23 La bahía de los Pinos

Cuando comprendí que me encontraba con la goleta Providencia bajo mí mano y navegando en mar abierta, sentí un gozo por cada músculo del espíritu difícil de igualar o de soñar siquiera. Una felicidad plena y absoluta, sin resquicio posible a la mala. Lo que, pocas horas antes, se presentaba en el cerebro como una misión casi inaccesible, realmente peligrosa y con muy escasas posibilidades de éxito, se había desarrollado con extrema sencillez, en escasos minutos y con resultado muy positivo para nuestras armas. Estrella a favor, esa suerte que la vida ofrece y retira al caprichoso gusto. Porque, en triste verdad, no todos los involucrados en la acción podían asegurar lo mismo.

Conforme abandonábamos la cueva de la bahía, el viento terral rolaba a su posición natural, para quedar entablado en un poniente fresquito que nos hacía chupar millas con extremo placer. Ordené aproar al norte-noroeste, con intención de barajar la costa en la dirección deseada, mientras aclarábamos la situación a bordo. Era consciente de que el bergantín Guanajuato intentaría perseguirnos con la saña propia del embaucado por troneras, darnos alcance y batirnos con su muy superior artillería. Pero tal pensamiento me hacía sentir incluso feliz, porque mucho confiaba en las tablas de la niña y poco temía que otro buque nos diera alcance.

No obstante, llegaba el momento del duro recuento, tan habitual a bordo de cualquier buque, tras haber sufrido combate de sangre. Porque, entre las luces y tinieblas que se enseñoreaban de la escena, había podido observar los cuerpos caídos sobre la cubierta y los gemidos de los que eran trasladados con rapidez hacia la enfermería, creyendo observar el cuerpo del capitán Blázquez entre ellos. Y como el guardiamarina Giráldez no aparecía a mi lado en el alcázar, supuse que también debía ser alguno de los encastrados en la ampolla de la mala suerte. Fue el contramaestre, don Belarmino, el encargado de ofrecerme las cuentas del rosario.

—Pocas bajas que declarar, señor comandante, aunque algunas se aparezcan de peso superior. Bueno, señor, supongo que debo dirigirme a vos con el tratamiento de comandante.

—Así es, don Belarmino, por la necesaria sucesión en el mando, aunque hayamos pagado un precio muy notable. Pero ahora largue el recuento de las bolas negras.

—Bueno, señor, además del terrible asesinato sufrido por el teniente de fragata Gavilán, que así lo considero porque lo viví con mis ojos y jamás olvidaré tan cruel acción de ese maldito despojo sanguinario, en la refriega final ha perdido la vida el capitán Blázquez, siendo heridos...

—¿El capitán Blázquez ha muerto? —Mis pensamientos volaron hacia la pobre Margarita, quien debía sumar una muesca más de dolor a su terrible experiencia—. Lo suponía herido solamente.

—Según me comentó el gaviero Tostas, cuando esos tres soldados malparidos aparecieron de improviso en el alcázar, el primer disparo hirió al que llaman guardiamarina Giráldez, aunque vista uniforme de los enemigos de Dios. Parece ser que el capitán Blázquez era el único que portaba arma de fuego y sacó su pistola, matando al primer soldado. Pero uno de sus compañeros lo observó entre las luces y le disparó casi a quemarropa, hiriéndole en el centro del pecho. Dicen que se desplomó sobre la cubierta sin vida. Tostas lanzó un cuchillo contra uno de los soldados, hiriéndolo en el brazo. Pero volvió a disparar el muy cabrón e hizo blanco en el costado del cabo Melindero, empresa fácil cuando se ofrece como diana un cuerpo tan gigantesco. Pero nuestro Manazas, a pesar de la herida recibida, se abalanzó contra él y acabó atrapando su cuello. Ya puede imaginar el resultado. El tercer soldado disparó e hirió a un soldado de artillería, en este caso de gravedad. Fue el momento en el que aparecisteis en cubierta para rematar la faena.

—En ese caso, hemos sufrido solamente una baja en la refriega nocturna, aunque sea de renombre. ¿Cómo andan los heridos?

—El guardiamarina Giráldez recibió un balazo en la pierna. El cirujano le ha extraído la bala y ordenado reposo absoluto por unos días. Parece ser que la herida era profunda y en la parte alta del muslo. Pero casi tiene que amarrarlo en la enfermería porque quería presentarse ante vos en el alcázar.

