8 Recuento y recalada

Aunque sea difícil admitirlo como noticia cierta, tan sólo cinco hombres de la dotación bucanera del Rose Noir quedaron con vida tras las acciones de lucha finales. Porque asistimos a un combate salvaje, sin heridos ni concesiones humanitarias de ningún tipo. Y si esos pocos desalmados consiguieron eludir cuchillos y picas, fue gracias a la postura protectora de nuestros hombres. Porque en los momentos postreros del combate, algunos componentes de aquella inmunda chusma caribeña intentaron alcanzar el Aquiles en clara huida de la furiosa venganza holandesa. Y debimos amenazar con claridad a quienes llegaban para rematar la hazaña con armas en la mano y ojos en fuego, hasta serenar los ánimos. No obstante, los cinco señalados, que podían elevar ruegos a los cielos por la suerte corrida, quedaron amparados en la celda de a bordo con grillos en manos y pies, en espera de un apropiado cadalso en la ciudad de La Habana.

Creo sin dudarlo que jamás había comprobado, ni llegué a observar a lo largo de mi carrera en la Real Armada, una masacre igual sobre las aguas. Debemos tener en cuenta una dotación aproximada en el bergantín Rose Noir de unos noventa hombres, aunque ninguno de sus miembros mereciera tal denominación. Y contemplé, asombrado a veces, la más pura barbarie en las dos vertientes, corridas sin tregua. En primer lugar, la de los piratas contra las familias holandesas en el abordaje e inicial asalto, habitual carnicería en sus acciones para indignidad del ser humano. Pero tan terribles como las citadas o de orden superior, lo fueron las que siguieron por mano de los holandeses en venganza más propia de endemoniados, sin una mínima sensibilidad de ley divina o humana.

Como uno de los muchos ejemplos que pude observar y se mantendrá para siempre grabado en mi cerebro, se eleva la visión de una joven muchacha con melena rubia hasta la cintura, de precioso rostro y apenas salida a la vida, que clavaba sin descanso una alargada daga en el pecho de un pirata tendido sobre la cubierta, como si deseara arrebatarle la vida y el alma una y cien veces. Embadurnada en sangre y con greñas rojas pegadas a su redonda cara, fue apartada de los despojos con gran esfuerzo de nuestros hombres. De esta forma y ejerciendo la necesaria autoridad, acabamos de poner cierto orden a bordo de los buques. El teniente de navío Espinosa comisionó a dos oficiales, entre los que me incluí de forma voluntaria, para que, acompañados de un grupo de quince hombres, inspeccionáramos el estado de los buques e informáramos de sus posibilidades.

A bordo de la fragata Janke van der Toorn, alargada denominación grabada en las maderas de su coronamiento, mientras pensábamos que no encontraríamos con vida a ninguno de los oficiales holandeses, sacaba cabeza hasta cubierta el capitán en persona para asombro de cuervos y lechuzas. Y el muy rajado culebrón lo hacía sin un solo rasguño en su persona ni arruga en la casaca. Este cobardón, llamado Alexander Walsum, alegó que se encontraba en su cámara intentando destruir algunos documentos vitales para la seguridad de las colonias holandesas y que, de esa forma, no cayeran en poder de los piratas. Claro que nadie con medio nervio en la sesera creyó una sola de aquellas palabras, al observar el todavía céreo rostro del pequeño y espantadizo gallina que abandonara buque, dotación y pasaje a su desgraciada suerte.

La fragata apenas había sufrido daños en su obra viva,28 un dato de la mayor importancia para su futuro. Pensamos que los piratas deseaban tomarla en presa, razón cierta por la que no habrían forzado el duelo artillero contra su costado, limitando el combate a metralla en corte y fuego dirigido hacia las capas altas. Solamente se encontraba bastante dañado su aparejo y el palo mesana, que acabó con su maniobra desgajada a piquete y abandonado en la mar. Pero con unas mínimas reparaciones y formando el conveniente aparejo en bandolas29 a popa, podría continuar su navegación hacia las islas de Sotavento sin mayores problemas.

