9 Don Ángel Laborde
En mi anterior y única estancia en la ciudad de La Habana, por triste que sea de aceptar, solamente había conocido el hospital que, bajo el generoso amparo del capitán general, dirigían las santas hermanas de la Caridad. Porque desde dicho establecimiento había pasado directamente al navío Asia para mi forzoso traslado a la Península, todavía en periodo de recuperación, y con evidentes problemas en el pecho. De esta forma, ahora pisaba por primera vez el arsenal habanero y desconocía por completo su recorrido. Por fortuna., las indicaciones del piloto Desaltres, que se mantuviera destinado en el complejo industrial durante bastantes años, me sirvieron, para localizar la jefatura del Apostadero con cierta facilidad.
Cuando por fin me hicieron entrar en la sala de trabajo de quien obraba como segundo jefe del apostadero de La Habana, el capitán de navío don Ángel Laborde saltó de su silla para acercarse hacia mí con los brazos abiertos y una sincera sonrisa en el rostro.
—El alférez de navío Francisco de Leñanza en persona. Por todos los santos mártires, que se trata de una muy agradable sorpresa. Bien sabe Dios que me alegro mucho de volver a verle, muchacho.
Me ofreció un largo y apretado abrazo, en el que me sumergí con cierto orgullo mientras intentaba recitar la fórmula de ordenanza y cortesía. No podía olvidar mis dos años bajo su mando a bordo de la fragata Ligera y que fuera él, precisamente, quien, me propusiera para el ascenso al empleo de alférez de navío por méritos propios contraídos a bordo. Y se trataba de un jefe admirado por todos sus subordinados sin medida ni excepción, al tiempo que temido en varas altas por los enemigos rebeldes de Tierra Firme e islas antillanas. Se separó de mí un par de cuartas para observarme con mayor detalle, sin aflojar la sonrisa una pulgada, como si recibiera a un hijo medio perdido.
—Bendita sea nuestra Señora del Rosario. Ya veo que se ha repuesto al completo. Cuando lo saludé por última vez en el hospital, ofrecía una estampa bien diferente. Por entonces se movía con las costillas rotas, falto de respiración, mandíbula partida y el cuerpo enmagrecido con visos de evidente peligro. Le ha acompañado la suerte largada por la Patrona, que siempre necesitamos en nuestra carrera. Pero tome asiento a mi lado y cuénteme de su vida —me llevó prendido del brazo hasta un sofá, cercano a un ventanal corrido—. Por cierto y como simple curiosidad: ¿volvió a ver a la preciosa jovencita, que rescatamos con su familia en el muelle de La Guayra entre cañonazos enemigos? Según creo recordar, quedó locamente prendido de sus encantos al primer vistazo.
—No sólo la vi, señor, sino que matrimonié con ella en el pasado mes de diciembre. Y en estos momentos espera un hijo que nacerá, si Dios así lo quiere, en el próximo mes de octubre.
—¡Por las barbas del dios Neptuno! ¡Qué rapidez! El pequeño Leñanza con obligaciones familiares y heredero a la vista. Bueno, no es malo tomarse la vida a tranco largo, que en la mar todo se corre a inesperada velocidad. Le felicito de todo corazón. Supongo que llega a La Habana embarcado en ese bergantín, cuyo fondeo he observado desde la terraza cuando me dieron aviso. Por sus perfiles deduzco que debe tratarse del Aquiles. Ha conseguido regresar a las Antillas con cierta rapidez, tras su periodo de convalecencia.
—Bueno, señor, llego a La Habana embarcado en el bergantín Aquiles, en efecto, pero en situación de transporte y calidad de correo. No pertenezco a su dotación. La encomienda oficial consiste en entregar esa voluminosa carpeta que acabo de depositar sobre el velador —la señalé con la mano— al comandante general del apostadero de parte del señor ministro de Marina, que me nombró personalmente para tal misión. Según parece, se trata de documentos de necesaria confidencialidad, que he de depositar en sus manos cuanto antes. Creo que incluso incorpora alguna nota personal de Su Majestad.