—Puedo imaginar la escena. Es un valiente este caballero. ¿Y el resto?

—El cabo Melindero sufre un balazo en el costado y un corte de bayoneta en el brazo. Pero sanará gracias a su extraordinaria fortaleza. Por desgracia, el último de los heridos es el soldado de artillería Facundo Hernández. Recibió un disparo en el pecho y todavía vive de milagro, aunque podemos esperar lo peor.

—Eso quiere decir que hemos perdido dos hombres en las acciones de la bahía de Monterey. Bueno, tres si contamos al comandante. Siempre duele una sola muerte, nostramo, pero debemos reconocer que el saldo ha sido más que positivo.

—Desde luego, señor, especialmente durante el rescate de la goleta que llevaron a cabo. No sabe cómo sufrimos cubiertas abajo, mientras nos mantuvieron recluidos. Pero ya habíamos preparado una especial función para que esos malditos no se llevaran de limpio la goleta. Conseguimos acceder a los fondos y estábamos preparados para desventar dos tablones junto a la quilla, con lo que la Providencia se habría hundido en pocos minutos. Pensábamos hacerlo en cuanto abrieran las escotillas para trasladarnos al penal, tal y como nos habían amenazado. Y con un futuro negro porque nos esperaba el paredón, al simular pertenecer a otra nacionalidad. Eso nos decía ese maldito capitán asesino que, por gracia de los cielos, ha muerto bajo las dagas de su criado.

—Les habrían ofrecido pasar a servir en sus filas, que es la norma habitual. Pero no pensemos más en posibilidades de color incierto. Tenemos la goleta en nuestro poder y con la proa libre.

—En cuanto a los soldados enemigos, mantenemos a bordo los cadáveres de siete soldados, un cabo y el de ese capitán del demonio. Ya me dirá lo que debemos hacer con ellos.

—Cuando larguen, el remolque de la falúa que alistamos en la orilla norte, depositen sus cuerpos en ella. Ya la recogerán sus compañeros, si les viene en gana. Pero bien sabe Dios que desearía largar al capitán Lozano a las aguas sin protección alguna, para que acabara siendo comido por las alimañas de la mar. Bien que lo merece.

—Muestro mi acuerdo, señor. Por cierto, que mucho se comenta a bordo la habilidad de Puñales, quiero decir de su criado Pepillo, con las dagas en la mano. Todas a la garganta y sin fallo.

—Se entrenaba en el campo contra los guarros y las clavaba al ciento en sus morros. Pero además de su especial habilidad, es valiente como un toro.

—Desde luego. Por cierto, señor, en cuanto al malparido piloto ya...

—Ese cabrón de pintas rojas es el puto traidor que forjó toda la historia de sangre y debe pagarlo hasta las nubes. Quiero que sufra cuanto sea posible. De momento, lo mantendremos con grillos en manos y pies, racionado a galleta y agua. Cuando todo se tranquilice y hayamos rematado nuestra obra, celebraré Consejo de Guerra a bordo y espero colgarlo de la mayor.

—Con especial regusto prepararé la maniobra del lazo ahorcaperros89 de ocho vueltas, señor.

—También yo deseo observar su cuerpo en cuelgue, mientras agita las piernas en sus últimos movimientos. No sólo ha demostrado ser un traidor de la peor calaña, sino también un desalmado en su posterior conducta. Bien sabe la Santa Madre que debí refrenar mis impulsos para no clavarle el sable en la garganta cuando lo cazamos anoche. Pero, bueno, olvidemos de momento esas penas tardías, que debemos pensar en positivo. Todavía se nos presenta faena por la proa.

—¿Faena? Algo he escuchado a nuestros hombres, señor, pero no lo comprendo bien. He comprobado que falta el marinero Palamós y me dijeron que...

—Habrá comprobado que navegamos hacia el norte.

—En efecto, señor. Y no lo comprendía bien.

—Pues 30 millas al norte debe aparecer una bahía llamada de los Pinos, hemos de entrar en ella y recoger los objetos preciosos que vinimos a buscar. Es la razón de que esta goleta haya navegado tantos miles de millas y no pienso dejar cuentas a medio rezar. Un novicio de la ermita del Rosario, acompañado del marinero Palamós, deberá encontrarse con el carretón en la misma playa. Y hemos de trasvasar las piezas a nuestra lancha. Pero para preparar la maniobra a fondo, nostramo, debe tener en cuenta que se trata de una cruz con bastantes onzas y una talla de la Galeona extremadamente pesada, con el armazón fabricado en bronce. Calcule un peso aproximado a una pieza de a ocho. Creo que si el carretón entra en el agua hasta que se atasquen sus ruedas en la arena, será faena más sencilla la maniobra a bordo de la lancha.

