18 La bahía de Monterey
Aunque el plan perfilado por el teniente de fragata Gavilán contemplaba abordar la bahía de Monterey en las primeras horas de la tarde de aquel mismo día, no se lo permitieron los dioses involucrados en la empresa. El viento, cansado quizás de obrar durante tantas semanas a nuestro favor, decidió recostarse de bruces y ralear en exceso, al tiempo que tontoneaba en dirección sobre las diez cuartas. Con escasa o nula querencia, nos mantuvimos marcando la caña y con los pelos en alto, sin avanzar más que unas tres o cuatro millas en bastantes horas. Y aunque observábamos la punta de Santa Cruz con cierta nitidez en la distancia, cuando el soplo decidió levantar alas y concedernos el impulso mínimo necesario, comenzaban a decaer las luces de plano. El comandante, con excelente criterio y mi decidido apoyo, consideraba necesario entrar en la bahía con suficiente iluminación y visibilidad, de forma que se nos permitiera analizar la presencia de otras unidades, antes de establecer el punto definitivo de fondeo.
Sin dudarlo por más tiempo, Gavilán ordenó virar en redondo hacia fuera y, con el mínimo aparejo arriba, ganar barlovento en línea. Con el humor a la baja y los garfios enlazados, nos mantuvimos el resto de la tarde y casi toda la noche en tarea de ida y regreso, de forma que al comenzar el clareo de luces nos quedara la punta de Santa Cruz por la amura de babor y a unas tres millas de distancia solamente. Pero todavía aguantamos mecha de orza un par de horas, aplacando los rizos del espíritu. Por fin, cuando el sol permitía una visibilidad casi infinita, arrumbamos con decisión al sudeste cuarta al leste, para entrar de cabeza en la bahía de Monterey, ligeramente recostados hacia la orilla norte.
Una vez tanto avante con la punta de Santa Cruz y casi norte-sur con la de Pinos, se nos ofreció ante los ojos como mágica visión la espléndida bahía de Monterey en toda su extensión. Y no crean que exagero una mota por la emoción de haber alcanzado nuestro destino, ese objetivo que semanas atrás se nos ofrecía como perdido en la infinita distancia. Porque encontré de una belleza extraordinaria las aguas y el perfil de aquella bahía encastrada a machota de fuego en mis sueños, desde que escuchara por primera vez la existencia de la famosa Cruz de la Conquista. La goleta se movía alegre entre inigualables aguas azules, preñadas en mil diferentes tonalidades conforme variaba su profundidad, con su costa norte serpenteando en verde profundo y el perfil meridional con edificaciones en racimo y una cadena montañosa alzada por su espalda en la lejana distancia.
Comprendí un tanto emocionado que me encontraba a la vista de la tan nombrada y admirada California, esa provincia costera del virreinato de Nueva España, parte importante y vital en el antiguo departamento marítimo de San Blas, el de mayor extensión en el imperio ultramarino español. Porque la California se extendía desde la península de su nombre hasta las aguas heladas del norte, las Altas Californias, por encima de los 60 grados de latitud. Pero al mismo tiempo, se trataba de un departamento que, por coincidencias de la vida, había comandado mi abuelo con cabecera en el puerto de San Blas e insignia izada en la fragata Princesa. Me enorgulleció pensar que la sangre de los Leñanza volvía a surcar aquellas aguas, siempre en misión de defensa de los intereses de la Real Armada y de España. Y no podía olvidar lo que había leído en los cuadernillos familiares sobre los detalles particulares. Porque en la ciudad de Monterey mi abuelo Francisco había conocido a la bella criolla de ojos negros, Beatriz, que le hiciera beber vientos prohibidos. Y esa bella hembra era la madre de otra Beatriz, que cerca anduvo de destrozar nuestra vida y hacienda.
Sonreí para mis tripas cuando comprobé que todo el personal alistado en cubierta vestía los uniformes habituales en la Marina francesa, estampa de un pueblo odiado en las tierras de España hasta límites difíciles de sospechar, con su presencia impuesta durante seis años. Lo que tantas veces habíamos criticado en otras Marinas, especialmente en la británica que lo tomaba como orden del día a día, lo ejecutábamos ahora por imperiosa necesidad. Y no se veía mal al comandante con aquella casaca ajustada en cuño y las vueltas rojas. Pero no debía gastar bromas al respecto porque sabía lo poco que agradaba a Gavilán andar enmascarado de aquella guisa.
