1 Una conversación en la real cámara
Su Majestad don Fernando el Séptimo reposaba la dolorida pierna sobre un amplio escabel de miraguano, forrado con seda granate. Se encontraba de un humor terrible en aquella mañana, razón por la que tanto los miembros de su familia como los del servicio y ciertos personajillos cortesanos de sala solían dejarlo en soledad y escapar a sus habituales destemplanzas. Sin embargo, debería haberse sentido feliz, poco después de verse aposentado de nuevo en el Palacio Real, revestido de sus absolutos poderes tras la incursión de los soldados franceses en España bajo el mando del duque de Angulema, los conocidos como Cien Mil Hijos de San Luis.
Había sido un alargado período de casi tres años, denominado como trienio constitucional, en el que mucho había sufrido. Pero por fin las potencias del Congreso de Verona habían decidido aceptar sus repetidas peticiones y actuar en España. Con las fuerzas francesas se había restaurado el régimen de sus plenos poderes. Sin embargo, aquella mañana del mes de diciembre del año del Señor de 1823, se le cerraban los cielos en rumazón de colores oscuros, con el dolor atravesado en picas por la pierna derecha, una dolencia que se repetía de forma periódica y que los galenos de la Corte no sabían atajar. Ni siquiera los curanderos serranos que traía de la mano su fiel Chamorro parecían capaces de aliviar los pinchazos de afiladas agujas que se cebaban en la extremidad.
Con el regreso al más puro absolutismo, la llamada por el pueblo como maléfica camarilla retomaba sus privilegiadas posiciones, ese círculo de amigos y aduladores del Rey que influían en sus decisiones con más fuerza que los propios secretarios, encargados de los despachos de los diferentes ministerios. Aunque muchos encontraran cierta semejanza entre este sistema y el del clásico favoritismo de los reyes, pecaban de gran error quienes así pensaban. Porque si el favorito aparecía ante todos como persona conocida que debía arrostrar los efectos de sus decisiones, a veces incluso con riesgo de su propia vida, los personajes de la camarilla laboraban en la oscuridad y en muchas ocasiones ni siquiera eran conocidos más allá de las paredes de palacio. Y más en disfavor todavía, si el favorito había sido a lo largo de la Historia hombre de grandes dotes y elevado prestigio personal, que buscaba el engrandecimiento de la nación, esa deleznable camarilla, aparecida a la sombra de don Fernando desde 1814, se componía en general de miembros con escasa capacidad intelectual, así como muestras sobradas de ignorancia y corrupción.
Al grupo de interesados corifeos cortesanos se les denominaba como camarilla porque los integrantes de la misma se reunían en la antesala de la real cámara, donde, al pie de la campanilla que transmitía las órdenes del Rey, descansaban los criados de la guardia. A ella habían pertenecido, o todavía pertenecían, un nutrido grupo de personajes que se deben analizar por separado.
Encabezaba el grupo don Francisco de Córdoba, que, de modesto guardia de corps, recibiera el ducado de Alagón en sólo cuatro años, un caso muy parecido al de don Manuel Godoy. A continuación aparecía el siniestro personaje don Blas de Ostalaza, confesor del Infante don Carlos. A pesar de su sagrado ministerio, era conocido en nuestra Corte por la grave y permanente inmoralidad de sus costumbres. Y aunque parezca cuestión imposible de creer por tratarse de personaje extranjero, también ejercía con prepotencia Dimitri Pávlovich Tátischev, ministro plenipotenciario del Zar Alejandro I en la corte de don Fernando y muñidor de la maléfica gestión de los buques rusos.1
Otro ejemplar de la denostada camarilla, que contaba con gran influencia sobre el Rey, se centraba en la figura de don Pedro Gravina, Nuncio Apostólico de Su Santidad, hermano más querido del capitán general de la Armada don Federico Gravina y Nàpoli, muerto a causa de las heridas recibidas en el combate de Trafalgar. Y como un miembro más de la Santa Iglesia en el grupo de interesados asesores, entonaba cuentas el canónigo Escóiquiz, con su permanente latiguillo moral. Por el contrario, tenemos un personajillo diferente en la persona de un verdadero filósofo de barrio chico, Pedro Collado, más conocido en la Corte como Chamorro. Ejercía de aguador en la fuente del Berro, cuando consiguió entrar en la servidumbre del Príncipe don Fernando. Según se aseguraba en corrillos de toda garantía, Su Majestad dependía de tal forma de sus habilidades, triquiñuelas y gracias, que no podía vivir un solo día sin su compañía.
Otro personaje de la camarilla perteneciente a la Iglesia era el canónigo Sáez, a quien don Fernando, una vez liberado de los liberales y penetrado en brazos del duque de Angulema, nombrara ministro universal, mientras se producía su nuevo asentamiento en la Corte como Rey absoluto. Y a él le dictaba los decretos que mostraban su verdadero y dañino ser. Entre ellos destacaban las condenas a muerte de los regentes, que habían desempeñado tan importante cargo con su real anuencia durante unas pocas horas. Me refiero a los generales de la Armada don Cayetano Valdés y don Gabriel Ciscar, así como el del Ejército don Gaspar Vigodet.
