17 Junta de oficiales
El séptimo día del mes de agosto, cruzamos por fin el paralelo de los 36 grados de latitud norte, correspondiente a la bahía de Monterey, de la que nos encontrábamos a poco más de cuarenta millas de distancia. En las últimas jornadas, el soplo había caído de fuerza a fresquito y se mostraba roladizo en exceso, de poniente a noroeste. El comandante, de acuerdo al plan previsto, ordenó abrir la derrota a estribor tres cuartas y, a este nuevo rumbo, con el viento a un largo, nos mantuvimos el resto de la tarde y toda la noche. En la siguiente jornada, cuando ya las luces se abrían al tirón de espuelas, Gavilán decidió arrumbar directamente y casi de empopada hacia la bahía de Monterey, con el soplo de todas las velas acariciándonos la bombilla en suaves alzamientos. Por fin nuestra proa apuntaba hacia la meta perseguida durante más de tres meses.
Tal y como comentara con el comandante en privado desde varias semanas atrás, Gavilán había decidido celebrar junta reservada de oficiales en su cámara, cuando ya la cueva se divisara en la hondonada. Y la abordaba por decisión propia, sin nombrar secretario ni ordenar el preceptivo levantamiento de actas, que tal actividad conlleva. Había estimado, en mi opinión con acierto, que llegaba el momento de ponerlos al día con detalle de la misión, que deberíamos encarar en Monterey. No se podía mantener el secreto por más tiempo, cuando era muy posible que todos a bordo se jugaran el pellejo en los próximos días.
Y bien sabe Dios que no podíamos quejarnos hasta la fecha, de que se hubieran alzado preguntas al tercio o comentarios indeseados en corrillo a ningún nivel. Por el contrario, se había producido una aceptación silenciosa y comprometida de las órdenes a bordo de la Providencia, conforme progresábamos en rondo por el continente americano, lo que mucho y bien decía a favor de la profesionalidad de nuestros hombres. Pero es norma de ley que tal lealtad con lealtad deba pagarse, así que los reunimos a todos en la cámara de oficiales. A última hora, el comandante decidió incluir en el grupo al capitán de artillería del Ejército Blázquez, por entender que, con el paso de las semanas y su actitud de plena colaboración, se había convertido en un miembro más de la dotación. Por último y como era habitual en muchos comandantes, invitó a la sesión a su contramaestre primero y mano derecha, el oficial de pito don Belarmino Sotorno.
De acuerdo con las órdenes impartidas por Gavilán, el piloto había preparado sobre un atril un plano a mano alzada y suficiente escala, en el que podía observarse con detalle la bahía de Monterey. Y hacia su figura se dirigían casi todas las miradas de nuestros hombres, con rostros que expresaban mayor o menor extrañeza. Es cierto que a bordo de cualquier buque todo se acaba sabiendo, ya sean órdenes verbales o escritas, porque el boca a boca funciona por cubiertas altas y bajas como reguero de pólvora. Sin embargo, no era el caso en esta especial ocasión, en la que todo podía considerarse como extraordinario desde el primer segundo del envite.
Con las nuevas incorporaciones se rellenó la reducida cámara al completo, una sala que jamás se había encontrado tan abarrotada desde que abandonáramos el puerto de La Habana. Deben tener en cuenta que el número habitual de oficiales de guerra y mayores en una goleta se situaba entre seis y diez hombres, dependiendo del porte del buque y la misión encomendada. Pero el caso de la Providencia era muy particular, con dos oficiales de guerra solamente embarcados, así como la falta de un pilotín y del capellán, factores que nunca suelen echarse en falta.
Al observar los rostros expectantes de nuestros oficiales, comprendí en escasos segundos que habíamos equivocado la maniobra desde el primer momento, aunque fuera sencillo esquivar la culpa. Nos habíamos sentido tan acuciados por ese absurdo secretismo que, desde Su Majestad y el propio ministro de Marina, se intentaba imprimir a la misión, que habíamos dejado de lado ese punto fundamental a bordo de todo buque en la mar, en cuanto a la necesaria información que debe recibir el personal embarcado, especialmente en el nivel de oficiales. Y si algunas de las altas magistraturas pecaban por desconocimiento del día a día en un buque de la Real Armada, no debíamos haber aceptado tal situación en nuestro comportamiento personal, comenzando por el teniente de fragata Gavilán que, como mando en la mar, se encuentra libre para decidir de babor a estribor en todo momento. Porque no se debía encarar una misión de riesgo en la que sería necesario costanear casi todo el continente americano y acabar en incumplimiento general de las normas de guerra, con pabellón y uniformes enmascarados, sin que los oficiales mayores y algún oficial de mar se encontraran al día de la verdadera operación. Un caso absurdo que ahora veía con meridiana claridad, aunque quizás fuera un poco tarde. Menos mal que el comandante también lo había comprendido al punto y tomaba el toro por los cuernos con tiempo suficiente para remediar el entuerto.
El teniente de fragata Gavilán dirigió la mirada en derredor para comprobar que todos se encontraban atentos y en silencio. Y entró con voz decidida desde el primer segundo, que no era hombre de los achantados en brumas de tinte.