—¿Un alférez de navío en situación de transporte como correo personal del señor ministro? —Laborde enarcó las cejas en signo de clara interrogación y sorpresa—. Por las toninas verdes, que no contemplo una actividad semejante desde hace bastantes años. Muy importantes han de ser esos documentos, aunque tal función podría haber sido llevada a cabo sin mayores complicaciones por el comandante del bergantín Aquiles.
—Bueno, señor —decidí entrar de lleno en la orza de manteca, por lo que miré a mi alrededor para comprobar que nos encontrábamos a solas—, el hecho de actuar como correo con esta carpeta para el general Gastón no es más que una sencilla tapadera de la realidad. No se trata de la misión principal que me trae hasta vos.
—¿Tapadera dice? No comprendo nada. ¿A qué se refiere? —Laborde me dirigió la mirada en clara actitud de sospechosa intriga.
—Cuando me presenté en la secretaría de Marina para dar por finalizado el periodo de convalecencia concedido, intentaba que me pasaportaran hacia Cádiz para embarcar en cualquier unidad que saliera a la mar con destino a las Indias. Pero allí mismo crucé pasos con el señor ministro. Al observar la pérdida del brazo, me hizo algunas preguntas, estimo que por pura curiosidad. Y como una casualidad más de las que el destino nos ofrece, resulta que había sido compañero y buen amigo de mi abuelo, cuando marinaban las pequeñas lanchas cañoneras en el Gran Sitio de Gibraltar. Charlamos en su gabinete durante algunos minutos. Fue entonces cuando, de sopetón y sin pasos previos, decidió ofrecerme una comisión de la máxima importancia, reserva absoluta y ordenada directamente por Su Majestad. Ya se puede figurar la agitación de nervios que sufrí al escuchar aquellas palabras. Sin que aparezca jamás ninguna orden o comentario por escrito, debo trasladarle de palabra todo lo que el señor ministro me expuso con exactitud, solamente para los oídos del capitán de navío Laborde, según su propia decisión. Asimismo, debo hacerle entrega de este pequeño mapa que, según entiende el señor ministro, a nada compromete —saqué el pliego doblado del interior de la casaca para ponerlo en sus manos—. Como le decía y es fácil imaginar, fui el primer sorprendido al haber sido escogido para tan importante misión. De esta forma, mis precisas instrucciones se resumen en que debo enterarle de esta historia que le afecta directamente, antes de entregar la carpeta con esos especiales y preparados documentos al general Gastón. Un conjunto de pliegos que, le aseguro, no conforman más que una simple tapadera de mi verdadera misión.
—Cuánto trabajo para enmascarar una operación, que debe presentar una muy especial envergadura, sin duda. Pero, antes de que entre en el meollo de la cuestión, ¿por qué a mí? Apenas conozco al capitán de navío Salazar, ni me mantuve jamás bajo sus órdenes. —Parecía disponerse con claridad a la defensa, mientras ojeaba ligeramente el mapa alzado a mano.
—Una fácil respuesta, señor. Habéis sido elegido por el ministro y por Su Majestad como responsable único y principal de esta misión, a la que se concede especial importancia a nivel nacional. Tanto Su Majestad como el señor ministro os conceden carta blanca para acometer el asunto, por encima de cualquier autoridad civil o militar y sin restricción alguna. Pero al mismo tiempo, os hacen responsable directo y principal. Puede estar seguro de que el capitán de navío Salazar os tiene en especial y muy alta estima. Así me lo comentó con detalles.
—¿Especial estima a mí? —De nuevo señales de extrañeza e inseguridad en su rostro—. Bueno, Leñanza, tomemos el toro por los cuernos de una putañera vez. Largue esa información de llano, que ya los cuervos comienzan a picar en mis sesos al rondón.
—Supongo que nadie... —Miré de nuevo a mi alrededor, para comprobar que las dos puertas de comunicación se mantenían cerradas.
—No exagere la nota, Leñanza, que nadie puede escuchar nuestra conversación.
—No estime que desconfío, señor. La pura verdad es que así se me obligó por parte del ministro. Pero comenzaré con la narración.
