20 El padre Cristóbal de Todos los Santos
Durante una hora interminable, debí esperar la presencia del padre dominico, que podía aclarar de forma definitiva el tajo final de la empresa. Sesenta minutos de 20 millas cada uno, con grillos, duendes y mil agujas en incesante recorrida por cuerpo y alma. Paseé por los pasillos de la recogida capilla desde el altar a la puerta de entrada, tomé asiento en bancos diversos y trasegué manos y pensamientos, que bailaban desde el más acicalado rosa al negro tenebroso y matador. Una vigilia más propia de quien espera la visita del representante del Altísimo, antes de encarar el momento final de su existencia. Cuando creía que anidaba pólvora suficiente en las tripas como para reventar la ermita, el capitán Blázquez intentó amansar las aguas.
—Le veo muy nervioso, segundo. Calme las vísceras, que nada ganará rompiendo su espíritu en jirones.
—Eso es fácil decirlo a voces, capitán —me reconfortó poder hablar con alguien del estado por el que atravesaba—. Recuerde que, después de muchos meses, nos jugamos la empresa a una sola carta y el mazo se encuentra servido a la mano. No comprendo qué puede esperar este viejo dominico, para sacudir legañas y recorrer unas pocas varas de distancia. Que acuda de una putañera vez y nos aclare la situación. Tan alargada espera me hace temer que aparezca finalmente ante nosotros con noticias espesas. ¿Habrán sido capaces de entregar la cruz a otra institución? ¿La habrán vendido ante la falta desoladora de recursos que parecen sufrir? Debemos tener en cuenta que han transcurrido mucho tiempo, demasiado quizás, desde que el padre Santiago abandonara estas benditas tierras y partiera hacia España con esa difícil encomienda. Es posible que se hayan dado por vencidos y creído que nadie aparecería desde la Península.
—No piense así. Nada ganamos aumentando el sufrimiento. Lo que ha de ser, será, y apuesto por mi salvación eterna que para bien de todos. Esa cruz se encontrará a buen recaudo, escondida en algún rincón de la ermita. Los padres dominicos tienen ganada fama de obrar con inteligencia en todo momento.
Me disponía a responderle con fuerza, cuando escuchamos el ruido de una puerta al cerrarse, un sonido que parecía proceder desde el mismísimo altar y que sacudió mi alma. Dirigimos la mirada con avidez en dicha dirección, para comprobar la presencia del novicio en compañía de un padre dominico vestido con sus mejores galas, como si se hubiera preparado para rendir culto ante Su Majestad o el Santo Padre de Roma. Se dirigía con extrema lentitud hacia nosotros, apoyado en el brazo del hermano Baldomero. Abandoné la bancada para dirigirme hacia él con excesiva rapidez. Una vez a su altura, comprendí que aquel hombre se encontraba todavía en el mundo de los vivos por milagro santero. Porque todo en su aspecto mostraba la más penosa decrepitud. Con extrema delgadez, la piel de su rostro parecía transparentarse como un pliego de normas, mostrando unas venas azules, finas y alargadas. Pero también pude escuchar su fatigosa y debilitada respiración, como si en cada inspiración debiera realizar el mayor de los esfuerzos. Sin embargo, me extrañó sobremanera la fuerza de su voz, que resonó en el silencio con sobresalto para los demás.
—Bienvenido seáis a esta pobre y humilde misión, caballero...
—Alférez de navío de la Real Armada Francisco Leñanza a su servicio, reverendo padre. —Besé la mano que me tendía con plácida languidez—. Supongo que tengo el honor de hablar con el padre Cristóbal.
—Padre Cristóbal de Todos los Santos, hijo mío. —Me miró de forma condescendiente—. ¿Puedo saber cuál es el fin de vuestra visita?
Volví a quedar cortado de pensamientos. O bien el hermano Baldomero nada le había explicado de mis razonamientos o deseaba corroborar la información por sí mismo.
—Verá, padre Cristóbal, como le he...