Al comprobar que ninguna embarcación se encontraba en la parte septentrional de la bahía, el comandante, sin dudarlo un segundo, ordenó caer con caña fuerte hacia el sudeste, una proa que la goleta tomó con su habitual rapidez y alegría. Por el contrario, a corta distancia de lo que se distinguía claramente como instalaciones portuarias de escasa magnitud, aparecían cuatro embarcaciones fondeadas. Con el catalejo en la mano intenté distinguir sus perfiles, pabellón y características. Y aquí nos llegó contra la cara la primera bombarda no deseada. Porque además de dos paquebotes de medio porte con bandera británica y una balandra de generosa eslora y enseña correspondiente a los Estados Unidos de Norteamérica, todos ellos dedicados con seguridad al transporte marítimo, aparecía un bergantín de guerra en cuya popa ondeaban los colores de las tres garantías, que formaban el pabellón del nuevo Estado mexicano. El comandante fue el primero en comentar tal detalle.
—Por todas las barraganas de Plymouth. Tres buques mercantes y un bergantín mexicano de guerra. Un excelente bergantín a primera vista, por cierto. ¿Qué hará esa unidad por estas aguas? ¿Será pura casualidad?
—Por favor, señor, no saquemos las carnes del caldero antes de tiempo. Aunque no las reconozcamos en tal sentido, nos encontramos en aguas mexicanas. Sabemos que la base principal de operaciones de su Marina en el mar del Sur permanece en la bahía de Acapulco, pero utilizarán unidades en misión de patrulla por la costa como toda nación que se precie. Pero lo que verdaderamente me intriga, es que ese buque parece hermano gemelo del bergantín Potrillo, en el que enarboló su insignia mi padre como jefe de división —expuse con rapidez—. Debe haber sido construido en la bahía de Chesapeake o en las riberas del río Delaware, donde se lanzan a las aguas excelentes bergantines y goletas, muy marineros y con las maderas en flor de cuño.
—Sí que parece muy marinero. Y estoy de acuerdo en su tremendo parecido con el Potrillo, a quien recuerdo haber observado dos o tres veces en el arsenal de La Habana. Un bergantín que debe navegar como los ángeles. Por la barriga podrida de Satanás, que en poco me agrada la presencia de ese buque en esta bahía.
—No debe preocuparnos en exceso, señor. Y para evitar que se alcen en sospecha, no fondearía muy lejos de él. Entre los dos buques británicos aparece un claro con suficiente resguardo, que sería la situación perfecta. De esa forma, quedaría la balandra norteamericana formando paredón entre el bergantín mexicano y nosotros. No es bueno que lleguen a creer, que deseamos apartarnos por completo de su presencia.
—Se trata de una buena posición de fondeo la indicada por el segundo, señor. Y coincido con su razonamiento —corroboró el piloto.
—Estoy de acuerdo con sus opiniones. Muy bien, segundo, enmiende el rumbo a babor lo necesario, para largar el ancla en esa posición que indica. Pero debemos cambiar nuestro plan inicial. Fondearemos con dos anclas o todos sospecharán de nuestra maniobra.
—Muy bien, señor. Me parece correcto.
Mientras caíamos ligeramente a babor para aproar al punto estimado de fondeo. Gavilán seguía inspeccionando el bergantín. Comentaba los detalles en alto.
—Presenta un porte de 16 cañones, cuatro de ellos carroñadas británicas, o eso juraría por mis antepasados. Estoy de acuerdo con su opinión, segundo, de que ha debido ser construido en los astilleros del río Delaware, de lo mejorcito que se cuece en América. Un buque con elevada razón,74 líneas de arco y arboladura bien cuajada. Bueno, un sistema muy parecido al de esta querida goleta. A la vista se ofrece como un buque muy marinero, velero en trance y con gran capacidad de transporte. Y como aspecto principal, bastante negativo en la ocasión, es difícil que alguna unidad le dé alcance si se encuentra escaso de carga, lo que se aprecia con claridad al observar su línea de flotación.
—Bueno, señor, difícil que se le dé alcance, sin contar con la goleta Providencia. —Mostré una alargada sonrisa—. Le sacaríamos unas dos millas por lo menos, navegando a un largo.
