3 El ministro de Marina ante su Señor
El capitán de navío don Luis María de Salazar se mantenía por el salón de recibo en nervioso paseo. Con las manos enlazadas a la espalda, movía los pulgares en permanente aleteo, mientras dirigía la mirada un tanto perdida hacia el piso alfombrado. Aquella misma mañana había recibido urgente aviso para presentarse ante Su Majestad a la mayor brevedad, por lo que había abandonado su gabinete de trabajo a la velocidad del rayo. Conocía bien a su Señor y había sufrido en sus propias carnes las destemplanzas, impaciencias y brotes de fuego a los que se aplicaba con extremo fervor y sin previo aviso. No obstante, no esperaba reacción negativa en aquellos momentos. Tras el regreso de don Fernando a la Corte, revestido con sus absolutos poderes, atravesaba por una etapa de tranquilidad en el ministerio, aunque, como muchos aseguraran, fuera poco lo que podía hacer de forma visible en beneficio de la Armada.
Si se debiera encasillar a Salazar entre algún grupo de los oficiales de guerra de la Real Armada, habría entrado sin dudarlo en el de plumífero de alta escala, servilón sin posible mengua y pelotero de lisonjas doradas hacia sus jefes en repetido ejercicio. En cuanto al apartado profesional y como él mismo reconocía, se trataba de un hombre apegado desde los primeros momentos de su carrera a las oficinas y a las labores administrativas. Sin haber mandado jamás un buque en la mar y ascendido al empleo de capitán de navío gracias a su asistencia a la boda celebrada en Barcelona por el Príncipe de Asturias con María Antonia de Nápoles, se veía mejor encorsetado por cuatro paredes de fábrica, envuelto entre legajos y memorandos a los que dedicar horas y horas. Considerado por amigos y enemigos, que también los tenía en elevado número, como un excelente administrativo, en verdad desempeñaba sus funciones con orden, disciplina, severidad y rigor. Posiblemente por tales adornos había desempeñado la cartera de Marina en forma repetida, así como las de Hacienda, Guerra y Estado.
Aunque muchos criticaran por largo que hubiese trepado en la escala administrativa a la sombra de su paisano y pariente Mazarredo, así como a la de Grandallana en su periodo de extremos cambios reglamentarios, lo cierto es que Salazar se había ganado con su intenso trabajo la confianza de los diferentes jefes bajo cuyas órdenes había servido. Incluido el de su Señor don Fernando, aunque también hubiese comprobado la falta de lealtad del Deseado con algún extrañamiento hacia su persona durante el conocido como sexenio absolutista, previo al alzamiento de Riego. Vasco y noble de sangre, nunca había ocultado sus apetencias hacia lo que el Antiguo Régimen representaba. Y aunque en algún ligero periodo coqueteara en blando con los liberales moderados, no podía ocultar su más acendrado amor por el legitimismo. Por tal razón, había aceptado sin dudarlo la secretaría de Marina cuando, tras la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis, se le ofrecía dicho puesto por el duque del Infantado que presidía la Regencia. Y también de forma interina desempeñaba las de Hacienda y Estado.
Por aquellos días en que se presentaba en Palacio para recibir instrucciones de Su Majestad, Salazar contaba con sesenta y cinco años de edad. Y aunque para muchos dicha estadía entrara en la más pura senectud, pocos podrían suponer que ya calzaba la media sesentona al observar su aspecto exterior y ágiles movimientos. Porque se mantenía erguido de arboladura como una tabla, con suficiente cabello moreno que mantenía cortado en tabla rasa y muy brillante, gracias a los aceites esenciales que empleaba a diario. Además, su rostro redondo tampoco mostraba las roderas habituales de su edad. Si se le añade que, como norma invariable, mostraba una pulcra vestimenta con impoluta casaca en la que lucían los bordados de su elevado cargo, un calzón corto blanco ajustado en lindes y unas medias de seda que parecían haber sido confeccionadas minutos antes, se podía asemejar con facilidad a un cincuentón de buen tono.