—Lo prepararemos a conciencia, señor.

—Solamente puede presentarse un problema en nuestro cercano futuro. Me refiero al bergantín Guanajuato.

—Cuando salíamos de la bocana, todavía se encontraba empeñado en la maniobra de las anclas. Le hemos sacado mucha delantera.

—Ya imaginaba que no aceptaría picar los cables y perder dos de sus andas. Pero no debe saber que vamos a maniobrar en esa bahía de los Pinos, porque podría cerrarnos la salida franca. Confío en que suponga, con toda lógica, que hemos de navegar hacia el sur y que en esa dirección se dirija. Por ahora, las sombras nos protegen y no podrá averiguar hacia dónde aproamos.

—Por cierto, señor, recuerde que, a partir de ahora, tenemos solamente un ancla de nueve quintales. Las otras dos quedaron en la bahía de Monterey, aunque dispongamos de los cables. He ordenado al cabo Peregón y al marinero Quintas que la entalinguen90 con seguridad al cable de 13 pulgadas, para su posible fondeo. Se lo digo por si piensa largar el ferro en esa bahía.

—No pienso en tal posibilidad. Si es posible, pretendo quedar al pairo el tiempo necesario, mientras cargan las piezas a bordo. Sin embargo, la falta de esas dos anclas supone una severa limitación a nuestros futuros movimientos. Nada de piedras a la vista.

—Enterado, señor.

Cuando comprobé que disponía de proa libre y sin compromiso alguno, dejé al contramaestre al mando en el alcázar y bajé a la enfermería. Por desgracia, en ese preciso momento perdía la vida el soldado de artillería Facundo, una vida más entregada por nuestra patria. El cabo Melindero se encontraba sentado y protestando porque no le permitían abandonar la sala roja, como la dotación conocía a la cueva del galeno. Pero mi principal interés se centraba en el guardiamarina Giráldez, único apoyo de navegación que podía esperar a bordo, al no disponer de piloto ni de otro oficial de guerra. Comprobé una venda fuerte y de bastante grosor en la parte alta de su muslo izquierdo.

—¿Cómo se encuentra, caballero?

—Muy bien, señor. Y dispuesto para entrar de servicio. No es más que un rasponazo...

—No diga sandeces, caballero Giráldez —intervino el cirujano con autoridad, antes de dirigirse a mí—. Tenía una bala muy dentro, en zona peligrosa de venas. Ha perdido bastante sangre y no debe accionar esa pierna. Deberá reposar durante tres o cuatro días...

—Pues no sé si eso le será posible, don Arturo. Hemos de entrar en una bahía, cuyas características solamente el caballero Giráldez conoce. Y necesitaré de su ayuda sin remedio.

—¿Lo comprende ahora, señor? —el guardiamarina se dirigía con prepotencia hacia el cirujano—. Debo encontrarme junto al comandante.

—Nada de eso. Al menos bajo mi responsabilidad —contestó el galeno metido en sus trece.

—Caballero Giráldez —me dispuse a cortar de cuajo la discusión—, por el valor demostrado en la acción y habernos salvado a todos gracias al aviso que nos concedió de la traición sufrida, lo promuevo al empleo de alférez de fragata, lo que deberá ser refrendado por la Superior Autoridad a nuestra llegada a puerto español. Le entregaré una de mis charreteras,91 para que pueda lucirla con orgullo en su hombro izquierdo. Al mismo tiempo, lo nombro oficialmente en pliego como segundo comandante de la goleta Providencia, al ser el único oficial de guerra que puede relevar conmigo.

Sebastián Giráldez quedó paralizado por la emoción, con la boca abierta en infinito asombro, como si no pudiera creer las palabras que acababa de escuchar. Bien es cierto que no se reciben todos los días noticias tan extraordinarias para la carrera propia. Porque a un mismo tiempo escapaba del Fijo de Monterey, podía regresar a España y recuperar su puesto en la Armada, conseguía la charretera y se le nombraba segundo comandante de una preciosa goleta. Solamente le faltaba el ascenso a los cielos para conseguir la felicidad completa, aunque estaba seguro de que prefería aplazar la ascensión para algunos años más tarde. Respondió con un ligero temblor en sus labios.