—Padre Cristóbal de Todos los Santos, por favor —insistió el vejete con cierta autoridad.
—Perdone, padre Cristóbal de Todos los Santos. Como le he explicado al hermano Baldomero, arrancamos esta importante empresa desde España hace bastantes meses. Todo comenzó con la visita girada a la Corte por el padre Santiago...
—Un hombre santo el padre Santiago y con inagotable espíritu emprendedor— volvió a interrumpir mis palabras—. Nunca creí que llegara sano y salvo a su destino. Y así se lo hice ver. Han pasado muchos meses y casi había olvidado su misión.
—Pues no sólo llegó sano y salvo a su deseada meta, padre, sino que consiguió atraer la atención de Su Majestad don Fernando el Séptimo en persona. En cuanto nuestro Señor tuvo conocimiento de la existencia de esa famosa Cruz de la Conquista, ordenó al Secretario de Estado y del Despacho de Marina que se tomaran las medidas oportunas para trasladar a España cuanto antes una pieza de tan extraordinario valor. Hemos debido recorrer muchos miles de millas y afrontar todo tipo de peligros por mar y tierra, pero por gracia de los cielos hemos alcanzado nuestro destino —con voz engolada y altisonante, intentaba impresionar al anciano con mis exageraciones novelescas.
El padre Cristóbal se mantuvo en silencio unos pocos segundos, mientras movía sus labios de forma nerviosa. Pareció dudar, antes de continuar con sus palabras.
—Mucho dicen tales acciones en favor de la Real Armada y de sus aguerridos hombres. Y también de Su Majestad don Fernando, criticado en estas tierras de forma severa e injusta. Unas tierras que, por cierto y para desgracia del mundo, pueden dejar de ser españolas, si no se remedia tan nefasta situación por la mano de la fuerza.
—Por esa razón, según palabras dictadas por el padre Santiago a Su Majestad, debíamos trasladar la Cruz de la Conquista a España.
—Y allí en España debería quedar depositada por los siglos de los siglos, si ello fuera posible.
Sus últimas palabras, seguidas de un nuevo y tormentoso silencio, me hirieron muy dentro a filo de navaja, al tiempo que fomentaba dudas de mil colores en mi espíritu. Porque no estaba seguro, pero podía deducirse de ellas que ya no se encontraba la famosa cruz en su poder. Decidí aclarar la faena de un plumazo.
—Veamos, reverendo padre. Permítame que le haga una pregunta directa y sin mayores rodeos. ¿Mantiene la cruz en su poder?
—Pues claro que la mantengo, hijo mío. ¿Estima que puedo haberla perdido? ¿Cómo ha podido pensar tamaña barbaridad? —Ahora parecía sonreír por primera vez, divertido con la conversación—. La cruz y la santa imagen de Nuestra Señora del Rosario se encuentran a buen recaudo. Porque debe saber que dicha imagen ha de ser depositada sin falta en el convento de Santo Domingo, establecido en la ciudad de Cádiz, esa bella ciudad donde vi las luces por primera vez.
—Así nos lo explicó el padre Santiago con toda claridad, padre Cristóbal de Todos los Santos, y se cumplirán sus deseos con exactitud y sin posible duda. Las dos piezas debían contemplarse como un todo indisoluble y no podíamos transportar una sin la otra en su compañía.
—Pero no forman un todo indisoluble, ni mucho menos —ahora elevaba la protesta con toda la energía de la que era capaz, moviendo sus ojillos con nerviosismo—. La Cruz de la Conquista es una ofrenda de nuestra Orden para la Nación española y en manos de Su Majestad debe entregarse. Sin embargo, la imagen de Nuestra Señora...
—Lo sabemos muy bien, padre, y perdone que corte sus palabras con descortesía. No se preocupe, que mientras la cruz seguirá el camino expuesto hacia la Corte, la imagen de Nuestra Señora tomará el que habéis decidido. Puedo prometerlo por mi honor.