Cuando por fin se encontró en el gabinete de trabajo de don Fernando, Salazar, experto conocedor de los hábitos y las posturas de su Señor, comprendió en pocos instantes que Su Majestad se movía en horas de muy buen humor y extrema afabilidad. Suspiró aliviado y feliz. Porque se trataba de una condición escasamente habitual en quien regía los destinos de España al gusto propio y sin voces a la contra. El Monarca no se mantenía sentado con las manos sobre la mesa en nervioso movimiento, situación habitual cuando deseaba entrar por tiznes calientes contra sus subordinados. Por el contrario, situado en pie junto a un ventanal, dirigía su mirada hacia la niebla que todavía no acababa de levantar con una alargada sonrisa en su boca, como si se regodeara en pensamientos de placer. Y la primera sorpresa le entró de cara, al ser obsequiado con dos generosos mazos de muy buenos cigarros, ofrecimiento con el que el Monarca solía despachar las audiencias de sus ministros. Pero al mismo tiempo, las primeras palabras le convencieron de que acertaba de lleno.
—¿Cómo estamos, Salazar? ¿Corre todo en orden por la familia? Día de nieblas, día de culebras, dicen sabiamente por tierras de Aragón. A ver si levanta el manto gris de una puñetera vez y se rebajan estos fríos de corte, que nos azotan sin misericordia desde hace varios días.
—Con seguridad que esta bruma se alzará a mediodía, Señor.
—Eso espero, Patricio Valeriano. —Don Fernando miró a su ministro con una sonrisa de picardía, al haber empleado el pseudónimo utilizado por su ministro en las publicaciones de cargo, que tantas enemistades le había granjeado—. Como puedes comprobar, tu Rey se entera de todo más pronto que tarde. Ya me comentaron ese alias que empleabas en tus cartas casi anónimas, para criticar la actuación de la Real Armada y algunos generales en particular.
—Así aseguran algunos, Señor. Pero no se trataba de crítica negativa contra Institución tan querida, sino real exposición de una penosa situación.
—Debo reconocer que no las he leído, pero me aseguran que las escribiste con buen ánimo y pleno acierto. Además, sé de tu lealtad hacia mi persona.
Don Fernando se separó del ventanal para llevar a cabo un lento rodeo por el gabinete, hasta acabar por tomar asiento. De nuevo apareció en su rostro la más beatífica de las sonrisas, mientras el cerebro del ministro buscaba pistas que le pudieran aclarar aquella postura.
—Toma asiento, Salazar. Y no te mantengas tan estirado en mi presencia, que son muchos los años que trabajas a mi lado. —Por primera vez, la seriedad se instaló en la cara de Su Majestad—. Debemos hablar de un tema muy importante y reservado, como si se tratara de un secreto que afectara en mucho a la seguridad de la nación. Y así espero que lo mantengas sin posible excepción por la salud de tu alma. Te exijo una reserva absoluta, incluso para tus propios pensamientos.
—Ya sabéis, Señor, de mi absoluta discreción, cuando así se me requiere. Creo haberlo demostrado en repetidas ocasiones. Y si se trata de asuntos de gobierno, moriría antes que delatar un dato prohibido.
—Soy consciente de tus virtudes, Salazar, que no son pocas. Y confío plenamente en ti. En caso contrario, no se me ocurriría abordar un asunto que se sale..., bueno, que se sale de la normal actividad de tu ministerio. Incluso de los asuntos de Estado. Pero vayamos al grano gordo sin marear la perdiz en exceso. ¿Has oído hablar alguna vez de la Cruz de la Conquista?
—¿Habéis dicho la Cruz de la Conquista, Señor? —La extrañeza del ministro era sincera y poco gustaba de atacar problemas serios con absoluto desconocimiento de causa—. Jamás he escuchado información alguna sobre dicha cruz. ¿De qué se trata? ¿Algún símbolo de especial señalamiento religioso?
—Es una larga historia. Te advierto que mucho me costó creer en la existencia de la mencionada cruz en un primer momento. Y bastante más iniciar acciones para su... para su posible... para su posible recuperación. Escúchame con atención y sin perder una sola palabra. Todo comenzó cuando un buen agente, que trabaja para nosotros en los territorios de Nueva España, nos alertó de lo que podía significar una sensible pérdida para el patrimonio cultural de la Corona.
Su Majestad elaboró una historia que entendía como adecuada, sin mencionar la intervención en el asunto del secretario Ugarte ni los verdaderos caminos por los que la información había llegado a su mano. Como era habitual en su persona, mentía con extrema facilidad, exponiendo la situación como, en su opinión, mejor cuadraba a sus intereses particulares. Hablaba con inesperada soltura y afabilidad. Salazar sabía bien que don Fernando adoptaba tal postura, cuando un asunto interesaba de verdad a su propia persona. Cuando acabó de escuchar una historia que se le asemejaba estrambótica y difícil de creer, el ministro también entró por el camino que entendía como más aceptable para su Señor.