—No sabe cómo se lo agradezco, señor. Todavía me cuesta creerlo como cierto. Será un honor servir bajo sus órdenes.

—Pero no puede moverse —insistió el cirujano.

—Mire, don Arturo —empleé un tono conciliador pero suficientemente autoritario—, ajuste el vendaje del muslo al máximo. Cuando hayamos corrido unas veinticinco millas hacia el norte, haré llamar al segundo comandante y deberá subir hasta el alcázar a mi lado sin posible reparo. Que le lleven una silleta alta para que pueda descansar la pierna. Pero lo necesito y no se hable más del asunto.

—Como mandéis, señor— contestó el cirujano con voz de falsete y mirada baja.

Cuando regresé a cubierta, también yo recibí una sorpresa contra la cara. Porque en aquellos escasos minutos, un espeso manto de niebla se había depositado sobre las aguas, de forma que apenas podía divisar el palo trinquete desde el alcázar. Tan adversa cualidad en la mar presentaba, no obstante, la positiva condición de que el bergantín Guanajuato, si había advertido nuestro rumbo hacia el norte, no pudiera localizarnos. Sin embargo, necesitaríamos de buena visibilidad para poder atacar la bahía de los Pinos con una mínima seguridad. De todas formas y como de nada servía calentar la perola mental en avance, mantuve la proa hacia el norte sin mayores pensamientos de cruce.

Tras unos minutos de nervioso paseo por el alcázar, en los que la niebla se mantenía prendida en gasas espesas, comprendí que no podía retardar por más tiempo la difícil misión que debía llevar a cabo. Y a ella me entregué con la frente por delante. Tomé la dirección de mi cámara, con Pepillo a mi lado.

—¿Dónde alojaste a la señora Margarita?

—En el camarote del piloto, señor. También, he mudado sus pertenencias a la cámara del comandante, como le corresponde. De esa forma, el nuevo segundo comandante podrá ocupar el camarote de babor, que ocupabais hasta ahora.

—Muy bien. Por mucho que me cueste, debo hablar con la señora y explicarle la pérdida de su esposo.

—Cuando se repuso de..., bueno, de la escena que debió sufrir en su cámara, me preguntó por él. La verdad, señor, que salí del trance como pude. Le aseguré que se encontraba herido de cierta gravedad en la enfermería. Pero que estaba prohibido visitarle. Me rogó que la mantuviera al tanto de la situación. Ya sé que le mentí de lleno, pero me sentí incapaz de...

—Hiciste bien, Pepillo, no te preocupes. Esa faena de tinieblas me toca a mí por derecho.

Aunque les cueste creerlo, llegué por el pasillo a la altura del camarote de estribor con un ligero temblor en las piernas. Porque la misión era de las peores que se pueden atacar en esta vida. Además y entrado en sinceros, no podía apartar la escena de Margarita, desnuda, moviendo su cuerpo en sensual contoneo, mientras los desalmados la exigían en empresas de vergüenza. Pero en mi cerebro veía con toda claridad sus pechos enhiestos y la curva de sus caderas, una imagen que me costaba esfuerzo apartar. Sin embargo, llegaba el momento definitivo y golpeé el mamparo que cerraba la cortinilla, Como nadie respondía, aparte la corredera ligeramente.

—¿Margarita?

En la semíoscuridad, tan sólo rasgada por la luz de un candil de balance, comprobé el bulto sobre el jergón, que se movía hacia un lado.

—¿Francisco? —Se incorporó con un esfuerzo. Y por fortuna, se mostraba tapada con el vestido rojo que le habían hecho despojar.

—Siga recostada, que debe encontrarse muy cansada. Solamente acudo para comunicaros...

Al tiempo que las palabras se estancaban en mi garganta con mordaza de fuerza, Margarita había abandonado el lecho y se acercaba a mí. Observé los efectos del llanto en sus ojos y en su rostro, aunque no perdía una mota de su extraordinaria belleza.

—¿Cómo se encuentra Romualdo? ¿Muy grave? Creo que lo hirieron en el pecho.

—Margarita, ha de ser fuerte en estos momentos. Ya sé que ha sufrido mucho, pero..., bueno, no es tarea sencilla explicarle que...