—Nada de promesas, joven, aunque no dude de su honor. Deberá jurar ante los Santos Evangelios que entregará la imagen de Nuestra Señora al prior del convento de Santo Domingo, en la ciudad de Cádiz.
—Lo juraré donde y como estiméis oportuno, y así se hará. Por cierto, padre, ¿cuántos monjes se mantienen todavía en esta ermita?
—Muy pocos. Parece como si el Maligno estrechara con sus garras a la pobre conciencia de estas tierras. Un trabajo desarrollado a lo largo de los siglos, que parece morir sin remisión. En esta ermita de Nuestra Señora del Rosario, quedamos solamente el hermano Baldomero y yo. Cuando muera, que no tardará mucho Nuestra Señora en recogerme entre sus brazos, el hermano Baldomero tomará su propia vida y cerrará la ermita, que terminará perdiendo sus piedras poco a poco hasta acabar reducida a un recuerdo ruinoso.
—No diga eso, padre —protestó el novicio—. Ya le he prometido una y mil veces que continuaré su...
—Bla, bla, bla —comentó el padre Cristóbal en tono de burla, lo que poco se acomodaba a la admiración que parecía emanar de las palabras del joven.
—Bueno, padre, no podemos perder mucho tiempo —insistí para regresar al tema que me interesaba—. Esta misma noche abandonaremos la ermita en dirección al buque español que ha de transportar las piezas. Deberemos cargar la cruz y la imagen en el carretón que hemos aparejado al efecto. ¿Puede mostrarme los preciosos objetos? Como creo que la cruz será de un peso notable, hemos de llevar a cabo las maniobras necesarias para cargarla en el carruaje.
—La cruz no pesa tanto como la imagen. Pero acompáñeme para que le muestre las piezas.
De nuevo desconcertado por sus palabras, al escuchar la última observación del monje, el capitán Blázquez y yo seguimos los pasos de la pareja que, a ritmo de tortuga y con pequeños tirones de pies cansinos, se giraba para dirigirse hacia el altar de la capilla. ¿Se había equivocado el padre Cristóbal en su información? ¿Cómo podía ser de un peso más elevado la imagen de Nuestra Señora, teniendo en cuenta el que le suponíamos a la cruz? Y si era así, ¿nos sería posible trasladar ambas obras en el carretón? Mientras manejaba estas preguntas en el cerebro, el vejete, apoyado en el brazo del novicio, alcanzaba la primera bancada de asientos, para girar hacia la derecha.
La luz del nuevo día comenzaba a filtrarse por las ventanas laterales y el rosetón central de la capilla, ofreciendo poco a poco detalles concretos de su estructura interior. Y una vez más, encogía el ánimo observar la miseria y el penoso estado en que se conservaba todo lo que a la vista quedaba desplegado. En el altar aparecía una preciosa talla de un Sagrado Corazón, con una mano despuntada a causa de algún golpe perdido. La figura, oscurecida posiblemente por el humo de las velas y la humedad que se filtraba por cada poro de la estancia, quedaba emparejada entre dos tablas con escenas del Calvario, unas pinturas de tonos desvaídos cuyas imágenes costaba descifrar en la distancia.
Sin dudarlo, el padre Cristóbal se dirigió a la esquina derecha del altar, en la que pudimos distinguir una pequeña puerta. La abrió con decisión para pasar a un estrecho pasillo, que debimos recorrer antes de alcanzar lo que más parecía un recogido oratorio conventual de pequeñas dimensiones. De nuevo la iluminación natural se hacía más escasa por disponer solamente de un ventanuco cuadrado, aunque quedara compensada por dos candelabros de pie en los que resplandecían las llamas de dos velas de grueso tamaño a medio consumir. En la pared frontal y semejando un nuevo y pequeño altar, pudimos distinguir con claridad una talla de Nuestra Señora del Rosario, amparada entre los dos candelabros y unas seis palmatorias también prendidas. Y en verdad que se trataba de una preciosa talla, aunque el paso de los años y las condiciones del lugar hubieran oscurecido la madera del rostro de la Señora, hasta hacerla parecer de piel indiana. El monje se detuvo para mirar la imagen, al tiempo que se santiguaba con devoción y una sonrisa de bondad aparecía en su rostro. Lo imitamos, mientras escuchábamos sus palabras.