—Una historia en verdad apasionante, Señor. Y os repito con absoluta sinceridad, que jamás he escuchado una sola palabra sobre tan famosa cruz. Cuesta creer que una pieza de tal valor se haya mantenido apartada de los ojos del pueblo durante tanto tiempo. El oro y las piedras preciosas ejercen un poder de atracción terrible a las pasiones humanas. Incluso la iglesia suele mostrar al mundo los tesoros que suelen ofrecerle especiales dotes de fervor, como podría ser el caso.
—Tienes toda la razón. A pesar de su excelsa labor, debemos reconocer que, en ocasiones, la Santa Madre Iglesia ambiciona los poderes terrenales con extrema codicia. Pero no creas que fié al ciento en la información recibida inicialmente. De forma reservada, hice venir ante mí a ese dominico llegado de Nueva España. Y si no se maneja como un magnífico actor teatral, que no lo parece, juraría que se trata de lo que solemos entender como un hombre santo y dedicado solamente a su excelsa labor pastoral. Me confirmó punto por punto los detalles recibidos. Y no estimes que me he lanzado ladera abajo sin medir los pasos una y mil veces. El valor material de la pieza es importante, sin duda, pero mucho más me importa lo que esa cruz puede significar como símbolo de nuestra propia historia y de España como patria madre de las Indias. He llegado a la conclusión, sin entrar a debate con ningún consejero privado, que debemos hacer lo posible para que esta pieza de nuestro patrimonio cultural y acervo religioso regrese a España, a sus verdaderos y legítimos dueños.
El ministro Salazar era consciente de que su Señor mentía a la llana y por largo. Con su cerebro en trabajo profundo, intentaba deducir lo que sus palabras encerraban de verdad, empresa nada sencilla con don Fernando. Era bien conocido por aquellos que lo trataban con cierto conocimiento, el amor extremo de Su Majestad por las gemas de gran valor, piedras que coleccionaba y observaba con especial deleite cual avaro en noche cerrada. Sin despreciar al mismo tiempo, el valor que le supondría una muy elevada cantidad de onzas de oro en peso. Para nada el patrimonio cultural o los símbolos de cualquier tipo atraían a don Fernando lo suficiente como para obligarle a iniciar acciones de aquella monta. No obstante y fiel a su invariable norma, decidió entrar por el camino que más placería a su Rey.
—Creo que os sobra razón de pies a cabeza, Señor. Una pieza de tal valor y con significados tan altos en nuestra historia, incluso como símbolo de futuro, no debería quedar en manos de esa pandilla de rebeldes, que se alzan como un nuevo Estado. ¿Habéis pensado quizás en algún medio...? —Salazar dejaba la pregunta a medio camino, consciente de por donde atacaría don Fernando.
—Vamos a ver, Salazar. Ya sabes de mi escasísimo conocimiento sobre los temas navales, así como mi personal y profunda aversión a la mar y sus elementos en permanente movimiento. Jamás podré comprender a quienes decidieron vivir sobre tablas de madera con ese molesto vaivén noche y día. Pero entrando en la pregunta que deseo me respondas con absoluta claridad, ¿sería posible... sería posible transportar un objeto de suficiente tamaño y de forma completamente segura desde un puerto de Nueva España hasta aquí?
Salazar creyó comprender al golpe y con extrema claridad todo el asunto que manejaba don Fernando en su cerebro. Se sintió profundamente aliviado y hasta feliz de la oportunidad que se le presentaba. Porque entendía llegado el momento de dejarse querer, de hacerse un poco el estúpido y, quién sabe, si conseguir al amparo de la ocasión alguna prebenda o positivo rendimiento para la Armada. Porque las ocasiones dulces con el Monarca se presentaban escasas y al cruce de carreras. Al mismo tiempo y a la mala, no olvidaba que la empresa podía aparejar duendes negros para su persona. Pero los tiempos se alargarían lo suficiente como para no temer jugada a la contra en andanada rápida. Con un tono de voz sorprendido y especialmente sumiso, contestó a su Señor.
