2 En la cresta de la ola
Dicen los hombres de mar que la vida de cada ser humano se mueve en ida y retorno al compás de las olas. Se refieren, por supuesto, a las que, en cada momento, se amparan alrededor de la propia existencia. Bajan y suben anhelos, ambiciones y afanes en sus crestas, al capricho de las damas de compañía del dios Neptuno, esas hembras de dudosa honestidad que, sin embargo, arrullan a los marinos con silbidos de amor en sus últimos suspiros. Pero sumidos en la tierra y centrado en mi vida, puedo asegurar que, en aquellos momentos, cuando se comenzaba a cerrar el maléfico año de 1823, mi alma navegaba por la espuma blanca y no podía pensar en la existencia de otro color, salvo el azul aguamarina de los ojos de Rosario.
Amaba a la joven de los sueños sin límite, un amor que había crecido día a día desde que observara sus ojos por primera vez en el puerto de La Guayra, cuando la fragata Ligera y demás unidades bajo el mando del capitán de fragata Ángel Laborde intentaba evacuar la población en peligro. Estaba dispuesto a unir mi vida con la suya, en cuanto se nos concediera la necesaria autorización familiar. Y no es que don Salustiano Muñoz, su padre, me negara el beneplácito, más bien, al contrario. El indiano enriquecido presumía ante propios y extraños de la definitiva unión de su familia con la prestigiosa que ceñía el ducado de Montefrío. No obstante, argumentaba excesiva juventud en la pareja y la necesidad de cierta espera con la oportuna y medida templanza.
No gozábamos de la misma opinión Rosario y yo, impacientes por unirnos en matrimonio cuanto antes, esa prisa juvenil tan habitual en las parejas enamoradas. De esta forma, cercano al undécimo día de noviembre, en el que cumplía los dieciocho años, decidí solucionar el problema al plumazo y sin retorno. Con motivo del citado cumpleaños, ofrecimos una sencilla recepción en la hacienda de Santa Rosalía a las autoridades y personajes de la pequeña pero noble villa de Cehegín, así como a la familia Muñoz Rueda, que desde su regreso de Indias se estableciera en la cercana hacienda de Las Madagañas. Mi tía Rosalía no sólo apoyaba la citada postura, sino que tomó el asunto de su mano para ofrecer un acto como, según sus propias palabras, merecía la casa de Montefrío.
Como siempre que encaraba tales negocios, mi tía Rosalía triunfó en altura con la cortesana recepción. Todos los asistentes comprobaron la opulenta riqueza, señorío sin medida y prodigalidad de nuestra casa. Y cuando ya los caldos calentaban el ambiente a tono y las chimeneas roncaban de placer en los salones, entré en la acción programada con detalle. Se trataba de un secreto relativo porque Rosario andaba prendida en la trenza, y sus padres parecían olisquear el venado en la distancia. Con permiso de mi padre, ofrecí a Rosario un collar de esmeraldas que perteneciera a nuestra inolvidable abuela María Antonia, unas piedras de especial belleza adquiridas por el tío Santiago en la ciudad de Lima donde había matrimoniado con ella. Rosario y su familia quedaron sorprendidos por la magnificencia y belleza de la joya. Pero sin ofrecer más tiempo al tiempo, planteé a don Salustiano por derecho la oficial petición de mano de su hija Rosario, así como el deseo de matrimoniar con ella al mes siguiente. La situación pareció tomar al indiano cuerdas a popa en los primeros segundos. Sin embargo, el buen hombre abrió su rostro en sonrisas de placer, al tiempo que mostraba su aprobación. Todo quedaba aclarado con rapidez y al concierto de nuestros deseos. Por fin, los padres de Rosario, así como mis tíos Rosalía y Beto, en nombre de mi padre, bendijeron de forma oficial la futura unión.
Mucho sentí la ausencia de mi padre que, por motivos políticos y a causa de la falsa postura adoptada por don Fernando el Séptimo, debía mantener sin fecha límite su forzado exilio en el reino hermano de Portugal. Lo sabía completamente feliz desde que matrimoniara con Leonor de Almeida meses atrás en su quinta de Santo Antonio. Pero también era consciente de su cariño hacia mí y de que habría disfrutado con aquella ceremonia un tanto improvisada. También añoré la presencia de mi hermana María, a quien como tal quería aunque mezclara su sangre en territorio secreto. Y para mi desgracia, no parecía nuestro Señor don Fernando proclive a mudar su sistema de gobierno y odio por todo lo que rozara el más sencillo sentimiento liberal. Bien es cierto que jamás mi padre se había propiciado por movimiento político alguno sino que, como jefe de escuadra de la Real Armada, había cumplido al punto y letra con su deber. Sin embargo, su trabajo tan cercano al teniente general don Cayetano Valdés, una de las peores bichas revolucionarias según se estimaba en la Corte, lo habían marcado para el futuro.