Por el contrario, el bergantín bucanero mostraba entre las costuras unas pésimas condiciones. Se trataba de un buque con bastantes años en sus cuadernas, escaso o nulo mantenimiento en permanencia y tablas podridas en elevado porcentaje. Ni siquiera empleaba forro de cobre en la obra viva. Los impactos recibidos a tan escasa distancia desde la fragata y el Aquiles le habían ocasionado importantes vías de agua, no corregidas con la necesaria urgencia y agudizadas por el casi nulo funcionamiento de una sola bomba de achique. El nivel de líquido en la sentina se elevaba en alarmante proporción. Por estas razones y aunque en principio nuestro comandante hubiera pensado tomarlo en presa y remolcarlo hasta La Habana, decidió dejarlo caer a los fondos sin mayores complicaciones.

La bola negra nos alcanzó, sin embargo, al establecer el recuento propio a bordo del Aquiles. El barco no había sufrido daños de importancia, salvo unos pocos rasguños ceñidos solamente al bote, tambuchos de proa y pasamanos de estribor, desperfectos de fácil reparación. Sin embargo y más doloroso, el fuego cruzado en los momentos finales con los bucaneros a tan escasa distancia había producido la pérdida de cuatro vidas y el dolor amadrinado en once heridos, dos de ellos con malos vientos en las almas. Y entre los cuerpos que serían entregados a la mar en obituaria ofrenda, se encontraba el del contramaestre primero, don Benito Alcauzán, para desesperación del comandante que perdía a uno de sus más importantes colaboradores. Su puesto fue ocupado por un contramaestre segundo con escasa experiencia, don Teodoro Fraile, mientras que del mismo cuerpo solamente aparecía un segundo guardián acoplado, de acuerdo a las nuevas normas, como tercer contramaestre. Dice la canción popular de taberna portuaria, sabia en sus letras como todas, que la mar se lleva en sus crestas blancas a los mejores hombres. Y no le faltaba verdad en la ocasión.

Como era de esperar, una vez aclarada la situación y regresados los cerebros a su estadía normal, fuimos agasajados por la dotación y el pasaje de la fragata holandesa. Repetían sin cesar y con evidente acierto que gracias a nuestro valor habían salvado vida y hacienda, porque muchos de ellos solamente disponían de los enseres y bienes que embarcaban con ellos. Y deseaban ofrecernos recompensas en moneda y efectos personales, lo que evitamos por decencia y pundonor. Sin embargo, debimos continuar durante bastantes horas con el auxilio en el aspecto sanitario. Porque nuestro cirujano y el experimentado sangrador que le ayudaba en el penoso trabajo, también debieron transbordar a su buque con objeto de intentar curar a un elevado número de heridos. Ya les digo que la masacre había sido muy elevada y se estimaba que, solamente en la fragata, se habían perdido poco más de cincuenta vidas, mientras otras treinta se movían con heridas de mayor o menor gravedad.

Aquella misma noche se rindió definitivamente el bergantín bucanero, para caer hacia los fondos del dios Neptuno. En sus últimos momentos elevó la proa hacia los cielos, como si deseara recibir un perdón que en ningún caso merecía las aguas quedarían contaminadas por aquellas asquerosas maderas, a las que tanta barbarie y dolor se habían amadrinado durante años. Y se escucharon palmoteos de triunfo entre algunos holandeses que se mantenían en vigilante observación, cuando un sencillo remolino de aguas sucias quedaba en superficie como único recuerdo. Aquellos hombres y mujeres parecían asistir al triunfo más importante de sus vidas.

En la tarde de la jornada siguiente y una vez aclarada la maniobra en la fragata, que comenzaba a navegar de forma renqueante y algunas costras visibles en su estructura, nos despedimos de aquellos a los que, sin duda, habíamos salvado de la peor experiencia. Y aunque no fueran conscientes todavía, las jóvenes holandesas habían evitado una terrible situación que ninguna mujer podía soportar, sin acabar por lanzarse al fondo de la mar en busca de la salvación eterna. Porque todos sabíamos cómo se conduce la chusma filibustera con las mujeres apresadas, y el final que las esperaba sin remisión.