—¿Transportar de forma segura. Señor? Creo que no os comprendo bien. Ya sabéis los riesgos que se han corrido a lo largo de los años para transportar cualquier elemento desde las Indias hacia la Península. No obstante, el porcentaje de caudales y valores trasladados con éxito ha sido muy elevado. Y no hablo solamente de los impedimentos que la misma mar y sus peligrosos caprichos pueden presentar a toda embarcación sumida en su seno. También entran en juego los piratas y corsarios, especialmente los de esos nuevos estados que aparecen en nuestras antiguas provincias indianas. Ejercen dominio en el Caribe, en las costas orientales de Sudamérica, en el mar del Sur e incluso en las costas de Nueva España. Estos últimos con base en Acapulco.
—Todo eso lo he escuchado una y mil veces, Salazar. —Don Fernando parecía impacientarse poco a poco con la lentitud de su secretario—. Pero ahora en concreto, la pregunta lanzada se refiere a si mi Real Armada dispone de algún buque capaz de escapar, llegado el caso, de las garras de todos esos malditos que has mencionado, con el deseado objeto a su bordo. Un buque lo suficientemente veloz y abrigado para que, con la mayor seguridad, pudiera transportar un elemento de alto valor desde la zona de Monterey hasta algún puerto peninsular.
—Supongo que os referís a esa preciada Cruz de la Conquista, Señor. Lo digo porque acabáis de mencionar Monterey...
—Pues claro que me refiero a la famosa cruz, Salazar, ¿a qué si no? Joder, parece que esta mañana se te ha reblandecido el cerebelo y las ideas han escapado al salto. Un buque con esas condiciones que he mencionado debería llegar hasta las aguas cercanas a la plaza de Monterey, bahía, ensenada, fondeadero o como se diga en vuestro particular lenguaje, pasar a tierra y tomar la Cruz de la Conquista. Después, regresar a la embarcación y salir cagando moscas hacia aquí.
—Una empresa bastante arriesgada, Señor.
—Ya sé que no se trata de un sencillo juego del quince, Salazar. —Don Fernando mostraba ahora los ojos con latiguillos negros, expresión que poco agradaba al obediente súbdito—. Todavía disponemos de gente de confianza en Nueva España, que apoyarían la operación en tierra. Pocos hombres, pero dispuestos a dar su vida por España. Pero ese aspecto del problema lo trataremos más adelante. Lo que quiero saber es si disponemos de un jodido buque con esas características que te señalo.
Salazar quedó pensativo durante unos segundos, mientras acariciaba su barbilla con suavidad y lentitud. No obstante, tenía preparada la oportuna respuesta a todas las posibles incógnitas de su Señor desde bastantes minutos atrás.
—Indudablemente, Señor, debería ser una goleta el tipo de buque escogido. Me refiero a una goleta que se encuentre en perfectas condiciones de mar y guerra. Bueno, más de mar que de guerra, porque no se pretende presentar batalla en ningún momento, sino desaparecer a la mayor velocidad y navegar por derrotas poco transitadas. Y en caso de peligro, salir con todo el aparejo alzado en huida, sin que nadie pudiera darle alcance. Considero necesario el concurso de una goleta muy velera. Ése sería el buque ideal, sin duda.
—¡Coño, Salazar! Asemejas a una cotorra vieja en ceceo de muerte. Contéstame a la pregunta formulada de una puñetera vez. ¿Disponemos de alguna goleta que cumpla esos requisitos de los que hablas? No le des más vueltas, que no enfocamos una operación de desembarco en la Gran Bretaña con escuadra de orden.
—Lo comprendo, Señor. Ya sabe Vuestra Majestad la terrible situación de penuria que sufrimos en la Real Armada, hasta alcanzar límites de sonrojo difíciles de creer. En el pasado hemos dispuesto de bastantes goletas que cumplirían por largo esas condiciones ahora requeridas. Pero con toda sinceridad, Señor, aquí en la Península no me aparece ninguna en la cabeza. Es triste reconocerlo, pero así es. En Cádiz se mantienen tres o cuatro goletas con los aparejos en tercera línea de recorrido y las tablas muy viejas. Alguna otra debe existir en Ferrol y Cartagena. Pero por desgracia, ninguna podría cumplir la misión al gusto ni de lejos. Sin embargo... —quedó en suspenso, aunque comprendiera que don Fernando se encontraba cercano a saltarle con garfios contra la cara en cualquier momento—. Sin embargo...
—¡Sin embargo, qué! —el Monarca elevó la voz por primera vez—. Acaba la frase de una jodida vez. ¿Quieres decir que en otros puertos es posible que aparezca la vaca dorada?
