5

Piensen en ustedes como una mano. Cada uno es un dedo, y sin los demás son inútiles. Sólo, un dedo no puede agarrar, o manejar, o formar un puño. Solos no son nada, pero juntos lo son todo.

—Sargento de entrenamiento de Comandos Kal Skirata

Darman se movió rápido, subiendo la cuesta cubierta de árboles un kilómetro al sur. Planeaba aprovechar el resto de las horas del día en el armado cuidadoso de un escondite en el punto más alto y ventajoso que pudiera encontrar, ligeramente por debajo del horizonte.

Se concentró en diseñar una tosca red con las cuerdas del paracaídas que había rescatado. La actividad lo mantendría ocupado y alerta. No había dormido en casi cuarenta horas estándar; la fatiga te hacía descuidado y peligrosamente más desconcentrado que el alcohol. Cuando había terminado de atar la cuerda en cuadrados, entramó pasto, hojas y ramitas entre los nudos. Al inspeccionarla, decidió que era una red de camuflaje bastante buena.

De este modo continuó la inspección. Qiilura era asombroso. Era cambiante y lleno de vida, una mezcolanza de olores y colores y texturas y sonidos. Ahora que su temor inicial del choque había pasado a ser un nerviosismo general, comenzó a apreciar cuanto le rodeaba.

Eran los pequeños sonidos de la vida lo que más le interesaba. A su alrededor, la criaturas se arrastraban, volaban y zumbaban. Ocasionalmente algo chillaba y callaba. Por dos veces había escuchado algo grande merodear entre los arbustos.

Aparte de la breve intensidad de Geonosis, la única experiencia ambiental de Darman habían sido las elegantes ciudades flotantes de Kamino, y los infinitos mares embravecidos que las rodeaban. Los salones de clase impecablemente pulcros y las barracas donde había pasado diez años convirtiéndose de un niño corriente a un soldado perfecto eran poco interesantes, diseñadas para lograr su labor. Su entrenamiento en desiertos y montañas y junglas habían sido completamente artificiales: holoproyecciones y simulaciones.

Las rojas planicies del desierto de Geonosis habían sido mucho más áridas y crudamente magníficas que las imaginadas por sus instructores; y ahora los campos y bosques de Qiilura mostraban mucho más que lo que un mapa tridimensional podía ofrecer.

No obstante, seguía siendo una región despejada: un terreno que le había dificultado moverse sin ser detectado.

Concentrarse, se dijo a sí mismo. Recabar información. Hacer lo más exigible en tu inactividad.

Ahora el almuerzo habría sido muy bien recibido. Un almuerzo decente. Se echó a la boca un cubo concentrado de raciones secas y se recordó a sí mismo que su constante apetito era irreal. Que estaba simplemente cansado. Había consumido la cantidad exacta de nutrientes que necesitaba, y si se diera a comer más, se quedaría sin provisiones. Tenía exactamente lo justo para una misión de una semana en su mochila y para dos días en su cinturón de emergencia. El cinturón era la única cosa que llevaría, aparte de su rifle, si en algún momento tuviera que hacer una marcha rápida sin su mochila de cuarenta kilos.

Por debajo de él, los transportes de los granjeros volaban a lo largo de una pista estrecha, todos apuntando en la misma dirección, cargando depósitos cuadrados con sellos de seguridad sobre las escotillas. Barq. Darman nunca lo había probado, pero podía olerlo incluso desde allí. El hedor nauseabundamente almizcleño, casi fungido le cortó el apetito por un rato. Si tenía su holomapa alineado correctamente, todos los transportes se dirigían al depósito municipal de Teklet. Torció la imagen en sus manos de un lado al otro y la sostuvo para hacerla coincidir con el terreno reinante.

Sí, ahora estaba bastante seguro de su posición. Se encontraba a diez clics al este de la pequeña ciudad llamada Imbraani, a unos cuarenta clics al noreste del punto RV Beta y a cuarenta clics casi directamente al este del punto RV Gama. Habían marcado los puntos RV paralelamente a la ruta de vuelo porque los separatistas esperarían que se dispersaran, no que volvieran sobre sus pasos. Entre el RV Alfa y el Beta había un tramo de bosque selvático, ideal para moverse de día sin ser visto. Si el resto de su escuadrón había aterrizado sin peligro alguno y según lo previsto, estarían dirigiéndose hacia Beta.