—No peque de excesivo optimismo, segundo, circunstancia que suele alejarnos de la realidad. Debemos ser más veloces, desde luego, pero sin exagerar la nota. He de declarar que siempre me han gustado las líneas del verdadero o antiguo bergantín, cuando también se le conocía popularmente con el nombre de bregantín.
—¿Ha dicho bregantín, señor? —pregunté, extrañado—. Jamás he escuchado esa denominación.
—Así es, segundo, aunque se trate de una voz antigua. A los de este tipo, como el que se nos aparece por la proa, algunos tratados lo denominaban como bergantín redondo. La razón se presenta porque, con el paso del tiempo, el bergantín-goleta ha acaparado la mayor parte de unidades de esta clase, utilizando el aparejo de goleta, en el palo mayor. Sin embargo y de forma particular, tanto en este mexicano como en el Potrillo, el palo trinquete y el mayor utilizan velas redondas, al tiempo que en el segundo despliegan una muy generosa, cangreja. Creo que puedo contar hasta la verga del sobrejuanete y un elevado número de estays aferrados. Un buque marinero por más y muy velero, que se moverá sobre las aguas como alcatraz en caza, si dispone de suficientes hombres de mar. Y ahí puede encontrarse su gran problema, sí es cierto lo que se rumorea de los buques mexicanos, muy escasos de verdadera gente de mar.
—Debemos prepararnos para, el fondeo inmediato, señor —apuntó el piloto.
—De acuerdo, adelante.
Tal y como habíamos previsto, tras la necesaria virada para aproar al viento, largamos dos anclas al abrigo y en rápida sucesión entre uno de los paquebotes británicos y la balandra norteamericana, a medio cable de distancia del bergantín mexicano y por su norte. Al llevar a cabo la curva de evolución previa a aproar, pasamos a escasa distancia del bergantín, en cuya popa podía leerse su nombre grabado en llamativas letras rojas, Guanajuato. Llevamos a cabo los saludos de rigor al cruzar la mínima de través, aunque no fueran correspondidos por el buque mexicano, posiblemente por no encontrarse en su cubierta más que un par de marineros, condición que nos alegró bastante.
—No parece, que el bergantín disponga de mucha dotación —apunté con rapidez.
—En este caso, en lugar de sentirnos ofendidos, me parece perfecto que sufra el pabellón gabacho. No obstante, espero que no debamos despachar con ellos en ningún momento.
—Este Guanajmto debe encontrarse de paso, señor. No creo que el nuevo Estado mexicano disponga de suficientes embarcaciones en su Marina, como para establecer un buque de base permanente en cada puerto. Por el contrario, en La Habana me comentaron que solamente disponían de siete u ocho unidades de pequeño porte. Y este bergantín debe de ser su última adquisición, por el lustre que se aprecia en sus maderas. Habrá hecho escala para descanso de la dotación, unos hombres que se encontrarán emborrachándose en alguna taberna de Monterey.
—Bien, nosotros continuaremos con el plan previsto, sin variaciones. ¡Balcázar! —se dirigía al piloto, que nos había aconsejado en los detalles de la bahía.
—A su servicio, señor comandante.
—Sin pérdida de tiempo, baje a tierra con el contador y uno de sus criados. Lleve a cabo todas las gestiones previstas, de forma que pueda encontrarse de regreso antes de que anochezca. Así podremos llevar a cabo una definitiva junta de oficiales y preparar el personal que debe atacar la empresa. Visite la Capitanía de Puerto si existe y presente nuestros respetos. Haga efectivo los derechos de fondeo y cuarteo que estimen oportunos. Pero por todos los cristos, Balcázar, que no pueden sospechar en ningún momento que sean oficiales españoles. Declare que nos encontramos aquí por necesidad de reponer víveres de salud, al ser atacados ligeramente algunos de nuestros hombres por el escorbuto o sus primeros síntomas. Pero nada preocupante. También aprovecharemos para llevar a cabo el relleno de la aguada y facilitar el necesario descanso de la dotación. Tras una alargada navegación, procedemos de las islas Nutka y mantenemos derrota hacia el sur, de regreso a la isla, de la Martinica.
—Entendido, señor.