—En La Habana es muy posible que se encuentre el tesoro buscado, Señor. Precisamente, hace cuatro o cinco meses, el capitán de navío Ángel Laborde, segundo jefe del apostadero de La Habana, informó del apresamiento de una goleta y un bergantín rebeldes. La goleta había sido construida en los Estados americanos del Norte, según creo en los excelentes astilleros de la bahía de Chesapeake o las riberas del río Delaware, donde fabrican sus mejores unidades. Se botó a las aguas con las nuevas tendencias de mucha eslora en proporción a la manga y capaces de bolinear a la cuarta.
—Joder, Salazar, no comiences a parlotear con esa jerigonza marinera, que no entendería ni Nuestro Señor Jesucristo desde la cruz.
—Quería decir, Señor, un buque de mucha longitud en comparación a su anchura y capaz de navegar contra el viento con un ángulo muy pequeño. Según dictamen de Laborde, en quien confío plenamente, se trata de una goleta magnífica y con menos de dos años de vida, que se encuentra en perfectas condiciones. Solamente se consideraba necesario aderezar su velamen en orden, porque había sufrido algunos daños en el enfrentamiento. Es muy posible que no se haya atacado ese problema hasta ahora por la permanente falta de fondos.
—No te preocupes ahora por los fondos, que se habilitarán en su momento si se considera necesario. Por cierto, que me suena ese Laborde.
—Os hablé en alguna ocasión de sus memorables acciones por aguas de Costa Firme e islas antillanas, Señor. Se trata de uno de los mejores oficiales de vuestra Armada. Si fuera yo quien debiera decidir sobre el plan a seguir para... para recuperar esa cruz que tanto ansiamos, me pondría en sus manos.
—¿Qué quieres decir con ponerte en sus manos?
—Pues que Laborde conoce aquellas aguas y aquellos territorios de Nueva España como nadie, Señor. La real situación nos llega a la Península con mucho retraso y, en demasiadas ocasiones, desenfocada. Os repito que si debiera abordar esta misión personalmente, enviaría un mensaje a Laborde. Por supuesto, a través de una persona de nuestra absoluta confianza, para que le exponga con toda exactitud lo que intentamos conseguir. Le sugeriría la utilización de esa goleta, creo que ha sido bautizada como Providencia, para conseguir el fin perseguido. Pero con libertad para que escoja la mejor dotación, apreste el aparejo en dulce con los respetos necesarios, contacte con esos agentes de Nueva España para la operación de tierra y planifique las acciones en su conjunto.
—No me agrada esa idea una asquerosa onza. —Don Fernando movía la cabeza hacia ambos lados en claro signo de contrariedad—. Este tema ha de quedar de forma muy reservada en todo momento, tanto presente como futuro. Ya sabes que cuando el secreto monta la pareja, se convierte en voz universal. Me parecería ideal que el buque saliera de un puerto peninsular, llevara a cabo la operación y tomara el mar directamente de vuelta a casa con la cruz en su bodega. Si ponemos la información en manos de Laborde, extendemos las ramas del árbol de forma innecesaria y el tema acabará siendo de dominio general. Y eso acarrea el peligro de que llegue a conocimiento de los rebeldes y de quién sabe más.
—Conozco muy bien al capitán de navío Ángel Laborde, Señor. Si se le confía la misión de forma estrictamente reservada, no acabará por enterarse del tema ni su mano izquierda. Y desde aquí deberemos comunicarle la misión a través de alguien de la máxima confianza. Son muchos los oficiales de la Real Armada que cumplirían con ese requisito.
Su Majestad abandonó el asiento con estudiada lentitud, para comenzar a pasear por el gabinete. De nuevo se detuvo ante el ventanal, como si deseara observar un espléndido paisaje. Dictó las siguientes palabras de espaldas a su ministro.
—Me parece que eres una persona demasiado confiada, Salazar, un problema secular en casi todos los oficiales de la Armada. No podemos arriesgar una ligera mota en esta empresa, dada su importancia a nivel nacional. Esa Cruz de la Conquista debe acabar aquí en España.
Don Fernando, al lanzar su crítica contra los miembros de la Armada, realizaba con sus manos un gesto de evidente desprecio, que no cuadraba al momento en opinión del ministro. Pero no era Salazar de los que entraba a la cerrada defensa en contra de una real opinión.