—Bien, señores, creo que ha llegado el momento de ponerles al día y con detalle de la muy especial misión encomendada a la goleta Providencia. Soy consciente de que se lo habrán preguntado tripas adentro en bastantes ocasiones, conforme atacábamos esta alargada derrota por aguas del mar del Norte y del Sur. Por tal razón, debo comenzar agradeciéndoles la disciplina y lealtad con la que han colaborado desde el primer momento, sin solicitar explicación alguna. Como quiero serles sincero desde las iniciales palabras, les aseguro que he dudado mucho si era necesario informarles y, en caso afirmativo, cuándo debería hacerlo. Porque desde el primer momento se nos conminó desde las más altas instancias de la Real Armada y de la Nación al mantenimiento del máximo secreto, una discreción que rompo como comandante de este buque por entenderlo como necesario para el bien del servicio y de la misión impuesta.
Tras estas primeras palabras, los rostros aumentaban sus rasgos de extrañeza e interés por momentos, como si se encontraran dispuestos a escuchar una historia de la mayor importancia. Gavilán debía cruzar por el filo de la navaja y también a mí me interesaba comprobar hasta dónde pensaba cuadrar los rizos.
—Estoy seguro de que habrán comprobado con pasmo y feliz estupefacción desde el primer momento —ahora les sonreía, conciliador—, la extraordinaria y rápida puesta a punto sufrida por esta goleta en el arsenal de La Habana. Pero también les sorprendería por alto el relleno de la dotación a un nivel insospechado en su cantidad y calidad, así como el cumplimiento de todas las peticiones elevadas por mi autoridad en cuanto a pertrechos, aparejos, armamento y demás detalles. Todos saben que no es condición habitual en el día de hoy en cualquier arsenal, más bien al contrario. La razón no es otra que la importancia que, desde los más altos escalones de la Real Armada y la Nación, se concede a esta misión que, por fin, hemos de acometer en los próximos días. No es necesario entrar en detalles mínimos, pero deben saber que mañana llegaremos a la bahía de Monterey, donde fondearemos. Y deberemos atacar una peligrosa misión en un territorio que debemos considerar como enemigo, de forma encubierta y por fuera de toda norma de guerra. Quiero ahora explicarles con detalles esos conceptos que acabo de manejar.
El teniente de fragata Gavilán miró a sus hombres con seriedad pero, al mismo tiempo, comprensión, como el padre amante que intenta convencer a sus hijos de los caminos a seguir.
—Estoy seguro de que algunos de ustedes entenderán como absurdo, o desfasado quizás, declarar todavía como enemiga a la nueva nación constituida por el pueblo mexicano, un pueblo, en mi opinión, tan español como el de Castilla. O que aún denominemos como rebeldes a sus fuerzas militares. Pero así debe considerarse de forma oficial por orden de nuestro Gobierno. Por tal razón, creo apropiado exponer un análisis previo y necesario de la situación política y militar que se sufre en nuestro antiguo virreinato de Nueva España, por la repercusión que puede presentar en nuestra misión. En el fondo, todos somos conscientes de que la presencia española como dominante en el virreinato de Nueva España ha tocado a su fin sin posible retorno. Les repito que no se admite de forma oficial, pero así es. Habrán escuchado muchas versiones de un supuesto Ejército con más de diez mil hombres, que desde España debe llegar para reconquistar estas tierras perdidas. Con toda sinceridad, no creo que se produzca, aunque se trate solamente de una opinión particular. Es posible que, aprovechando las luchas internas, se intente un desembarco de nuestras fuerzas, aunque en mi opinión estime dicha empresa sin posibilidad alguna de éxito. Pero por favor, señores, si durante mi disertación no comprenden o desestiman algún punto determinado, háganmelo saber con toda franqueza.
El teniente de fragata Gavilán se tomó un ligero descanso, para continuar en la brecha poco después.
—Aunque muchos se encuentren convencidos, y así se coree por el pueblo mexicano de forma patriótica, que la independencia del antiguo virreinato arranca del famoso grito del párroco de Dolores, Miguel Hidalgo, en la provincia de Guanajuato, no es así de ninguna forma. La independencia de México comenzó cuando nuestro Señor don Carlos III decidió apoyar a las colonias americanas del Norte en su lucha contra la metrópoli británica. Esos sentimientos aumentaron con la revolución francesa y sus extensiones de falsa libertad, así como con el periodo de lucha en España contra los franceses y unos años de absoluto desgobierno en nuestra patria. Incluso el periodo conocido como trienio constitucional, que rematamos en España hace bien poco, ha sido negativo para estas guerras independentistas, por muchas esperanzas de política interior que pudiera ofrecer. No obstante y en la práctica, es cierto que con el grito del cura Hidalgo comenzó lo que se puede entender como lucha por la independencia mexicana. Pero no debemos olvidar que por detrás y en decidido apoyo, fueron verdaderos españoles e hijos de españoles, muchos de ellos oficiales del Ejército, quienes colaboraron en que fraguara esta revolución, como han sido denominados en su conjunto los diferentes movimientos de independencia. Porque defiendo plenamente que no han sido los indios o mestizos quienes han hecho triunfar el movimiento revolucionario, sino los criollos y españoles. Bueno, el caso es que después de varios años de luchas con derrotas y victorias, momentos en los que se creía descabezado el movimiento independentista y otros en los que parecían perdidas las armas propias, se llegó al fin del periodo revolucionario cuando fue ajusticiado el cura Morelos, discípulo y seguidor de Hidalgo, que aquí los curas cambiaron sotanas por espadas con extrema rapidez. Precisamente, deben conocer un detalle ignorado por casi todos. Y es que Morelos fue condenado por el Tribunal del Santo Oficio, en el último auto de fe pronunciado por la lnquisición en México. Después de su degradación y como es norma, Morelos fue entregado al brazo secular y fusilado en diciembre de 1815.