—Ha muerto. Romualdo ha muerto. —Me miró a los ojos hasta atravesar el cerebro con extrema facilidad. Supuse que no entraba en llanto por haber empleado todas las lágrimas del depósito—. Dios mío. Pobre hombre. No merecía acabar así. En fin, no es más que la machacona repetición de mi vida. De nuevo sola en el mundo.

—No diga eso, Margarita. No se encuentra sola. Tiene buenos amigos y acabará por hacerse la luz en su vida cuando lleguemos a España.

—La luz se apagó hace muchos años —el tono de su voz era más cercano a la desesperación que a la tristeza—. Pero aprovecho este momento para agradecer lo mucho que hizo por mí, Francisco. Ni siquiera se lo dije cuando debía. Si no hubiera llegado en aquel momento, habría sido..., habría sido...

Por fin, rompió en sollozos secos. Se apretó a mí, como si se sintiera perdida. La abracé de forma afectuosa, como lo merecía la tenebrosa situación. Sin embargo, no puedo negar la turbación que me producía el contacto de su cuerpo. La separé ligeramente.

—Descanse ahora, Margarita. Duerma y todo lo verá con otros ojos más adelante. Aunque sea un dicho mil veces repetido, la vida continúa avante sin remedio. Le avisaré cuando procedamos a la ceremonia del enterramiento marítimo.

—Gracias, Francisco. Jamás olvidaré lo que ha hecho por mí. Le debo más que la vida, porque mucho más me jugaba ante aquellos malditos salvajes.

—Debe olvidarlo, como si jamás hubiese sucedido. Vamos, descanse y duerma. Lo necesita.

Tras convencerla, de que se recostara de nuevo en el lecho, abandoné la escena como pude, casi a la carrera. Me sentía culpable por los sentimientos que aquella mujer despertaba en mi cuerpo, pero no podía evitarlos de ninguna forma. Decidí que lo mejor sería mantenerla a distancia, si ello era posible.

De nuevo en el alcázar, calculé que debíamos haber corrido hacia el norte unas diez millas. Según el informe prestado por quien ahora oficiaba como mi segundo, debían restarnos unas veinte millas más a proa para alcanzar la altura de la bahía, de los Pinos. Elevé un ligero rezo para que aquella manta gris se esfumara al clarear el día. Debían quedar un par de horas para que naciera el crepúsculo, momento en el que esas borias costeras suelen desaparecer, aunque en la mar no exista regla permanente. Nos restaba una importante función y a ella debíamos alistarnos. Porque no pensaba abandonar aquellas aguas sin la cruz y la imagen de la Galeona a bordo. Se lo debía a muchos, pero especialmente al teniente de fragata Gavilán, al capitán Blázquez y al padre Cristóbal de Todos los Santos.

* * *

El manto gris se tornó lentamente en un tono lechoso amarillento, conforme el crepúsculo comenzaba a abrir la espita, aunque mantuviera las espesas madejas trazadas en cuadro. El viento, ahora del sudoeste y elevado a fresco de fuerza, impulsaba a la goleta con alas de vida. Tal condición debería apartar la persistente boria, que no acabada de descabezar sus puntas. Estimé a ojo marinero que debíamos haber recorrido poco más de veinticinco millas desde la punta de Santa Cruz, cuando envié aviso a la enfermería para que el segundo comandante se presentara en el alcázar en las condiciones que había ordenado. Y como si la madre Naturaleza quisiera ofrecer una especial bienvenida al nuevo alférez de fragata, cuando Giráldez aparecía por la escotilla apoyado en el hombro de mi criado y al salto de la pata coja, se deshicieron las madejas de la niebla para dejar penetrar los rayos del sol con toda su fuerza. Pero parecíamos haber salido del nido, porque la mancha lechosa se mantenía hacia el sur anclada en gorullo, posiblemente por efecto de la geografía local. Entendí que aquel milagroso cambio debía presentar una especial ofrenda de la Santa Patrona a sus más queridos siervos. Tal y como había ordenado, ajustaron una silla de tablas altas junto a la borda, donde se instaló el joven segundo con la pierna maltrecha en percha.

—Por el sur se mantiene la mancha.

—Este efecto de la niebla es bastante habitual por esta zona, señor. Suele encajarse en manto alrededor de la bahía de Monterey, posiblemente debido a sus especiales características orográficas.

