21 Aciago despertar

Entre sueños dulces y cantos de sirena a través de la rubicunda caracola, creía escuchar pasos a la carrera y voces en discusión que subían de tono, con algún grito tapado y un evidente forcejeo verbal. Como respuesta corporal instintiva, me arrebujé todavía más en la bancada para continuar disfrutando de un descanso dormilón que necesitaba a luces vivas. Sin embargo, poco después sentí que me jalaban con fuerza del brazo, como si desearan desmembrar el único disponible en mi cuerpo. Cuando por fin abrí los ojos, descubrí el rostro del capitán Blázquez a escasas pulgadas de mi cara. Mostraba una agitación y desasosiego, como jamás le había observado. Por último, sus palabras me taladraron el cerebro como martinete de estacada.

—¡Segundo, despierte, por Dios santo y bendito! ¡Despierte de una vez! Hay noticias importantes que debe conocer de inmediato.

Medio adormilado todavía, intenté elevar el cuerpo y quedar sentado sobre la bancada de madera. Me rodeaban varios rostros, que centraban sus miradas angustiadas en mi persona, como si me encontrara en trance de muerte inminente. No comprendía nada ni me sentía capaz de pensar con cierta lucidez, hasta que la voz del capitán me sacó del sueño al tirón.

—¡Segundo, nos han traicionado! ¡Debe hablar con el guardiamarina Giráldez inmediatamente!

—¿El guardiamarina Giráldez? ¿A quién se refiere, capitán? —le hablaba como si hubiera escuchado palabras propias de un enajenado—. Ningún guardiamarina se encuentra embarcado en la Providencia.

Sin esperar respuesta de mi parte, Blázquez se apartaba ligeramente para dejar paso a un joven de unos dieciocho años, vestido con el uniforme habitual de los oficiales de infantería del Fijo de Monterey. Alto, fuerte y con noble planta, el mozo mostraba evidentes signos de nerviosismo en rostro y brazos. Se dirigió a mí con la cortesía habitual.

—Quedo a las órdenes del señor segundo de la goleta Providencia. Se presenta ante vos con todo respeto y sumisión el guardiamarina Sebastián Giráldez. Acabo de llegar de Monterey y he apretado a mi caballo hasta forzar cueros. Debo comunicarle que han sido traicionados por el piloto del buque y su goleta ha sido tomada por las fuerzas mexicanas.

A un mismo tiempo y todavía con los pensamientos preñados del sopor tan propio del sueño, percibí una punzada de profundo dolor y esa recorrida de picas por el interior que nos anuncia el peligro máximo. Moví la cabeza hacia ambos lados para despejar al golpe los sentidos. Grité a don Frasquito, cuya figura reconocí entre los que me rodeaban.

—Supongo que quedará algo de vino a mano, ¿no es así, don Frasquito?

—Por supuesto, señor.

Sin mediar una palabra más, el contramaestre me acercaba una frasca de clarete a medio sucumbir. La bebí a morro ramplón, como náufrago sediento, al tiempo que los colores se perfilaban en mi cerebro con claridad. Me volví de nuevo hacia quien se intitulaba como guardiamarina, a pesar de vestir uniforme verde con ribetes rojos.

—¿Caballero guardiamarina dice? Por todos los mártires crucificados en penas, que no lo aparenta ni de lejos con ese uniforme.

—Es una larga historia que puedo explicarle en su momento, señor. Si me encuentro como teniente segundo del Fijo de Monterey no es por decisión voluntaria de mi parte, sino obligado. Puede creer al ciento mis palabras porque le hablo con absoluta sinceridad. Pero antes debe saber que el piloto de su goleta, un maldito traidor llamado Juan María Balcázar, entró en contacto con el capitán de infantería don Demetrio Lozano, jefe de la compañía del Fijo de Monterey y de la Capitanía del Puerto. Le expuso con todo detalle la realidad de su pertenencia a la Real Armada y la misión que hasta aquí los ha traído. Asociado con el comandante del bergantín Guanajuato, teniente de navío don Antonio Maresca, han tomado su goleta por la fuerza de las armas a mediodía, hace unas pocas horas solamente. Y ahora andan tras sus pasos porque saben que comanda un grupo de hombres, que se mueve por tierra en busca de ciertos tesoros.

Intenté recomponer el jarrón que se había partido en mil trozos por mi cerebro, empresa casi imposible y muy dolorosa. Lo que escuchaba presentaba tal gravedad, que en el envite nos jugábamos buque, futuro, hacienda y vida propia. Miré fijamente a los ojos de quien se pregonaba como caballero guardiamarina, para comprender sin dudarlo que aquel joven decía la verdad entera y desnuda. Abandoné mi asiento y, tomándolo por el brazo, le dirigí palabras con pleno y recobrado sentido.

—Veamos si nos aclaramos al ciento y con la necesaria precisión, caballero.79 No hay nada peor en esta vida que las prisas, especialmente cuando uno se juega el buque propio y la vida como añadido. En primer lugar, cálmese, cuénteme con todo detalle de dónde carajo ha salido y cómo ha podido encontrarnos si, como asegura., nos buscan, todas las fuerzas vivas de Monterey.