—Es cuando se dan por finalizados los heroicos días de la revolución, ¿no es así, señor? —preguntó el piloto con cierto aire de suficiencia.
—En efecto. Coincide además con la llegada de un nuevo virrey a Nueva España, enérgico y decidido como pocos, el teniente general de la Real Armada don Juan Ruiz de Apodaca. Como les digo, en aquellos momentos la revolución parecía vencida definitivamente y sin posibilidad de levantar cabeza. Así se analizó por nuestras autoridades de forma errónea. De esta forma, el virreinato se mantuvo tranquilo hasta 1820. Sorprendió en este año que se llevara a cabo un formidable alzamiento que, en verdad, no se esperaba. Sin dudarlo, el virrey envió al general Agustín de Itúrbide, comandante en jefe del distrito sur, para ahogarlo. Y es importante tener en cuenta que fue Apodaca, precisamente, quien había ascendido a Itúrbide al generalato. Y se debería haber conseguido desbaratar el levantamiento con cierta facilidad, dada la desigualdad de fuerzas y armamento. Pero aquí y para nuestra desgracia, comienzan las acciones personales que nos llevaron al triste final. Porque tras varios encuentros con escasa sangre, Itúrbide decidió entrevistarse con el general rebelde Vicente Guerrero. Fue Itúrbide, aunque lo estimen como difícil de creer y se hayan corrido otras versiones, quien propuso al general Guerrero que ambas fuerzas unidas proclamaran la independencia de México. Aceptada la oferta sin dudarlo por Guerrero y otros jefes rebeldes, Itúrbide hizo publicar el 24 de febrero el famoso Plan de Iguala del que habrán oído hablar, también conocido como el de Las tres Garantías. Por medio de este plan, se proclamaba la absoluta independencia del virreinato de Nueva España como nación mexicana en el que imperaría el sistema monárquico, con una ostensible adhesión a don Fernando el Séptimo y su Real Familia. Es decir, que México se constituía en una nación con un Rey de sangre real española a la cabeza. Las otras dos garantías eran la conservación de la Iglesia católica y la eterna unión de españoles y mexicanos en términos de indisoluble amistad. Bueno, hay quien dice que Itúrbide exponía esta tercera garantía como permanente unión de los españoles, fueran de España o de México. Precisamente, estas tres garantías son las que ofrecieron los colores del pabellón mexicano que ha ondeado desde ese momento como bandera oficial del nuevo Estado, incluso en lucha con los españoles. El blanco como emblema religioso, el rojo de la citada unión de españoles y mexicanos, y el verde de independencia.
—Parece difícil de creer que un general del Ejército español, hijo de un patriota navarro, fuera el catalizador de la independencia —comentó el capitán Blázquez con tono escéptico.
—Pues así fue. Es cierto que se comentó la ligazón primitiva de Itúrbide con algunos movimientos secesionistas. Pero no debemos olvidar que se trata de un general español que se negó con todas sus fuerzas a secundar la revolución del cura Hidalgo, ofreciendo su lealtad al virrey español. Se batió con extremado heroísmo contra los rebeldes en aquellos primeros años de lucha. Ya les decía que, por mucho que se asegure, los indios y mestizos poco tuvieron que ver en la independencia, aunque el cura Morelos fuera sacerdote mestizo. Es posible que Itúrbide, además de su afán de notoriedad personal, obrara de buena fe, intentando crear una monarquía española en América, un sistema parecido al del reino de Nápoles. Porque siempre había sido de los convencidos, de que se trataba de la única salida viable para el futuro de México sin caer en revoluciones extremas. Pero por desgracia, al Ejército de Itúrbide, el Ejército de las Tres Garantías, se le unieron los antiguos jefes revolucionarios, que se encontraban retirados de la lucha y completamente desalentados. Y más todavía, también consiguió levantar al pueblo en masa, un pueblo que, de la noche a la mañana, rebosaba patriotismo. El virrey Apodaca, al que apodaron como el infortunado, se vio obligado a dimitir por entender que Itúrbide se había conducido como un traidor, y no aceptaba un plan que en España comenzaba a considerarse como viable.
—En ese caso, triunfó el Plan de Iguala, señor comandante —preguntó el cirujano, con vida muy reciente en el continente americano.
—En principio triunfó porque Itúrbide, al frente de su Ejército, se apoderó de las ciudades de Valladolid, Querétaro y Puebla, hasta poner sitio a la capital, México. Por aquellos días llegó de España el relevo del virrey Ruiz de Apodaca. Se trataba del general del Ejército don Juan O'Donoju, quien puede lucir el honor de haber sido el último virrey español en Nueva España. O'Donoju, rápidamente y de acuerdo a las instrucciones que traía de la metrópoli, decidió entrevistarse con Itúrbide para negociar, lo que hicieron en Córdoba en agosto de 1821, hace solamente tres años. El nuevo virrey firmó, en nombre del Gobierno español, lo que se ha llamado como el Tratado de Córdoba, un importantísimo tratado al que todavía se acoge nuestro Gobierno como piedra fundamental. Lo cierto es que, en la práctica, dicho tratado venía a ser un refrendo del Plan de Iguala. Se declaraba a México como nación soberana e independiente. Pero también se estipulaba con mayor detalle la fundación de una monarquía constitucional representativa, bajo el cetro de un miembro de la familia real de España, así como el inmediato establecimiento de un Gobierno provisional en espera de la llegada del Monarca elegido. Y un punto muy importante, se aseguraba al pueblo la libertad de imprenta y la igualdad de derechos para mexicanos y españoles. También decidieron que el Ejército de las Tres Garantías ocupara la capital y que las tropas españolas abandonaran la nación lo más pronto posible. Este detalle lo considero un poco estúpido, porque como tropas españolas podía considerarse un gran porcentaje de las existentes, comenzando por el Ejército de Itúrbide que era un general español.