—Pregunte también cómo se encuentra la ciudad de Monterey, posibilidades para que los hombres bajen a tierra y elementos de barqueo. Pero sonsaque información sobre el despliegue militar y naval en la zona, horarios del bote de ronda, si se mantiene dicha guardia, y todo lo que se le ocurra. No se olvide de alabar la presencia del bergantín Guanajuato, una magnífica unidad de la naciente Marina mexicana. En fin, use su mano izquierda al ciento, ya me entiende, y obtenga la máxima información que nos pueda ser de utilidad. Bueno, sin olvidar la necesidad de contratar un carretón con plancha grande y absoluta seguridad, tanto de varas como de animales. Y no sufra al aceptar el precio que fijen, por alto que sea. Le entregaré algunos luises de oro para que alardee y derroche si es necesario. El oro allana los caminos más erizados con extrema facilidad.
—Quedo enterado, señor.
—Pues en marcha con la rueda.
Una vez asegurado el buque en la situación, de fondeo y con el menor número de hombres en cubierta, tanto el piloto como el joven contador aparecieron de nuevo en el alcázar, elegantemente vestidos con ropas civiles. Don Juan María Balcázar representaba a la perfección el papel que le asignamos como adinerado armador de buques, de origen bretón. Se trataba de persona de elevada estatura, con buena, planta y portaba una elegante casaca azul turquesa. Tan sólo sus ojos torcidos entraban a descuadra de miras. Por su parte, también colaboraba el contador, que lo acompañaba como ayudante. Previamente, el comandante había rascado los primeros luises de la bolsa regia y estábamos seguros de que podrían llevar a cabo su trabajo sin un mínimo fallo, siempre que la moscarda negra no apareciera en vuelo.
Sin razón aparente que lo justificara, entré en rondo de pensamientos grises. Porque cuando la pareja de oficiales, acompañados de un criado, abandonaban el buque en la lancha con dirección a un pequeño muelle de piedra, que se abría como pantalán angular en el extremo sudoriental de la bahía, sentí cierto rumor de duendes por los higadillos. Las empresas en la vida militar se largan avante con toda normalidad, de acuerdo a los planes u órdenes establecidos. Sin embargo, comprendí al pronto que afrontábamos el momento culminante de una importante y muy especial operación. Porque en unas pocas horas nos jugaríamos al golpe de maza el éxito o fracaso de una empresa embastada meses atrás, para la que habíamos navegado muchos miles de millas de distancia y contorneado casi todo el continente americano.
El comandante, me invitó a comer en su compañía. Entendí que desearía profundizar en los detalles de la operación nocturna y confirmar algún punto dudoso. Sin embargo, se mantuvo en silencio y con escasos monosílabos hasta que, habiendo rematado los alimentos, nos sirvieron una copa de aguardiente. Gavilán me atacó con una pregunta directa.
—¿Qué le parece el ofrecimiento del capitán Blázquez para acompañarle en su empresa nocturna, segundo?
—Pues no sé qué responderle al tiro, señor. Nunca vienen mal dos manos fuertes y un hombre con espíritu lanzado en apoyo. Creo que se trata de un oficial valiente y dispuesto a todo. Pero ya sabe que, desde el primer momento, no deseaba que el grupo aumentara demasiado en número. Pero si la razón...
—Creo que sería positiva su compañía —dijo, convencido—. Asegura que es muy hábil con el sable y su figura se ajusta bastante a dicha cualidad. No le vendrá mal su apoyo, si las ruedas acabaran por entrar en profundas roderas. Sin olvidar en ningún momento, segundo, que el mando os corresponde, aunque Blázquez sea capitán del Ejército.
—Si así lo entiende, señor, no encuentro motivo alguno para moverme a la contra. Pero estoy seguro de que no aparecerán problemas de jerarquía entre el capitán y yo. Mantengo buenas relaciones con él. Puede quedar al mando del personal en el carretón, mientras entablo conversaciones con quien se encuentre de responsable en ese monasterio o ermita.
—¿Cree que será sencillo dar con ese monasterio o sus ruinas durante la noche?
—El plano no es un ejemplo de perfecta cartografía, señor, pero con sus explicaciones debe ser sencillo localizarlo. Le he pedido al contador, que pregunte por dónde se toma el camino de San Francisco, también llamado de las Misiones. Lo digo para cuadrar en el sentido correcto desde el primer momento.