—Aquí les presento esta maravillosa talla de Nuestra Señora del Rosario, que los hombres de mar denominan con extremo cariño como la Galeona, caballeros. Su devoción ha salvado de las aguas a miles de naves y, por lo tanto, a muchísimos hombres, cuando ya se creían perdidos entre las fauces de Neptuno. Se mantiene en esta ermita desde que fue levantada hace más de cien años.
Y como sabemos por voces contadas de monjes viejos a jóvenes, procede de una de las primeras iglesias erigidas en la capital del virreinato, que se derrumbó por causa de un terremoto. Se trata de una representación poco común de la Santa Virgen que se apareciera en 1208 a Santo Domingo de Guzmán. Porque en lugar de mostrarse sentada con el niño Jesús en el regazo y el rosario en la mano, aquí aparece en pie con su hijo de muy pequeño tamaño en los brazos y el rosario en abrazo de ambas figuras. Gracias a ella nuestras naves vencieron en Lepanto a los turcos infieles. Bueno, muchas otras batallas se ganaron para las armas cristianas gracias a la intercesión de Nuestra Señora, elevada ante su hijo.
Aunque mantenía el dedo en arco bajo su boca, presto a continuar la perorata, pareció tomar un descanso y respirar varias veces antes de continuar.
—Su corona de oro es modesta y pequeña, aunque las perlas engarzadas proceden de las islas aconchadas a Tierra Firme y presumen de especial pureza. ¿Conocen el golfo de las Perlas?
—Supongo que se refiere al golfo de Paria, llamado de las Perlas por don Cristóbal Colón en 1498, que se encuentra amparado en la isla Trinidad. En sus aguas fondeé en diversas ocasiones —alegué con rapidez, para que no se perdiera en disgregaciones.
—Pues como les decía, suele ser habitual que cueste comprender el elevado peso de la imagen. Pero deben tener en cuenta un detalle de la mayor importancia. Por debajo de ese maravilloso refajo mexicano, bordado también con perlas del Golfo, que se observa parcialmente bajo la capa, se forma el esqueleto de soporte, pero de una forma muy especial. Porque quien lo fabricara en su inicio, siglos atrás, moldeó una especie de armadura en forma de cono. El problema se debe a que ese cono es de bronce macizo y alcanza vara y media de altura, con una anchura en su base superior a las treinta pulgadas.
—¿Treinta pulgadas de base? Qué barbaridad —exclamé sin pensarlo dos veces—. No parece necesario para una imagen de tamaño regular.
—Comprendo su sorpresa y muestro mi acuerdo, señor Leñanza, pero así lo decidió el orfebre. —De nuevo sonreía, divertido—. Ya le decía que la imagen en su conjunto ofrece un peso extraordinario. Porque, además, como base definitiva de toda la figura, el cono se une a un cilindro con un diámetro ligeramente superior y una cuarta de altura aproximadamente, también fabricado en bronce. Miren y comprueben.
El padre Cristóbal se acercó a la imagen, con cierta agilidad y desechando en esta ocasión el brazo protector del novicio. Tras separar la parte baja de la capa y el refajo, nos ofreció a la vista un cono que se elevaba hasta alcanzar la base de la talla. Un perfecto cono aunque no rematara en punta sino por medio de una especie de galleta ovalada de unas cinco pulgadas. Y como había asegurado, por su parte baja remataba en un cilindro de diámetro ligeramente superior a la base. Toda la superficie del cono y su base quedaba cubierta por un espeso entelado de terciopelo rojo, perfectamente ajustado.
—Ya les decía que su peso es extraordinario, ligeramente superior a un cañón de pequeño calibre. Y por desgracia, no se puede desarmar porque la parte superior del cono se encaja por pernos muertos y fundidos a la talla. Bueno, sería igual porque el peso lo ofrece el cono de bronce, aunque su desarme podría facilitar el movimiento de la pieza y su carga posterior. —Se giró hacia nosotros antes de preguntar—. ¿Creen que podrán embarcarla en su buque con este peso?