El joven dejó de masajear sus manos y miró hacia ambos lados. Como si se hubiera decidido mantener un aparte por orden divina, nos encontrábamos en grupo separado el capitán Blázquez, don Frasquito, el hermano Baldomero, al parecer muy interesado en el tema, y otro oficial del Fijo de Monterey que no me había sitio presentado todavía. No obstante, dejé que los grillos se asentaran para escuchar en primer lugar la historia del caballero.

—Verá, señor, en el empleo de guardiamarina me encontraba en el arsenal de La Habana, embarcado en la fragata Sabina. Le hablo de hace unos tres años aproximadamente o algo menos. Fue cuando tuve conocimiento de la muerte de mi padre, aquí mismo en la plaza de Monterey. Me concedieron, permiso reglamentario para acudir junto a mi madre durante un mes, una empresa harto difícil dada la inestable situación que se vivía en el virreinato. Todo fue a peor porque, cuando llegué a nuestra hacienda, también había perecido mi santa progenitora, posiblemente de dolor y tristeza. Debía hacerme cargo de la heredad, por ser el único varón de la familia. Pero todo se complicó sobremanera en escasas semanas. De una situación de cierta tranquilidad, pasó a vivirse el peor de los momentos en el virreinato, o en el ya llamado como Estado mexicano. Porque al tiempo que el general Santa Ana se alzaba contra el emperador Itúrbide en los estados del sur, lo hacían los generales Guerrero y Bravo por los territorios del norte. No me concedieron elección posible y fui enlistado en la compañía de Monterey como teniente, al comprobar mi formación como oficial de la Real Armada. La elección era sencilla, o encuadre voluntario en dicha compañía o el pelotón de fusilamiento, aunque se enmascarara la oferta en recuento de sueños. Más tarde, una vez expulsado el emperador Itúrbide, establecida la república mexicana y amansadas las aguas políticas, intenté abandonar California, pasar a la ciudad de México y, posteriormente, a Veracruz. Mi meta era saltar a la isla cubana por el medio que se ofreciera a la mano y recuperar mi condición de guardiamarina en la Real Armada. Sin embargo, mis planes fueron descubiertos por culpa de una boca traidora que estimaba amiga. Tuve suerte de que no me ajusticiaran por línea llana. Alegué en mi defensa necesidad de pasar a la capital mexicana por motivos de herencia. Por fin, solamente me degradaron al empleo de teniente segundo y destinado de nuevo al Fijo de Monterey, donde peno tristezas desde hace un año. En un caso parecido se encuentra el teniente Luis María Fajardo, que me acompaña —señalaba al otro oficial, que asentía con su cabeza—, y que también sirve en el Fijo de forma obligada.

—Quedo con todo respeto y sumisión a las órdenes del señor oficial —dijo el teniente Fajardo, veinteañero pelirrojo y fuerte como un toro de quintas.

Tras estrechar la mano del desconocido teniente, todavía Giráldez se tomó un ligero descanso para respirar y acompasar su agitación interior. Pero ya continuaba la parla con decisión.

—El piloto de la goleta Providencia apareció ayer ante el capitán Lozano, acompañado de un joven contador que, poco después, marchaba para llevar a cabo algunas gestiones comerciales. Ambos se presentaron como el armador y su ayudante de la goleta francesa Providence. Empleaban el idioma español con fuerte acento francés. No sé qué hablaron entre los dos, una vez quedaron solos. Pero cuando el piloto abandonaba la capitanía, lo hacía con sonrisa compartida con el capitán, un degenerado cabrón que debería pudrirse en el infierno por toda la eternidad. Marcharon a tomar copas, única misión diaria de nuestro capitán, que anda borracho durante casi toda la jornada. Esta misma mañana, a una hora bastante temprana, el piloto español repitió visita en solitario, y a ella fuimos invitados los oficiales del Fijo. Se trataba de preparar una operación de extrema importancia, en palabras de nuestro capitán. Pero la mayor sorpresa nos sacudió cuando, como último invitado, aparecía el teniente de navío Maresca, comandante del bergantín Guanajuato, que ese mismo día debía abandonar la bahía.

—¿Y el piloto Balcázar se encontraba allí de forma voluntaria?

—En efecto, señor, y muy adicto a la causa mexicana en apariencia. Y ya identificado como el piloto de la goleta de la Real Armada Providencia, don Juan María Balcázar. Tras concederle el capitán Lozano la palabra, expuso con todo detalle el plan elaborado por el comandante de la goleta española para hacerse pasar por un buque francés y llevar a cabo una operación encubierta en estas tierras soberanas. Debían recoger una cruz de extraordinario valor, que se mantenía a buen recaudo por parte de algunos españoles fieles a su patria en lugar desconocido. También expuso los movimientos que se habían llevado a cabo bajo sus órdenes en la pasada noche, al mando de un grupo de quince hombres. Tuvieron suerte porque si tal información la hubiese entregado Balcázar en la tarde anterior, podían haber impedido su salida del puerto hacia esta ermita. El único punto débil era que no sabían donde se encontraba esa cruz y, por lo tanto, no sería fácil encontrarles. De esta forma, decidieron que sería más sencillo esperar su regreso a bordo de la Providencia y apresarlos a todos con los tesoros acopiados. El siguiente aspecto era el de prepararse para tomar la goleta cuanto antes, punto que más interesaba al teniente de navío Maresca, que se veía regresando a Acapulco en éxito clamoroso con una magnífica presa a su lado.