Me dejado en último lugar a un especial personaje de la camarilla, que adquiere cierta importancia y acción directa en esta narración. Posiblemente, el de mayor influencia sobre el Monarca. Me refiero a don Antonio Ugarte y Larrizábal. Hombretón bragado, astuto y muy inteligente, consiguió elevarse desde la humildísima posición de esportillero, hasta los salones de palacio. Desde muy joven supo captarse las simpatías de don Fernando, entonces Príncipe de Asturias, mostrando su ciega lealtad durante los años de la revolución francesa y la invasión de España. Fiel a las ideas más reaccionarias, que tanto le beneficiaban, influyó muy negativamente en don Fernando, que lo llegó a considerar su consejero más inseparable. Por aquellos días decembrinos de 1823 en los que nos movemos, además de ostentar de forma oficial el cargo de Secretario íntimo de Su Majestad, había, sido nombrado por don Fernando Secretario del Consejo de Estado, con lo que recibía todas las facultades y honores de un jefe de Gabinete. Entre otras especiales distinciones, había recibido las de Caballero de la orden de Santa Ana de segunda clase con diamantes, Comendador de la Orden de Dannebrog, Caballero Polar, Flor de Lis de Francia y Cruz Patriótica de Madrid. Solamente echaba en falta la concesión de un título nobiliario, prebenda con la que soñaba y esperaba recibir.
Regresando a aquella mañana preñada de dolor y tristes pensamientos para nuestro Señor don Fernando, había dejado muy claro al personal de palacio que no pensaba recibir visita alguna ni tratar asuntos de Estado, aunque la nación se encontrara en peligro inminente de ser atacada por los mil ejércitos del infierno. Sin embargo, entrados en el mediodía, uno de los criados de mayor confianza penetraba en su cámara. Avelino, buen conocedor de su Señor, mostraba rostro temeroso y ciertas dudas en sus movimientos, consciente de que encaraba un peligroso negocio. Y no fue recibido con aspavientos de esponja.
—¿Qué coño quieres ahora, Avelino? Me conozco al dedillo el significado de tu jodida cara. Creo haber dejado muy claro que no quiero ver a nadie. A no ser que haya enfermado de gravedad Su Majestad la Reina.
—Nada de eso, Majestad. La Señora se encuentra en perfectas condiciones. Y recuerdo perfectamente las directrices del Señor. Pero hace algunos minutos ha llegado don Antonio de Ugarte...
—¡Ya te he dicho con palabras de conciencia que no deseo recibir ni a la Santísima Trinidad en carro de gloria! Dile a don Antonio Ugarte que se vaya a hacer puñetas.
—Deberéis perdonarme, Majestad, pero ya le he explicado al excelentísimo señor Secretario del Consejo de Estado sus órdenes tajantes. Pero insiste, con extraña y decidida terquedad, en que debe comunicarle una noticia de la mayor importancia para su real persona. No es don Antonio de los que...
—¿De la mayor importancia para mi persona o para la suya? ¿Acaso regresan los liberales? —Don Fernando intentó forzar una sonrisa que, sin embargo, quebró a medio camino al sentir un nuevo pinchazo en su pierna—. Seguro que se refiere a la importación de granos de algún sobrino de tercer o cuarto orden, o a ese tenebroso negocio cubano que lleva entre manos. Así reviente de tripas con pujos dolorosos.
—¿Qué hago, Señor? Puede tratarse de un tema con suficiente importancia...
—Bueno, Avelino, hazlo pasar de una puta vez. Este navarro bujarrón es insistente como pocos y muy capaz de permanecer en la camarilla hasta que largue el buche o muera de una lanzada de la guardia.
—Muy bien, Señor.
Ugarte parecía encontrarse en permanente escucha tras la puerta. Porque al mismo tiempo que Avelino abría la que comunicaba con la camarilla, entraba decidido quien ejercía la máxima influencia sobre el Rey de España.
Por aquellos días contaba Antonio Ugarte con 43 años, aunque su físico le hiciera parecer todavía más joven. De mediana estatura y muy moreno de cabello, destacaba una nariz perfilada y un bigote fino sobre una boca en permanente y agradable sonrisa, lo que le concedía el favor casi inmediato de sus interlocutores. A pesar de su humilde origen, como persona hábil e inteligente, con el paso de los años había conseguido aprender modos y formas del entorno en que se manejaba, hasta mostrar rastros de verdadero caballero. Se movía con extrema agilidad y elegancia, ofreciendo pequeños saltos que lo trasladaban por la estancia sin apenas tocar el suelo. Como esperaba una fuerte crítica de su Señor, le entró con pañales blandos desde el primer momento.
—Soy consciente de que el Señor sufre uno de los peores días de su vida, maltratado por la pierna. Ya sabéis que hago míos tales dolores. Es posible que debáis llamar a ese cirujano malagueño afincado en Cádiz, de quien hablan...