—Me parece muy bien.
—En cuanto a la localización de la ermita dominica, no deben proliferar las edificaciones de fuste por esa zona al norte de Monterey y menos aún los templos religiosos. Tan sólo espero que quien ejerza de prior o párroco, se ajuste a nuestras peticiones.
—Por los clavos de Cristo, que así debe ser. Según le comentó el ministro, toda esta operación nace con la petición de esos padres dominicos.
—Así es, señor. Fue un viejo monje, que se encontraba en dicho monasterio, quien llevó a cabo un largo viaje para proponer esta operación. Recuerdo con precisión las palabras de dicho personaje, que me citó el señor ministro: La Cruz de la Conquista se encuentra en la pequeña y recogida ermita del Rosario. Antiguamente conformaba un monasterio de orden, venido a menos con el paso de los años. Porque se trata de un edificio casi derruido en la actualidad, que se encuentra en las afueras de la ciudad de Monterey, plaza que hasta hace poco más de diez años oficiaba como capital de la California. Situada exactamente a tres leguas y media de la ciudad hacia el Norte, en dirección a la misión de San Francisco. Allí, en un paraje conocido como La Grupa, un monje dominico llamado padre Cristóbal, mantiene a buen resguardo y convenientemente apartados de los ojos humanos, tanto la Cruz de la Conquista como esa especial talla de nuestra querida Galeona. No es posible perderse con estas indicaciones.
—Tiene razón —el comandante parecía tranquilizarse—, no debe ser difícil dar con esa ermita.
—Ya le dije que el ministro y Su Majestad opinaban que la cruz es la golosina que nos ponen al alcance de la boca, aunque ellos lo que desean verdaderamente es no perder la imagen de la Galeona, que debe ofrecer algún especial significado a su congregación. Es posible que incorpore en su interior alguna reliquia de algún santo de la propia Orden, a la que otorguen extraordinario valor. Porque ya sabemos que, en muchas ocasiones, la Santa Madre Iglesia juega con dos barajas de naipes y pocas veces ofrece oro por cobre.
—De eso no me cabe duda. Por tal razón, exigían que se trasladaran los dos objetos a un mismo tiempo, sin posible disolución. Esa talla no debe ofrecer problemas de peso o medidas para su transporte. No obstante, me preocupa el tamaño de la cruz y que cuando lleguen al embarcadero, aparezca alguna mirada extraña.
—Bueno, señor, hemos previsto embarcar en el carretón suficientes mantas y lonas, de forma que se enmascaren en la mayor medida posible las características del objeto. Podemos añadirle perchas interiores, para que no se aparezca con claridad como una cruz, condición que podría levantar sospechas. Pero tiene razón porque un larguero de tres varas de longitud puede llamar la atención. Hemos de esperar a ver lo que nos cuenta el piloto sobre las posibilidades de vigilancia de las autoridades mexicanas. No deben ser importantes porque hasta el momento no ha aparecido un miserable bote de ronda en obligada inspección de bordos. Ni siquiera hemos observado alguna lancha de servicio, atracada en el muelle estacado donde se abrigan cuatro o cinco embarcaciones de remo para el barqueo. Y si no se requiere información oficial de un buque extranjero a su llegada a puerto, podemos suponer que las autoridades navales casi no existan. La guerra entre facciones ha debido llevarse por delante muchos esfuerzos y ya veremos lo que nos cuentan de esa posible Capitanía de Puerto, si es que se mantiene en uso.
—Aunque se hayan independizado de España, mantendrán parecidas costumbres a las españolas, al menos en los primeros años. Ninguna maquinaria en uso sale avante con nuevas disposiciones. Debe existir una capitanía portuaria a nuestro estilo, por pobres que sean sus condiciones. Aunque solamente se encuentren instalados en ella un par de mutilados. Alguien debe llevar el control del movimiento de buques en la bahía, carga y descarga del material, tarifas de portes, así como todo lo que el tráfico portuario conlleva.
—Bien, en ese caso, hemos decidido que lo acompañe Blázquez. Hágaselo saber y que también se le entreguen los ropajes de enmascaramiento.
—Así lo haré, señor.