Poco a poco, sentía cómo el alma se hundía en el pozo más negro y abyecto que se pudiera encontrar tierra adentro. Quedaba sin palabras, mientras mis pensamientos se dirigían hacia esa preciosa goleta con la que tanto había disfrutado en la mar. Mil preguntas me saltaban en la boca, pero temía escuchar las respuestas. Sin embargo, la suerte estaba echada en negro betún sobre la charca y debía entrar por la baqueta sin remedio.

—¿Atacaron la goleta?

—La operación fue planificada con extremo detalle por el comandante del bergantín Guanajuato. Este Maresca parece ser una persona inteligente y un oficial de mar muy capaz. Expuso su idea con toda claridad. Esta misma mañana y en cupos reducidos, de forma que no se les pudiera divisar desde la goleta española, deberían embarcar dos secciones del Fijo de Monterey en el bergantín. No se trataba de operación complicada, porque una balandra norteamericana separaba visualmente el buque mexicano del español en el fondeadero.

—¿Dos secciones? Nos dijo Balcázar que en el Fijo de Monterey apenas se contaba con una pobre sección de infantería.

—Nada de eso, señor. Les engañó por completo. El Fijo se compone de una compañía alistada al ciento, aunque con lo peor de cada casa en cuanto a mandos y soldados. Pero continúo, si le parece. Una vez embarcados unos cuarenta hombres del Fijo a bordo del bergantín, Maresca ordenó levar las anclas con toda discreción. Los 16 cañones se encontraban cargados de metralla, alistados los de castillo y toldilla a la banda de babor. Tomaron al personal de la goleta española en plena sorpresa. Siendo remolcados por su lancha, parecía que abrían camino para hacerse a la mar. Sin embargo, una vez a la altura de la Providencia, se atocharon a ella con arpeos de fuerza y extrema rapidez. Al mismo tiempo, los cuarenta hombres de la compañía del Fijo pasaban a la borda para apuntar con sus fusiles hacia la cubierta del buque español y los cañones cargados se encontraban preparados para abrir fuego. Maresca, por medio de la bocina, intimó a la inmediata rendición, bajo amenaza de abrir fuego con toda su batería, al menor signo de resistencia.

—Maldito sea ese bastardo y sus descendientes por siempre jamás. En ese caso, ¿se rindieron? —pregunté con el corazón a punto de saltar hacia la boca.

—Los pocos hombres que circulaban por cubierta quedaron sin movimiento, como estatuas petrificadas, ante aquella terrible e inesperada amenaza. Pocos segundos después, el comandante de la goleta salía a la carrera hasta el alcázar, supongo que proveniente de su cámara donde habría sido avisado de la alarma. Al observar el triste panorama, con una veintena de soldados enemigos que ya habían pasado a bordo de su buque con las armas en la mano, comprendió que todo estaba perdido. No obstante, intentó con valor la última treta y comenzó a protestar en idioma francés. Fue el momento..., fue el momento más penoso...

—¿Qué sucedió? —pregunté para ganar tiempo porque imaginaba la respuesta.

—Sin pronunciar una sola palabra, el capitán Demetrio Lozano disparó su arma, un pistoletazo que se marcó a borbotón de sangre en el pecho del comandante. El pobre hombre cayó sobre cubierta como un fardo...

—¿El comandante ha muerto? —Aunque esperada, la noticia me produjo un revés definitivo y harto doloroso—. ¿Está seguro de que ha muerto el teniente de fragata Gavilán?

—Bueno, señor— el guardiamarina se esforzaba ante mi insistencia—, no podría asegurarlo pero...

—Murió con seguridad, señor —intervino el teniente Fajardo con decisión—. El disparo le impactó en el centro del pecho y embadurnó su casaca en rojo. Llegó el cirujano de a bordo a la carrera, pero tras observar el estado del comandante, solamente pudo mover la cabeza hacia ambos lados, pesaroso y compungido. Y también mostró valor a chorros el galeno, porque a pesar de los gritos del capitán Lozano para que se separara del cuerpo, cerró los ojos del cadáver con benevolencia cristiana.

Quedé trastornado de mente y sin palabras. Era difícil aceptar que, al golpe de maza, había perdido no solamente a mi comandante sino a un buen amigo, a una persona extraordinaria a la que mucho había admirado. Me costaba creer que, en unos pocos segundos, debiera aceptar tal sinnúmero de desgracias, que entablaban mi vida en el más terrible de los precipicios. He repetido una y mil veces que la vida del ser humano es como la mar, que de la calma chicha pasa al temporal más furioso sin previo aviso. Y ahora las olas ampolladas en espuma barrían las alas de mi alma a tenazón de muerte. Pero debía reaccionar. Porque una vez muerto el teniente de fragata Gavilán, un pensamiento que todavía me costaba aceptar, quedaba, yo al mando de la goleta Providencia, un barco apresado por las fuerzas mexicanas. Volví a preguntar, ahora de forma mecánica, mientras mis pensamientos corrían al galope por otras vertientes.