—Bueno, nada mejor para nuestra empresa. Si acaso el bergantín Guanajuato se mueve en dudas, no podrá divisarnos en la distancia. A ver si conseguimos avistar...

—Allí tenemos la bahía de los Pinos, señor comandante —Giráldez, con tono alborozado, señalaba con su mano hacia la amura de estribor—. Aquella roca gris con aspecto de boca de cangrejo es la punta sur de la bocana.

—Bendito sea Dios —suspiré, aliviado—. Creo recordar que la laja se encontraba situada en el centro exacto de la bocana. ¿No es así, segundo?

—Así es señor, a su mismo punto medio. Pronto comprobará que la anchura de la bocana apenas se abre en unas cinco millas escasas. Pues en su justa mitad, se encuentra esa maldita laja que remata en punta de aguijón y ha abierto las quillas de algunos buques en bastantes ocasiones. Durante la bajamar llega a formarse espuma sobre su posición, al punto de hacerla visible. No sé cómo andará la marea en estos momentos, pero...

—Entrante. La pleamar en Monterey debía producirse dentro de cuatro horas.

—En ese caso, señor, buena situación para el cuerpo y el espíritu. Cuanta más agua se aliente bajo la quilla, mayor seguridad. Creo, señor, que podríamos comenzar a caer a estribor cuando lo estime oportuno.

De nuevo pensamientos de varios colores me atacaron el cerebro de banda a banda. Me pregunté si el hermano Baldomero y el cabo Palamós habrían alcanzado su destino sin novedad y sin que alguna patrulla los hubiera detenido. Sin embargo, intenté borrar las negras suposiciones al quite de penas y dejar que las olas alcanzaran la playa a su ritmo. Una vez más, dirigí la mirada hacia popa para comprobar, felizmente encantado, que la manta gris se mantenía clavada en su punto, como si hubiese sido prendida en gloriosa capa por los ángeles. Respiré aliviado porque podía atacar la bahía de los Pinos con bastantes probabilidades de éxito y sin la amenaza del bergantín. No obstante, debo reconocer que los duendes me recomendaban en silencio mantener la proa hacia el norte y esperar una jornada más para acometer la orza final. Así se lo comuniqué a Giráldez.

—Segundo, dudo ligeramente en atacar la bahía por derecho o esperar.

—¿Esperar, señor?

—Bueno, si el bergantín Guanajuato se mueve cerca de aquí, lo que no podemos descifrar con la manta gris a popa, podría llegar a encerrarnos en la bahía.

—Es poco probable, señor. Si ha necesitado una hora o algo más para levar las anclas y se vio metido en la niebla, es muy posible que piense que la goleta ha aproado al sur para abandonar la escena y regresar a España. No pueden sospechar que debamos recoger las piezas en esta particular situación.

—No obstante, sería más prudente navegar hacia el norte y desembarazarnos del Guanajuato por velocidad. Mañana podíamos regresar a la bahía con mayor confianza.

—Siempre que el hermano Baldomero y el marinero Palamós decidan permanecer una jornada entera y una noche más en la playa mano sobre mano. Pueden pensar que se ha ido al traste la operación.

—Tiene razón. Además, mucho sufriría mi alma si he de aguantar una singladura más a la espera, dirigiendo la mirada de continuo hacia popa. Bueno, ataquemos el tajo final de la torta y que nuestra Señora premie el esfuerzo. Dé las órdenes a la rueda para aproar al medio, una vez hayamos ganado un poco más de distancia.

Cuando la punta sur de la bahía, cuya denominación geográfica desconocía, se encontraba tanto avante con la goleta, caímos francos a estribor. Y pocos segundos después aproábamos, casi de empopada, al punto seleccionado para ingresar en la recogida ensenada. No dudaba de los conocimientos del segundo comandante, aunque se tratara de un misterio certificar sus verdaderas habilidades de mar. Pero no quedaba más carreta que entrar por la escota llana y a ella me lancé con el corazón abierto.

Debo aclarar un punto para precisar la situación que vivía en aquellos momentos. Aunque en el aspecto de navegación por aquellas aguas quedaba en manos de Giráldez, con anterioridad había repasado las notas y los derroteros del maldito piloto traidor, en busca de detalles concretos sobre la bahía de los Pinos. Pero o bien para nada contaban en sus apuntes personales, o quedaban enmascarados en líneas obtusas, como suele ser bastante habitual entre los que se dedican a labores de pilotaje, al punto de hacer propios y casi secretos sus conocimientos.