Como sabrán quienes hayan leído alguno de los cuadernillos familiares, que ya toman altura de enciclopedia marinera en zona convenientemente reservada de nuestra biblioteca, tras la pérdida de mi brazo en el combate de Puerto Cabello y posterior accidente a bordo de la fragata Ligera en Santiago de Cuba, horas antes de su definitivo hundimiento, me mantenía con un permiso de seis meses por necesaria y recomendada convalecencia. Pero como ya me encontraba al ciento de mis posibilidades físicas y habituado a manejarme con un solo brazo, pensaba pedir el regreso al servicio activo en cuanto rematara mi primer mes como casado. Por tal razón, urgía a don Salustiano para llevar a cabo el matrimonio con su hija, sin perder un tiempo que estimaba precioso como el oro.
En cuanto a la triste situación que se vivía en España, don Fernando se había instalado con pleno dominio de sus absolutos poderes en el real palacio madrileño. Y si disfrutaba de tan execrable posición en el trono se debía al apoyo de las guarniciones francesas, que se mantenían en las principales ciudades españolas para mantener el orden, y a la gendarmería gabacha que cuidaba las comunicaciones con Francia. Tal situación se fue prorrogando año tras año, con un enorme sacrificio pecuniario para un país arruinado y en débito con media Europa.
Como muchos preveían, la actitud seguida por don Fernando, una vez aposentado en la Corte, aparejó a su costado uno de los periodos más turbulentos, oscuros y deleznables de nuestra historia. Dio comienzo a una inacabable serie de proscripciones y fusilamientos, que no presentaba posible final. Era de esperar tal proceder en quien, con escasas dudas, demostró ser el personaje más ruin, rencoroso y felón de los monarcas que disfrutaron del trono católico. Un periodo que sumió a España en el terror y la hizo bajar suficientes escalones, si es que era posible hundirse más en la ciénaga, hasta no presentar una mínima relevancia en el concierto mundial.
El ministerio de Marina había recaído de nuevo, como dado negro de la suerte, en las manos de don Luis María de Salazar. Era de esperar desde que ocupara dicho puesto con el Gobierno títere propiciado por el duque de Angulema, cuando todavía el Gobierno legítimo se movía desde Sevilla hacia Cádiz. Según comentaba mi tío Beto, capitán de navío de la Real Armada en situación de cuartel, se trataba de un oficial que contaba con escasos apoyos en la institución y, por el contrario, desplegaba autoridad sospechosa hacia las clases inferiores. Tales críticas se debían a las ideas vertidas en las cartas que había dado a luz bajo el seudónimo de Patricio Vitoriano. Sin embargo, debemos reconocer en su positivo apartado que debía trabajar en condiciones de terrible austeridad, con una situación del erario público angustiosa. Con sus primeras disposiciones, se vio obligado a cercenar los haberes generales y suprimir entre los cuerpos particulares aquellos menos precisos, medidas que, como es fácil comprender, le supusieron odiosidad y censuras sin fin. Como nueva y famosa innovación, suprimió las academias y compañías de caballeros guardiamarinas, siendo sustituidas por un Colegio Real y Militar, que debería establecerse en la ciudad de San Fernando o en el Puerto de Santa María con sesenta plazas como máxima medida.
No debía olvidar, sin embargo, lo que en diversas ocasiones comentara mi padre sobre el capitán de navío Salazar. Porque de edad pareja a la del abuelo Francisco, ambos habían coincidido en las cañoneras que atacaban Gibraltar durante el Gran Sitio. Y habían llegado a disfrutar de una noble y sincera amistad. Siempre se trataba de cuestión positiva poder atacar al ministro por esas correntías de vieja camaradería, que suele dejar posos de gratitud en el alma. Y llegado el caso de necesidad, podría entrarle por vereda de recuerdos nobles.
Como única referencia positiva de aquellos días, el ministro Salazar ofreció un paso importante al llevar a efecto los planes trazados por sus antecesores, en cuanto a construcción naval. Porque tras dieciséis años sin que se planificara siquiera la construcción de un buque en un arsenal nacional, por aquellos meses de 1823 se trabajaba en el de Ferrol para plantar la quilla de la fragata Lealtad, de 50 cañones. Una noticia que nos sumió a todos en inmensa alegría, aunque conociéramos la penuria en que se movían los establecimientos industriales de la Armada. Por fortuna, Salazar había comprendido la necesidad de rodearse de personal capaz. Y como medida acertada, había reunido en la Corte una junta compuesta por los generales más ancianos y calificados de nuestra Institución. Y no se trataba de junta pasiva o de contemplación divina, sino que por su iniciativa se echaron avante la mayor parte de los proyectos del ministro.