—Que se pudran todos los cirujanos, médicos, galenos, barberos, sangradores, curanderos y zorras diversas. Lo más que me aconsejan es que abandone el vino y, de forma especial, mi ración diaria de chocolate. Y me niego en redondo. No quiero ver más a esa pandilla de mequetrefes, que todo lo cifran en privarte de los principales caprichos que la vida nos ofrece.
—Os concedo toda la razón, Señor.
—He dejado bien claro que, en esta maldita mañana, no quería recibos, informes ni monsergas —don Fernando entonaba con dureza, al tiempo que intentaba mover la pierna sobre el escabel, lo que le hacía soltar un bufido de dolor—. Por los cojones de Satanás, Antonio, que te arriesgas a un nuevo destierro. Ya sabes...
—No me lo recordéis siquiera, Señor, que bastante sufrí con esos dos años separado de vuestra real persona. Aunque sé bien que os visteis forzado a desterrarme a causa de las presiones ejercidas por esos malditos liberales, de los que tan sabiamente os habéis librado.
—Deja las zalamerías a la parte contraria, que no se encuentra esta mañana el grano preparado para la siega. Larga de una puñetera vez ese tema que traes tan importante para mi persona, si es que existe en realidad, lo que mucho dudo. ¡Y déjame en paz!
—Soy consciente, Señor, de vuestros deseos. Pero es posible que os ofrezca una noticia que aligere el dolor de vuestra pierna. O que os permitan lanzar los pensamientos en otra dirección bien distinta, lo que viene a ser lo mismo. Sé muy bien lo que el oro y, más todavía, las piedras preciosas de verdadero valor suponen para Vuestra Majestad —mostraba una sonrisa de cuartillo con la boca casi cerrada, mueca de astucia muy habitual en él—, especialmente en momentos de ruina nacional y personal como los que atravesamos en estos días.
—¿Oro y gemas de gran valor has dicho? —El Monarca, ofrecía cierto interés en su rostro por primera vez—. ¿Acaso ha aparecido una mina del metal precioso en estas tierras? Mejor sería una buena veta de esmeraldas, grandes como puños. Buena falta nos haría. Las Deudas nos recomen las entrañas desde cualquier nación que señalemos a ciegas en el mapamundi.
—Si el Señor me concede unos pocos minutos, podré explicaros la razón de esta visita tan poco oportuna. Además, mis palabras os servirán de alivio y conseguirán que dejéis de pensar en los pinchazos de vuestra pierna. Ya os he comentado en ocasiones que el dolor es un problema más mental que físico. Como un evidente ejemplo, es bien sabido que la compañía de una buena moza o la visión de un cofre repleto de monedas de oro suele ahuyentar el estado de malestar y padecimiento en el ser humano.
—¿Me vas a conseguir un cofre de oro? Muy grande ha de ser para que me alivie de estos dolores. En cuanto a la moza, dejémoslo pasar de momento. Precisamente, esta pasada noche no ha surtido esa estrategia el beneficioso efecto, aunque adoptara posturas de tullido.
—No se trata en la ocasión de un cofre de oro ni de moza jacarandosa con opulentos senos, como gustáis, Señor. Sin embargo, puede tratarse de un elemento con mayor valor todavía.
—¿Con mayor valor? ¿De qué se trata? ¡Vamos, Antonio, entra al trapo de una puñetera vez y deja los rodeos cortesanos! Ya sabes que no me gusta marear la perdiz y menos aún en estos momentos.
—¿Qué os parecería, Señor, disponer de una cruz robusta con más de tres varas2 de altura, fabricada en oro macizo y preñada de piedras preciosas inigualables en toda su extensión?
—¿Cruz de oro maciza con más de tres varas de altura? ¿Recubierta de gemas? ¿Dónde se encuentra esa maravilla? ¿Pertenece a algún revolucionario o persona susceptible de ser acusada de acendrado liberalismo? Podíamos expropiarlo sin mayores problemas.
—No será tan sencillo, Señor. Esta empresa nos resultará un tanto más complicada, si conseguimos sacarla adelante. Bien, entraré en vereda sin más demora y con todo detalle. Ayer, por bendita casualidad, acudieron de forma inesperada a mi posada un par de sobrinos...
—¡Ya saltó la maldita rana florida! Joder, Antonio, estoy hasta la cimera de tus diez mil sobrinos y sus especiales peticiones, siempre aparejadas a negocios ruinosos por las Indias.
—Ya sé de vuestra generosidad para con los miembros de mi familia. Pero no es el caso de este asunto, Señor. Para sorpresa, mía, este par de sobrinos no elevaron una sola petición. Tan sólo deseaban conocerme personalmente y ofrecerme noticias de su padre. Se trata de los tíos hijos de un primo a quien mucho apreciaba en mi juventud, Amadeo Larrizábal, que se estableció por tierras de Nueva España hace muchos años. Mi influencia ante vos lo benefició en alto grado. Quizás recordéis el caso, porque precisó de una nota de vuestra mano dirigida al virrey de Nueva España, hace bastantes años.