Una vez liberado del almuerzo, ordené a Pepillo que notificara al capitán Blázquez mi deseo de hablar con él. Y no necesitó el artillero más que de unos pocos segundos, para acudir hasta mi lado con su esposa, por encontrarse ambos paseando por cubierta. Le expuse la decisión tomada por el comandante, condición que me agradeció de forma efusiva, como si hubiese sido elegido para participar en la parte más peligrosa y definitiva de una importante misión nacional. Por el contrario, Margarita pareció ensombrecer el semblante, lo que me entristeció ligeramente. Por fortuna, pude apartarme con él a suficiente distancia y explicarle con entera libertad algunos detalles de la operación que ignoraba.
La suerte se encontraba largada sin posible vuelta sobre las aguas azules y solamente restaba analizar la información que pudiera ofrecernos el piloto y el contador, tras su visita a tierra. No obstante y aunque lo estimen difícil de creer, en aquellos momentos me sentía muy tranquilo, relajado y realmente feliz, dispuesto para dar avante y deseando atacar la operación final cuanto antes. Era consciente de los riesgos, no pocos, que asumía. Pero, después de todo, así ha sido y será siempre el día a día en la vida del oficial de guerra de la Real Armada. No es más que la asunción de un riesgo permanente, al que nos ofrecemos de forma voluntaria desde la niñez por el bien de nuestra patria.
Pasadas las cuatro de la tarde y cuando ya el comandante comenzaba a pasear por la cubierta con las manos apretadas en tenaza a la espalda, comprobé con el anteojo que la lancha de la Providencia se separaba del muelle y aproaba hacia la goleta con nuestros personajes a su bordo. Observándolos en la distancia, entendí que tanto el piloto como el joven contador parecían de excelente humor porque conversaban entre ellos con sonrisas abiertas. Por fin, la embarcación se atracaba al portalón y, poco después, nos encontrábamos los cuatro en la cámara del comandante. Gavilán les entró a fuego directo sin perder un solo segundo.
—Vamos, Balcázar, desembuche toda la información conseguida en tierra de una vez. Espero que no hayan sufrido problema alguno.
—Ningún problema, señor. Más bien, al contrario —el piloto se mostraba sonriente y orgulloso, como si hubiera conseguido el mayor de los éxitos profesionales—. En cuando a fuerzas armadas, en toda la plaza solamente existe una teórica compañía, llamada de Monterey. Entiendo que debe aparejarse a la que, en época de dominio español, formaba el Cuerpo Fijo de la ciudad, aunque entonces mostrara mayores posibilidades. La he denominado como teórica porque no conforma una verdadera compañía, ni siquiera una mínima sección. Como durante la guerra se derrumbó el castillete donde se alojaba el cuartel del Fijo de Monterey, su cabecera se trasladó a la Capitanía de Puerto, un edificio que ha resistido bien los embates. De esta forma, el capitán de infantería don Demetrio Lozano, con quien hemos conversado amigablemente y por largo, es a un mismo tiempo el jefe de la compañía y de la Capitanía de Puerto, aunque para llevar a cabo esta segunda función no disponga de un solo marinero ni un bote de lágrimas.
—Buenas nuevas son ésas, por los miasmas del boquerón. No sabía que la pobreza de medios en el nuevo estado fuera tan alarmante. ¿De qué han hablado con ese capitán?
—Pues con un profundo acento francés le he expuesto lo que habíamos planeado, con menor o mayor detalle. Le he asegurado que nuestra escala en Monterey ha sido decidida en el último momento, aunque no se presentara como de necesidad perentoria. Que necesitamos víveres de salud por mantener a bordo algunos hombres con principios de escorbuto, así como el relleno de la aguada. También le he comentado la posibilidad de llevar a cabo alguna gestión comercial y un posible embarque de mercancías de interés en las islas caribeñas, nuestro próximo destino. Todo han sido facilidades por su parte. Incluso nos ha ofrecido los servicios de un cirujano local, amabilidad que he denegado con rapidez, agradecido, por disponer a bordo de un buen profesional.
—Excelente. ¿Qué más? —Gavilán preguntaba al disparo y sin concesiones.