Tras la composición de esta primera y un tanto provisional junta, Salazar decidió crear una segunda más oficial y concreta, a la que denominó como Superior del Gobierno de la Armada. Pero en esta ocasión y de forma acertada, con un reglamento acorde a su importante función. También hizo redactar un nuevo reglamento para el funcionamiento del ministerio, que bien se echaba en falta. Y como correcto colofón, ordenó que se publicaran todas y cada una de las resoluciones del ministerio y de la junta, con un sistema parecido al de una Colección permanente, legislativa.
Llegados al punto culminante de nuestras vidas, Rosario y yo decidimos, con la anuencia de las respectivas familias, llevar a cabo nuestro enlace matrimonial en la pequeña ermita de Santa Rosalía, a la que la familia Leñanza prestaba especial devoción. Deseábamos una ceremonia recogida y sin mayores alardes, que no se movía la nación en momentos de gloria ni la familia en normalidad de movimientos. Por tal razón, restringimos las invitaciones al mínimo y pensando solamente en los más cercanos. En la parte que me tocaba por derecho, tanto los Leñanza como los Cisneros habíamos quedado reducidos al mínimo en parentescos de primer orden. Y por parte de los Muñoz Rueda, se podían contar con las dos manos aquellos familiares, cuya presencia cuadrara en el noble reino de Murcia.
Comenzaron a pasar los días con extrema velocidad, conforme se acercaba el décimo día de diciembre, establecido para el enlace matrimonial de la joven pareja, como nos denominaban en común. Y no me cuadraba mucho en gustos aquella repetición de moldes sobre nuestra juventud. Cuando escuchaba tales comentarios alegaba por mi parte que el abuelo Francisco se había unido con mi abuela Cristina a la misma edad, sin que se le recriminara una moneda a la contra. Pero era consciente de que, en realidad, mi abuelo paterno, apodado Gigante por su extraordinario tamaño y recias hechuras, podía pasar por mozo de una edad muy superior. Pero poco o nada me preocupaba aquel detalle. Repetía con orgullo que no debían olvidar mi empleo de alférez de navío de la Real Armada, ni los combates en los que había tomado parte, cuyo resultado se reflejaba con evidente claridad al observar la manga izquierda de mi uniforme calada en percha.
El único lunar que se ajustaba a mi alma en imborrable mancha se refería a la obligada ausencia de mi padre. Porque se trata de condición jamás pensada que persona tan querida e importante en mi vida no pudiera asistir a una jornada de tanta trascendencia en mi porvenir. El tío Beto sembró la idea de un posible viaje, convenientemente camuflado y con salvoconductos entregados por la legación diplomática portuguesa. Y podría haberse realizado con elevado porcentaje de éxito. Pero no deseaba de ninguna forma arriesgar la vida del ser querido, ni en una pequeña onza. Por tal razón, de común acuerdo con Rosario habíamos decidido partir tras el enlace matrimonial hacia las Extremaduras, pensando en la hacienda familiar de El Bergantín, donde precisamente matrimoniara mi abuelo Francisco y atravesara sus primeros días de casado mi propio padre. Pero además de la belleza del lugar y la buscada soledad que todo joven matrimonio pretende encontrar, su extrema cercanía a la quinta portuguesa de Santo Antonio nos haría posible un encuentro que mucho deseaba. Se lo había comunicado por mensaje de postas a mi padre, que mostraba encantado su acuerdo al proyecto general.
También mis tíos aprobaron los planes embastados sin una línea en contra. Tío Beto alegaba en positivo que, al sernos casi obligado cruzar caminos por la Corte, me sería posible aclarar algunos asuntos de necesidad e importancia con nuestros administradores, con documentos que necesitaban de mi propia signatura. Me refiero a los hijos del querido e inolvidable don Alonso Sanromán, personaje que comenzara a laborar una vieja amistad y colaboración con mi abuelo y su padre en momentos de secretas negociaciones, que se debían mantener en la familia a puerta cerrada. Y como las aguas de un río en permanente seguimiento, sus hijos continuaban con extrema fidelidad a cargo del patrimonio de las casas de Montefrío y Tarfí, que con la familia Leñanza habían fundido coronas.