—¿Y se ha seguido ese plan hasta ahora, señor? —preguntó el contador.
—Bueno, una cosa es la letra escrita y otra el propósito personal. Itúrbide entró de forma triunfal en la ciudad de México en septiembre de 1821, como si se tratara de un caudillo independentista que hubiera conseguido sus fines. Desde ese momento, puede considerarse que cesó el poder español en el virreinato de Nueva España, convertido en la nación de México, Itúrbide fue aclamado como Libertador y agasajado con festejos sin límite. Se le confirió de forma más o menos popular el título de gran almirante y generalísimo del Ejército, así como cabeza de la Nación. Pero como el ser humano es veleidoso hasta las nubes y gustoso de los honores, recibía el tratamiento de Alteza Serenísima, al presidir el Consejo de Regencia hasta la llegada del monarca escogido para reinar en la nueva nación. Guatemala se unió a México de forma voluntaria y don Agustín de Itúrbide se encontró, de la noche a la mañana, como cabeza y señor de un país con una extensión territorial de las mayores del mundo. Y de nuevo debo constatar la debilidad del ser humano, al aclararles que Itúrbide no intentó cumplir el Plan de Iguala desde el primer momento, lo que confirma la opinión de Ruiz de Apodaca en cuanto a su acusación de traidor. Por el contrario, Itúrbide comenzó a darse aires de verdadero soberano. En febrero de 1822 se reunió el primer Congreso de la nación mexicana. A pesar del juramento prestado por todos sus miembros de respetar el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, se formaron con rapidez tres partidos antagónicos. Por una parte, el llamado como español, que exigía la inmediata ejecución de lo pactado. En segundo lugar el republicano, que prescindía en absoluto del plan y exigía una República Federal. Y por último, el partido militar, con las armas en la mano, en el que se apoyó sabiamente Itúrbide. Comenzaron las disensiones y las luchas internas, que no han cesado ni, posiblemente, cesarán en muchos lustros. Itúrbide aprovechó las discusiones en los partidos para llevar a cabo un pronunciamiento a su favor, tras el cual en una sesión parlamentaria de la que fueron excluidos los republicanos, fue elegido oficialmente como Emperador de México. Como pueden comprobar, los generales españoles no se andan con chiquitas en cuanto a honores a recibir.
—Pero según tengo entendido, el general Itúrbide no se encuentra ya en el poder... —comenzó a comentar el capitán Blázquez.
—En efecto, capitán, así es. Porque muy pronto comenzaron a vacilar las fuerzas que apoyaban el imperio. Se levantó en Jalapa el general Santa Ana, con lo que, en un solo mes, el imperio de Itúrbide quedaba reducido en la práctica a la ciudad de México. Otros generales, con Guerrero y Bravo a la cabeza, siguieron el ejemplo de Santa Ana, provocando una revolución en el norte del país. Itúrbide, desanimado y comprendiendo su fracaso, abdicó de sus poderes en marzo del año pasado, siendo desterrado. Por fin, abandonó México para establecerse en Londres, según tengo entendido. Desde allí escribió al nuevo Gobierno, avisando de las maquinaciones de la Santa Alianza para que España recuperara el poder en México, que pueden ser ciertas. Y se ofrecía para trabajar a favor de la causa mexicana. Sin embargo, el Congreso le respondió que si regresaba al país, sería declarado traidor y condenado a muerte.71 Pero en cuanto a lo que nos interesa, el Plan de Iguala y sus Tres Garantías de Religión, Independencia y Unión, así como el Tratado de Córdoba, fueron rechazados oficialmente por el Congreso. Se ha redactado una nueva Constitución, en la que se define la forma de gobierno como popular, representativa, federal y republicana, lo que ha sitio recibido por el pueblo de forma entusiasta, tan entusiasta como recibió el Plan de Iguala o el Tratado de Córdoba. Don Félix Fernández juró el cargo como primer presidente de México en su versión de República Constitucional. Pero quiero aquí recalcar una vez más, que la independencia mexicana ha sido conseguida con extrema facilidad, cuando se daba por perdida, gracias a un general del Ejército español, al mando de fuerzas españolas. Y que tenía toda la razón el general de la Armada Ruiz de Apodaca, al no creer que fuera respetado el famoso Plan de Iguala. Y así nos encontramos en este momento, señores. Porque España no reconoce ese Gobierno mexicano como legal y exige el cumplimiento inmediato del Tratado de Córdoba. Por esa razón, se mantiene en nuestro poder, defendido por las únicas tropas españolas presentes en México, el castillo de San Juan de Ulúa. Deben recordar que se trata del castillo que defiende Veracruz, inexpugnable si se le mantiene avituallado, lo que en estos días lleva a cabo el brigadier don Ángel Laborde con la división bajo su mando. Y ya les digo que corren, mucho los rumores sobre la llegada desde España de un Ejército con más de diez mil hombres, para recuperar nuestro virreinato de Nueva España.