En su conjunto, todos habíamos vivido una experiencia de las que dejan marca profunda e indeleble en el alma. Pero salimos de ella a bordo del Aquiles con el orgullo bien alto y ese regusto propio que produce la satisfacción del deber cumplido.

* * *

Por fin, nos despedimos con cierta emoción de los que se habían convertido en buenos amigos holandeses, sin olvidar una final y dura reprimenda del teniente de navío Espinosa al capitán Walsum, que la aceptó en compungido silencio. Mientras nuestros carpinteros acababan de rematar las heridas del Aquiles, el comandante volvía a largar el aparejo en demanda de nuestro destino, abriendo distancias de la fragata Janke van der Toorn. Y se mostraba encantado de su determinación al decidir el auxilio prestado al mercante holandés, un sentimiento extendido entre todos los miembros de la dotación. Apartado a la banda, se dirigió a mí de excelente humor.

—Me parece, Leñanza, que hemos desobedecido con meridiana claridad y por largo las órdenes superiores. Y queden estas palabras entre nosotros en recogida discreción.

—A veces es necesario encarar la mar a cuenta propia, señor comandante. Y puede estar seguro de que aplaudo sinceramente su determinación. Solamente quien manda un buque en la mar, se encuentra capacitado para decidir lo que ha de hacer en determinados momentos de extremo compromiso. No podía permitir de ninguna forma que esos bucaneros arrasaran a tantas personas de bien.

—Bueno, eso de «personas de bien» lo podemos dejar en un silencioso y velado claroscuro, al comprobar sus crueles actos vengativos. Bien es cierto que una postura tan extrema puede llegar a ser comprensible en los seres humanos, cuando han observado las terribles acciones y los asesinatos de los piratas contra familiares o simples conocidos. Cualquier persona es capaz de sufrir arrebatos y momentos de locura.

—Concuerdo con vos, señor.

—Menos mal que no le han herido. Puede estar seguro de que me preocupaba bastante esa posibilidad. Por tal razón, dirigía la mirada hacia su posición con cierta regularidad. —Espinosa reía de buen humor—. Y sufría al comprobar que se arriesgaba pecho en alto. Sí nuestro ministro hubiese observado el combate desde una ventana mágica, habría sufrido los peores males.

—Y sin dudarlo habría hecho rodar nuestras cabezas al más puro infierno, señor.

—Bueno, retomemos la derrota hacia nuestro destino, que ya nos queda al alcance de la mano. Aproemos decididos hacia el paso de los Caicos.

Posiblemente por gracia de Nuestra Señora del Rosario y otros dioses de la mar incierta tras nuestra piadosa acción de salvamento, el viento y la mar nos ofrecieron la mejor de las caras durante el resto de la navegación. Si el soplo se encastraba del nordeste y fresquito de fuerza, las aguas mostraban pequeñas cabrillas que beneficiaban el trabajo de los carpinteros y la vida a bordo.

Tal y como había decidido el comandante al planificar la derrota hacia La Habana y gracias a los vientos, favorables en un gran porcentaje salvo unas pocas encalmadas, entramos en el glorioso mar de las Antillas por el paso de los Caicos, a pulso cierto en los 22 grados de latitud. Y puedo asegurar que pocas veces una derrota programada se ajustaba posteriormente con tal exactitud. Añado el adjetivo de glorioso porque todo oficial que inicia sus embarques en unidades de la Real Armada sueña con ese mar de aguas azules y transparentes, sus inigualables islas y el aroma que, según algunos, se percibe en sus costas y arenosas playas. Sin embargo, cuando aparece alguno de sus periódicos huracanes, que levantan los navíos al pulso, el agua se oscurece a plomo y se añora la bahía gaditana con toda el alma.

Aunque en los antiguos derroteros se marcaban algunos de los puntos en el paso de los Caicos como peligrosos para la navegación, debido a su escasa sonda y cayos dispersos, la confianza del piloto, con notas propias sobre la zona, animó al comandante a despejar posibles dudas. Además, consideraba bueno para aumentar los conocimientos generales de los oficiales, la navegación por costas poco habituales, incluso aquellas sinuosas y con angosturas de palmo, que necesitan cierta precisión y ocho ojos atentos a las bandas, condición que aumenta la formación propia.