—Continúe, caballero. ¿Qué sucedió después? ¿Murió alguien más?

—No, señor. Como le decía, todos a bordo de la goleta quedaron paralizados por el espanto y la evidente amenaza. El capitán Lozano se hizo con la situación a la rápida, con una decisión que no le imaginaba. Sin escuchar las palabras de Maresca, hizo encerrar a todos los hombres de la goleta cubiertas abajo y ordenó cerrar las escotillas a buen, viaje, hasta decidir los pasos siguientes. El teniente de navío Maresca intentó tomar el control de la Providencia, pero no se lo permitió el capitán Lozano con voces en alto. Alegó su condición de comandante de la Capitanía de Puerto y la toma de la presa por sus hombres, para decidir lo que se debía hacer, con lo que acalló las protestas del comandante mexicano. Por tal razón, de entrada decidió instalarse como un príncipe a bordo en la cámara del comandante y sus hombres mantienen a la dotación del buque bien controlados, con guardia armada en las escotillas. El teniente de navío Maresca intentó protestar de nuevo, ahora de forma altiva, pero al comprobar que nada le era posible conseguir, separó su buque y volvió a fondear las anclas en la posición anterior. No obstante, amenazó con enviar un emisario a Acapulco y que las autoridades navales decidieran. Pero mi capitán no está dispuesto a soltar la captura, porque atisba buenos dineros como premio por la presa cobrada.

—Maldito cabrón de pintas rojas. Desearía acabar con él poco a poco y con mis propias manos —dejé volar mis pensamientos más negros y vengativos.

—Bueno, señor, cuando Lozano impartía las órdenes, fue el momento en el que se apareció la suerte hacia nuestro lado, aunque fuera en un pequeño resquicio.

—¿Suerte a favor? ¿Cómo es eso?

—Un soldado, que realiza las funciones de ordenanza bajo mis órdenes, se me acercó para comentarme un incidente que podía ser importante, según sus propias palabras. Me expuso que anoche, cuando regresaba de una fiesta en el caserío de El Llano, a unas cuatro leguas de Monterey, en compañía de otro soldado, habían cruzado camino con un carretón a la altura de La Grupa. Tal y como me expuso los detalles, deduje que se trataba del grupo bajo sus órdenes. Le ordené que tanto él como su compañero mantuvieran silencio porque quería ser yo quien los apresara y cobrar la recompensa. Le prometí un buen premio en plata y algunos días de permiso. Como conocía la posición personal del teniente Fajardo —volvía a señalar con la mano a su compañero—, le expuse por donde se movía el escenario y decidió acompañarme. Por fortuna, todavía la situación a bordo de la goleta, y del bergantín se mantenía confusa, por lo que nos fue sencillo saltar a un pequeño bote y alcanzar el muelle. Tomamos los dos mejores caballos de la compañía y salimos al galope, dispuestos a sacrificar a los animales si era necesario.

—¿Cómo nos han encontrado?

—Bueno, señor, debo reconocer que también la suerte nos ha favorecido en racimo. Solamente sabíamos que se encontraban cerca de La Grupa en dirección, al norte. Pero el piloto Balcázar había comentado que la cruz se mantenía a una distancia corta, inferior a las cuatro leguas. Una vez en el altozano de La Grupa, en tres leguas a la redonda solamente se divisaba esta ermita ruinosa. La Santa Patrona ha debido iluminarnos. Nos acercamos a lo que estimaba como ruinas, aunque no se atisbara movimiento alguno en su derredor. Me encontraba a punto de regresar al camino de las Misiones, para continuar la carrera hacia el norte, porque entendía que la ermita se encontraba desierta, cuando escuché el relincho de unos animales. Fue cuando nos acercamos de nuevo y divisamos el carretón oculto tras la reja, con unos bultos sobre su plancha enmascarados con lonas. Y aunque no respondían a mis golpes en la puerta, comencé a gritar que se trataba de amigos. En fin, que aquí me tiene, dispuesto a ayudarles a escapar.

—¿Escapar? No pienso escapar —aquellas palabras salieron de mi boca con extrema decisión pero sin haberlas pensado siquiera, como dictadas por el corazón—. No es momento de abandonar a mis hombres, ahora que soy su comandante.

—¿No piensa abandonarlos? —Giráldez se dirigía a mí con incredulidad en sus palabras—. Debe recordar, señor, que se encuentran apresados y sin posibilidad alguna. En mi opinión, no le queda más remedio que intentar un escape a la brava por la...