Las cosas parecían ir de nuevo por buen camino. Todo lo que tenía que hacer era llegar al RV Gama y esperar a su escuadrón. Y si ellos no lo lograban, entonces tendría que replantearse la operación.

La idea le produjo una sensación de angustia. No son nada solos, pero juntos lo son todo. Había sido criado para pensar, moverse, e incluso respirar como parte de un grupo de cuatro. Sólo no podría hacer nada.

Pero los ARC siempre trabajan solos, ¿o no?

Consideró esto, manteniendo a raya las ganas de dormir. Las hojas crujieron repentinamente a su espalda, y se giró para hacer un escaneo con el filtro infrarrojo de su visor. Vio un movimiento borroso de un animal. Desapareció. Su base de datos le había informado que no había grandes depredadores en Qiilura, así que sea lo que sea no sería más molesto que los gdans… al menos, no mientras llevase su armadura puesta.

Darman esperó inmóvil por unos segundos, pero el animal se había ido. Se giró y volvió a concentrarse en la carretera y los campos circundantes, luchando para mantenerse despierto. Olvidas los estimulantes. No, no iba a tocar su medpac por un rápido aguijonazo. Aún no. Guardaría su limitado suministro para más tarde, para cuando las cosas se pusieran realmente feas, como sabía que sucederían.

Entonces algo cambió en su campo visual. El cuadro congelado había cobrado vida. Descendió el filtro binocular para observar con más detalle, y lo que vio le hizo echarse hacia atrás y observar a través del teleobjetivo de su rifle.

Una fina columna de humo se elevaba sobre un grupo de edificios de madera. Estaba convirtiéndose rápidamente en una nube. No era el humo de una chimenea; podía ver las llamas, resplandecientes lenguas de amarillo y rojo. Las estructuras —graneros, a juzgar por su construcción— estaban ardiendo. Un grupo de personas con ropas ajadas estaban moviéndose, intentando sacar sus posesiones de las llamas, desorganizadas, sobrecogidas por el terror. Otro grupo —ubeses, trandoshanos, y principalmente weequays— los detenían, manteniéndose de pie en una línea alrededor del granero.

Uno de los granjeros traspasó la línea y desapareció dentro del edificio. No volvió a salir, no mientras Darman miraba.

Nada en su entrenamiento correspondía con lo que estaba presenciando. No había un recuerdo, un modelo, una maniobra, o una lección que apareciera en su mente y le dijera como debía responder a esto. Las situaciones con civiles estaban fuera de su experiencia. No eran ciudadanos de la República: eran ciudadanos de alguien.

Su entrenamiento le había enseñado a no distraerse por cuestiones externas, no importa cuán apremiantes fueran.

Pero no obstante, había una clase de impulso en él que decía haz algo. ¿Qué? Su misión, su razón para mantenerse con vida, era reagrupar a su escuadrón y sabotear el proyecto del nanovirus. Salir de su escondite para ayudar a civiles rompía con todo el esquema.

Los separatistas —o quienquiera sea el que controlaba a esa surtida banda de matones— sabían que él estaba allí.

No había que ser un genio para darse cuenta. El rociador había explotado al estrellarse, detonando todo paquete de cargas que Darman no había podido meter en sus mochilas. La patrulla de weequays no se había reportado cuando sus jefes habían esperado. Ahora los humanos —los granjeros— estaban siendo castigados y amenazados, y todo era por su culpa. Los separatistas lo estaban buscando a él.

Procedimiento de evasión y escape.

No, aún no. Darman tomó un profundo suspiro y ajustó su rifle con cuidado, poniendo a un ubese en su punto de mira. Luego alineó al resto del grupo, uno a la vez. Ocho hostiles, cuarenta disparos: desde un comienzo, sabía que podía derribar a cada uno de ellos.

Contuvo el aliento, el dedo índice descansando sobre el gatillo.