Como para bien, o para mal todo llega en esta vida, aunque el acontecimiento esperado se considere inicialmente a mil millas de distancia, el décimo día del mes de diciembre del año del Señor de 1823, matrimonié con mi querida Rosario. De acuerdo con las disposiciones tomadas en avance, la ceremonia tuvo lugar en la ermita de la hacienda de Santa Rosalía, celebrada por don Enrique, el joven curica liberal a quien mi padre tanto estimaba. Y con mucha suerte, el inquieto sacerdote había conseguido librarse de las represalias por su conducta política, conocida por todos aunque la mantuviera en sobre lacrado. También yo le dispensaba especial aprecio por su entretenida charla y un especial sentido del humor que costaba descubrir en los fondos. Y aunque tal decisión molestara en honras a don Manuel, el párroco de la iglesia de Santa María Magdalena en Cehegín, se trataba de una decisión tomada sin posible vuelta.
En el día y a la hora señalada, Rosario apareció en un carruaje engalanado de la mano de su padre. Y por todos los dioses de la mar, que me dejó sin habla durante alargados segundos, incapaz de tomarla siquiera del brazo. En lugar del cabello caído en cascada con estudiada dejadez, que mostraba en el día a día, para la celebración empleaba un peinado alto, con enormes bucles abiertos en triángulo y aderezado con profusa pedrería. De pronto, la mujer de mis sueños, esa joven que me hacía perder el sentido, se aparecía ante mis ojos como señora de tronío en ejercicio, abandonado el aire juvenil empleado hasta el momento. Pero el conjunto no podía ser más dulce y atractivo, como si se tratara de un ángel que acababa de posar los pies sobre la tierra.
Mil diferentes sentimientos cruzaron por mi cabeza, mientras el padre Enrique amparaba avante el sacramento, que me convertía en hombre casado y cabeza de una nueva familia. Y se trataba de una gran responsabilidad caída sobre mis hombros, que el sacerdote repitió con variados ejemplos. Por mi parte e inmerso en una gozosa turbación, durante muchos minutos me dediqué a contemplar con detalle la preciosa, imagen de Nuestra Señora del Rosario, que presidía el pequeño altar. Y comprendí la extraordinaria devoción de mi abuelo Francisco por aquella antigua talla, de la querida Galeona, abnegada estrella de todos los navegantes, que comprara años atrás en la ciudad de Cádiz. Y a ella me entregué, en pensamientos, al tiempo que le rogaba para que alumbrara con vientos propicios la derrota que comenzaba a trazar con mi esposa.
Como siempre que me encontraba en la ermita de la Galeona, como la solíamos denominar en familia, no podía dejar de repasar los nombres que aparecían en las lápidas de mármol, con los seres queridos. Porque allí se habían inhumado los Leñanza y los Cisneros desde que se unieran ambas familias. Ante mi cerebro se abrían paso a codazos retazos de mi propia vida, ese correr de la existencia propia que llega a cabalgar a trote duro sin desearlo. No obstante, esos pensamientos enhebrados con ligera tristeza repuntaban por alto al observar a mi izquierda el rostro de Rosario y sus ojos azules, que todavía en el día de hoy me asombran como si asomara la cabeza al pozo de luces sin posible fondo.
* * *
A pesar de encontrarnos en días muy cercanos al comienzo del duro invierno, nos sonrió la suerte por largo en el traslado que debimos llevar a cabo entre Cehegín y la Corte, así como en el recorrido posterior hacia las Extremaduras. Un elevado número de leguas en su conjunto. Tomamos la empresa con tranquilidad y la necesaria comodidad que el momento exigía, dejando que el placer alargado hasta la embriaguez nos consumiera segundo a segundo. Cualquier detalle que se cruzara en nuestro camino significaba una placentera novedad, a la que sacábamos fuste de gloria. Y como Rosario no conocía la villa cortesana, plantamos nuestros reales en el palacio de Montefrío. Como esperaba y rebosando orgullo, comprobé que mi joven esposa quedaba asombrada al contemplar la residencia oficial de la casa de Montefrío en la Corte. Y con ella recorrí salones y alcobas, encantado al comprender que la joven caraqueña disfrutaba con todo como niña que descubre tesoros escondidos en cada momento del día. También le impresionó el recorrido que hicimos en el carruaje por las principales calles y monumentos de la villa, babeando de admiración al observar en la distancia el Palacio Real.
—¡Dios santo y bendito! Eso sí que es un palacio de verdad. ¿Ahí vive nuestro Señor don Fernando, a quien denomináis como rey felón? Jamás pensé que un palacio pudiera presentar un tamaño tan formidable. Parece un conjunto de catedrales unidas entre sí para mayor gloria del Señor nuestro Dios.