—Nada de huidas, caballero. No es momento de mostrar la blanda de cara o espalda. Intentaré retomar la goleta de las manos mexicanas. Dispongo de quince hombres dispuestos a todo y si morimos en el empeño, al menos lo será con honor y la conciencia tranquila.

—Dispone de diecisiete hombres, señor —dijo el teniente Fajardo sin dudarlo.

—Por supuesto, señor —apoyó el guardiamarina—. Puede contar con nosotros para todo aquello que disponga. Pero cómo piensa...

—Debemos discutir los detalles, pero así de entrada y a fuego cercano, podemos emplear el mismo sistema desarrollado por los mexicanos: la sorpresa.

—Pero será difícil conseguir el imprescindible efecto de la sorpresa en este caso particular, señor. Esta noche les estarán esperando cuarenta hombres del fijo de Monterey en el muelle con los mosquetes cargados a la mano. El fin que persiguen es apresarlos o acabar directamente con todos a tiro limpio. Esas son las órdenes dictadas por el capitán Lozano a su hombre de confianza, el teniente Sampedro, un bastardo más de cuernos altos.

—Como bien dice, caballero, los hombres del capitán Lozano nos esperan en el muelle que se encuentra situado en la orilla sur de la bahía, de donde partimos anoche hacia aquí. Por esa razón, no pienso acudir al muelle en ningún momento. Debemos encontrar la forma de alcanzar la goleta entre las sombras, pero partiendo desde la ribera norte de la bahía.

—¿Desde la ribera norte? En esa costa no aparecen muelles a disposición.

—Pues lo haremos a nado, si no se presenta otra solución a la mano —entonaba en voz baja pero con extrema decisión.

A pesar de exponer los datos con claridad y a la contra, el guardiamarina o subteniente Giráldez parecía pensar. Sin embargo, se le adelantó el teniente Fajardo, con el rostro encendido.

—¡La falúa de don Alfonso! ¿No lo recuerdas, Sebastián?

—¿La falúa de don Alfonso? ¿De quién me habla? —pregunté con rapidez.

—Don Alfonso Espino es el hacendado más rico, poderoso e influyente en el Estado de la California actual —contestó Giráldez—. Antiguo administrador de un noble español, acabó por quedarse con haciendas, ranchos y predios de muchos criollos. Apoyó con toda su fortuna al general Guerrero, que recompensó posteriormente sus servicios de la forma más generosa.

—Vayamos al grano, caballero. ¿Qué es esa falúa de la que hablan?

—Las tierras de don Alfonso limitan con la ribera norte de la bahía. Por tal razón, ordenó fabricar un pequeño embarcadero, más bien un ligero pantalán estacado, hábil solamente para lanchas o embarcaciones menores. Pero como hombre adinerado y con ansias irrefrenables de ostentación, se hizo construir en Acapulco una falúa regia, que amarra en ese pequeño muelle y utiliza para ofrecer paseos marítimos, como él mismo los señala, a sus familiares, amigos o socios.

—¿Es de suficiente tamaño? ¿Cabrían unos diecisiete hombres a su bordo?

—Apiñados en bruto y al roce, por supuesto. Dispone de una vela latina, pero también con el concurso de algunos remos.

—Sería suficiente. —Mis pensamientos continuaban en vuelo permanente, sin parar en descanso un segundo—. Si accedemos a la goleta durante la noche, ¿estima que a bordo dispondrán de una guardia numerosa?

—No lo creo, señor. La mayor parte de los soldados se encontrarán en el muelle, esperando la llegada de su grupo. No sospecharán que hayan sido avisados por nosotros y que puedan alcanzar la goleta desde la ribera norte. A bordo mantendrán la guardia sobre las escotillas, para que los españoles hacinados cubiertas abajo no puedan realizar acción alguna a la contra. Bueno —Giráldez parecía dudar—, si es que no los han trasladado todavía a la prisión en tierra, cuyo destino les espera. Pero es muy posible que esperen a capturar el nido completo, antes de evacuarlos. También emplearán dos o tres hombres más en vigilancia por la cubierta. Pero le hablo con base en simples suposiciones y pensando en cómo actuaría el capitán.

—Como norma general, señor —intervenía el teniente Fajardo, que solía hablar con bastante convicción y autoridad—, los soldados que han quedado asignados al Fijo de Monterey son flojos de voluntad y con escaso espíritu militar. De noche quedarán dormidos al tronco en cuanto el sueño les ataque.

—Por cierto, teniente, quisiera hacerle una pregunta —ahora me dirigía con severidad a Luis María Fajardo—. ¿Por qué traiciona a sus hombres?

—No traiciono a nadie porque ésos no son mis hombres. Por el contrario, fui yo quien me sentí traicionado. Cuando se firmó el Plan de Iguala y el posterior Tratado de Córdoba, creí en el general Itúrbide. Españoles y mexicanos unidos en un mismo nivel y con un monarca español a la cabeza. Sin embargo y como sabrá, todo se fraguó en una indigna traición a España. No comparto esas acciones más propias de bandoleros. Me siento muy español y quiero regresar a España.