—Han sido tantas tus peticiones que no puedo recordarlas al bulto.
— Bueno, la verdad es que estos muchachos han servido lealmente a favor de nuestras armas.
—Serán de los pocos que así se han conducido por nuestras provincias indianas. Tierra de bastardos traidores. En cuanto a Nueva España, recuerda el Plan de Iguala, las Tres Garantías, el Tratado de Córdoba y toda esa maldita parafernalia infernal en la que muchos creyeron. Nada se ha cumplido, ni un mínimo compromiso. Y para colmo, el muñidor del escenario era nada menos que uno de mis más escogidos generales. Ese perro traidor de Itúrbide, acabó nombrándose emperador de México. Por fortuna, el muy cerdo ha sido expulsado del país antes de disfrutar de la corona imperial un año. Y siento que no lo encararan contra un paredón. Nuestros hombres en Indias son verdaderamente ambiciosos y solamente han pensado en el propio beneficio. Acabarán por pagarlo con mil guerras intestinas.
Se hizo el silencio. Los dolores parecían haber menguado en el Monarca, posiblemente por su agitación mental dirigida en otro sentido. Pero ya regresaba Ugarte al tema que cocinaba en su cabeza.
—Estos dos sobrinos de los que os hablaba llegaron a mi posada en compañía de un viejo monje dominico. Una santa persona, no me cabe duda, pero con demasiados años colgados a la chepa.
—¿Por ahí entra la famosa cruz de oro? —preguntó don Fernando, impaciente como de costumbre y mostrando una ligera sonrisa por primera vez.
—Comentando lo que supondrían las pérdidas en Indias para la Corona en un futuro inmediato —Ugarte parecía no haber escuchado las últimas palabras de su Señor—, el padre Santiago, que así se llama este santo varón, me comentó que la mayor merma que sufrirá España no se centrará en la falta de caudales periódicos en llegada a la Península. Por el contrario, la estimaba, cuando el hecho sea descubierto, en que haya quedado en manos enemigas del Rey Católico la sagrada y venerada Cruz de la Conquista.
—¿La sagrada Cruz de la Conquista? Jamás he oído hablar de esa cruz. No será tan importante.
—Sí que lo es, Señor. Y mucho más de lo que podéis imaginar. Parece ser que tan extraordinaria y única pieza la hizo fabricar el mismísimo conquistador del imperio azteca, don Hernando Cortés, cuando acabó por tomar de su mano las más ricas tierras de las Indias. Como tras la conquista de la capital azteca, el oro y las piedras a disposición era fabuloso, no se anduvo con chiquitas el valiente extremeño. Hizo fabricar por el más prestigioso artesano una cruz de oro macizo con esas extraordinarias dimensiones. Pero lo más importante es que se cuajó toda su superficie de esmeraldas, brillantes, rubíes, zafiros y las gemas de mayor valor que se pudieron encontrar, emparejadas una con otra sin dejar una pulgada de oro a la vista. Para Cortés, todo era poco con objeto de agradecer al Altísimo los favores recibidos.
—¿Y cómo no ha llegado a la Corte la noticia de tan extraordinaria pieza? Ni un solo comentario. Parece difícil de creer y más bien estimo que te han dado gato por liebre en la ocasión. Y no sería la primera vez. Te recuerdo el fabuloso tesoro de la cueva de Aldún, en el que hiciste invertir demasiada plata.
—Por favor, Señor, ahí sí que metí la cabeza sin oficio ni beneficio. Se trata de simples errores de juventud. Además, debéis reconocer que os hice recuperar toda la plata invertida y un poco más. Pero en nada se parece el caso al que nos ocupa en estos momentos.
—Eso espero. Continúa.
—Esa Cruz de la Conquista pasó a manos de la Iglesia y en ellas permaneció. Cuando tuvieron lugar los sucesos que atribularon la vida del gran Cortés y las sediciones que se produjeron a su alrededor, se sufrieron en Nueva España desórdenes de todo tipo. Durante bastantes semanas todo anduvo en pleno desgobierno. Por último, se dio por perdida la famosa cruz. Como apenas llevaba unos pocos años de vida, no llegó a popularizarse su existencia entre el pueblo ni alcanzó la noticia a la Corte. Pero no se encontraba perdida, ni mucho menos. Por fortuna, había sido apartada a buen recaudo entre manos sagradas.
—¿Entre manos sagradas? La Iglesia, como siempre, echando el guante a todo lo que reluce.
—En este caso, Señor, seríamos injustos catalogando así el suceso. La cruz quedó en manos de la orden de los dominicos, eso alega el padre Santiago con absoluta convicción. Pero ya sabéis que la orden de Predicadores ha sido considerada por la Curia romana como la primera entre las mendicantes. Bueno, y la de mayor categoría moral, sin posible comparación. Ha ofrecido al mundo ciencia, esfuerzo predicador y abnegación sin Límites. Incluso ha dado santos de la categoría de Santo Domingo, su fundador, pero también San Pedro de Verona, Santo Tomás de Aquino, San Vicente Ferrer...