—En este particular caso, no se alza tan extraordinario edificio para gloria cierta. Porque ahí mora quien poco lo merece, querida mía. Y por su culpa anda mi padre expatriado sin motivo. Debes saber que se trata del palacio real de mayores dimensiones que existe en el mundo. Bueno, seré sincero, sin entrar en exageraciones. Creo que el palacio imperial ruso de la ciudad de San Petersburgo lo supera ligeramente, como única excepción. Y lo más curioso es que los planos iniciales de este fantástico palacio real español comprendían casi el doble de la estructura que observamos.
—¿El doble? Quedarían sin plata suficiente para rematar tan extraordinaria obra. Qué grande ha sido España, Dios mío.
—En efecto y es bien triste que hablemos en tiempo pasado. Pero así se amolda el tiro a la realidad, queramos o no. Y ahora que llevamos camino de perder todas las Indias, nos será imposible recuperar la posición dominante que ejercimos durante siglos. La ruina más absoluta se cierne sobre nosotros.
—Ya saldremos avante, Francisco. —Rosario siempre encontraba una salida positiva para toda causa, por muchas luces negras que mostrara—. España no puede caer tan bajo como auguras, esposo mío.
—Dios te oiga.
Durante una larga y feliz semana entretuvimos cuerpos y sentimientos en la villa de Madrid. Aproveché la estancia para visitar a los hijos de don Alberto Sanromán, nuestros eternos administradores. Me pusieron al día de algunos detalles del patrimonio familiar que desconocía, aunque mi padre hubiera intentado dejarme muy a las claras la situación. Comprobé la fiabilidad absoluta de la casa Sanromán, el nuevo nombre adoptado por la empresa, y firmé algunos documentos que consideraban necesario cursar.
Envueltos en la más pura felicidad, continuamos avante con el recorrido escogido en un principio. Y como había previsto, hicimos noche de gozo y placer en Talavera de la Reina, Navalmoral de la Mata y la incomparable Trujillo. Pero no lo entiendan solamente como simples etapas del viaje. Porque debimos recorrer al palmo cada una de las villas para disfrute de Rosario, que todo deseaba observarlo con detalle, especialmente palacios, iglesias y monumentos singulares. Pero por fin entramos en la extremeña Tierra de Barros, para descabezar voluntades a la vista del Cuartel, como denominábamos de forma cariñosa en la familia a la casa principal de la hacienda El Bergantín. Y si Rosario pareció asombrada por la normalidad de la mansión campera, se emocionó al escuchar de mi boca las historias que aparejaban aquellas paredes desde que mi abuelo Francisco sufriera en ella su penosa recuperación, tras las terribles heridas padecidas a bordo de la flotante San Cristóbal y sus posteriores angustias de amor. Sin embargo, llegó a palmotear de felicidad, al escuchar que allí mismo había contraído matrimonio con mi abuela Cristina.
Fuimos recibidos en el Cuartel por Ambrosio y Felicia, los fieles sirvientes a quienes encontré avejentados. Porque no visitaba aquel predio familiar desde diez años atrás. Sin embargo, ellos sí que me reconocieron con rapidez, dando muestras de gran felicidad.
—Parece mentira, señor, que ya seáis hombre casado y con familia a cargo propio —repetía Felicia sin dejar de observamos, especialmente arrobada por la belleza de mi esposa—. Mucho siento la pérdida de su brazo, que debió dolerle a fuego cerrado. Pero, bueno, teniendo al lado a una señora de tal belleza, se le pasarán los grillos con rapidez.
Ya había explicado a Rosario las peculiaridades tan especiales de aquella hacienda. Nada de servicio cortesano ni comodidades extraordinarias. Vida campera llana, excelente caza y comidas de extraordinario sabor, salidas de la mano de Felicia. Pero Rosario se encontraba en ese círculo celestial en el que todo se aparece a los ojos con los colores del arco iris, por lo que disfrutó también en El Bergantín como si se encontrara en el mejor de los palacios serranos.
Aunque disfrutaba de la vida como jamás había soñado, cuando llevábamos cuatro o cinco días en El Bergantín me consumía el nerviosismo, como si un tizón me quemara los costillares a hurtadillas durante las noches. La razón se me aparecía con claridad ante los ojos. Era mucha la cercanía de mi padre y deseaba abrazarlo, al tiempo que le presentaba a quien se había convertido en hija suya. Y sin necesidad de elevar una sola palabra en dicho sentido, lo descubrió Rosario, que parecía mujer capaz de leer mis más escondidos pensamientos. Durante el almuerzo, un día al final de la primera semana, sacó la conversación en el tono medido.
—Esa quinta portuguesa de Santo Antonio, donde viven tu padre y su esposa, ¿se encuentra cerca de estas tierras?
—Creo que muy cerca y a tiro de jornada. Pero Ambrosio lo conoce al detalle, según explicaba mi padre en su último recado —me giré hacia él en muda pregunta.