—Por supuesto que no podemos arriesgar un solo punto, Señor, no me cabe la menor duda. Por tal razón os he recomendado a Laborde. Si dispusiéramos de una goleta con las condiciones exigidas, podríamos intentar la misión de la forma que tanto os seduce, aunque no sé cómo contactaríamos con esos agentes que laboran a nuestro favor en Nueva España. Personalmente, veo más peligroso comentar el asunto a unos desconocidos confidentes, que no siempre se manejan con el debido patriotismo y tienden a cubrirse los lomos por las dos vertientes. El personal embarcado en la goleta podría alcanzar ese monasterio o ermita y proceder al traslado por sus propios medios. Solamente necesitarían suficientes monedas de oro para conseguir una buena carreta y que algunos ojos miraran hacia la banda contraria. Pero ya os digo que quien mejor conoce el verdadero estado de aquellas aguas y las tierras cercanas a Monterey es Laborde. Se trata de un oficial muy valiente pero, además, con una especial inteligencia. Sabría escoger los hombres que deberían formar la dotación de la goleta Providencia.
De nuevo apareció el silencio, ahora espeso y de corte difícil. El ministro Salazar se removió inquieto por primera vez, como si le hubieran lanzado una mala señal desde los cielos. Por fin, don Fernando regresaba lentamente a su sillón. Ahora miró a su ministro a los ojos con cierta severidad, antes de entonar con extrema decisión.
—Te hago responsable por completo de esta misión, Salazar. Ya sabes lo que tal condición significa. Esa Cruz de la Conquista deberá aparecer en este palacio convenientemente camuflada, sin que nadie sepa nada de su existencia, absolutamente nada, salvo unos pocos hombres de la dotación de esa goleta y el capitán de navío Laborde. Acepto tu plan. Bueno, acepto que Laborde establezca el plan necesario, para cumplir una especial y muy importante orden de su Rey.
—Cumpliré vuestras órdenes al punto, Señor. Podéis estar seguro de que no os defraudaré.
—¿A quién piensas enviar como emisario, para informar a Laborde de los detalles conocidos? ¿Y cómo llegará a su destino en La Habana?
—Pues la verdad, Señor, que no tenemos previsto el pase de alguna unidad de fuerza a la isla de Cuba en los próximos meses. Pero tampoco lo necesitamos ni nos ofrecería la mejor solución. Por el contrario, un bergantín de buena maniobra, de los que utilizamos en misión de correo, sería suficiente.
—No quiero lo que sea suficiente, sino aquello que produzca los más seguros efectos.
—Estoy convencido, Señor, de que con un bergantín correo cumpliremos vuestros deseos al ciento. Enviaré a la persona adecuada, podéis estar seguro. Por otra parte, quizás fuese conveniente alguna orden escrita de vuestra parte para que...
—¿Acaso te has vuelto loco, Salazar? —don Fernando estalló en grito, al tiempo que movía los brazos como las aspas de un molinete, evidentemente molesto—. No esperes que firme documento alguno capaz de involucrar a la Corona ni a la Nación, directa o indirectamente, en esta reservada misión. Ni tú firmarás un mínimo pliego. Es más, si algún hombre de esa goleta fuese apresado, sufriría las consecuencias sin que lo reconozcamos como miembro de la Armada en misión oficial. Como esa goleta ha sido construida en tierras americanas del norte, puede mostrar el pabellón de aquel país o el de Inglaterra, según convenga al momento y la ocasión. Todos a bordo se mostrarán correctamente vestidos con uniformes auténticos de dichas Marinas, hablarán inglés con soltura y jamás aparecerán como miembros de la Armada. ¿Te ha quedado suficientemente claro?
—Por supuesto, Señor —quedaba en duda Salazar, ante este nuevo y desconocido giro que ofrecía la misión. No obstante y a pesar de los pensamientos que barrían su cerebro a la contra, nada dijo, más bien al contrario—. Estoy seguro de que Laborde encontrará los hombres voluntarios que necesitaremos.
—Recuerda que cuantos menos hombres conozcan la verdadera misión, mucho mejor. Quiero decir que no será necesario que toda la dotación de la embarcación escogida conozca los detalles. Solamente un par de oficiales. Por cierto, ¿cuántos hombres se encuentran a bordo de una goleta? ¿Más de diez?