Por segunda vez entraba en ese incomparable mar de las Antillas, cuya simple mención agranda los poros de la piel al troncho en todo hombre de mar. En la primera ocasión, a bordo de la fragata Ligera, lo había conseguido desde el sur, costaneando la isla Trinidad. Por el contrario, ahora lo hacía por latitudes más septentrionales, al sur de las islas Bahamas y al norte de La Española, un escenario completamente distinto pero igualmente hermoso. Para alcanzar el puerto de La Habana, sería necesario barajar al palmo y gusto la costa norteña de la isla cubana y, de esa forma, arribar a la ciudad que todos apelaban como nuestra perla antillana.

Cuando nos aprestábamos a tomar el famoso paso de los Caicos, el comandante nos convocó en el alcázar a todos los oficiales de guerra. Siguiendo las normas establecidas en pura tradición oral, intentaba que aprendieran, como era su obligación, los puntos más conocidos de aquellas aguas, especialmente cuando se navegaba por nuevos escenarios. Pero no sólo su aspecto geográfico y cartográfico sino también histórico, porque en aquellas aguas e islas habían dejado España y la Armada secuelas que jamás podrían borrarse. Como se recomendaba en la formación de los caballeros guardiamarinas, comenzó la ronda de preguntas con Jacobo Garcerán. Se trataba de una costumbre habitual en todo buque. Espinosa se dirigió al joven barbilampiño y rubiales, más cercano a la teta materna que a los combates con sangre corrida.

—Caballero Garcerán, ¿cómo es conocido el mar en que vamos a entrar, una vez atravesado el paso de Caicos que acometeremos en pocas horas?

El caballerete miró al comandante con evidente asombro, como si se encontrara ante el capitán de su Compañía en pleno examen de compromiso. Dudaba en responder a la pregunta, temeroso de entrar en imperdonable falta. Espinosa consideró que debía animarlo un tanto, para distender el ambiente.

—No se preocupe, caballero, que no le exijo estricta obligación de mantenerse al corriente de tales conocimientos. Tanto usted como el resto de los oficiales deben tomar esta conversación cual divertida enseñanza, como de hecho debe ser para todo hombre de mar observar accidentes geográficos por primera vez y conocer su historia propia.

—Pues, la verdad, señor comandante, estimo que deberemos entrar en el mar Caribe. Eso supongo, al menos —largaba sus palabras en lenta agonía, mientras corría el sudor por su rostro.

—Muy bien, caballero, respuesta correcta. —Le ofreció una sonrisa de complicidad para rebajar los tintes—. También son conocidas dichas aguas con dicha denominación, aunque su apelación principal sea la de mar de las Antillas. Y también recibe ese nombre el conjunto de islas que forman un arco desde la península del Yucatán, hasta la desembocadura del río Orinoco. Dichas islas separan este precioso mar Caribe del mar del Norte, que se comienza a conocer como océano Atlántico en algunos mapas extranjeros. El conjunto de islas se encuadran en dos conjuntos principales: las Grandes Antillas y las Pequeñas Antillas o islas de Barlovento. ¿Sabría decirme cuáles son las Grandes Antillas?

Jacobo Garcerán tragó saliva de nuevo, aunque al mismo tiempo elevó la cabeza con cierto orgullo. Parecía decidido a no dejarse achantar.

—Pues si los recuerdos no me fallan, señor comandante, las Grandes Antillas se encuentran formadas por las islas de Cuba, Puerto Rico y La Española.

—Muy bien, pero le falta una muy importante que no debe olvidar. Me refiero a la Jamaica. Se trata de una isla preciosa, que perdimos a manos inglesas por el nefasto Tratado de Madrid de 1670. Y era propiedad de la casa de Veragua,30 donde ejercía mayorazgo. Las pequeñas Antillas, también llamadas como islas de Barlovento, comprenden desde las islas Vírgenes, justo a levante de Puerto Rico, hasta la isla Trinidad, bien pegada a Tierra Firme, una maravillosa isla que nos fue arrebatada hace escasos años, en 1802, a causa del nefasto cambalache a que nos sometió el maldito corso Bonaparte en la Paz de Amiens. Solamente resta nombrar a las islas de Sotavento, que se abren desde la Trinidad citada hasta la de Oraba y todas las situadas a lo largo de la costa de Tierra Firme. En su conjunto, las Antillas, con las islas Bahamas o Lucayas que dejaremos por el norte, se denominan como islas Occidentales. Pero apuesto la mejor de mis pañoletas a que ninguno de todos ustedes conoce la razón por la que se da el nombre de Antillas a este conjunto de islas.