—Por supuesto, padre Cristóbal de Todos los Santos —contesté con decisión y rapidez, aunque manejara serias dudas en el cerebro— ¿Ese cono y el cilindro base son de bronce macizo?
—Bronce macizo y auténtico —de nuevo aparecía el gesto serio y autoritario en su rostro—, del que se fabricaba de forma concienzuda años atrás. No me refiero a esas aleaciones que se utilizan en estos días y lo degradan. No se lo puedo mostrar porque el terciopelo lo protege y se ajusta a la pulgada. Prefiero no andar en descosidos enhebrados años atrás con especial dedicación.
—No es necesario en absoluto porque es fácil imaginarlo. En ese caso y como dice, padre, el esqueleto de bronce debe ser muy pesado. Y al ser firme la estructura, deberemos manejarla con especial cuidado para no dañar la talla. Pero no se preocupe. Disponemos de los aparejos y brazos necesarios. Además, la cruz debe ofrecer mayores dificultades todavía, aunque su forma sea de más sencillo manejo.
—¿La cruz? ¿A qué cruz se refiere?
—A cuál va a ser padre —de nuevo sentí un rumor de inquietud por los huesos y cierta desesperación ante las inesperadas salidas del monje—, a la famosa Cruz de la Conquista.
—Una pieza única y maravillosa —el padre Cristóbal exponía sus palabras como si se tratara de un objeto, cuyas características escucháramos por primera vez—. Se dice con base en muy buena fuente que la empleó el propio Hernán Cortés durante un santo sacrificio, en agradecimiento por los bienes recibidos al conquistar la capital del imperio azteca. Fue fabricada por el orfebre de más categoría, llamado Cuahumoc, que trabajaba solamente para el emperador Moctezuma. Esa cruz debe permanecer en España por los siglos de los siglos, como símbolo de la conquista de todo un fantástico continente. Pero... —pareció recordar un detalle olvidado—, no le comprendo. ¿Por qué asegura que su traslado será tan complicado? No estoy de acuerdo. Por el contrario, un solo hombre debe ser capaz de manejarla si es bastante fuerte. Bueno, puede que sean necesarios dos.
—¿Ha dicho un hombre o dos solamente? —Mi extrañeza aumentaba por momentos—. Creo que debemos hablar de diferentes cruces, padre Cristóbal, porque...
—Padre Cristóbal de Todos los Santos, hijo mío —volvió a recriminarme, ahora con rastros de severa intransigencia en su cara, como si hubiera cometido la peor de las ofensas por mi parte.
—Perdone mi olvido, padre Cristóbal de Todos los Santos. Le repito que debemos hablar de otra cruz.
—¡Pero qué dice! Solamente existe una Cruz de la Conquista en el mundo, oficial Leñanza —de nuevo empleaba el tono de voz intransigente, al tiempo que su rostro refulgía de amenaza—. Espere y la verá con sus propios ojos. Quedará maravillado.
Ahora el padre Cristóbal se giró para retroceder en sus pasos y dirigirse hacia el testero contrario del oratorio. Me extrañaron sus movimientos porque en toda la pared contraria, recubierta de paños en cuarteles fabricados de madera muy oscura, casi negra o ennegrecida por el paso de los años, no aparecía balda, cajón ni cierre alguno que indicara la presencia de un armario o camarín. Por el contrario, sobre la madera, a media altura y de lado a lado podía leerse en grandes letras de bronce: Nuestra Señora del Rosario, madre y patrona de los navegantes. Sin embargo, el monje, ahora apoyado de nuevo en el brazo del hermano Baldomero, se dirigió con resolución hacia la parte izquierda. Una vez situado a plan contra la pared, elevó su brazo tembloroso, para tomar la primera de las letras, la N que comenzaba la frase. Sin dudarlo, la levantó por su parte inferior con toda la fuerza que pudo imprimir. Debió intentar la maniobra dos veces más, hasta que se escuchó con claridad un chasquido metálico, como si saltara un pestillo de cierre oculto a la vista. Por fin, para sorpresa del capitán Blázquez y la mía propia, un cuadrado de madera de unas dos varas de alto por una de ancho, se abría hacia fuera con facilidad.