Sólo un toque.

¿Cuántos objetivos más habría allí que no podía ver? Estaba a punto de facilitar su posición.

Esto no es de tu incumbencia.

Soltó el aire de sus pulmones y relajó el apretón sobre el rifle, deslizando el dedo índice sobre el percutor del gatillo. ¿Qué pasaría con su misión si le atrapaban?

En los siguientes dos minutos, renuente a moverse, apuntó a cada ubese, weequay y trandoshano en varias oportunidades, pero no apretó el gatillo. Lo deseaba más de lo que podía haberse imaginado. No era la resolución duramente entrenada de un francotirador, sino más bien un inútil e imponente odio cuyo origen no podía siquiera identificar.

No reveles tu posición. No dispares a menos que puedas fijar tu objetivo. Sigue disparando hasta que tu objetivo caiga y no se levante.

Y entonces había momentos en los cuales un soldado debía simplemente tomar una decisión.

Algún día, ellos podrían ser ciudadanos de la República.

Hoy podrían ser aliados.

Darman ya no estaba cansado, o incluso hambriento. Su pulso palpitaba con fuerza en sus oídos y podía sentir el nudo en los músculos de su garganta, el reflejo humano primordial de huir o luchar. Huir no era una opción. Tendría que luchar.

Apuntó al primer weequay, un disparo limpio a la cabeza, y apretó el gatillo. La criatura se desplomó, y por un segundo sus camaradas observaron detenidamente el cuerpo, inseguros de lo que había sucedido. Darman no tenía nada contra los weequays. Era pura coincidencia que éste haya sido el tercero que había matado en pocas horas.

Y, repentinamente despabilados, el resto de los matones se giraron para mirar en la dirección por donde había venido el disparo, desenfundando sus armas.

La primera ráfaga se estrelló en los arbustos que estaban a la izquierda de Darman; la segunda se perdió a tres metros sobre su cabeza. Habían calculado donde se encontraba, que listos. Darman encajó el accesorio para granadas del DC-17 y miró a través del teleobjetivo a medida que los civiles se dispersaban. La granada levantó una cortina de abono y madera destrozada al cielo, junto con cuatro de los ocho milicianos.

Ahora sí que había dejado al descubierto su posición.

Cuando se puso de pie y comenzó a correr cuesta abajo, los cuatro enemigos restantes se quedaron paralizados y mirándole fijamente por un par de segundos. No tenía idea del porqué, pero le habían dado el tiempo suficiente para sacar ventaja. Un par de rayos de plasma le golpearon, pero su armadura los absorbió como si fueran un simple pinchazo en su pecho y siguió corriendo, esquivando un diluvio de rayos de partículas. Los láseres venían hacia él como una lluvia de horizontal luminosidad. Un trandoshano se dio la vuelta y puso pies en polvorosa; Darman lo derribó con una ráfaga en la espalda que lo hizo volar unos cuantos metros a medida que caía.

Entonces la candente lluvia se detuvo y se encontró corriendo sobre los cuerpos. Darman aminoró el paso y se detuvo, repentinamente ensordecido por el sonido de su jadeante respiración.

Tal vez habían conseguido informar de su presencia con sus comunicadores a tiempo, y tal vez no. Igual la información no les serviría de mucho. Corrió de granero a granero, buscando más hostiles, pasando indemne a través de las llamas puesto que su armadura y traje podían fácilmente soportar el calor de la madera en llamas. Incluso con su visor, no podía ver bien a través del espeso humo, y rápidamente se dirigió otra vez hacia el exterior. Echó un vistazo a su brazo: hebras de humo se alzaban de las ennegrecidas placas.

Entonces se encaminó directamente hacia un joven vestido con un mandil de granjero, que le miraba boquiabierto. El muchacho salió como saeta.

Darman no podía encontrar a más soldados de Hokan. Se dirigió al último granero y pateó la puerta abierta. Sus luces barrieron el sombrío interior e iluminó los aterrorizados rostros de cuatro humanos —dos hombres, una mujer, y el muchacho al que acababa de ver— acurrucados en una esquina al lado de una máquina trilladora. Su reflejo automático fue apuntarles con el rifle hasta estar seguro de que no eran hostiles. No todos los soldados usan uniforme. Pero su instinto le dijo que solo se trataba de asustados civiles.