Se hizo el mayor silencio, al tiempo que sentía cierta desazón en las tripas. Porque me creía versado en geografía, tras las muchas lecciones recibidas de mi padre, pero no me cuadraba ninguna respuesta sobre el tema concreto demandado. Incluso el segundo comandante dirigía la mirada en otra dirección, como si no entrara en el cupo nombrado. El comandante se vio obligado a entrar en aclaraciones.

—La razón hay que buscarla en el mágico conjunto islario que aparece en la Edad Media, en el que se nombraban islas como Satanaxio, Brazil, Royllo, San Brandán, Tammar, Mayda, Stocafixa y tantas otras que solamente existían en las perdidas cabezas de los antiguos navegantes. Bueno —exhibió una sonrisa—, dicen que todos los navegantes andamos con la cabeza más o menos perdida. De esas imaginarias islas, San Brandan era bastante famosa porque, según aseguraban, navegaba permanentemente a la deriva, huyendo de los marinos que a ella intentaban acercarse, hasta forzarlos a la más perdida locura. Pero regresando a nuestro tema, una de esas islas fabulosas era la de Antiglia o Antillia, que desde 1307 venía figurando en los principales mapas, muy dados a la imaginación, que mostraban el mundo desde Lisboa hasta Cipango. En el inicial viaje de don Cristóbal Colón, Pedro Mártir fue el primero en denominar con el nombre de Antillas a las islas descubiertas por el gran almirante, y así quedaron para la eternidad. Ya ven que es bueno conocer nuestra historia y las leyendas de todo lo que se ve con los ojos o lo que imaginaban nuestros antiguos predecesores, que navegaban por la mar sin derrotero alguno y jugándose el pellejo en cada restinga.

El comandante dejó pasar un par de minutos, antes de continuar con lo que consideraba como lecciones de Geografía e Historia, unas sesiones con las que mucho he disfrutado a lo largo de mis años de mar.

—En pocos minutos atravesaremos el paso de los Caicos, así llamado porque se abre entre las islas Caicos, pertenecientes al grupo de las Bahamas y las que cierran por su extremo oriental, y la isla Mariguana. El nombre de Caicos proviene, como es lógico pensar, del significado de esa palabra, caico, que indica bajos que velan31 en la bajamar o asoman escasa monta de continuo. Por fortuna, no es el caso de esta isla, que ya pueden apreciar por nuestra amura de babor. Y aunque en algún derrotero se anuncian los Caicos como un conjunto de islas que forman un bando sumamente peligroso, con numerosos cayos e islotes, ya se tienen suficientes conocimientos hidrográficos para atravesarlos en franquía sin mayores problemas, siempre que la mar no arbole. Apenas se encuentran habitados por un puñado de pescadores y algunos bucaneros que, en sus ensenadas, buscan cobijo. Hasta es posible que ese maldito bergantín Rose Noir afincara sus reales en alguna de esas bahías.

—Podrían intentar atacarnos algunos de sus compañeros con un buque más decente que el Rose Noir, señor. De esa forma, conseguiríamos alguna presa de utilidad —dijo el alférez de fragata Inciarte entre sonrisas.

—Dejemos los combates por ahora y lleguemos a La Habana sin mayores contratiempos, que otras misiones nos achuchan. Además, pocos buques bucaneros merecen ser tomados en presa. Bien, remataremos la enseñanza. Cuando salgamos del paso de los Caicos y libremos por estribor el arrecife Hogsty, nos encontraremos a pocas millas de la costa norte cubana, casi en su extremo oriental. Y creo que por hoy es suficiente lección. Mas adelante, cuando apreciemos a la vista el maravilloso puerto de La Habana, continuaremos estas amenas charlas de instrucción histórica y geográfica. Porque ahora debemos mantener los ojos bien abiertos para atravesar el paso sin problemas.