—En efecto, señor —dijo con rapidez—. Para pasar a la quinta portuguesa de la familia Almeida, deben salir de la hacienda y tomar la vereda que se dirige hacia Santa Marta. Se trata de la misma que debieron enfocar a la llegada, pero en sentido contrario. Dicha localidad, donde solemos abastecernos de lo más imprescindible, muy poco porque en esta hacienda disponemos casi de todo, es atravesada por el camino real que, por la izquierda o hacia el Sur, se dirige hacia la ciudad de Zafra, y por la contraria hacia la mismísima ciudad de Badajoz. Tomando esta última dirección y llegados a la hermosa villa pacense... —Ambrosio pareció dudar unos segundos—. Bueno, señor, me refiero a pacense de Badajoz.
—Ya lo supongo, Ambrosio —respondí sin comprender su aclaración—. Siempre que alguien dice pacense, se refiere a esa capital extremeña.
—Bueno, señor, también se denominan pacenses a los naturales de la ciudad de Beja, en el reino de Portugal. Precisamente, una prima de mi esposa Felicia casó con un paisano de aquella localidad.
—De acuerdo. Continúa —debía embridarlo por corto o nos habría contado los pormenores de toda su familia portuguesa.
—Deberán cruzar la raya portuguesa al trasponer el puente romano que cuadra sobre el río Guadiana, en las mismas faldas de la capital extremeña. A escasa distancia, a una legua larga y antes de entrar en la plaza fortificada de Elvas, una villa preciosa que, de acuerdo con las afinidades de la señora, le gustaría visitar, deberán tomar un camino de rueda hacia la izquierda en dirección a Gramicha. Se trata de un pequeño caserío, que cruzarán poco después. Continuando por la misma vereda, donde el carruaje deberá aflojar tiros y andar con cien ojos prendidos en las piedras, dos leguas más tarde observarán un cartel de cuadro, una sencilla tabla de madera donde, trazado a mano, podrán leer la entrada a la quinta de Santo Antonio. Desde ese punto hasta la hacienda apenas restará una legua más de distancia. Si abandonan El Bergantín a hora temprana, podrán alcanzar la quinta portuguesa en las primeras horas de la tarde. Conozco esos detalles porque acompañé al señor don Santiago en uno de sus numerosos traslados, antes de que contrajera matrimonio con doña Leonor.
—Perfectamente explicado y sin posible pérdida, Ambrosio —dije, agradecido—. En ese caso, querida, un día de estos podríamos partir...
—¿Un día de estos dices, Francisco? —Rosario tomó mi mano con cariño, al tiempo que me dedicaba una especial sonrisa—. ¿Por qué esperar? Sé muy bien que estás deseando abrazar a tu padre y besar a tu hermana María. Y también yo deseo conocer a la parte más importante de la que se ha convertido en mi nueva familia. Todo ello sin olvidar a la señora doña Leonor de Al...
—Leonor de Almeida.
—Eso, de Almeida, actual duquesa de Montefrío, que se ha convertido en tu madre. Y que, por cierto, todavía no conoces.
—No es mi madre exactamente, querida. Pero tampoco me gusta esa palabra de madrastra, que ampara sentimientos negativos de desafecto. La verdad es que, como aseguras, no la conozco, pero he oído hablar muy bien de ella. Estoy convencido de que le tomaré sentido cariño, si hace feliz a mi padre.
—Pues si lo estás deseando, ¿para que retrasarlo? Decidimos que en estas semanas intentaríamos satisfacer todos nuestros plaCeres, sin pensar en el día siguiente. Pues adelante con la tirada. Partamos mañana mismo. Nada nos retiene aquí.
—¿Sabes una cosa, Rosario? —Ahora fui yo quien la tomó de la mano con el verdadero cariño y amor que por ella sentía—. Soy el hombre más afortunado del mundo. Menos mal que debimos acudir con la fragata Ligera al puerto de La Guayra y que allí, a última hora, apareciera un carruaje con la familia Muñoz Rueda.
—Pero fue necesario que accedieras a los deseos de mí padre, arriesgando la lancha y a tus hombres para salvarnos. ¿Sabes una cosa? También yo soy la más feliz de las mujeres.