—Nos informó con todo detalle de la situación en la plaza. Como Monterey no se considera zona de posibles levantamientos armados, unos pronunciamientos que sufren casi todos los días en el nuevo Estado mexicano, o de peligro invasor español, la ciudad se encuentra dejada de la mano de Dios en el aspecto puramente militar. Este capitán parece ser un empedernido borrachín, alejado del servicio en puesto de escasa relevancia. Bajo su mando mantiene una treintena de hombres, que tampoco deben destacar en sus posibilidades de servicio. Nos ha ofrecido carta blanca para movernos por la ciudad, así como contactar con dos agentes comerciales, cuya dirección nos ha entregado. Mientras nuestro contador salía para enlazar con esos hombres, adquirir víveres y, de forma muy especial, arrendar el carretón que es la misión primordial, he invitado al capitán a una taberna, en realidad una miserable pulquería de un pariente. Mientras bebía una copa tras otra, le he sonsacado sobre el bergantín Guanajuato, que también entendía como tema de interés.
—Por supuesto.
—Nada debemos temer en ese sentido, señor. Apareció en la bahía de improviso hace dos días. Procede de Acapulco y mantiene derrota hacia San Francisco, con misión de reconocer los puertos principales de la costa y elevar un informe sobre sus posibles defensas. Parece que también desean revisar los límites establecidos entre España y la Gran Bretaña al norte del cabo Mendocino. Y aunque le suene a fantasía, todavía temen un desembarco de fuerzas españolas, aunque parezca absurdo que tal acción pudiera efectuarse en aguas del mar del Sur. Lo manda un teniente de navío, antiguo piloto español a quien conozco de oídas, don Antonio Maresca.
—Pues no conviene que se encuentre con él ni de lejos, no vaya a reconocerle.
—No sería posible, señor. Ya le digo que solamente he oído hablar de él, como uno de los pilotos que pasaron a prestar servicio de forma voluntaria en la nueva Marina mexicana. Puede quedar tranquilo porque no se presenta problema alguno y estoy convencido del éxito de nuestra operación. Si no hay vigilancia durante el día, podemos imaginar lo que será durante la medianoche, en la que el segundo comandante saltará a tierra con sus hombres.
—¿Ha estudiado las reales posibilidades de carga en el muelle?
—También se lo he comentado, para el caso de que adquiriésemos mercancías en importante volumen. Me expuso lo que he podido comprobar antes de regresar con mis ojos. En el extremo más cercano a la ciudad del antiguo embarcadero, hábil solamente para unidades menores, se dispone de una especie de pequeña machina de hierro. Se acciona a mano y con un solo aparejo. Aunque se mantiene oxidada y con mugre en cada poro, parece de uso muy sencillo. No obstante, habrá que estorbarse en su empleo con brazos inertes, si el peso es elevado. Ante su insistencia, he quedado con el capitán para encontrarnos mañana a mediodía y comentar el curso de nuestros negocios. Vamos, creo que, en realidad, intenta que vuelva a invitarle en la maldita pulquería del primo, hasta quedar beodo de brazos y pies. Me parece que lo tengo bien controlado. Por otra parte, don Borja puede exponerle sus gestiones.
El comandante dirigió la mirada hacia el contador, antes de espetarle a la brava.
—¿Cómo han marchado sus gestiones comerciales, don Borja?
—Muy bien, señor. La verdad es que la más profunda pobreza y miseria se observa en la plaza de norte a sur, una circunstancia difícil de creer en lo que fue la floreciente capital de la California. Sin embargo, mantiene oficina abierta un marchante, que se mueve con bastante diligencia. Como todavía proliferan los buques mercantes a un nivel de veinte o treinta entradas al mes, parece suficiente para mantener su negocio. Y cuando ha visto los luises de oro en mi mano, sus ojos casi saltan de las órbitas. —El joven sonreía, ufano—. Mañana, antes de mediodía, nos embarcarán con sus propios medios y esa pequeña cabria de la que le ha hablado el piloto, alimentos de salud, especialmente limoncillos verderones, frutas variadas y verduras muy frescas. También he apalabrado algunos corderos en cuartos y unos toneletes de esa bebida tan popular que llaman vino mezcal. Pero no se confundan porque a pesar de su nombre es tan fuerte o más que nuestros aguardientes.
—¿Se refiere al pulque? —pregunté.
—No, segundo. Según dicen, el pulque es bastante malo para la salud aunque más barato. No obstante se mantiene el nombre de pulquería para las tabernas de bebida.