Atravesamos los Caicos por el paso mencionado por el comandante. Y a pesar de la confianza expuesta, Espinosa ordenó alistar dos anclas para su fondeo cuando el viento, mantenido del nordeste, cuajó en rápido role al sudeste, bien sea por rebufos producidos entre islas o por la pecadora mano del dios Eolo. La verdad es que sufrimos un par de horas para rematar el paso, con el bergantín Aquiles ciñendo al tocho y las brazas32 en danza de fuego. Pero una vez libres del arrecife Hogsty y como el viento en su bendito putañeo de luces regresara al nordeste, nos dejamos caer hasta avistar el cabo Lucrecia, tierra de la isla cubana, y comenzar a costanearla por libre. Aunque el piloto recomendaba barajar por corto y avistar hermosas visiones de la costa cubana, el comandante concedió un margen superior de distancia. No es que fiara poco de los derroteros y las cualidades del piloto, pero las aguas azules a la mano y en revuelto poco suelen agradar a quien manda todo buque, si no es por necesidad.

Ya les decía que los vientos, salvo esos rebufos inesperados en los Caicos, nos favorecieron muy por alto. Porque de las 500 millas que, a ojo largo de mar, nos restaban por navegar hasta el puerto de La Habana, cuando comenzábamos a embocar el canal viejo de las Bahamas, se recostó el soplo hacia el levante, mantenido en fresco de fuerza, lo que hizo la navegación más placentera. Y en verdad que, en conjunto, poco nos podíamos quejar del viento y la mar desde la salida de Cádiz. Porque no habíamos sufrido ventarrón alguno ni mares alzadas en ampollas blancas, una travesía completa del mar del Norte más propia de donas y con polleras sueltas.

Continuamos la navegación al placer de señoras, barajando sin contratiempos dignos de mención toda la costa septentrional de la isla de Cuba, la más grande y hermosa de ese mar antillano en el que se basó la conquista y colonización del nuevo mundo por parte de España. A pesar de su importancia económica y militar, se trataba de voz corrida que nuestros diferentes gobiernos nunca le habían otorgado la merecida importancia. Por desgracia, incluso en momentos como los actuales de conflicto serio en tantos virreinatos americanos, persistía esa penosa costumbre de enviar allende los mares lo peor de cada casa, incluido el personal para la administración, que debía representar con honradez y dignidad a Su Majestad Católica. Pero ése fue el camino escogido por la Metrópoli para el triste devenir de sus provincias americanas, donde la presencia de la Real Armada se mantuvo escasa en una proporción escandalosa. En su conjunto, unos pocos oficiales de guerra y pilotos que dieron de sí todo lo que de ellos era posible esperar y mucho más.

Desde un punto de vista estratégico, como alegaban de forma engolada algunos sabios generales de la Armada y del Ejército, Cuba representaba el centro neurálgico de las Indias, abierta al golfo de México entre los espolones de las penínsulas de la Florida y el Yucatán, así como a las Bahamas y al resto de las grandes Antillas. Y en cuanto a la Real Armada en particular, en La Habana se encontraba uno de los cuatro grandes arsenales nacionales, y precisamente donde se fabricaban a mejor precio y con olorosas maderas las unidades de mayor porte. Y se trataba de un punto importante el tipo de maderas a utilizar, por su especial resistencia a los moluscos marítimos que las horadan hasta arruinarlas. Precisamente de sus gradas había salido, entre otros, el navío Santísima Trinidad, coloso de los mares perdido con sus 140 cañones de porte en el combate naval frente al cabo de Trafalgar y único ejemplar con cuatro puentes en el mundo.

Navegando por el llamado como canal viejo de las Bahamas y continuando con rumbos cercanos al poniente, recorrimos las 500 millas de la costa norte, salpicadas en toda su extensión con una gran profusión de islotes y cayos33 que aconsejaban mantener prudente distancia. Siempre bendecidos por los dioses de la mar, disfrutamos unos días de sesteo marinero y abierto placer, con un viento encastrado por fin del levante, que se aplicaba más al sudeste conforme cortábamos meridianos hacia el poniente. En cuanto a la fuerza, aunque se alzara a frescachón en algunos momentos, bajó enteros con la corrida, incluso ofreciendo alguna encalmada de escasas horas.