De nuevo me mantuve algunos segundos en cavilación de las posibilidades que se nos abrían a las bandas. Nuestra situación era ciertamente desesperada y solamente planes desesperados podíamos considerar. Después de todo, si nos sonaba la flauta de los cielos en cuerdas de favor, bendita sería la suerte recibida del Altísimo. Y en caso contrario, sangre y muerte para propios y extraños. El capitán Blázquez intervino.

—Un aspecto me intriga de forma especial, segundo, dado mi desconocimiento del tema marítimo. Si todo rueda a favor, quiero decir que si conseguimos alcanzar la ribera norte sin ser detectados y con esa falúa llegamos a la goleta y reducimos a los hombres de guardia, ¿podríamos salir a la mar con rapidez?

—Por supuesto, capitán —aunque contestaba de forma mecánica, mis pensamientos navegaban muchas millas avante—. Si consiguiéramos alcanzar la goleta sin ser avistados, lo que ya podemos considerarlo como un éxito clamoroso, tres o cuatro hombres, los más hábiles y decididos, treparían por los cables de las anclas. Deberían eliminar en silencio a quienes anden de guardia por la zona de proa y largar la escala de gato que se encuentra estibada junto a los beques. Por ella subiríamos el resto del grupo. También sería necesario eliminar a todos los soldados del Fijo que se mantengan a bordo, antes de abrir las escotillas para recuperar a nuestro personal. El resto sería faena sencilla. Picaríamos el cable de un ancla, mientras el segundo, una vez cortado, se ayustaba a la codera de la falúa de don Alfonso, si la encontramos hábil para la faena. Con fuerza de remo a bordo de la falúa nos separaríamos la distancia suficiente que nos posibilitara izar parte del aparejo y abandonar la bahía. Una vez que se diera la alarma, supongo que el bergantín Guanajuato sería el encargado de intentar alcanzarnos. Pero con la Providencia navegando con todo su aparejo, podríamos decir adiós a los demonios más enquistados. Todo lo que acabo de narrar es sencillo de palabras...

—Pero muy peligroso de llevar a cabo. Una operación casi imposible, pero de las que elevan el espíritu en gloria —dijo el teniente Fajardo con una sonrisa de triunfo en su boca.

—Desde luego que se trata de un plan muy peligroso, teniente, y con muchas posibilidades de fracasar. Y es fácil colegir que esa negativa solución significaría el paredón para todos nosotros. Pero al menos se trata de una esperanza a la que afirmarse. Pueden estar seguros de que no nos entregaremos en solicitud de perdón.

—Aparece un problema a primera vista de bastante importancia, segundo —apuntó Blázquez con su habitual seriedad y empleo de la lógica—. Esos dos soldados que dieron la noticia al caballero guardiamarina pueden haber contado su experiencia de anoche a otro mando. En ese caso, en cualquier momento pueden aparecer en esta ermita un grupo de soldados.

—Confío plenamente en esos dos hombres, señor. No dirán una palabra, al menos hasta que comprueben que les hemos engañado.

—Eso espero por el bien de nuestras almas. De todas formas —insistía Blázquez con tenacidad—, hemos de recorrer más de tres leguas de distancia. Supongo que emplearíamos el carretón.

—Para acceder a la orilla norte, señor —indicaba Giráldez con rapidez—, a esa zona que llaman la Restinga, la distancia a cubrir sería menor. Deberíamos abandonar el camino de las Misiones a una legua de la ciudad hacia la derecha, y tomar la vereda que atraviesa las tierras de don Alfonso.

—En ese caso, señor, deberíamos descargar la imagen de la Galeona y la cruz del carretón cuanto antes —indicó don Frasquito.

De nuevo los duendes entraron en vuelo permanente por mi cabeza. Era consciente de que, como reza el proverbio castellano, quien mucho abarca, poco aprieta. Pero una vez lanzado ladera abajo y sin retenida, no pensaba apartar uno solo de los objetivos marcados.

—No pienso dejar la cruz y la imagen de la Galeona en territorio mexicano. Esos dos soldados cantarán de plano su información más pronto que tarde, y la Cruz de la Conquista acabaría en poder de ese desalmado capitán Lozano. No puedo imaginar siquiera que esas manos que asesinaron al teniente de fragata Gavilán, se hagan cargo de la cruz. Pero comprendo que sería misión imposible embarcar ambas piezas en la falúa. De forma especial, izarlas a bordo durante la noche, cuando el humo nos corre por las posaderas y debemos abandonar la bahía con espuma a popa. Al menos, podríamos intentar portar la cruz, aunque el padre Cristóbal sea capaz de fulminarnos con sus amenazas.

—Bueno, señor, también la cruz ofrece un peso notable —apuntó don Frasquito—. Puede ser un obstáculo porque debería ser izada a bordo con un aparejo.

—Tiene razón —desesperaba en mis higadillos de incapacidad—. ¡Por todos los demonios, que no encuentro salida posible a la mano! Después de todo, lo perfecto es enemigo de lo bueno y razonable.