Agradecí a Rosario que interpretara con tanta precisión mis sueños más escondidos. Porque, en efecto, deseaba con todo fervor abrazar a mi padre y a mi hermana María, al tiempo que les presentaba a Rosario. Y, por qué no decirlo, sentía cierta curiosidad por conocer aquella mujer, que mi padre salvara de las garras de su endemoniado esposo en tierras africanas, y con la que acabara por unirse en feliz matrimonio. Había escuchado su descripción en las emocionadas palabras de mi padre, y no podía dudar de sus extraordinarias cualidades como mujer y señora. Sin embargo, el duende conseguía hacerme dudar de los sentimientos amorosos de mi padre. Cuando intentaba analizarlos, la figura de Beatriz de Lastra y Moncada se presentaba con fuerza en mi cerebro. Y no podía olvidar el enfermizo amor que mi progenitor sintiera por ella, una condición que me embargaba la razón en oscuros. Porque de un rendido amor se pasó al más profundo odio, con las maniobras de aquella maldita pécora que, no obstante, Dios guardara en su seno.
Seguimos las indicaciones de Ambrosio al punto desde que, muy temprano, abandonamos la hacienda. De esta forma, cuando observábamos en la distancia la plaza fortificada de Elvas, tomamos un camino de rueda hacia la izquierda en dirección a Gramicha, pequeño caserío que cruzamos poco después. Aunque Rosario expuso la posibilidad de visitar el castillo de Elvas, que tanto le había alabado Ambrosio, la convencí para posponer la visita a otro día. Porque en verdad que ya me apretaban los nervios en cueros y la mente se dibujaba en avance.
—Se trataba de una broma, Francisco. Ya sé que no debemos parar en estos momentos para observar unas sencillas piedras, como denominas a todo lo más hermoso de nuestra historia.
—No comprendo cómo te puede gustar tanto la simple contemplación de esas piedras..., bueno, quiero decir de esos monumentos...
—No te disculpes, tonto. Sigue con los pensamientos lanzados hacia la quinta donde se encuentra tu padre. Ya nos queda poco camino.
Continuamos por la misma vereda, que ahora mostraba demasiadas roderas en aumento hasta que, dos leguas más tarde, pudimos observar un cartel que me impresionó, como si se tratara del puerto necesario de arribo. Ambrosio nos lo había explicado con toda exactitud. Porque en una tabla de madera se leía la frase tan esperada, trazada a mano: Quinta de Santo Antonio.
Metimos cabeza por el nuevo camino, cuando ya en los lindes del alma comenzaban a hurgar los duendes. Y poco gustaba a los animales de tiro aquella vereda angosta y con piedras falsas de ribera, por la que nos deslizábamos con vaivenes de peonza. Continuamos con exigencias rebajadas, hasta recorrer poco más de media legua, momento en el que advertimos al frente dos picachos de fábrica, similares a los mojones del reino castellano, unidos por baldas de forja en las que podía leerse el nombre de la quinta. Apenas habíamos recorrido unas quinientas varas desde que entráramos en terrenos propios de la hacienda, cuando atisbamos en el horizonte, tras una extensa pinada de roques, una figura en dura cabalgada hacia nosotros.
—¿Acaso acuden a darnos la bienvenida? ¿Habrán adivinado nuestra llegada? —preguntó Rosario, divertida, al tiempo que lanzaba palmas.
—Lo dudo mucho, querida. Avisé a mi padre de que pasaríamos a visitarle en la primera oportunidad, pero no la fecha concreta. Recuerda que lo decidimos ayer mismo. Debe ser algún guardián de la quinta.
Cuando ya se distinguía con claridad la figura del hombre a lomos de una magnífica yegua torda, enjaezada en vuelos, comprendí que no se trataba de trabajador alguno sino de un verdadero señor. Y con rapidez deduje que aquel hombre, vestido de forma impecable con el llamativo atuendo campero que llamaban a la portuguesa, debía ser Marco, el hijo de Leonor. Quien debía superarme en un par de años de edad, saltó de su animal con extraordinaria agilidad, al tiempo que, por mi parte, descendía del carruaje. Para mi sorpresa y sin dudarlo un segundo, aquel joven que mostraba las más sinceras muestras de alborozo en su cara vino hacia mí para tomarme en un fuerte abrazo, como si se tratara del gran amigo que se añora en la distancia por largo tiempo.
—Como no suelo marrar en mis deducciones, supongo que me encuentro ante el alférez de navío Francisco de Leñanza, acompañado por su joven y bella esposa. ¿No es así? —Mantenía la sonrisa de especial cordialidad.
—Acertáis de lleno, señor...
—Soy Marco de Almeida, hijo de la actual señora de don Santiago de Leñanza. Supongo que habréis escuchado algunos detalles sobre mi persona.
—En efecto y quedo encantado de conoceros personalmente, Marco. Al mismo tiempo, tengo el placer de presentaros a mi esposa, Rosario.
Tras destocarse y efectuar reverencia de cortesía, Marco continuó su alegre parloteo.