El teniente de navío Espinosa regresó a la costumbre pedagógica de todo comandante de buque en la mar, cuando en la tarde del 26 de marzo, con las luces cayendo a plomo, charlaba con los oficiales en el alcázar. El Aquiles facheaba para reconocer la entrada al puerto de La Habana, que pretendía atacar al día siguiente.

—Bien, señores oficiales, puedo asegurarles que mañana entraremos en uno de los parajes más bellos de la geografía española, según comentan los escritores y poetas que de estas hermosas tierras han escrito —Espinosa entonaba como un orador parlamentario—. ¿Alguien desea lanzar comentarios sobre la isla cubana?

—Pues con su permiso, señor comandante, puedo declarar que Cuba fue la primera isla de las Grandes Antillas que descubrió don Cristóbal Colón —apuntó el alférez de navío Zurralde que, según me comentaron, era muy amante de los hechos principales de nuestra historia—. Dicho descubrimiento tuvo lugar el 27 de octubre de 1492, dos semanas después del descubrimiento del nuevo mundo. La observó de tan gran tamaño que, en principio, la creyó tierra firme de Cipango. Y corriendo por esta misma costa septentrional que hemos barajado, llamó a los grupos de cayos como Jardines del Rey.

—Muy bien dicho, Zurralde. Ya veo que alguno de mis oficiales es amante de los hechos históricos. En efecto, así los definió el grande almirante: los jardines del Rey. Se trata de un hermoso nombre el elegido por don Cristóbal Colón —afirmó el comandante en sinceros—. Y, según tengo entendido, en el segundo viaje exploró la costa meridional. Veamos Zurralde, ¿conoce algún detalle particular sobre La Habana?

—Sí, señor. —El alférez de navío agradeció con el gesto de su cara que el comandante otorgara la importancia debida a sus conocimientos—. Se cree que la ciudad fue fundada por Diego Velázquez en 1515, conquistador y primer gobernador de Cuba. La bautizó con el nombre oficial de San Cristóbal, de la Habana, porque los nativos llamaban como Abana a esta zona de la isla. Fue saqueada por piratas y bucaneros en diversas ocasiones, hasta que, por fin, en 1552 se trasladó a esta ciudad la sede del gobierno colonial que, hasta entonces, se encontraba instalada en la ciudad sureña de Santiago. Pero como continuaba siendo pasto de saqueos sin freno, el Gobierno se decidió a fortificarla de forma adecuada, comenzando por el castillo de la Fuerza, el más antiguo, a medio canal de entrada, siguiendo con los del Morro, antes llamado de los Tres Reyes, y el de San Salvador de la Punta, que mañana por la mañana podremos observar al embocar el canal de acceso a la bahía. También colaboran en su defensa los castillos del Príncipe, que corona una colina al oeste de la ciudad, el fuerte de San Diego y el castillo de Atarés. Pero fueron los ingleses los que en siglos posteriores intentaron poseer la isla cubana de firme. Y ya saben que en 1762 capturaron la ciudad con escaso esfuerzo y menor resistencia, para permanecer en ella durante un año. Una de las páginas menos honrosas de nuestra historia que, no obstante, debemos recordar para no caer en similares yerros.

—Una observación a la que me uno sin dudarlo. Esa es una de las razones por las que concedo tanta importancia al conocimiento de nuestra historia.

—Siempre entendí como muy difícil de creer que fuera capturada por los britanos con tanta facilidad, a pesar de todas esas defensas disponibles —afirmó el segundo comandante en voz baja.

—Desde luego que es difícil de creer, señor —continuó Zurralde con cierta autoridad—. Porque respecto a la defensa contra las fuerzas que puedan entrar desde la mar, a los castillos del Morro y de la Punta, en ambas bandas al comenzar la canal de entrada, hay que sumar, como les decía, los de la Fuerza y de la Cabaña, a medio camino de la barra y en su parte más angosta. Una defensa formidable. Pero los castillos en soledad no ofrecen protección alguna. Hay que dotarlos de los hombres y las armas necesarios. Y es bien sabido que no enviamos suficiente guarnición a las plazas americanas y escasos los mandos para dirigirlas con suficiente energía.