—Puede ser un riesgo excesivo e innecesario abarcar tanto objetivo, segundo —apuntó Blázquez—. ¿Por qué arrostrar un nuevo peligro, que multiplicará la dificultad de la empresa principal? Debemos conformarnos con recuperar la goleta, que ya es una meta difícil de alcanzar.

—No olvide, capitán —contesté con dureza—, que el traslado de esa cruz proviene de una orden dictada directamente por Su Majestad a la Real Armada.

Se hizo un silencio espeso e incómodo. Nadie parecía dispuesto a romper el frasco de fuego, hasta que el caballero Giráldez entró a la brega con inesperada convicción.

—Puede que se nos presente una posible solución, señor —entonaba con una seguridad desconocida en él hasta el momento.

—¿A qué se refiere en concreto, caballero? —pregunté al disparo.

—Unas treinta millas hacia el norte, se abre una pequeña ensenada que denominan como bahía de los Pinos. Es muy poco utilizada porque aparece una laja muy aguda en mitad de su bocana. Solamente presenta acceso estrecho por su parte sur, aunque por la norte se cierre con piedras y solamente las embarcaciones menores pueden atacar dicho paso. Además, se trata de un fondeadero muy malo con piedras en quite, razón por la que ningún buque suele tomarla. Sin embargo, la goleta podría entrar en ella por la boca sur y acercarse lo más posible a la orilla. Mantenida al pairo, daríamos la lancha al agua y recogeríamos las piezas. Con el carretón se puede acceder desde tierra hasta la playa. Debe encontrarse a unas seis leguas desde La Grupa, siguiendo el camino de las Misiones, hasta el momento de salirse a la izquierda para atacar la bahía por tierra.

—Una maniobra complicada, sin duda. Y no sólo para la goleta, sino también para el carruaje —mentía porque en aquel momento me sentía feliz, al comprobar la posible luz al final del túnel—. ¿Quién podría conducir el carretón hasta allí? Debe ser alguien que conozca el camino con seguridad.

—Yo puedo hacerlo, señor.

Por primera vez alzaba la voz el hermano Baldomero con una inesperada seguridad en el tono de su voz. Intenté descifrar los rastros en su cara. No podíamos confiar en un desconocido, aunque se tratara de persona entregada a la Iglesia y a favor de que las piezas fueran trasladadas a España. Podía entrar en traición. Y no me refería solamente a que decidiera amparar para el talego propio la cruz, sino a que nos delatara a los soldados.

—No será operación sencilla trasbordar la imagen a la lancha desde la playa —don Frasquito entraba en conjeturas de contramaestre—. Solamente en el caso de que estuviéramos determinados a perder el carretón, introduciéndolo en el agua hasta su máximo nivel y que las aguas casi besaran su plataforma.

—Me importa un carajo que el carruaje acabe destrozado en la playa —aseguré sin vacilación—. Con la muestra que el contador le entregó al marchante Gálvez, dispone de fondos suficientes para fabricar uno nuevo. Se le concedieron nada menos que tres luises de oro. Ya sé que se trata de una operación complicada en su conjunto. Sin embargo, entra dentro de lo posible. Y en estos momentos, queramos o no, nos movemos en simples posibilidades. ¿Conoce bien esa bahía, hermano Baldomero?

—¿La bahía de los Pinos? La conozco al dedillo, señor, y podría navegar por ella durante la noche. Antes de entrar como novicio —dudó ligeramente antes de proseguir—, solía acompañar a mi padre en su falucho dedicado a la pesca. Y, precisamente, por el peligro que acecha a esa bahía, entrábamos durante las anochecidas para descargar...

—Contrabando —aseguré por derecho.

—Bueno, señor, podría..., podría Llamarse así. Es muy difícil vivir solamente de la pesca.

—En estos momentos me alegro de que se dedicaran al contrabando, hermano Baldomero. Es una bendita suerte que conozca esa bahía. No obstante, alguno de nuestro grupo debería acompañar al hermano Baldomero.

—Uno de los marineros podría hacerlo sin mayor esfuerzo, señor —dijo don Frasquito—. De esa forma, podría preparar en la playa los aparejos que amparamos en el carretón para el transbordo.

Entendí por la mirada del contramaestre que, al mismo tiempo, el marinero también, podría cuidar de la fidelidad del novicio. Sin embargo, nos cayó la moscarda a la contra cuando el capitán Blázquez largó una perdigonada más.

—Creo que olvidamos un punto de vital importancia, segundo. Sin carretón a disposición, ¿cómo nos trasladaremos durante la noche hasta ese embarcadero que llaman de don Alfonso? Disponemos de dos caballos solamente. Y una marcha alargada en más de tres leguas a pie, con necesidad de alcanzar el destino en escaso tiempo y sin descansos, puede ser faena excesiva para algunos hombres.

El capitán Blázquez tenía razón. Una piedra más que se aparecía en el camino, y de generoso tamaño. De nuevo, por más que pensaba, no encontraba ni una lejana solución. Porque no podía obligar a mis hombres a cubrir más de tres leguas a la carrera, para llevar a cabo a continuación una empresa de muerte en la que entrarían extenuados. Pero de nuevo la Patrona nos largó el cable, y también en este caso de la mano del hermano Baldomero.