Creo que no dejé una sola letra en el tintero. Bien saben los cielos que me había repetido mentalmente una y mil veces la conversación mantenida con el señor ministro, tal y como la debía traspasar a Laborde, con la mayor exactitud posible. Mi antiguo comandante mantenía el rostro imperturbable mientras desgranaba la información almacenada en mi cerebro, aunque a veces abriera los ojos al palmo, como si le costara creer como cierta la información que escuchaba de mi boca. Y llegué al término casi con fatiga, mientras los duendes comenzaban a barajar mis venas al cuarterón. Laborde se mantuvo en silencio durante alargados segundos, sin apartar la mirada una sola pulgada de mi rostro, como si deseara hurgar en mis más escondidos pensamientos.
—Una historia más propia de obra literaria bizantina. Creo en sus palabras porque le conozco bien, Leñanza, y lo tengo catalogado como un extraordinario oficial, leal y sin pliegues de ningún tipo. Sin embargo se trata de una historia fascinante, pero difícil de estimar como verdadera, al menos en alguna de sus vertientes. Su Majestad ha decidido llevar a cabo una operación encubierta en el interior de Nueva España, del nuevo Estado mexicano debería decir, un terreno claramente enemigo en estos días, para recuperar una cruz. Bueno, puedo mostrar mi acuerdo en que esa Cruz de la Conquista ofrezca un valor patrimonial, cultural y moral muy elevado, posiblemente extraordinario, incluso desde un punto de vista puramente material. Pero no deja de adquirirse un riesgo muy difícil, de asumir, incluso oneroso. —Pareció pensar durante unos pocos segundos, antes de continuar—. Según corren las malas lenguas, y queden estas palabras entre nosotros, nuestro Señor don Fernando es extremadamente aficionado a coleccionar gemas de alto valor. La verdad y en confianza, amigo mío, es la única razón que puedo entrever entre la bruma como posible explicación, a lo que considero como una decisión un tanto estrafalaria.
—Creo que ese mismo pensamiento anidaba en el pecho de nuestro ministro, señor, aunque no entrara con detalles. Me refiero a la atracción de nuestro Señor por las gemas de alto valor. No obstante, le aseguro que me repitió una y mil veces que se trataba de una misión de importancia capital para la patria, impuesta personalmente por Su Majestad.
—Impuesta por Su Majestad, en la que se jugarán la vida bastantes hombres, especialmente aquellos que deban moverse tierra adentro sin su uniforme reglamentario. A cualquier miembro de la Armada se le puede exigir la vida en defensa de la patria sin dudarlo. Pero solamente en defensa de la patria. En este caso, hemos de aceptar que esa cruz es parte principal e impórtame de la Nación española.
—Así es, señor.
—Mire, Leñanza, no conozco al ministro Salazar en persona, de ahí mi desconcierto inicial el haber sido elegido por su mano para echar avante esta difícil y peligrosa encomienda. Sin embargo, he oído hablar bastante de él y leído sus obras sobre el estado de la Armada, esas que aparecieron en forma de carteo bajo del pseudónimo de Patricio Valeriano. Aunque fuera criticado por muchos, las encontré muy buenas y acertadas. En mi opinión, no tiene un pelo de tonto y es consciente de que se juega el puesto o algo más en esta difícil coyuntura, a la que se ha visto abocado de bruces por el simple capricho de Su Majestad. Si le falla a nuestro Señor, saldrá en destierro pocas horas después.
Laborde abandonó el asiento para llevar a cabo un ligero paseo por el gabinete. Como lo conocía bien, sabía que su cerebro trabajaba al ciento y con evidente compromiso. Por mi parte, mantuve la postura sin mover un solo dedo ni cambiar las escenas del pensamiento. Sabía que, en las próximas horas, se decidiría mi futuro y los nervios comenzaban a recorrer tripas en silencioso lagarteo. Por fin, el segundo jefe regresó a su asiento. Me ofreció una palmada en el hombro de forma amistosa e inesperada.
—Bien, amigo mío. Ya veo que sois voluntario para embarcar en esa goleta como segundo comandante.
—Por supuesto, señor. Voluntario y encantado de llevar a cabo la circunnavegación del continente americano —expuse mis deseos con especial decisión.
—Sois un valiente, Leñanza, no me cabe duda. Bueno, ya pude comprobarlo cuando le amputaron el brazo a bordo de la fragata Ligera, sin una gota de láudano a disposición. Sin embargo, seamos sinceros. La falta de un brazo puede ser un obstáculo, cuando por tierra adentro deba...