Decidido de lleno a confiar por derecho en Giráldez, anduvimos unas dos millas con la proa clavada en el más puro levante. Y ya pensaba que para abandonar la bahía deberíamos bolinear a la cuarta, si el viento se mantenía de poniente, aunque torciera alguna cuarta hacia el sur en extraordinario beneficio. La punta del Cangrejo, como la bauticé en mi cerebro, se nos abría por estribor a una milla larga, cuando quedábamos tanto avante con ella. Por la banda contraria y a unas tres millas aparecía una segunda punta, menos pronunciada y de menor altura, que bauticé como punta Llana para mi uso particular.

Conforme avanteamos la situación de la punta del Cangrejo, divisamos con claridad el carretón apostado en la playa a escasas varas de la línea de agua. Un nuevo suspiro de felicidad, que tranquilizaba las pulsaciones de mi corazón.

—Espero que no aparezcan piedras por dentro de la bahía, segundo.

—Puede quedar tranquilo en ese particular aspecto, señor. Solamente se mueven piedras en cantidad por el fondo, lo que en mucho dificulta el fondeo y aumenta la posibilidad de perder el ancla. Y en nuestra situación, con un solo ferro a disposición, no la arriesgaría.

—Y no pienso hacerlo, desde luego. Las aguas son bastante transparentes y ayudan en la faena. Así que a una prudente distancia de la playa, fachearemos hasta quedar al pairo. —Me giré hacia el contramaestre que escuchaba mis palabras—. ¡Don Belarmino!

—Mande, señor comandante.

—Que preparen la lancha para darla al agua sin pérdida de tiempo. Y por todas las zorronas del harén, quiero que embarquen las dos piezas en el menor tiempo posible.

—Se encuentra preparada y con el cabo Peregón a cargo de los aparejos para emplear en el transbordo, señor. Ya le he explicado sus deseos. El carretón deberá apurar camino, hasta donde quedé anclado por fuerza en la arena mojada. Esperemos que el animal no rehúse clavar sus pezuñas aguas adentro. Y ya la mayor o menor dificultad dependerá de la diferencia de altura.

—De acuerdo. Pues vayamos rebajando trapo, para quedar solamente con mayor, trinquete y foque. Escotas a la mano para fachear a la orden.

—Enterado, señor.

Supuse que, al igual que en la bahía de Monterey, las aguas en el interior de la bahía de los Pinos debían ser profundas. Así al menos se apreciaba a la vista, aunque las oscilaciones del agua conduzcan en demasiadas ocasiones a errores oculares. Pero entendí que la distancia era más que aceptable para el barqueo de la lancha, cuando ordené fachear para quedar con velas a la contra y el buque parado en lo posible. Nos beneficiaba que, en el interior de la ensenada, la fuerza del soplo hubiese caído a fresquito, lo que facilitaría mantenerse con escaso movimiento hacia proa y popa.

Dimos la lancha al agua con suficientes hombres bajo el mando del cabo Peregón, un cabo de mar con sal en la sangre y hábitos antiguos, en el que confiaba de lleno. Aproaron hacia el carretón que, de acuerdo con las instrucciones señaladas con detalle en la ermita del Rosario, comenzaba a azuzar a los animales para girarse y entrar popa al agua. Y no se trataba de maniobra fácil con las ruedas clavadas en la arena, al punto de que el hermano Baldomero echara pie a tierra y debiera tomar las bridas de la mula joven con sus propias manos, para inducirla en su trabajo. Por desgracia, la maniobra se ralentizaba más de la cuenta. El cabo Peregón, con excelente criterio, hizo saltar de la lancha a cuatro de los remeros, que con el agua por la cintura llegaron a la playa para ayudar en la empresa.

Por fin, el carretón entraba en las aguas con retranqueo de fajas y extrema lentitud. Poco a poco, ganaba vara a vara hasta que las ruedas tocaron la arena mojada. Y unos minutos después, se hacía imposible progresar una pulgada más. De esta forma, establecida aquella posición como definitiva, la lancha se aproximaba hasta dejar su costado a la altura del extremo trasero de la plancha del carretón. Observábamos al cabo Peregón impartiendo órdenes con fuerte movimiento de brazos y alguna puñada perdida, mientras los hombres manejaban cabos y establecían una maroma de redención como seguro de orden. Fue entonces cuando se dio comienzo al traslado de la imagen de la Galeona, ese bloque de bronce cuyo peso debía complicar en mucho la maniobra.