—Bueno, señores, también desde la ermita podemos echar una mano en este aspecto. Aunque pobres como ratas, disponemos de una pequeña carreta, que solemos denominar como la galera de Nuestra Señora. La empleamos para recoger las limosnas que nos permiten subsistir. No es más que una especie de carretela con un ligero parasol de lona y escasa cabida. Pero sería, posible desembarazarla del toldillo y que los hombres se apiñaran en su plancha, aunque debieran mantener los pies en el aire. Podrían caber todos, pensando en el auxilio de los dos caballos.

—¿Dónde se encuentra ese maravilloso artefacto, hermano? —De nuevo la luz cegaba mis ojos.

—Habrán podido observarla porque se encuentra detrás del carretón en estos momentos. Pero se presenta un ligero problema para poder emplearla...

—¿Un problema más? Por todos los dioses de la mar y sus crías. —Me moví casi desesperado—. Cada vez que atacamos una solución, aparece una negra en la esquina.

—Bueno, señor —el novicio parecía excusarse—, el problema es que la mula tiene más años que el padre Cristóbal y no podría con tanto peso. Pero podríamos efectuar un cambio muy positivo. Ya que el carretón solamente ha de transportar las piezas y dos hombres al pescante, sería posible cambiar la mula vieja por una de esas dos de relumbrón que embridaron al carretón.

—¡Me parece una solución perfecta! —exclamé, decidido en varas—. En ese caso, podemos intentarlo.

—Mil factores deberán soplarnos a favor, para pensar siquiera en que se nos presente una mínima posibilidad de éxito, segundo —indicó Blázquez con la necesaria sensatez y una sonrisa medio perdida—. No quiero presentar solamente cuadros negros, aunque alguien debe desempeñar ese papel. Deberíamos analizar muy a fondo las posibles contras. En primer lugar, hemos de movernos durante la noche hasta el embarcadero de la orilla norte. Para conseguirlo, es necesario que no hayan desplazado rondas en los caminos de acceso a Monterey. Después, será necesario apoderarnos de la goleta sin producir un mínimo ruido, que alerte a los soldados que pasaron al muelle. También...

—Soy consciente, capitán, de que jugamos la partida a una carta solamente del mazo completo. Conozco perfectamente los mil problemas que hemos de afrontar. Pero se trata del único camino honroso que nos queda a la vista. Debemos recuperar la goleta Providencia de la Real Armada, vengar la muerte indigna de nuestro comandante y embarcar las dos piezas para su traslado a España. ¿Una sola posibilidad entre mil? Es posible, pero me aferro a ella con arpeos de fuego. Nuestra Señora del Rosario no puede fallarnos en esta ocasión, en la que luchamos por ella. Como deberemos comenzar la operación con las luces perdidas, nos queda tiempo para pensar una y otra vez en todos los detalles e intentar perfeccionar el plan. Pero comamos algo y bebamos, si nos queda material en las bolsas. Decía muy sabiamente el teniente general de la Armada don Antonio de Escaño que con el estómago vacío no se puede hacer la guerra.

—Quedan bastantes alimentos, señor— apuntó don Frasquito—. Embarcamos en el carruaje suficiente cantidad, por si debíamos aguantar una jornada más.

—Pues reparta entre todos lo que sea posible. Y los que hemos formado este grupo de pensadores, repasemos el plan nocturno al mínimo detalle una y mil veces si es necesario. Les recuerdo que en esta empresa nos jugamos la vida y el honor propio. Habrá que entrar en la cueva del oso sin concesiones de ningún tipo.

—Un oso peludo y cabrón, que hemos de ajusticiar —el hermano Baldomero pronunciaba las palabras con reconcentrado odio, lo que mucho nos extrañó en persona ligada a la Santa Madre Iglesia.

—Cortaremos los huevos al oso de cuajo doloroso. Y se los enviaremos con postas a la puta madre que lo trajo al mundo —apunté como descarga final.

De pronto, en ese vaivén mental al que andaba sometido durante la última hora, entendí que me encontraba eufórico y optimista, como soldado que ha escapado a una matanza cierta, y espera alcanzar el camino de su seguridad. Es muy probable que, en aquellos momentos, me cegara la posibilidad del éxito en una empresa que, en verdad, no mostraba muchas salidas doradas. Pero no quedaba más remedio que tomar la marea que nos ofrecían desde los cielos, aunque nos entraran, las olas con crespones negros. Disponía de un conjunto de hombres magníficos, fuertes y preparados para entregar el alma si era necesario. Nos jugábamos mucho en la empresa, comenzando por la propia vida. Pero también se presentaba un futuro con ciertas esperanzas y a esa baliza debíamos amarrarnos con pernos de fuego. Ninguno podía fallar en aquel momento decisivo. Por la Real Armada, por España y en recuerdo del teniente de fragata Gavilán.

La goleta Providencia
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_087.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_088.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_089.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_090.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_091.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_092.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_093.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_094.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_095.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_096.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_097.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_098.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_099.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_100.xhtml