—Señor, creo que he demostrado desempeñar las funciones asignadas a todo oficial de guerra con un solo brazo, sin merma en mis acciones a la vista —por primera vez interrumpía la parla de un superior, pero aquellas palabras me salieron del alma—. Al general Blas de Lezo le faltaba un ojo, un brazo y una pierna. Sin embargo, supo defender Cartagena de Indias y nuestro imperio ultramarino contra los ingleses. Perdone que haya interrumpido sus palabras, señor, pero considero que el corazón es más importante que los brazos.
—Razón os sobra en ese último comentario. Ya veo vuestra pasión por alcanzar ese destino. Y lo comprendo perfectamente porque sería la mía a vuestra edad. Podéis quedar tranquilo, Leñanza, porque precisamente yo no se lo podría negar. Pero hemos de tomar algunas acciones de forma inmediata.
—¿Os referís a la goleta Providencia, señor?
—Todavía no. Ya llegará ese momento. Por fortuna, la goleta se encuentra amarrada de firme en el arsenal. Y por pura casualidad. Pensaba que saliera a la mar en comisión de guerra la pasada semana. Se canceló para que esperara a convoyar dos fragatas mercantes, que se encuentran en trabajos de carga. Pero me refería a otro tema que me preocupa. No podemos dejar aislado de esta peligrosa badana al jefe de escuadra Gastón.
—¿El comandante general? Comprendo su postura, señor, que sería la habitual en cualquier operación. No obstante, por mi parte me limito a exponerle las directrices del ministro, muy claras y estrictas en ese sentido. Quería que solamente vos, el comandante de la Providencia y yo estuviéramos al tanto de la misión. Bueno, en el caso de que... de que decidierais que asumiera la segunda comandancia de...
—Creo que ese apartado lo hemos dejado aclarado al ciento y pasa, Leñanza. Podéis quedar tranquilo. Si no surge algún avispero a la contra, seréis nombrado segundo comandante de la goleta Providencia. Pero regresando a lo que deseaba exponerle, podemos comprobar con claridad que el ministro Salazar se ha movido poco en destinos de trabajo con unidades de mar, especialmente en Indias. Si dejáramos al general Gastón en desconocimiento completo del asunto, no podríamos llevar a cabo con la necesaria exactitud y máxima eficacia algunas acciones que estimo de obligado concurso. En esta extraña y un tanto aventurera empresa, debemos acaparar a la mano y en favor propio todo lo que sea positivo, al tiempo que no aceptamos ningún factor a la contra. Además, el hecho de dejar al general Gastón fuera del juego en su terreno y bajo sus faldas sería una tremenda deslealtad por mi parte que no estoy dispuesto a aceptar.
—Lo comprendo, señor.
—¿No le dijo el ministro que todo quedaba a mi libre decisión? ¿Qué me ofrecía carta blanca en el asunto? Pues así será en todos los aspectos desde este momento, en el que me doy por enterado de la orden del ministro y de Su Majestad. Mi primera decisión será que me acompañe, para hacer entrega de esa carpeta cojonera al general Gastón. —Volvía a señalar el velador cercano—. Pero al mismo tiempo, lo pondremos al tanto y con todo detalle de la real encomienda, que así podemos denominarla, con la necesaria reserva que comprenderá fácilmente.
—Si así lo decide, señor, no hay más que hablar. Como dice, el ministro le ha dado carta blanca en todas las medidas que se hayan de tomar por el bien de la empresa. Por mi parte, estoy a sus órdenes en este asunto mientras lo estime oportuno.
—Muy bien. Después llegará el momento de pensar en la goleta Providencia con cierto detalle. Me refiero a las acciones que será necesario acometer en ella, para que se haga posible emprender esta misión con las mayores garantías.
—¿Acaso se encuentra en mal estado? ¿Necesita llevar a cabo algunas reparaciones?