—¿Lo estima como misión posible, señor? —preguntó Balcázar.
—Sinceramente, no creo que en estos momentos dispongamos de tropa, ni buques de transporte, ni de escolta necesarios para trasladar un ejército suficientemente poderoso a estas tierras, como para reconquistar lo perdido. Como les decía anteriormente, es posible que unos cuatro o cinco mil hombres se vayan alistando en La Habana y se intente alguna operación cuando continúen las revueltas mexicanas, en apoyo de alguna facción. Vamos, lo que ya hizo don Hernán Cortés para conquistar este imperio.72 Como resumen final, debo declarar que les he expuesto esta pequeña historia, en la que puedo haberme extendido demasiado —ahora Gavilán sonreía—, con el fin de que sepan en que situación nos vamos a encontrar al pueblo mexicano y sus fuerzas militares, cuando arribemos a la bahía de Monterey. Les decía que vamos a llevar a cabo una operación encubierta y de guerra, bastante peligrosa para nuestras armas. Precisamente, mucho han proclamado los independentistas mexicanos, que España solamente ha pensado durante siglos en aprovecharse de las riquezas de su tierra sin límite alguno y cuyos intereses debían mantenerse subordinados a los de la metrópoli. Y ese sentimiento puede chocar de frente con la misión que hemos de sacar avante.
El comandante decidió tomarse un pequeño descanso en su extensa parla. Entendí que, por fin, entraría en exponer de una vez la misión que nos llevaba a tierras mexicanas. Y así lo hizo al retomar la palabra.
—La misión que ha sido encomendada a la goleta Providencia, una información que espero guarden por siempre en sus casacas con la mayor reserva, es la de retomar una..., una pieza que se encuentra actualmente en territorio mexicano. Dicha pieza está considerada como un elemento de extraordinario valor, tanto desde un punto de vista histórico como patrimonial de la Nación, un objeto muy especial que a manos españolas debe pasar y en manos españolas debe permanecer para siempre. El hecho de que nos saltemos a la torera la más mínima legalidad, condición bastante habitual en algunas Marinas como la británica pero no en la nuestra, significa que asumimos un riesgo mucho mayor en el caso de que las bolas rueden a la contra y fracasáramos, condición que no puedo ni debo siquiera contemplar. Hablando en plata, quiero exponerles que si alguien es capturado mientras viste uniforme no reglamentario, podría ser fusilado de inmediato. A ese peligro nos enfrentamos y espero que lo hagan de forma voluntaria. Y si alguno de ustedes desea que le ofrezca la orden por escrito, estoy dispuesto a complacerles, como ya me expuso el piloto don Juan María Balcázar.
El piloto se ruborizó ligeramente, mientras era contemplado por el resto de los oficiales con rostros en los que aparecía la sorpresa y cierta incomprensión. Con aquellas palabras comprobé que el comandante no había olvidado el incidente y rebotaba con dardos de fuego en la mano. Pero ya continuaba Gavilán, sin mostrar variación alguna en sus ademanes.
—Como les decía, si el viento y la mar se mantienen en parecidas cuerdas de bonanza, entraremos en la bahía de Monterey con las primeras horas de mañana, como si la goleta procediera con derrota marcada desde el noroeste. Pienso fondear con un ancla solamente, al tiempo que mantenemos una segunda dispuesta para su largado inmediato, si fuera necesario. Como es fácil comprender, el fin perseguido es el de poder abandonar esas aguas si pintan bastos por el horizonte con la mayor rapidez. En el momento que fondeemos en la bahía, izaremos a popa el pabellón correspondiente a un buque mercante de la Marina francesa. También emplearán uniformes de dicha Institución los oficiales y personal que se encuentren a la vista por cubierta. Todos con la estricta obligación de no elevar voz alguna en nuestro idioma, lo que podría delatarnos. Espero y confío en que sea escasa la presencia de buques en el fondeadero y nos sea posible fondear un tanto apartados de los que allí se encuentren. Es norma prioritaria y obligada no establecer contacto con nadie, con el fin de no ser descubiertos, salvo que las autoridades de lo que se nos aparece como nuevo Estado mexicano así se nos solicite. En tal caso, el segundo comandante, el piloto y yo seríamos los designados para establecer contacto con el necesario acento francés. Aquellos que deban saltar a tierra, lo harán convenientemente camuflados con vestimentas civiles apropiadas al momento y la ocasión.
Se produjo un nuevo descanso, que en verdad necesitaba el comandante. Era su deseo que todos comprendieran la misión impuesta, pero sin entrar en detalles particulares que en nada beneficiaban. Gavilán apoyó sus puños en la mesa ovalada, antes de continuar.