—Y han disfrutado del favor de algunos papas, que pertenecían a la oren. Como el Papa Pío V, que les concedió bulas dominantes sin el menor sonrojo.
—Bueno, Señor, se dice que Pío V ha sido el mejor Papa de la cristiandad sin posible comparación. Bien que nos benefició al liderar la Santa Liga, que rematamos en el combate de Lepanto.
—El oro para la empresa lo pusimos nosotros y la gloria se la llevó Pío V. Pero regresemos a la cruz que me interesa y no divagues tanto. ¿A qué viene tanta historia de frailes y monsergas sin sentido?
—Porque necesito que me creáis sin posible duda, Señor. En caso contrario, no echaríais avante con esta fabulosa empresa. Para conseguirlo, debo formular el caso completo y bien detallado, aunque necesite de unos minutos. Habréis comprobado que, desde que le hablo de la famosa Cruz de la Conquista, parece que le duele menos la pierna. Pero continuaré sin pausa —Ugarte tragó saliva, comprendiendo que ganaba la batalla—. La labor en América de los dominicos ha sido extraordinaria desde el primer momento. He leído mucho sobre el tema, que ya me sabéis concienzudo cuando me embarco en una nueva empresa. No os tengo que recordar la labor del padre Las Casas y otros de su orden, en protesta para que los indios fueran tratados con humanidad por los conquistadores y colonos. Por tales razones, han sido personas muy queridas por todos y especialmente entre las comunidades indígenas. Pero el dato principal del que debemos partir es su devoción predilecta y febrilmente apasionada: el rosario. Se asegura que fue precisamente Santo Domingo el autor del rosario en su versión original. Por tal razón, entre sus más acendradas devociones aparece la esplendorosa imagen de Nuestra Señora del Rosario.
—¿Nuestra Señora del Rosario? ¿No es la patrona de los hombres de mar? Creo recordar que, en más de una ocasión, los ministros de Marina me han solicitado fondos especiales para llevar a cabo alguna conmemoración de dicha advocación.
—En efecto, Señor. Todo el encurtido se macera anudado en la misma cuerda. Y no os preocupéis, que la madeja se mueve sin posible mengua en dirección de la Cruz de la Conquista. Y juro en este momento por mis antepasados...
—Vamos, Antonio, que tampoco tus ancestros merecen mención alguna en loa —don Fernando sonreía, desdeñoso—. Recuerda que cuando intentaste encontrar la nobleza de tus apellidos, diste con algunos antepasados ahorcados en cadalso público por razón de hurto.
—Tales condiciones quedaron sin prueba fehaciente, Señor. Pero lo que intentaba decir es que juro por lo más sagrado que esa valiosísima e incomparable Cruz de la Conquista acabará en esta real cámara para vuestra personal contemplación.
—No necesito la simple contemplación, sino las gemas que pueda incorporar en la mano. Pero acaba de una puñetera vez, que ya no sé por donde coño se mueven tus pensamientos. Hemos pasado por Hernán Cortes, por la orden de los dominicos y ahora con la Virgen del Rosario. Debes recordar que no soy muy religioso y los temas de la iglesia me aburren soberanamente.
—Bien sabéis, Señor, que tampoco yo soy muy dado a los tedeum y las misas coronadas. Pero el caso que nos ocupa bien lo merece. Sin embargo y con todo respeto, debo corregiros ligeramente. Porque la Virgen del Rosario y la orden de los dominicos se encuentran íntimamente ligados. Recordad que a Pío V se le denominaba como el Papa del Rosario. Y a la Virgen del Rosario como emparejada con la victoria de Lepanto y con los hombres de mar.
—Pero, bueno, Antonio, esto parece una clase de religión para mozos descreídos. Recuerda que soy Rey por la Gracia de Dios. Así que deja de adoctrinarme. ¿Dónde cono se encuentra esa famosa Cruz de la Conquista? ¿Lo sabéis a ciencia cierta?
—En efecto, señor. No entendáis que quiera darle largas al asunto, sino ofreceros los datos con indeclinable exactitud para que me creáis. Porque se trata de un asunto de la mayor importancia. Como decís, la Virgen del Rosario, en su imagen denominada como la Galeona, ha sido considerada durante siglos patrona de la Carrera de Indias, de los galeones y, extendida en su forma general, de la Real Armada. Hubo con anterioridad otras advocaciones en las que se buscaba la protección para los marinos como San Nicolás de Bari, San Telmo o Nuestra Señora del Buen Viaje, pero es la famosa Galeona la que quedó confirmada de forma oficial e indisoluble. Cuando los galeones zarpaban hacía las Indias, se embarcaba en la capitana la imagen principal de la Galeona, así como otras de menor prestigio en las demás embarcaciones. Y también lo hacen ciertos buques de la Armada cuando se encuentran en Cádiz y han de salir a la mar para operaciones de cierto riesgo.