—No me refería a ese apartado, aunque también deberemos tenerlo en cuenta en su momento, especialmente en cuanto a aparejo y artillería. El ministro Salazar es bastante inteligente y parece que lo comprendió al primer segundo, sin haber visto siquiera un simple grabado de esa goleta. Tan sólo dispone de una somera descripción en el parte que elevé por conducto reglamentario. Porque estoy de acuerdo en que se trata del buque ideal para echar avante con esta operación. No creo que existan muchos barcos en los cinco mares capaces de dar caza a la Providencia con cualquier tipo de viento. Y si se le realizan algunos retoques, pensando en que le sea dado alcanzar su máximo andar, posiblemente ninguno. Pero también será necesario escoger la dotación con lupa y hombre a hombre. La discreción máxima es un factor determinante en la empresa, sin duda. Pero al mismo tiempo, cada hombre debe ser el idóneo para ocupar su puesto en la goleta. Deberíamos relevar algunos cargos y rellenar su dotación en conveniencia.
—¿Desconfía de alguno, señor?
—No se trata de desconfianza sino de seleccionar al mejor para cada destino a bordo. Bueno, si es que aparecen entre lo que se mueve por esta isla. Y en primer lugar, deberé encontrar el comandante adecuado.
—¿El comandante? Entendía que el actual...
—El comandante actual, teniente de fragata Alfonso Ruiz Ibáñez, es buena persona y oficial experimentado, pero no el que debe comandar la goleta Providencia en esta especialísima misión. Lo he tenido bajo mis órdenes durante algunos años y lo aprecio bastante, pero conozco sus limitaciones. Presenta buenas condiciones como hombre de mar, pero con demasiados años de servicio a la chepa, lento en sus pensamientos y con escasa arrancada. Pero ya llegaremos a ese punto. De momento, debemos abordar al comandante general y exponerle la situación con la verdad entera por delante. ¿Me comprende, Leñanza? Sin dejarnos pliego alguno en la capa.
—Lo entiendo, señor. Mi lealtad se encuentra entablada a su servicio.
—Se lo agradezco.
Con la decisión que lo caracterizaba, el capitán de navío Laborde abandonó el asiento. Al tiempo que retocaba su casaca en orden, señalaba la carpeta con la mano en clara indicación. Me acerqué hasta el velador para tomarla bajo el brazo, acción poco sencilla, que intenté amparar con entera normalidad. Pero ya quien se había convertido de nuevo en mi jefe abría la puerta para salir al pasillo. No obstante, recordé un último detalle.
—Perdone, señor, pero debo ofrecerle un dato más que he olvidado y puede ser de interés.
Laborde cerró la puerta, al tiempo que se giraba hacia mí con gesto de interrogación.
—¿Algo más? Creía que lo había memorizado todo punto por punto. Vamos, avante con la saga.
—No se refiere a la historia en sí, señor, sino a un detalle posterior. El ministro me entregó una respetable cantidad de monedas de oro, llegadas directamente de Su Majestad. Las distribuyó en cuatro pequeñas taleguillas, que llevo ajustadas por dentro del cintón. Me expuso que podían ser necesarios en cualquier momento de apuro.
—¿Su Majestad ofreció un bolsón con monedas de oro? Toda una novedad.
—Luises, señor.
—¿Luises de oro? Hace mucho tiempo que no veo una de esas monedas. Desde luego, queda claro que don Fernando concede especial importancia a esta empresa. Porque es conocido en el mundo entero que de su mano no suele salir ni un ochavo de forma voluntaria. Bien, manténgalos a buen resguardo. Es cierto que, llegado el momento, pueden ser necesarios y salvar posibles obstáculos. Ahora vayamos a visitar al general Gastón.
Por fin, salimos al pasillo. Sabía que el gabinete del comandante general del apostadero se encontraba en el piso superior y seguí los pasos de quien, una vez más, había mostrado su máxima confianza en mi persona.
Debo reconocer que me sentía plenamente feliz, aunque todavía zumbaran al negro en los oídos esa reticencia inicial del capitán de navío Laborde, debido a la falta de mi brazo. Esperaba que no regresara jamás a las mismas dudas. La goleta Providencia se agrandaba en sueños azules por mi cerebro poco a poco. No podía perder esa estrella, cuya estela afirmaba con pernos de fuerza en el pecho.