—En primer lugar, necesitamos información, un déficit que no conseguimos paliar en la ciudad de La Habana. Y no es fácil acometer una operación encubierta por territorio que debemos considerar hostil, sin disponer de una mínima indagación de la situación que se vive en tierra. Sería importante conocer las posibilidades reales de las autoridades mexicanas en la ciudad de Monterey, en cuanto a sus fuerzas militares y de vigilancia naval en la bahía. No obstante, espero y confío en que sean muy limitadas o casi nulas. Por fortuna, la bahía de Monterey no es zona de valor estratégico, ni puerto de elevado volumen de mercancías o puntos clave de defensa. Para conseguir el fin impuesto, una vez fondeados bajarán a tierra vestidos como comerciantes adinerados el piloto y el contador. Su única misión será la de obtener información de los aspectos mencionados. Asimismo, investigarán las posibilidades de arrendar durante algunos días a beneficio de la goleta francesa Providence, detalle que han de corregir los carpinteros en el coronamiento de popa, un carretón abierto de suficiente largura y con el tren de mulas necesario. Si las condiciones se acoplan a las previsiones, una vez con el carretón a disposición en tierra, desembarcará el segundo comandante al mando de un grupo de hombres que él mismo ha escogido con mi aprobación. Mostrarán vestimentas de marchantes, carreteros, personal de caballerizas y transportes bastante modestas. Durante la noche y sin pérdida de tiempo, se dirigirán al punto seleccionado tierra adentro, donde han de recoger esa pieza de gran valor de la que les he hablado. Y si la Santa Patrona sopla con los vientos a favor, regresarán lo antes posible. Al mismo tiempo y si la situación lo permite, sin que comporte riesgo alguno o retraso añadido a la misión, el contador intentará adquirir víveres de salud en tierra, único apartado en el que mantenemos déficit señalado a bordo y que puede justificar la entrada de la goleta en la bahía. Incluso se puede propalar con la necesaria discreción, que disponemos a bordo de algunos hombres atacados de la peste de la mar,73 que necesitan de tan benéficos alimentos para su restablecimiento.
Me sentía nervioso con las alargadas pausas que Gavilán se tomaba, como si deseara aumentar la expectación entre sus hombres. Ahora tomó un sorbo de agua para ofrecerse el impulso final.
—Desconocemos el tamaño exacto y el peso de la pieza que han de transportar nuestros hombres. —Gavilán pareció dudar unos segundos, antes de exponer los siguientes datos—. Sin embargo, puedo adelantarles que tendrá forma de cruz, con un larguero de unas tres varas de longitud aproximadamente y construido en metal macizo, por lo que le debemos suponer a ojo culebrero un peso elevado, parecido al de un cañón de a 18 libras. Necesitaremos disponer de la lancha y el bote con los aparejos necesarios, bajo el mando del contramaestre don Belarmino. Ambas embarcaciones deberán encontrarse a pie de muelle. Todo ello suponiendo que se disponga de un pantalán o embarcadero estacado al menos, alguna cabria de embarque o cualquier disposición portuaria de apoyo parecida. En caso contrario, nuestro contramaestre armará los aparejos necesarios en tierra, de forma que posibiliten el trasvase. Si todo corre a la buena y el grupo mandado por el alférez de navío Leñanza regresa con la pieza en el carretón, pasaremos a embarcarla con la mayor rapidez pero sin precipitaciones que la pongan en peligro. Una vez a bordo, es mi intención abandonar esta bahía sin perder un solo segundo y, con todo el aparejo largado a los cielos, aproar hacia el sur. Continuaremos nuestra derrota con espuma a popa sin escala alguna, salvo imperiosa necesidad de víveres o aguada, hasta que observemos la bahía de Cádiz por nuestra proa. Porque ése será nuestro puerto final de destino en España.
Ahora los rostros de los oficiales se distendían por largo, mientras las manos olvidaban los movimientos nerviosos para afianzarse de firme en sus asientos. Gavilán mantuvo el silencio a propósito, como si deseara que nuestros hombres sedimentaran a fondo toda la información recibida. Por fin, me señaló con la mano cuando tomaba la palabra de nuevo.
—Cedo ahora la palabra al segundo comandante, que les expondrá en líneas generales la organización del grupo que ha de acometer el principal y más peligroso trecho de la operación en tierra.
Me puse en pie, mientras el comandante tomaba asiento a la cabecera de la mesa, a mi izquierda. Y no vacilé una mota al exponer el plan que había preparado a fondo con el auxilio y bajo las directrices del teniente de fragata Gavilán.
—Bien, señores, en primer lugar y de acuerdo con los informes que nos entregue el piloto a su regreso a bordo, analizaremos la verdadera situación que se vive en tierra y los posibles peligros que las fuerzas enemigas puedan presentar en caso de que descubrieran nuestras intenciones. No obstante, consideramos esta última situación difícil de contemplar en principio porque la sorpresa es nuestro principal factor a favor. De acuerdo con las instrucciones del señor comandante, una vez dispongamos en el muelle del carretón con el adecuado tiro de animales, desembarcaré en la lancha al mando de unos hombres que podemos denominar como grupo de acción. La lancha será patroneada por el contramaestre primero, que regresará a la goleta en cuanto hayamos desaparecido, aunque deberá preparar el embarque posterior. Me acompañarán un total de trece hombres, que deben cuadrar bien en el carretón. A la cabeza se encontrará el oficial de mar patrón de la lancha, don Frasquito Mendoza, por su especial habilidad en el empleo de los aparejos. Porque no debemos olvidar que hemos de transbordar la cruz desde su actual emplazamiento hasta el carretón..., allá donde se encuentre. En cuanto a gente de mar, he escogido el cabo Peregón, el gaviero Postas y dos marineros. También entrarán en el grupo el cabo de cañón Méndez con dos soldados de artillería. En cuanto a soldados de Marina, el cabo Melindero al mando de tres hombres escogidos. Por último, mi criado Pepillo. Todos ellos fuertes, ágiles, decididos y muy hábiles en el manejo de las armas blancas. Porque en cuanto a armamento de fuego, cuyo posible empleo delataría la presencia de gente armada y sería una última y desesperada solución, solamente portaremos mi pistola personal. Necesito hombres con valor, fuerza para las maniobras y, les repito, muy hábiles en el empleo de chuzos y puñales. Como ejemplo puedo citarles que mi criado, el famoso Pepillo conocido por todos a bordo, que siempre apareja tres pequeñas dagas enfajadas en el cintón, no me acompaña por su posición a bordo como mi criado personal sino por ser capaz de clavar un puñal en el morro de un cochino o en la garganta de un hombre a diez pasos de distancia. Y no se trata de baladronada larga porque lo he comprobado a la vista de forma repetida. Sin embargo, quiera Dios que no debamos echar mano de las armas y todo se mueva en cuerdas de razón. Espero que regresemos a bordo con la cruz en la lancha y sin haber afrontado contratiempo alguno.