Pude comprobar que, en efecto, la marea continuaba entrando y debíamos encontrarnos cercanos al momento de la pleamar. Y siempre se trata de condición anhelada por todo comandante, cuando se mueve entre aguas cerradas con piedras preñadas en el fondo. Por gracia de los cielos, una vez clavadas las ruedas, la plancha del carretón cuajaba casi al ras con la borda de la lancha, lo que también beneficiaba el embarque. Sin embargo, la faena se eternizaba y mis nervios se desparramaban cintura abajo. Lo que estimaba como trabajo normal de una hora, superaba las dos sin que la lancha abandonara la playa de una vez. Los dos primeros intentos de barqueo con las perchas de base por alto habían fracasado, por lo que Peregón intentó una especie de remolque a la brava sobre la tapa de la regala, aunque ésta quedara dañada severamente. Aplaudí en silencio la decisión y suspiré aliviado, al comprobar que la imagen se encontraba por fin sobre sus andas en apoyo definitivo sobre la lancha. Solamente restaba embarcar la famosa Cruz de la Conquista para zanjar la maniobra, lo que no ofrecía mayor problema.

Pronto comprobamos que no era sencillo mantener la posición del buque al pairo, como habíamos planeado. El escaso viento se movía en ocasiones con indeseables rebufos de ida y retorno, lo que complicaba la maniobra. Y a tal punto llegó la situación, con verdadero peligro de acercarnos demasiado a la playa, que debimos cazar foque y mayor, para salir en redondo y repetir la maniobra de facheo en un sitio aproximado. Pero ya la lancha se movía a fuerza de remo hacia nosotros. En ese momento, la felicidad acabó por inundar mi pecho, al comprobar que podía rematar el cuadro que tan enrevesado se mostraba durante la noche anterior, cuando planeábamos en la ermita las posibles acciones.

Una vez la lancha a la altura del costado de la Providencia, la maniobra se mostraba más sencilla y sin problemas de grano a la vista. Porque ya don Belarmino había preparado un aparejo real con pluma en cubierta. Sin embargo, en el momento que se hacían firmes los cabos en las cuatro esquinas de la imagen, escuché la recia voz del vigiador, que desplazó mi corazón hasta las más profundas tinieblas.

—¡Una vela por la punta sur en dirección a la bocana! ¡Navega con todo el aparejo largado!

Me giré con rapidez para enfocar el anteojo en la dirección señalada, aunque sabía perfectamente lo que aparecería en su maldito círculo. Porque, en efecto, allí se encontraba el jodido bergantín del demonio como una fantasmagórica aparición, desfilando con todo el aparejo alzado y su proa firme hacia el norte. Me pregunté, desesperado, cómo podía habernos localizado. Pero la respuesta se abría sencilla a las bandas. Debía habernos observado con la proa hacia el norte en algún momento, y ahora repasaba la costa en dicha dirección.

Y estaba tan seguro, como de la existencia del infierno, de que muy pronto, al comprobar nuestra presencia, caería hacia estribor con la pala entera de su timón, proa a la bahía de los Pinos.

Al tiempo que imaginaba sus dieciséis bocas de fuego preparadas para desarbolar a la goleta Providencia al primer envite, los duendes más negros entraron a recomer mis entrañas con dientes afilados. Bien sabe el dios Neptuno y sus crías que no sentí una onza de miedo, pero sí una furia incontenible en recorrida de venas. Porque de forma automática, me reproché la situación. Me culpaba al ciento por haber expuesto el buque y mis hombres a aquella penosa experiencia, que podía acabar con la empresa. Porque como predicen las normas, las prisas son malas compañías en tiempos de paz, pero acérrimas enemigas del alma en días de guerra. Mientras la imagen de la Galeona era izada con lentitud y se mantenía en el aire, el bergantín comenzaba a caer a su banda de estribor con decisión. Comprendí en pocos segundos que no dispondría de tiempo suficiente para abandonar la bahía, antes de que el Guanajuato alcanzara el punto de entrada. Me maldije una y mil veces, mientras el horizonte parecía teñirse de un color rojo, anticipo de la sangre que podría correr por cubierta.

La goleta Providencia
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