* * *
Nada más acometer el gabinete del jefe de escuadra don Miguel María Gastón de Iriarte, me llamó la atención su aspecto. Cercano a entrar en la estadía del sesentón, mostraba sin embargo el cabello todavía muy negro, perfilado en orla alrededor de su rostro redondo de forma un tanto infantil. De baja estatura, se le apreciaban carnes de bulto en cualquier parte del cuerpo donde se posara la mirada, con la faja en extraordinaria función de mantener encorsetado lo que parecía difícil constreñir. Sin embargo, el movimiento de los ojos y su penetrante mirada denotaban una especial vivacidad y astucia, incluso con algunos signos de sospecha permanente. Una de esas miradas que te hacen recoger por corto el faldón en defensa propia. Por fortuna, parecía que la relación con su segundo era excelente y le concedía la mayor de las confianzas, tanto profesionales como personales. Antes de que pudiéramos elevar una sola palabra, el comandante general le espetó con fuerza y sonrisa embozada.
—¿A quién me traéis hoy en visita de cortesía, Laborde? Os temo como al diablo porque sois un inagotable cajón de sorpresas. —El general sonreía ahora con benevolencia, posiblemente divertido con la escena que se le presentaba—. Como mi memoria todavía es buena, y a la vista de la manga del brazo en percha de este joven oficial, deduzco que se trata del alférez de fragata que perdió su extremidad a bordo de la fragata Ligera y casi muere posteriormente con los pulmones aplastados. Recuerdo que me lo propuso para su inmediato ascenso, lo que compruebo a la vista como promoción concedida. Creo que se llamaba Leñanza, hijo del jefe de escuadra Santiago Leñanza. ¿No es así?
—En efecto, señor. No se os pasa un detalle entre páginas. Le presento al alférez de navío Francisco de Leñanza, un magnífico y valiente oficial, a quien tuve el placer de tener bajo mis órdenes en la fragata Ligera. Acaba de arribar desde la Península a bordo del bergantín Aquiles.
—Con el debido respeto y subordinación, quedo a las órdenes del señor general —musité a la baja.
—Un Leñanza más en la mar. Coincidí con su padre cuando rendimos la escuadra del almirante Rosily en aguas de la bahía gaditana, en los primeros días de la guerra contra el francés. Parece que sois valiente como vuestro progenitor. Veo que amparáis una voluminosa carpeta bajo el brazo. Y como observo balduques lacrados en cierre, debe tratarse de material importante y muy reservado.
—En teoría, señor, llega embarcado en el Aquiles en calidad de transporte. Actúa como correo del señor ministro para vuestra autoridad con bastantes legajos confidenciales en esa carpeta.
—¿Un oficial de guerra en misión de correo? Por todos los cielos cerrados al copo, que se trata de una inesperada novedad. Tal sistema no se utiliza desde hace muchos años. Pero si no he escuchado mal, Laborde, habéis dicho «en teoría». Como le conozco bien y no suele lanzar cebo al agua sin oportuna razón, supongo que alguna marea se mueve tras los cascos. No comprendo el significado de esas palabras. ¿A qué os referís?
—Bueno, señor, además de entregarle este novedoso y pesado carpetón por orden del señor ministro, el alférez de navío Leñanza debe narrarle una... digamos que una historia un tanto peculiar.
—¿Peculiar? Esa palabra significa privativa de una persona y no me cuadra al momento y la ocasión. Repito una vez más que os temo, Laborde. —De nuevo amparaba una sonrisa abierta—. ¿De quién hablamos? Vamos, segundo, entre al trapo largo de una vez sin más rodeos.
—Leñanza —ahora Laborde se dirigía a mí con seriedad en el rostro—, por favor, exponga al general las palabras que le cursó el señor ministro.
Sin esperar un segundo más, me lancé a narrar por segunda vez en escasos minutos la historia grabada a tachón en el cerebro. Sin embargo y en este caso, el general Gastón accionaba las manos con cierto nerviosismo y endurecía el gesto, conforme avanzaba lo que ya consideraba como un mitigante cuento de mi propiedad. Cuando rematé la parla, el comandante general del apostadero se mantuvo en escrupuloso silencio, como si esperara que continuara un poco más. Por fin y tras golpear suavemente con los puños sobre la mesa, expuso sus primeras palabras, dirigidas hacia mi persona.
—¿Eso es todo?
—Así es, señor general.