De nuevo se implantó el silencio en humareda densa sobre la cámara. Creo que el comandante creyó llegado el momento de ofrecer ronda de preguntas, pero le hice una clara señal para que comprendiera mi necesidad de aportar algunos datos más. Tras su asentimiento con la cabeza, me dirigí de nuevo a los oficiales.
—Arrancaremos la operación pasada la medianoche, que debe cuadrar con el momento de menor vigilancia, si es que existe tal cualidad en la bahía. Y no me refiero solamente a las posibles fuerzas rebeldes, sino a cualquier persona que se encuentre en tierra o a bordo de otras embarcaciones fondeadas en las cercanías. Calculo que podemos necesitar de dos a tres horas en alcanzar el objetivo, si no perdemos el norte y la suerte nos acompaña. Por esa razón, no llevaremos a cabo el regreso hasta la jornada siguiente a una hora nocturna aproximada. Como es posible que nos sobre tiempo, pasaremos el día adecuando el material en el carretón y descansando en la situación donde se resguarda actualmente la pieza a transportar. De esa forma, facilitaremos la carga en el carretón con las necesarias precauciones de seguridad y sin prisas añadidas. Durante el día de la siguiente jornada a nuestra partida y mientras el grupo de acción se encuentra en tierra, el contador adquirirá los víveres y llevará a cabo alguna gestión comercial ficticia, mientras se preparan a bordo para el embarque de la pieza en esa misma noche, momento crucial de la operación. Y como ha expuesto el comandante, una vez con la cruz a bordo, espuma a popa.
Ahora sí que la expectación había alcanzado su cénit. El comandante se dispuso a ofrecer la oportuna ronda de preguntas.
—Antes de proseguir esta junta quiero repetirles, que entiendo su colaboración como estrictamente voluntaria. No puede ser de otra forma al hacerles vestir uniformes no jurados y adoptar otras actitudes por fuera de la más pura legalidad. No obstante, si a alguno de ustedes se le ofrece alguna duda, es el momento de formularla. También deben tener en cuenta que es mi intención celebrar una nueva y definitiva junta de oficiales reservada, cuando regresen, aquellos designados para desembarcar en busca de la necesaria y mínima información. Y por último, solamente un detalle más. Mientras el segundo con su grupo se encuentren en tierra, nos mantendremos a bordo listos para levar el ancla y con todo el personal en los puestos de máxima atención.
Gavilán quedó expectante, mirando a sus hombres. Tras unos segundos que se alargaron en el tiempo como filástica de maroma vieja, fue el cirujano quien alzó su brazo para elevar una pregunta.
—¿Quiénes hemos de vestir uniforme francés, señor? —preguntó don Arturo Velasco con seriedad—. Se lo digo porque puede contar conmigo, ya que hablo francés con entera fluidez.
—Se lo agradezco mucho, don Arturo y lo tendré en cuenta.
—Quisiera, comandante —ahora era el capitán Romualdo Blázquez quien se había levantado para tomar la palabra—, ofrecerme para todo aquello que considere oportuno, tanto a bordo como en tierra. Y si el segundo comandante lo estima adecuado y positivo, creo que podría serle de utilidad en su misión en tierra. Me considero bastante hábil con el sable y la daga de mano izquierda.
—Lo hablaré con el segundo comandante. De todas formas, le agradezco su disposición, capitán.
El comandante continuó mirando a sus hombres, por si deseaban elevar alguna pregunta más. Y cuando se disponía a pasar al siguiente apartado, fue el piloto quien entró a la brega.
—Puede que sea de interés para todos, señor, conocer con cierta exactitud dónde se encuentra ubicada esa pieza de tan alto valor que van a recoger nuestros hombres, supongo que de mutuo acuerdo con los actuales propietarios o depositarios. Es posible que sea necesario acudir en auxilio del segundo comandante y sus hombres, si se tuercen las maromas al bies. Nunca se sabe por donde pueden abrirse los caminos en operaciones por territorio enemigo.
Encontré inapropiada y elevada a destiempo la pregunta del piloto. Porque cuando el comandante y yo lo habíamos enterado de la verdadera misión asignada a la goleta, evitamos de mutuo acuerdo exponerle dónde se almacenaba la famosa Cruz de la Conquista. Debía haber comprendido que la omisión no había sido producto del olvido sino premeditada. Y si no lo había preguntado en su momento, no parecía adecuado hacerlo ahora en plena junta. Pero Gavilán salió del trance con entereza.