El padre Cristóbal nos dirigió la mirada con signos de innegable triunfo en su rostro, como si hubiera conseguido una proeza inigualable. La puerta había quedado abierta a medio camino, por lo que la tomó para rematar la obra en toda su extensión.
—No somos tontos los padres dominicos, no señor. Siempre hemos mantenido la cruz por fuera de las miradas ajenas. Pueden meter la mano en el interior de este armario disfrazado.
Tras mirarme en petición de autorización y asentarle con la cabeza, el capitán Blázquez se acercó a la abertura para ver en su interior. Poco después introducía los dos brazos, para extraer con lentitud un objeto en forma de cruz, embozado con telas de color granate. El peso debía ser elevado porque se evidenciaba el esfuerzo en el rostro del capitán. De nuevo escuchamos la voz del monje.
—Apóyela de firme sobre esa mesa, capitán, que pesa lo suyo. Hermano Baldomero, aparte las telas que protegen la pieza y que estos caballeros puedan observar la cruz por la que han efectuado tan largo viaje.
Una vez depositada la cruz sobre la mesa, el novicio comenzó a descorrer las tiras de paño descolorido que envolvían la pieza en toda su extensión. Finalizado su trabajo, quedó a la vista una preciosa obra de orfebrería. En efecto, se trataba de una extraordinaria cruz fabricada en oro de chapa plana y maciza, cuyas medidas llamaron mi atención con aguda sorpresa. Porque no superaba la vara el larguero, mientras la caña perpendicular debía rondar la mitad de dicha longitud aproximadamente. Destacaban por encima de cualquier otra consideración las gemas engarzadas en su superficie, siete esmeraldas de extraordinario tamaño y fulgor de arriba abajo, así como cuatro rubíes, también de especial belleza, en el larguero de cruce. Sin embargo, el monje debió comprobar en mi rostro los rasgos de incomprensión.
—¿Qué le sucede, caballero Leñanza? ¿No encuentra suficientemente maravillosa esta pieza, ejemplar único de nuestra historia?
—No es eso, padre. Se trata, sin duda, de una cruz maravillosa e inigualable, con nuestra historia prendida en sus piedras. Pero no encaja con la descripción que de ella, nos hizo el padre Santiago en España.
—¿Cómo que no encaja la descripción? ¿Qué quiere decir? Explíquese de una vez —ahora el padre Cristóbal elevaba la voz.
—Pues que el padre Santiago le expuso a Su Majestad en palacio que el larguero de la cruz medía más de tres varas de longitud. Por esa razón, debimos aparejar una carreta apropiada en extensión.
—¿Más de tres varas? No puede ser. Ese hombre ha de haberse vuelto loco a causa del alargado viaje, o vos por motivos similares. Todos los padres dominicos que han pasado por esta ermita y ejercido el cargo de prior o adjutor saben muy bien las cualidades y precisas medidas de esa cruz, una información que siempre han mantenido en secreto bajo juramento. Precisamente, el padre Santiago dirigió esta misión, durante doce años. Y si ahora, se la mostramos al hermano Baldomero, novicio sin ordenamiento, es porque van a trasladarla hacia España. ¿Tres varas de longitud decíais? —El padre Cristóbal movía la cabeza hacia ambos lados—. No creo que el larguero alcance una vara siquiera.
Se hizo el silencio con especial hondura. El capitán Blázquez sopesaba la cruz, al tiempo que dirigía su mirada hacia mí en muda pregunta. Por fin, fue el monje quien entró en una especie de aquelarre mental.