De nuevo transcurrieron unos ligeros segundos, con el rostro del general Gastón entrando en cuadros de cierre y con auspicio de malos vientos. Por fin, reventó la tinaja.
—¡Que baje nuestro Señor Jesucristo de la santa cruz y me explique por llano esta maldita badana! ¡Yaya un carajo montado en brisote! De modo que es deseo del señor ministro y de Su Majestad Católica mantenerme al margen de esta historia, más propia de narraciones novelescas. —Accionaba los brazos como un peligroso molinete—. He de declarar con entera sinceridad que la encuentro un tanto descabellada y con escaso crédito. Pero ¿qué pensaban esas altas jerarquías? ¿Que el segundo jefe del apostadero ordenara una comisión a una goleta sin mi necesario conocimiento? El ministro Salazar, además de un absolutista endemoniado, parece escaso de entendederas o no conoce cómo funciona el sistema orgánico del mando.
—Muestro mi acuerdo con sus palabras, señor —Laborde entraba al trapo con decisión—. Por esa razón le dije a Leñanza que la primera acción a acometer sería la de ponerlo al corriente y con todo detalle, aun infringiendo las órdenes recibidas.
—Infringiendo órdenes recibidas. ¡Hay órdenes que no se pueden formular siquiera! No me gusta nada esta misión que nos ha caído del cielo o, más bien, desde el infierno. Porque solamente puede aparejar males e inconveniencias contra nuestras personas, sin olvidar alguna posible mezquindad de las que en la Corte se cuecen cada día. Si Su Majestad, en sus caprichosos y habituales manejos, se ha encariñado al troncho con esa cruz, pobre de aquel que no le cuadre la puchera en normas. El ministro Salazar se juega el puesto, pero también usted, Laborde. Porque en sus hombros han depositado el muerto y no podrá enterrarlo en bastante tiempo.
—Bueno, general, el tema de esa cruz también os roza de costado...
—¿A mí? En absoluto. ¿Y sabe por qué? —Ahora regresaba la sonrisa a su boca—. Porque, sencillamente, no me doy por enterado de esta real encomienda. Así de sencillo. ¿No querían dejarme de lado y con el trasero metido en Babia? Pues que se cumplan los reales deseos al compás. Le concedo carta blanca, Laborde, pero nada quiero saber del asunto porque doy por no escuchada esa narración por boca del alférez de navío Leñanza. Y espero que le quede clara mi postura, joven. Nada ha pronunciado ante mi persona, cumpliendo esas órdenes del ministro.
—Por supuesto, señor general Como aseguráis, así se me ordenó de forma clara y tajante.
—Perfecto. Pues ya sabe, Laborde, haga con esa goleta Providencia lo que le salga de la garita y eche avante esta maravillosa empresa, que acabará chamuscando los jodidos bigotes de alguno. No me quitará el sueño en un solo minuto. Pero, además, entiendo que ni siquiera llegaremos a saber sí la operación se remata con éxito o no. Porque si los hombres de la goleta triunfan en su difícil y muy peligrosa empresa por terreno mexicano, saldrán pitando con todo el aparejo largado en tornaviaje hacia Cádiz, sin hacer escala en La Habana.
—Ésas son las órdenes exactas, señor general —volví a declarar con mayor determinación, aunque me costara enhebrar las palabras.
—Una jodida locura que nos puede hacer perder una hermosa goleta, el mejor correo del que disponemos en la isla. Y todo por el oro y las piedras preciosas que se amparan en esa malévola cruz. ¡Badana con pompas de mierda! Porque no me creo en absoluto que a don Fernando le importe una cojonera moscarda ese cuento del patrimonio cultural de España y demás monsergas. Bueno, Leñanza, espero que estos comentarios que escucha de mi boca queden convenientemente amparados en su oficial cortesía. Ya sabe que quien muestra una sencilla opinión liberal sale despedido hacia la isla del Hierro o más allá. Que le quede bien definido y sin posible duda. No me ha comentado una sola palabra.
Quedaba por derecho y expuesta a la brava la posición política del general Gastón, que se deducía con claridad de sus palabras.
—Por supuesto que puede contar con mi máxima discreción, señor general. En las últimas semanas me he acostumbrado a escuchar opiniones que no deben repetirse ni bajo recibo del potro inquisitorio.