—Veréis, Señor, las que ahora mismo navegan desde Cádiz en misión de vigilancia amparan de setenta a noventa hombres, dependiendo de su armamento. En cuanto a oficiales de guerra o del Cuerpo General, suelen navegar solamente con comandante, segundo y otro de muy escasa graduación, a veces guardiamarina en destino confirmado. Ya sabéis que intentamos reducir...
—Lo sé muy bien, así que no te repitas. ¿Has dicho dos oficiales solamente? Perfecto. Incluso podríamos suprimir al segundo comandante del conocimiento de la verdadera misión.
—No sé si sería adecuado para el bien de la empresa, Señor. No olvidemos que, precisamente, será el segundo comandante el encargado de llevar a cabo o apoyar la faena a realizar en tierra, posiblemente la parte más peligrosa. Pero quedad tranquilo. Os aseguro que don Ángel Laborde lo organizará todo para el mejor desempeño de la misión y en acuerdo con vuestros reales deseos. Se lo explicaré con todo detalle a quien deberá informarle, sin dejarme una lágrima en el tintero.
—Mucho te juegas en la empresa, Salazar. Confío plenamente en que tomes este encargo mío como de la máxima importancia. Ya me sabes justo y generoso para premiar o castigar a mis súbditos. Espero que ese condado al que tanta apetencia dispensas caiga sobre tus hombros con mi real agradecimiento. —El Monarca abandonaba su asiento, lo que imitaba su ministro con rapidez—. Pero también soy inflexible con los que fracasan.
—Solamente espero, como siempre, cumplir con mi deber, Señor. Y en este caso particular, satisfacer vuestros reales deseos como merecéis.
—Muy bien, Luis María. —Don Fernando mostraba sonrisa de cuadro, mientras llegaba a la altura de su ministro y lo tomaba por el hombro con muestras de visible afecto—. Estoy seguro de que no me fallarás. Sé bien, de tu inquebrantable lealtad hacia mi persona.
—Nadie lo dudaría, Señor.
Cuando don Luis María de Salazar tomaba el carruaje que debía devolverlo a la secretaría de Marina, sentía un profundo rumor en recorrida por los miembros inferiores. Porque lo que, en un principio, entendía como misión que le llegaba a la mano con muchas ventajas en todos los sentidos, se había torcido a medio camino. Comprendió al golpe que se jugaba el mayor envite de su vida con el espeso y peligroso negocio que acababan de depositar sobre sus hombros.
Conocía bien a don Fernando, demasiado bien. Era consciente de que si le fallaba en lo que para el Monarca se había convertido en una misión de extraordinario afán personal, podía acabar sus días extrañado en la más inhóspita de las islas o en el pueblo más húmedo y cochambroso del norte español. Es cierto que soñaba con ese condado que, en ocasiones, le había nombrado don Fernando como posible meta de futuro, en agradecimiento a sus muchos desvelos por la Corona. No obstante, sintió un ligero escalofrió al tiempo que su ayudante, el capitán de fragata Oliverio Moncada, a quien concedía mucha confianza, se dirigía a él con respeto.
—Le veo muy preocupado, señor. ¿Acaso apareció rumazón negra en la audiencia mantenida con Su Majestad?
—No lo sé, Oliverio. No estoy seguro. Pero ya sabes que con Su Majestad nunca se está seguro de lo que ha de venir, sea de proa o de popa.
—Le tiene especial aprecio, señor.
—Me gustaría estar seguro de tal condición.
El ministro, vuelto al silencio, dejó volar sus pensamientos con entera libertad. Intentó acaparar los colores de gloria que se podían amparar en la empresa de la famosa Cruz de la Conquista, una peligrosa tarea que debía atacar con el máximo empeño. Pero no era posible desligarlos de los otros, los negros, que se amadrinaban a escenas muy poco halagadoras para su persona. Sería necesario encontrar la persona adecuada y confiar plenamente en la profesionalidad y buen hacer del capitán de navío Ángel Laborde. Si alguien podía sacarlo del atolladero en que se veía sumido era él, sin duda.
Para su sorpresa, una cruz de oro cuajada de piedras preciosas se apareció en su cerebro con extraordinaria claridad, como si se encontrara al alcance de la mano. Sabía muy bien la causa por la que don Fernando tomaba aquella empresa con especial fervor. Y no le quedaba más remedio que conseguir el fin perseguido, aunque debiera emplear todos los recursos que se mantenían al alcance de su mano.