—¡Qué sucede! ¿No les parece una pieza de suficiente calidad y valor a los caballeros? Pues si es así, les digo con plena sinceridad que los considero unos ignorantes de cabeza hueca. —Ahora elevaba su mano en amenaza, dirigiéndola hacia mi pecho—. ¿Deseaban una cruz de tres varas de longitud? Por la Santa Madre que en los cielos nos espera. Se encuentran ante una pieza de la más extraordinaria orfebrería azteca, la primera cruz que se fabricó en este imperio conquistado por don Hernán Cortés para España. Una pieza única. De todas formas, si no les parece interesante, aquí puede seguir...
—No malinterprete mis palabras ni mi actitud, padre Cristóbal de Todos los Santos, por favor —me lancé en laudo de excusación, al comprender que podíamos perder la encomienda—. Nada más lejos de la realidad. Encuentro la pieza como una verdadera maravilla y con un valor incalculable, tanto material como histórico y patrimonial. Será un inmerecido honor haber contribuido personalmente a transportar tan extraordinaria joya hasta España y entregarla en las manos de Su Majestad.
Entendí que era mejor no volver a mencionar las medidas aseguradas por el padre Santiago, a quien no estimaba entrado en locura, ni mucho menos. Más bien, en mi interior comenzaba a comprender que el sabio eclesiástico debía haber exagerado lo suficiente como para avivar la codicia de nuestro Señor y convencerle de la necesidad de enviar un buque a la costa occidental de Nueva España. Porque si la cruz medía algo menos de la tercera parte de lo expuesto por el monje en España, disponía solamente de siete esmeraldas y cuatro rubíes. Piedras preciosas extraordinarias, sin duda, pero no ese numeroso y mágico conjunto de diferentes gemas, que pregonaba el dominico. El capitán Blázquez, callado hasta el momento, debió comprender mis ideas y la real situación que atravesábamos. Porque entró en rendidas alabanzas.
—Puedo asegurarle con toda sinceridad, padre Cristóbal de Todos los Santos, que jamás observé una joya de tal categoría. Ni siquiera en las catedrales españolas. Merece la pena haber arriesgado la vida por conseguirla para nuestra patria.
Por fin apareció una ligera sonrisa de triunfo en el rostro del anciano, lo que indicaba que habíamos conseguido enmendar nuestro pecado inicial Y como el silencio se mantenía en madejas, decidí entrar con la labor a desarrollar.
—Bueno, padre, creo que deberíamos comenzar a tomar las medidas necesarias para trasladar ambas piezas al carretón. La cruz será cosa sencilla, una vez enmascarada convenientemente con esas tiras de lona y algunas de mayor tamaño que traemos con nosotros. La imagen será cuestión más difícil. Estimo imprescindible fabricar unos largueros de fuerza, donde se pueda colocar la imagen en horizontal, a modo de andas procesionales. De esa forma, unos seis u ocho hombres podrán atacar el traslado con las suficientes garantías.
—Me parece un plan adecuado y perfecto —contestó el vejete, una vez regresado a la normalidad.
—¿Disponen de madera? —preguntó Blázquez con rapidez e inteligencia.
—En el almacén donde han enmascarado el carretón, que se utilizaba también como taller de carpintería, encontrarán varios tablones de madera resistente. Se iban a emplear en la reparación del campanario, pero...
—Aquí no se reparará nada, hermano. Todo se derrumbará tras mi muerte.
Mientras el novicio comenzaba a exponer los detalles, los materiales y las herramientas estibadas en el almacén, me acerqué hasta tocar la cruz. De cerca impresionaba más su belleza. Y llamaba la atención la sencillez, sin adornos o molduras en toda su extensión, con la excepción de la caperuza labrada en hueco por su parte superior. Comprobé que se había fabricado con oro macizo, aunque el espesor de los largueros debía rondar las dos pulgadas solamente.