—Continúe, don Borja —apremió el comandante.
—Pues eso es casi todo, señor. Bueno, se me olvidaba exponer el punto más importante. También hemos girado visita a su almacén de carruajes, en las afueras de la ciudad, donde he seleccionado y apalabrado un carretón formidable para nuestra empresa.
—¿Carretón de varas?
—Así es, señor. De plancha estrecha y alargada, abierta, con una longitud de unas dos varas y media, más que suficiente para nuestros propósitos. Y con dos mulas de toda garantía, que he seleccionado personalmente. Le he hecho entrega de la mitad del importe, tanto de los productos como del arrendamiento del carretón por tres días. Me ha preguntado un par de veces para qué deseábamos ese vehículo. Y tras contestarle que es muy posible que adquiramos maderas olorosas u otras mercancías, se ha mosqueado un poco. Pero no porque sospeche sino por si acaso perdía el negocio. Lo he tranquilizado, asegurándole que confiamos en él y le encargaremos de todos nuestros negocios, pero que deseábamos disponer de movimientos propios, por lo que pudiera aparecer. El carretón se encontrará en el muelle a media tarde. Debemos destacar algún hombre de confianza, para que se mantenga de guardia sobre él.
—Perfecto —el comandante frotaba sus manos con entusiasmo—. Parece que todo se cuece en la perola al gusto y por su orden. En ese caso, segundo, ordene junta Reservada de Oficiales cuanto antes. Pero lo principal, prepare a los componentes de su grupo para la acción de la noche.
—Quedo enterado, señor.
Pocos minutos después, la cámara de oficiales volvía a encontrarse repleta, en espeta de la llegada del comandante. Por fin, cuando Gavilán alcanzaba su posición en la presidencia, tomó la palabra con rapidez. Y sin ofrecer una mínima pausa, expuso los puntos fundamentales de la comisión girada por piloto y contador a tierra. Todas las cabezas asentían con satisfacción. Por último, les arengó con su habitual energía.
—Bien, señores, creo que no queda nada por sacar a la luz. Como habíamos planeado, pasada la medianoche arrancará la operación en tierra bajo el mando del segundo comandante. Ante su propuesta y por considerarlo adecuado, he decidido que el capitán Blázquez se una al grupo de forma voluntaria. Le agradezco públicamente su positiva disposición. Mañana llevaremos a cabo un día de actividad normal. Embarcaremos víveres y rellenaremos la aguada con toda naturalidad. No obstante, mantendremos hombres en el castillo con hachuelas a la mano, por si fuera necesario picar los cables y salir a la rápida. Y en cuanto transbordemos la cruz a bordo con seguridad, abandonaremos la bahía sea la hora que sea. ¿Alguna duda o pregunta de su parte?
Como nadie elevó una sola interrogante, Gavilán decidió cerrar la sesión. De esta forma, quedé en libertad para reunir a mi grupo en la toldilla. Repasamos varias veces las acciones que deberíamos acometer a partir de la medianoche. Y quedé satisfecho al comprobar que nadie vacilaba ni exhibía rastros de nerviosismo. Ahora sí que habíamos largado el cable de seguridad hasta la malla, por lo que les aconsejé alimentarse bien y descansar hasta las once de la noche, hora en la que deberíamos agruparnos de nuevo.
Dediqué aquellas horas a pasear por la toldilla, pensativo. Sabía que no me sería posible dormir un solo minuto, por lo que dejé correr los pensamientos, allá donde ellos mismos decidieran volar. Rosario y el hijo que esperábamos recalaron con rapidez en mi cerebro. Pensé en la quinta generación de los Leñanza que, con seguridad, acabaría por engrosar las filas de la Real Armada. Pero también aparecieron cuadros de felicidad como la hacienda de Santa Rosalía, el palacio de Madrid o el de Cádiz, allí donde se había fraguado la historia de la familia. Y solamente en las imágenes finales, me vi navegando a un largo con proas tendidas al sur y la Cruz de la Conquista bien trincada a bordo en la bodega. Una sonrisa debió aparecer en mi boca al comprender que, de esa forma, remataba una orden recibida del señor ministro y de Su Majestad don Fernando. Me convencí de que todo se hacía por el bien de España.