—¿Solamente desde Cádiz?
—Bueno, Señor, la carrera de Indias partía de Cádiz hacia Veracruz y, posteriormente, desde Acapulco hasta Manila, con sus tornaviajes correspondientes. Y ya le digo que, con el paso de los años, el patronazgo que creara don Juan de Austria se extendió a toda profesión de mar y a todo hombre que en la mar ejerciera su trabajo. Hay multitud de capillas dedicadas a Nuestra Señora del Rosario, tanto en España como en América y Filipinas, como el convento de Santo Domingo de Manila.
—Siempre unida a los dominicos.
—En efecto, Señor. En Cádiz, la Galeona se encuentra en el convento de Santo Domingo. Desde allí, la imagen se procesiona con toda pompa y devoción hasta los buques donde embarca. Y la que llevaba don Juan de Austria a su bordo en el combate de Lepanto fue entregada por el gran príncipe a la Cofradía del Puerto de Santa María.
—Supongo que toda esta historia me la narras para unirla a la famosa cruz. Tienes suerte porque parece que ha amainado el dolor en mi pierna. Puedes estar seguro de que, en caso contrario, te haría expulsar por la guardia a patadas.
—No lo quiera Dios, Señor. Pero, en efecto, ya le decía que toda la madeja se encuentra unida. La Cruz de la Conquista quedó ligada por completo a la imagen de Nuestra Señora del Rosario.
—¿Ligada? ¿Cómo es eso?
—Porque los que han mantenido la cruz en su poder con absoluta discreción, han sido los padres dominicos.
—Me refería a si la cruz se había adosado de alguna forma permanente con la imagen de la Galeona.
—No, Señor. Debo aquí exponer que la Cruz de la Conquista ha ido cambiando de depósito con el paso de los años, y de los siglos. Cuando se estimaba que podía peligrar en algún convento, ermita o iglesia donde se custodiara, se cambiaba su ubicación. Pero siempre en compañía de una muy especial talla de la Galeona, que veneran los miembros de la Orden.
—Y ese extraordinario secreto, mantenido con extrema discreción durante casi trescientos años, te lo ha revelado ese viejo dominico por tu bella estampa. O, más probable, gracias a la presión de tus sobrinos que, supongo, querrán un generoso porcentaje del bocado.
—Nada de eso, Señor. Mis sobrinos nada tienen que ver con el asunto de forma directa. Tan sólo se limitaron a poner en contacto al dominico con mi persona. Este santo padre ha viajado hasta España con el único fin de hablar conmigo y exponerme la situación de la citada cruz. Bueno, lo ha hecho conmigo a sabiendas de la influencia que puedo presentar ante vos. Mis sobrinos le están muy agradecidos porque gracias a él pudieron salir de Nueva España sin mayores problemas.
—¡Pero qué quiere ese santurrón! ¿Ha traído consigo la cruz a España? ¿Dónde la mantiene escondida?
—La Cruz de la Conquista, Señor, se mantiene todavía en Nueva España. El padre Santiago me ha explicado con todo detalle donde se encuentra, a buen recaudo y sin peligro de ser expoliada, de momento. Pero no debemos olvidar que Itúrbide fue expulsado de México gracias al levantamiento del general López de Santa Ana en Jalapa, al tiempo que Guerrero y Bravo lo hacían en el Norte. Itúrbide debió abandonar su imperio y pasó a Italia, aunque por estos días creo que se encuentra en Londres. El Congreso adoptó la forma de gobierno republicana y federal. Parece ser que andan, confeccionando una Constitución...
—No mientes esa indecente palabra en mi presencia. —Don Fernando parecía haber recobrado el buen humor con rapidez, al punto de mostrar una ligera sonrisa por primera vez—. Además, acaba con la torta, que estoy bien informado de lo que sucede en esas tierras.
—Pues como sabréis con detalle, Señor, es de suponer que en esa nueva república, que no reconoce Vuestra Majestad, el Congreso nombre un presidente o un cargo parecido. Pero mi miedo es que, como se rumorea, acaben por eliminar a todas las órdenes religiosas y la cruz...
—Y la famosa Cruz de la Conquista acabe en sus manos. ¿Qué pretende ese dominico?
—Quiere que llevemos a cabo su traslado a España. Pero solamente nos la entregarían, si se acompaña de la famosa talla de la Galeona, custodiada junto a la cruz. Dicha figura debe ser entregada en el convento de Santo Domingo de Cádiz. Parece ser que le dispensan un especialísimo fervor a esa antigua imagen.
—¿Exigen condiciones al Rey de España? ¿Quiénes se han creído que son esos monjes? Si por los liberales fuera, dejarían de existir en España y sus antiguas provincias indianas. He sido yo quien ha rescatado sus derechos, que no son pocos ni de migajas. Pero acabemos de una vez con esta historieta más propia de cartones de feria, Antonio, o te hago desterrar al pueblo más húmedo y desolado de tu querida Navarra.
—No hagáis eso, Señor, que mi reuma acabaría por matarme de dolor.