—Triste pero cierto —corroboró el comandante, con lo que daba por finalizada la charla.

Nos mantuvimos fondeados durante toda la noche entre la ensenada de Chivos y la punta del Morro. Sin embargo, nada más comenzar la amanecida, levamos las anclas para dejarnos acariciar por un escaso y tontón viento del nordeste en dirección al próximo y necesario destino. Por fin, cuando ya el sol cobraba suficiente altura en la mañana del día 17 y con excelente visibilidad, nos acercamos en pequeños bordos hasta quedar a la vista del rompeolas, tras el que la ciudad aparece como una estampa mágica emergida en suspenso sobre la mar. Divisamos con facilidad los castillos del Morro y de la Punta, momento en el que el caprichoso dios Eolo decidía un alargado descanso. Porque el viento caía a cero y nos dejaba sin posibilidad de avantear una sola yarda. El comandante se vio obligado a echar la lancha al agua, para que nos ofreciera el necesario remolque, con el que atacamos la canal de entrada. Y no era pieza de gusto, por el trabajo añadido y de lomos duros al que se obligaba a nuestros hombres.

Atravesamos la angostura primera, entre el Morro y la Punta, arrumbando hacia la segunda, un millar de yardas eternas a ritmo de tortugón y sin exigir esfuerzos innecesarios a los hombres alistados al remo, porque la calma era de estrago. A la altura del castillo de la Fuerza, en el punto de estrechamiento más pronunciado, comenzamos a avistar esa mágica bahía, de grandes proporciones, donde se podría dar cabida a todas las escuadras del mundo conocido. Una vez dentro, mientras admirábamos la ciudad que se nos abría a poniente, descubrí el arsenal sin mayor inconveniente. Y como si el comandante hubiera cruzado pensamientos conmigo, ordenó aproar hacia él para quedar, poco después, fondeado con dos anclas frente a los diques.

De esta forma, culminábamos una travesía del mar del Norte con mar excelente y vientos propicios en líneas generales. Tan sólo aparecía como clara excepción el encuentro habido con el bergantín bucanero y la defensa de la fragata holandesa, coronados por éxito clamoroso. Sin embargo, para mí el arribo a La Habana significaba solamente el fin de una primera y cómoda etapa. Porque ahora es cuando debería encarar la línea de la verdad y ofrecer el do de pecho, si quería que se hicieran realidad los sueños grabados en la cabeza. Me devolvió al mundo real la voz del comandante.

—¿Se presentará esta misma mañana al comandante general del arsenal, Leñanza?

—Desde luego, señor. Cuanto antes rindamos las obligaciones, mejor para el cuerpo. Así me quito de los hombros esa carpeta que ahoga mis pensamientos.

—Pues ya me contará cómo le ruedan las artes. Ya sabe que me tiene a su disposición para todo lo que necesite. Y si admiten un aumento en la dotación del Aquiles, lo que mucho dudo, estoy dispuesto a que embarque en este bergantín.

—Se lo agradezco como merece, señor. Esperaré a ver qué piensa sobre mi futuro el comandante general. Espero que la documentación amparada en la carpeta se encuentre repleta de buenas noticias y, de esa forma, se le alegren los pajarillos. Ya le informaré.

Acostumbrado en las últimas semanas a mentir con absoluta soltura, no titubeé un mínimo segundo ante el comandante. Pero decidí que llegaba el momento de la verdad. Debía vestir mi mejor uniforme grande y tomar la carpeta que entregaría en las manos del general Gastón. Lo que viniera después solamente lo sabía a ciencia cierta la querida Galeona. Y a ella me encomendé como en tantas ocasiones. Tan sólo un deseo se abría con fuerza en mi pecho. Y no era otro que embarcar en la goleta Providencia, cuya silueta imaginaba con todo detalle nada más cerrar los ojos.

La goleta Providencia
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