El general Gastón se giró hacia mí, para hablarme ahora con extrema afabilidad.
—Me alegro de su ascenso y de haber colaborado en él. Creo que lo merecía muy por alto. Por cierto, ¿qué es de su padre? No lo veo desde que mandaba el navío San Julián y él se movía al mando de la fragata Proserpina.
—En estos momentos se encuentra en Portugal, tras haber matrimoniado en segundas nupcias con una dama portuguesa. Además, tras su estrecha colaboración con el general Valdés durante lo que comienzan a denominar como trienio liberal, debió salir en su compañía y a la rápida hacia Gibraltar a bordo de una fragata francesa. Un impagable gesto del almirante Duperré. Ya sabe que fue condenado...
—Lo se con detalle y me avergüenzo de ello como español y como oficial de la Real Armada. El general Valdés, nuestra más noble y certera cabeza, se mantiene en un penoso exilio en Londres. Por otro lado y con peores tintes, don Gabriel Ciscar malvive en Gibraltar con una pensión que le concede el general Wellintong. ¡Sobrevive gracias a la piedad de un general británico, quien fuera el gran matemático español y uno de los más eminentes de Europa! ¡Vergonzoso se mire por donde se mire! Leñanza, puede estar orgulloso porque su padre obró con la lealtad y el honor que se le supone a todo oficial de la Armada, una acción no seguida por la Institución en general. Pero por tal razón ha de vivir extrañado de su patria y con una sentencia de muerte sobre la cabeza. ¡Y sólo por haber cumplido con su deber! En fin, así se mueven hoy en día los hilos de nuestra querida España. Y mucha guita le resta a la cometa negra.
Quedó en silencio con la mirada perdida en el más allá. Laborde y yo no abrimos la boca, en espera de que el general retomara su parla. Tras largos segundos, entró con más calma.
—Pues ya conoce mi decisión, segundo. No pondré obstáculo alguno a lo que decida. Tome las medidas que entienda como necesarias y largue la goleta Providencia hacia su oscuro destino en las mejores condiciones posibles. No quiero acaparar flores ni espinas sobre mi espalda, dependiendo del desarrollo de la empresa. Puede obrar como estime oportuno. Tan sólo comuníqueme cuándo sale a la mar de forma definitiva esta goleta. Pero por simple curiosidad. Deberé elevar rezos por los que componen su dotación.
—General —Laborde parecía dudar—, ¿cree que deberíamos comentar algún dato al capitán general?
—¿Comentar al teniente general del Ejército don Francisco Dionisio Vives? ¿Acaso se ha vuelto loco, Laborde? ¡Ni hablar! ¡Ni una sola palabra! Su boca, además de absolutista y con babas espesas en cuelgue, es larga y venenosa como una víbora africana malparida. Se lo repito en cascada, ni una sola palabra. ¿No han ordenado Su Majestad y el señor ministro que se mantenga una estricta confidencialidad en este tema? Pues acatemos al punto las órdenes de nuestro querido Señor —Gastón entonaba ahora con cierto retintín irónico, no exento de abierta tristeza—. Eche la empresa avante y que nuestra querida Galeona le ampare bajo sus brazos porque lo necesitará. No le perdonarán un mínimo fallo. Menos mal que, a tanta distancia de la Metrópoli, se pueden disolver algunos carbones, como es mi caso personal.
—De acuerdo, señor.
—De todas formas, le deseo buena suerte, Leñanza. La necesitará. Y si se comunica con su padre, ofrézcale un fuerte abrazo de mi parte.
—Muchas gracias, señor general.
Abandonamos el gabinete del comandante general tras la despedida de ordenanza. Una vez en la antesala y aunque pueda parecer extraño, una inmensa lasitud se hizo dueña de mi cuerpo en poco segundos, como si todas las interrogantes lanzadas durante semanas se hubieran zanjado al plumazo y a favor propio. Es cierto que en la vida podemos y debemos exigir claridad de ideas, lo que mucho acompasa la situación espiritual. Y por mi parte volvía a sentirme feliz. Había escuchado frases muy negativas sobre la empresa de la Cruz de la Conquista, incluso su calificación como absurda locura. Sin embargo, en mi pecho se abría como una esplendorosa e inigualable oportunidad.