma me taladró los sentidos. Y sonaban a escasa distancia. Supuse que se producían en el alcázar, por lo que decidí salir a la carrera, tras ofrecer las últimas órdenes.

—Pepillo, acaba de amarrar a este cabrón de pintas y sígueme hasta el alcázar.

Sin perder un segundo y ahora ya con la pistola amartillada en la mano, accedí al alcázar, momento en el que escuché dos disparos más. Al abrir el portón, casi me di de cara con un soldado mexicano que, con fusil a la mano, apuntaba hacia uno de mis hombres. No lo dudé y le descerrajé un pistoletazo en la cabeza a una vara de distancia. Mientras caía redondo sobre la cubierta, intenté comprobar la situación. Porque había más cuerpos tendidos, al tiempo que se escuchaban algunos gemidos de dolor. El gaviero Tostas se acercó a mí a la carrera.

—Creíamos que habíamos acabado con todos, señor. Pero resulta que tres soldados del Fijo se encontraban en el pañol del piloto, posiblemente descabezando un cómodo sueño. Al escuchar ruidos, salieron con prevención y el arma cargada. Comenzaron a disparar sobre todo lo que se movía en el alcázar. Por gracias del Altísimo, conseguimos abatir a dos de ellos y el tercero ha sido cosa de vuestra mano en el momento más oportuno. Ahora le puedo asegurar que no quedan más enemigos a bordo. Los dos camarotes de oficiales se encontraban vacíos. Pero entre los que han caído...

—Bien, más tarde nos ocuparemos de los heridos. Tras la alarma producida, no podemos perder un segundo, Tostas. Que se abran las escotillas a la rápida y todos los hombres salgan a cubierta. Necesito al contramaestre en primer lugar. Que unos brazos fuertes piquen el cable del ancla que se mantiene en uso de forma inmediata. Que embarquen diez hombres en la lancha y comiencen a remolcarnos hacia fuera, hasta que podamos largar el aparejo.

—Quedo enterado, señor —repuso el gaviero con alegría, al tiempo que salía a la cartera.

Mientras la alarma debía producirse en el muelle entre los que esperaban nuestra llegada, y posiblemente pasarían a las embarcaciones menores para aproximarse a la goleta, los hombres salían a cubierta alborozados. Sin olvidar al bergantín Guanajuato, cuyo comandante, avisado de los hechos, entraría también en acción. Y no podía olvidar sus 16 cañones. Por fortuna, don Belarmino, el insustituible contramaestre, llegaba a mi altura.

—Bendita sea su presencia, señor. Ya sabía que vendría a salvarnos. Pero debo explicarle que...

—No tenemos tiempo ahora de explicaciones, nostramo —me dirigí a él con afabilidad extrema para tranquilizar su espíritu—. Que comience el remolque de la lancha a su máximo poder. Y preparados para largar todo el aparejo en cuanto nos sea posible. Debemos abandonar la bahía en el mínimo tiempo.

—Quedo enterado, señor.

Los segundos y minutos transcurrían con una extraordinaria lentitud, mientras se escuchaban pitidos, gritos y órdenes en la distancia. Mi mayor temor eran los cañones del bergantín, sin posible comparación, aunque dudaba de que su comandante llegara a picar los cables, lo que produciría la pérdida de sus anclas. Y en ese caso, necesitaría bastante tiempo para izar los ferros. Pero mientras trasegaba pensamientos negros y más propios del infierno, comprobé, alborozado, que la Providencia comenzaba a moverse lentamente y las sombras desfilaban hacia popa. Con excelente criterio marinero, don Frasquito, que patroneaba la lancha, nos remolcaba para dejar a los dos buques británicos por estribor y ganar distancia hacia fuera. Y unos quince minutos después, con todo el personal en sus puestos de maniobra, comprendí que nos encontrábamos libres por ambas bandas. La luna continuaba con su juego de escondite, pero disponía de suficiente visión para ajustar la proa al gusto. Por desgracia, el viento se había aconchado a tierra en suave ventolina, pero no dudaba una mota de que nuestra goleta chuparía en trapo lo suficiente para hacernos andar. Al recibir de don Belarmino la voz de ¡listos!, largué la frase más esperada y soñada en mi corazón.

—¡Arriba todo el aparejo! Mantened esa proa.

—¡Quedo enterado, señor! —contestaron los marineros alistados en la rueda—. ¡Manteniendo esta proa!

Debió escucharse en toda la bahía de Monterey las pitadas de don Belarmino, ordenando el largado de todo el aparejo. Y nuestra querida goleta comenzó a moverse sobre las aguas como niña sin destetar. Pero no podíamos cantar triunfo porque como inesperada sorpresa, escuchamos el inesperado retumbo del cañón. El bergantín mexicano, todavía en maniobra de anclas, disponía de arco de fuego y consiguió disparar algunas piezas. Pero ya la distancia aumentaba, la iluminación era escasa y los piques de las balas cayeron a bastante distancia de nosotros. Y no me preocupé más de momento, porque poco después comprobaba que la punta de Santa Cruz desfilaba por nuestra banda de estribor. Solamente pensaba en ganar millas y salir a mar abierta. Después, ya veríamos como se podría aliviar la madeja. Elevé un rezo a la Patrona en inmenso y rendido agradecimiento, mientras ordenaba caer ligeramente a estribor. Porque nuestra derrota base sería hacia el norte. No podía olvidar que la ensenada de los Pinos nos esperaba.

La goleta Providencia
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