—Concretemos de una puñetera vez, Antonio. ¿Dónde se encuentra esa famosa cruz, que mucho me gustaría acariciar con las manos?
—Exactamente, Señor, en la ermita del Rosario. Bueno, sería más preciso decir en los restos de lo que, en su día, constituyó la pequeña y recogida ermita del Rosario. Porque se trata de un edificio casi derruido, que se encuentra en las afueras de la ciudad de Monterey, que hasta hace poco más de diez años oficiaba como capital de la California. Situada exactamente a tres leguas y media de la ciudad hacia el Norte, en dirección a San Francisco por el camino que llaman de las Misiones. Allí, en un paraje conocido como La Grupa, un monje dominico llamado padre Cristóbal, mantiene a buen resguardo y convenientemente apartados de los ojos humanos, tanto la Cruz de la Conquista como esa especial talla de la Galeona. No es posible perderse con estas indicaciones.
—¿Y ese dominico que fue a verte, pretende que traslademos un pedazo de cruz de tan colosales dimensiones, con el elevado peso que es de suponer, desde allí hasta España? Creo que el vejete se encuentra medio demente, pero tú más todavía, al tomar seriamente esta empresa. ¿Quiere que enviemos una poderosa escuadra con diez mil hombres del Ejército?
—Nada de eso, Señor. Se trata de una operación factible y poco complicada, si la analiza en positivo y con detalle. Según parece, esa zona de México se encuentra medio despoblada y sin fuerzas regulares. La ciudad de Monterey se encuentra en la bahía de su mismo nombre y dispone de un fondeadero excelente, lo que he comprobado en una enciclopedia con mis propios ojos. Aunque en el mar del Sur el puerto de Acapulco sea el más famoso, y para nosotros el de San Blas como cabeza del antiguo departamento marítimo, un pequeño buque podría fondear en la bahía de Monterey. Desde luego, bajo pabellón, de otro país, preferiblemente británico, que mucho se respeta en todo mar conocido. Por la noche, unos pocos hombres atrevidos y con valor encastrado en los huesos pueden acercarse a esa ermita y transportar la cruz y la talla hasta el buque. Sería necesario un barco de los que llaman veleros, rápido y que no le puedan dar caza.
—¿Sabes lo que estás diciendo, Antonio? Estás hablando del mar del Sur.3 ¿Has ojeado un mapa alguna vez? ¿Sabes la navegación que debería realizar ese buque?
—Perfectamente, Señor. No sólo he ojeado sino que he estudiado la geografía indiana a fondo y con todo detalle. En principio, pensé en la posibilidad de que el buque arribara al puerto de Veracruz u otro asequible del mar del Norte. Pero la distancia por tierra hasta Monterey sería tremenda y la empresa descabellada. El buque debería bordear toda la costa americana, montar ese famoso cabo de Hornos y subir en latitud hacia el norte, hasta alcanzar la bahía de Monterey. Un reducido grupo de soldados o marinos, con una carreta acopiada en la zona, podrá trasladarse hasta la ermita. El dominico que allí se encuentra esperará a que lleguen nuestros hombres.
—Definitivamente, has perdido la cabeza. La visión del oro y las piedras en tu enfebrecida mente te ha hecho enloquecer. —Sonreía don Fernando, pero regresó a la mayor seriedad antes de continuar—. Las posibilidades de éxito en esta empresa serían muy pocas.
—Debéis perdonarme, Señor, pero discrepo por completo de vuestra opinión. Una pequeña embarcación puede conseguirlo sin mayores trabas. Las hay que alcanzan el puerto de Manila, a muchísima más distancia. Una vez en Monterey, fondearán como buque de transporte inglés, que ha sufrido problemas en su aparejo. Digo esto porque no sé exactamente si existe material con el que comerciar en aquella zona, lo que debemos preguntar. Posteriormente, una vez acopiadas las piezas a bordo, emprenderán el tornaviaje bajo pabellón británico. ¿Qué arriesgamos? Solamente un pequeño buque, que no pido una fragata o un navío. Bueno, son pocas las unidades de este tipo a disposición en la Real Armada.
—Va sabes. La Marina poca...
—y mal pagada.
Ambos personajes rieron de buena gana la frase que se había hecho famosa en la camarilla y que adjudicaban directamente a Su Majestad. Don Fernando parecía haberse olvidado de su pierna maltrecha, porque ordenaba que les sirvieran vino y un generoso trozo del queso de la sierra del que tanto gustaba. Ugarte, hábil como siempre, entró al quite.
—Podéis comprobar, Señor, que no marraba en mis predicciones. No hay ungüento tan saludable como una buena historia, para alejar los dolores y miasmas portas afuera. La visión de esa cruz aquí en su real cámara, mientras comprueba las mil gemas a ella adosadas, parece haberle revivido.