—Bienvenidos seáis ahora y por siempre a la quinta de Santo Antonio. Haceros a la idea de que os encontráis en tierra propia con todo derecho. Es un inmenso honor para los Almeida que acudáis a estas tierras portuguesas.
—¿Acaso esperabais nuestro arribo? Porque nada he comunicado en tal sentido a...
—Sabía que llegaríais un día de estos. Y la casualidad ha venido en mi apoyo. Daba mi paseo habitual cuando he observado el carruaje en la distancia. Un carruaje noble español, sin duda. Ha sido sencillo atar los cabos. Pero, por favor, seguid mis pasos al ritmo que estiméis oportuno. Deberemos avanzar todavía una legua más para alcanzar la mansión de la quinta. Seguro que vuestro padre recibirá una enorme alegría al comprobar vuestra presencia. No le hagamos esperar.
—Mi esposa y yo os agradecemos como se merece tan cordial bienvenida, Marco. Seguiré vuestros pasos.
Una vez de nuevo en el carruaje, seguimos aguas de la cabalgadura de Marco, para atravesar ahora campo llano, posiblemente sembrado de cereal, aunque a veces aparecían pequeñas pinadas que volteaban la imagen general. Pero lo que se podía entender como un recogido palacete campero, se nos apareció de improviso, una vez atravesada la mancha espesa de alcornoques en la que debimos recorrer poco más de cien varas. Y la explosión que produjo en mi vista fue la de un blanco avasallador, que relucía bajo los rallos del sol como un espejo brincado contra la cara. Y no miento una mota si aseguro que se me apareció en una primera impresión como una gigantesca ermita, hasta confundir una de sus torres con el adecuado y elegante campanario. Pero ya la emoción interna se elevaba a tal altura, que solamente mantuve el foco centrado en la posible figura de mi padre.
Algún sirviente de la casa debió ofrecer el oportuno aviso porque, cuando el carruaje cuadraba en frenos contra la escalinata de recibo, aparecía mi padre a través de la puerta principal casi a la carrera. Y por todos los santos de la mar, que aquí sí que perdí las formas. Porque salté del pesebrón sin casi tocar el estribo, para lanzarme a los brazos que se abrían hacia mí.
Nos mantuvimos bastantes segundos sumidos en un fuerte abrazo, hasta que comprendí haber olvidado un asunto de la mayor importancia. Por fortuna, Marco había ayudado a descender del carruaje a Rosario, al tiempo que besaba su mano. Y una vez a mi lado, comprobé su sonrisa de placer, que era el mío.
—Perdóname, querida, pero...
—Es lógico y hermoso que ames tiernamente a tu padre, Francisco. Vuestro reencuentro es lo más importante en estos momentos.
—Nada de eso, querida. Padre, tengo el placer de presentarle a mi esposa, Rosario Muñoz.
Mi padre se acercó a ella lentamente, como si deseara observarla con detenimiento. Besó su mano con elegancia, antes de ofrecerle un abrazo que fue correspondido por mi esposa.
—No sabes cómo me alegro de conocerte, querida hija. Mucho sentí no poder acompañaros en el que será sin duda una de las más importantes jornadas de vuestra vida. Pero así lo ha trazado el destino a la mala. Os deseo la máxima felicidad durante muchos años y que Nuestra Señora del Rosario bendiga vuestra unión con muchos hijos, que continúen la gloria de nuestra casa.
—Ese es nuestro más querido deseo, padre —contestó Rosario sin ofrecer muestras de azoramiento, para mi sorpresa.
Como mudaba de sorpresa en sorpresa, de pronto comprobé la presencia de una elegante señora a nuestro lado. Supuse con bastante seguridad que se trataba de Leonor de Almeida. Y puedo asegurar que me impresionó para bien desde el primer momento. No podría declararla como mujer de extraordinaria hermosura, es cierto, pero comprendí que se trataba de una de esas señoras capaces de despertar una sincera pasión en un hombre. Pero ya sin formalismos, Rosario y yo nos abrazamos a ella, como si se tratara de nuestra verdadera madre.
De esta forma, entrelazados unos a otros, penetramos en la mansión con la mayor de las satisfacciones a rebosar por rostros y almas. Podía declarar, sin posibilidad de errar una mota, que nada faltaba en aquellos momentos de irrefrenable felicidad. Y tal situación se vio aumentada cuando mi hermana María, la niña convertida en jovencita de impresionante belleza, se acoderaba a mí con un fuerte abrazo. Felicidad verdadera y absoluta. Me sumergí con extremo placer en uno de esos momentos que debemos grabar a fuego en la sesera, para cuadrarlos en vivo cuando nos alcancen los vientos duros y negros que, por desgracia, han de llegar tarde o temprano.