Autorizados por el padre Cristóbal, entraron en la capilla de Nuestra Señora don Frasquito, el cabo Peregón y el gaviero Tostas, los hombres de mar más habituados al empleo de los aparejos. Y tras algunas discusiones, pasaron con el hermano Baldomero al taller, donde recogieron el material decidido como necesario. Sin pausa alguna y de acuerdo al plan previsto de colocar la imagen sobre unas andas aparejadas con fuerza en sus partes fijas, comenzaron a trabajar. Fue entonces cuando comprendimos el verdadero peso de la talla y su cono de bronce, porque costó un esfuerzo enorme entre cuatro hombres para rendirla en el suelo sobre unas lonas preparadas. Intentamos la posibilidad de extraer el rostro de la imagen con el niño pero se trataba de misión imposible, a no ser que fundiéramos la galleta de bronce, encajada en fuste por su parte alta.
Mientras el padre Cristóbal se retiraba a sus aposentos y mis hombres trabajaban en la preparación del andamio, Blázquez y yo invitamos al hermano Baldomero a tomar algunas tajadas de queso, cecina, tocino y galleta, acompañados de una frasca de vino. Comprendimos que poco debía haber tragado el joven novicio en los últimos días, porque comía las lonchas de queso a quemazón, como animal hambriento. Le cedimos la mayor parte de los alimentos, mientras el capitán y yo dedicábamos más atención al vino clarete.
A media tarde, mis hombres habían rematado el trabajo con evidente éxito. La imagen se mostraba en el suelo, ahora apoyada sobre cuatro largueros que sobresalían hacia fuera en una vara de distancia. De esta forma, ocho hombres podían alzar el conjunto de la pieza, aunque se les observaba un notable esfuerzo en sus caras. Y para llevar a cabo la prueba definitiva, se trasladó a través de la capilla, embozada por completo con lonas y cobertores, hasta salir al exterior, una vez comprobado que nadie atravesaba por el cercano camino. A continuación la introdujeron en el almacén, para depositarla con cierta dificultad en la plancha del carretón. Por su parte, la cruz, convenientemente embozada, se colocó a su lado.
De esta forma, cubrimos la parte principal de nuestra misión sin pajarillos a la contra. Habíamos encontrado la famosa Cruz de la Conquista, que nos había hecho recorrer medio mundo, así como la imagen de la Galeona solicitada por los miembros de la Orden. Ambas piezas se encontraban cargadas en el carretón y solamente restaba transportarlas hasta Monterey durante la noche, embarcarlas en la lancha y dirigirlas hacia la goleta. Sin embargo, no podía evitar un rescoldo de extraños sentimientos en mi pecho. La cruz no se ajustaba a lo que de ella se esperaba, sin duda. Pero no estimen, que sufría en penas por dicha condición. Su Majestad había decidido trasladar la pieza con un extraordinario valor histórico y así lo haríamos. Si no disponía de tanto oro ni suficientes gemas preciosas como esperaba, no era problema para calentar mi cabeza en tornos.
De acuerdo con el capitán Blázquez y ante la alargada espera de varias horas, que deberíamos sufrir hasta alcanzar la medianoche, decidí echar una ligera siesta sobre uno de los primeros bancos de la capilla, de mayor anchura y con respaldo cobertor a disposición. La verdad es que lo necesitaba y no solamente por la falta de sueño, sin haber dormido desde cuarenta horas atrás, sino por el cansancio acumulado que las situaciones especiales y los nervios en recorrida producen en el ánimo. Mientras recostaba la cabeza, pensé que, con un poco de suerte, al día siguiente podríamos encontrarnos en la mar, navegando con todo el aparejo hacia el sur y con la preciosa carga a bordo. De esta forma y con la figura de la Providencia en la mar circulando por el cerebro, pocos segundos después de recostar la cabeza sobre mi tabardo, quedaba profundamente dormido.
No llegué a entrar en sueños de gloria ni de penas, mientras pude dormir. Merecía disfrutar de ensoñaciones felices con colores radiantes en copete. Pero bien sabe Dios que no podía imaginar ni de lejos que despertaría con una noticia capaz de descabezar el espíritu más bragado y aguerrido.