—Eres un puñetero bujarrón, Antonio. —Don Fernando golpeó la pierna de su fiel servidor entre sonrisas, antes de beber de un solo trago la primera copa de vino—. La simple visión de esa cruz, cuajada de preciosas gemas, me llena el alma de gozo, sin duda. Pero sigo pensando que se trataría de una acción muy expuesta. Y el Rey de España no puede involucrarse...
—¿Quién podría asegurar que se trata de una operación ordenada por el Rey de España? Lo negaríais sin dudarlo. Los hombres de vuestra Real Armada son valerosos, leales, obedientes y discretos. Bueno, y muy baratos porque no cobran las mesadas desde hace meses o años. —Ahora reía, palmeando con fuerza su gracia, acción coreada al tiempo por Su Majestad—. En esta delicada operación no podrán emplear sus uniformes españoles, sino los correspondientes a la que denominan como Royal Navy. Y llegada la operación nocturna terrestre, unos disfraces adecuados, ropa más propia de carreteros. Y si por desgracia fueran atrapados, mala suerte para ellos porque serían ajusticiados. Os repito la misma pregunta, Señor: ¿qué exponemos? Un barquito de nada y unos pocos hombres. Por el contrario, si se consigue el éxito, la recompensa sería fabulosa. Pero ya os expongo de antemano que el secreto debe ser máximo. De forma especial, si Vuestra Majestad piensa tomar alguna de esas piedras en bolsa propia.
—Cree el ladrón que todos son de su condición. Pues claro que pienso echar mano de esas gemas. Ya sabes que las piedras ejercen una atracción irrefrenable para mi persona. Es lo que más me atrae del cuadro. Verme desengarzando cientos de gemas, una a una. Por Dios, que muero de placer con sólo pensarlo. Además, esa Cruz de la Conquista, mandada fabricar por Cortés, es propiedad de la Corona sin posible duda.
—No penséis mal de este vuestro más humilde súbdito, Señor —Antonio Ugarte entonaba con cierta ironía, al tiempo que inclinaba el torso en fingida reverencia—. Nada pido para mí, Majestad. Con observar la felicidad en vuestro rostro, me sentiría suficientemente recompensado.
—Vamos, Antonio, que no acabo de caerme del nido. —Don Fernando reía ahora con ganas—. No te preocupes, que alguna piedrecita caerá en tu faltriquera. Pero no de extraordinario tamaño.
—Llegado el caso, no las rechazaría por amor a vos, Señor. Pero entrando en brevas maduras, entiendo que os encontráis dispuesto a dar avante con la empresa.
—No sé. He de pensarlo y hablo en serio. ¿Y si ese vejestorio dominico ha perdido la sesera y te ha contado una batalla campera?
—Ya sabéis, Señor, que suelo calar en pocos segundos a las personas con las que me enfrento. No me cabe duda alguna en el caso particular que nos ocupa. Este santurrón habla en verdad y sólo se siente hondamente preocupado por no perder la imagen de la Galeona, a la que ofrece una importancia desmedida. La Cruz de la Conquista no es más que el reclamo que nos ofrece. Y con razón sobrada, porque nos hará picar en el anzuelo.
—Debemos pensarlo. Pero... —don Fernando pareció dudar unos segundos—. Creo que debería hablar con él. ¿Puedes traerlo a mi presencia con absoluta discreción? Si consigue convencerme a mí también, es posible que emprendamos esta locura.
—Por supuesto que lo tendréis ante vuestra real persona. Si, como espero, el dolor de vuestra pierna se evapora entre hoy y mañana, lo que suele ser condición habitual en ese mal que os aflige de forma periódica, haré que el padre Santiago me acompañe a una hora discreta y sin ojos pecadores a la vista. Conozco los caminos discretos que he de seguir en palacio, utilizados en anteriores ocasiones con otros fines más lúdicos.
—De acuerdo, Antonio. En ese caso, brindemos por esa locura que me has traspasado a la cabeza.
—No, Señor. Brindemos por la Cruz de la Conquista, que acabará en esta real cámara.
—Eres un puñetero bujarrón del demonio. Siempre terminas por convencerme. Pero, ya sabes, discreción total. Que nadie de la camarilla huela el manejo.
—Por favor, Señor, que no he perdido la sesera.
Todavía entretuvo Antonio Ugarte a Su Majestad durante algunos minutos, antes de abandonar la real cámara. Cuando abordaba su carruaje, se sintió henchido de felicidad. Una vez más, había conseguido su propósito con esa especial habilidad que Dios le había concedido. Y no se trataba de empresa pequeña la que podían abordar, sino cofre de gigantescas proporciones, del que podían surgir jugosos beneficios.
Cuando, por fin, quedó de nuevo en soledad, en la mente de Su Majestad Católica solamente tenían cabida las gemas cuajadas en toda la extensión por la maravillosa Cruz de la Conquista. Su colección de piedras podría multiplicarse y enriquecerse con algunos ejemplares sin posible comparación. La visión de enormes esmeraldas, brillantes y rubíes bailaban en su cerebro, hasta provocarle una generosa sonrisa. Se había olvidado por completo del mal de su pierna y bebía vino con entera satisfacción.