—Como bien sabe, Balcázar, se nos recomendó el máximo secreto para esta encubierta operación. Sin embargo, ya les he expuesto que, en mi opinión, los oficiales bajo mi mando deben conocer los rastros principales de la misión y a qué se pueden enfrentar. Pero al mismo tiempo, soy partidario de ofrecer solamente la información que estimo necesaria y pueda serles de utilidad. El hecho de dar más detalles puede redundar en negativo. Aunque lo estimo como difícil de que pueda acaecer, entra dentro de lo posible que, en su visita a tierra en compañía del contador, sufran problemas e incluso sean arrestados por cualquier nefasta combinación de factores. Es mejor que no conozcan algunos detalles, que en nada beneficiarían a la operación y, por el contrario, podrían ponerla en peligro. Porque en el caso de que fracasáramos por completo, más vale que esa cruz se mantenga donde ha sido amparada hasta el momento.
El piloto no pareció decepcionado sino que aceptó las palabras del comandante con una clara señal de asentimiento en su cabeza. Y fue el momento en el que nuestro comandante le urgió para ofrecer el siguiente paso.
—Bueno, ahora cedo la palabra a nuestro experimentado piloto, para que nos ofrezca los detalles a tener en cuenta para abordar la bahía de Monterey con la necesaria seguridad, así como los emplazamientos más favorables para fondear el buque.
Don Juan María Balcázar abandonó su asiento junto a la mesa, para pasar hasta el trípode en el que se mostraba la carta o portulano con los perfiles de la bahía. Tomó la palabra con su habitual seguridad.
—Comenzaré exponiéndoles que la bahía de Monterey dispone de aguas profundas y frías, ricas en nutrientes durante todo el año, razón por la que es posible observar una gran variedad de aves y mamíferos en cualquier estación, especialmente todo tipo de ballenas, nutrias, focas y delfines, que allí acuden para proporcionarse alimentos. Como pueden observar en este portulano que les he trazado a mano, la bahía presenta la forma de un anfiteatro semicircular. Y si unimos las bocas norte y sur de acceso, se forma un eje orientado en dirección norte-noroeste/sur-sudeste. Sus dimensiones son de unas veinte millas de boca por unas once de hondura. El fondo, con profundidades que oscilan entre las veinte y las ocho brazas, es extremadamente algoso, al punto de existir algunas algas con troncos tan altos como los árboles, lo que ha hecho que la bahía fuera denominada por los marinos como bosque de algas marinas. Y son de tener en cuenta para el momento de izar las anclas, ante la posibilidad de que queden enmarañadas en sus densas madejas. Se recomienda disponer de machetes a la mano por si fuera necesario su uso. Sin embargo, el tenedero es magnífico por esa razón algosa que les he mencionado. Como bocas de entrada, al norte se nos presenta la punta de Santa Cruz, escasamente resaltada y muy limpia, mientras al sur, a la punta Pinos hay que concederle un resguardo de medio cable de distancia. La ciudad de Monterey, capital de California desde 1777, se encuentra cerca del canto meridional de la bahía. Por estas razones y dado que el tenedero es de absoluta confianza en toda la bahía, recomendaría entrar en ella pegados a su orilla septentrional y largar las anclas donde se estime oportuno en la zona norte, que debe encontrarse más aislada de embarcaciones y podemos pasar más desapercibidos.
Calló el piloto y dirigió la mirada hacia el comandante, como si hubiera finalizado su exposición. Gavilán tomó la palabra.
—Bien, señores, de nuevo se nos presenta un compromiso, en el que hemos de elegir la mejor solución. Como dice don Juan María Balcázar, sería más prudente fondear en la parte norte de la bahía, que muy posiblemente se encuentre libre de la presencia de otros buques. Sin embargo, esa condición nos aleja de las instalaciones portuarias y el empleo de sus posibilidades de carga. No me preocupa la condición de la lejanía, aunque suponga para nuestros hombres un mayor esfuerzo de boga con la lancha y el bote. Sin embargo, el hecho de largar el ancha muy al norte puede levantar sospechas, al comprobar que un buque queda demasiado aislado en la costa norte cuando se dirige al puerto y desea adquirir alimentos de salud. He decidido que, en principio, entraremos pegados a la punta de Santa Cruz y, una vez hayamos comprobado la presencia de las diferentes unidades que allí pueden encontrarse fondeadas, escogeremos la situación para largar el ancla. Y a elevar algún rezo a la Santa Patrona, cuyo auxilio siempre es necesario.
Ahora se hizo el silencio en la cámara de oficiales a tachón tendido. Creí entrever algunos rostros un tanto estragados, como si las sorpresas expuestas en la sesión hubieran agotado sus mentes hasta el límite. Pero es cierto que ya se encontraba todo el pescado vendido en la mesa y nada quedaba por comentar. Había sido una larga junta y estaba seguro de que la mayor parte de sus miembros todavía repasaban en sus cerebros detalles medio perdidos. El comandante levantó la sesión y todos salimos a cubierta, donde recibimos un poco de aire que nos aligerara del tremendo calor sufrido en la cámara. El piloto comprobó que nos encontrábamos solamente a 12 millas de la bahía y ya los grillos comenzaban a repicar por los higadillos. Porque bien saben los cielos que mucho me jugaba en la empresa, comenzando por la propia vida.