Aún estaba echando humo de su armadura. Comprendió cuan aterrador debía verse.

Un suave y titubeante gemido brotó en el aire. Pensó que se trataba de la mujer, pero parecía venir de uno de los hombres, uno tan viejo como el sargento Skirata que le miraba con espanto. Darman nunca se había encontrado con civiles así de cerca, y nunca había visto a alguien así de asustado.

—No voy a hacerles daño —le dijo—. ¿Es ésta su granja?

Silencio, excepto por aquel sonido que el hombre hacía; no acababa de entenderlo. Los había rescatado de sus atacantes, ¿verdad? ¿Qué era lo que temían?

—¿Cuántos soldados tiene Hokan? ¿Pueden decirme?

La mujer habló, pero en un tono nervioso.

—¿Qué eres?

—Soy un soldado de la República. Necesito información, señora.

—¿No eres él?

—¿Quién?

—Hokan.

—Negativo. ¿Sabe dónde se encuentra?

Ella señaló hacia el sur en dirección a Imbraani.

—Están bajo la granja que el clan Kirmay solía usar antes que Hokan los vendiera a los trandoshanos. Unos cincuenta, tal vez sesenta de ellos. ¿Qué va a hacer con nosotros?

—Nada, señora. Nada de nada.

No parecía ser la respuesta que ellos esperaban. La mujer no se movió.

—Él los envió aquí para buscarle —dijo el otro hombre, apuntando con un dedo a Darman—. No tenemos por qué darle las gracias. Dile que…

—Cierra la boca —dijo la mujer, mirando iracunda al hombre. Se giró hacia Darman—. No diremos ni una sola palabra. No diremos que le hemos visto. Sólo váyase. Fuera. No queremos su ayuda.

Darman no estaba en absoluto preparado para esa reacción. Había aprendido muchas cosas, pero ningún entrenamiento acelerado mencionaba nada sobre civiles desagradecidos y rescates sin sentido. Se dirigió hacia la salida y echó un vistazo al exterior a través del portón, antes de aventurarse desde el granero hacia los matorrales y de allí hacia la cerca para subir la cuesta donde había dejado su equipo. Era hora de seguir adelante. Ya había dejado un rastro que seguir, un rastro de metralla y cadáveres. Se preguntó si vería a los civvies, como Skirata los llamaba, de un modo absolutamente benigno en el futuro.

Comprobó el crono de su visor. Sólo habían pasado minutos desde que había corrido cuesta abajo, disparando. Siempre parecían ser horas, horas cuando no veía otra cosa que no fuera su objetivo por delante. No te preocupes, le había dicho Skirata. Es tu prosencéfalo apagándose, un simple reflejo de miedo. Has sido criado en una reserva sociopática. Pelearás bien. Continuarás luchando cuando hombres normales regresan como locos.

Darman nunca estaba seguro de si eso era bueno o malo, pero eso era lo que él era, y eso era suficiente. Cargó el paquete adicional sobre su espalda y se encaminó hacia el punto RV. Quizá no debería haber desperdiciado tanta munición. Quizá tendría que haber dejado a los granjeros a su destino. Nunca lo sabría.

Entonces entendió por qué los milicianos y los civiles se habían quedado pasmados al verle. El casco. La armadura. Se veía como un guerrero mandaloriano.

Todo el mundo debía de estar aterrorizado de Ghez Hokan. La semejanza podría tanto darle una ventaja como hacer que le mataran.

* * *

—¡A cubierto! —gritó Atin.

Niner se arrojó rotundamente sobre sí mismo y escuchó a Fi gruñir a medida que hacía lo mismo con el aire escapando de sus pulmones.

Un aerodeslizador pasó por encima con un zumbido aparentemente tranquilo. Atin, agazapado a cubierto bajo un árbol caído, lo vigilaba con el teleobjetivo de su rifle.

—Dos a bordo, armamento y camuflaje personalizado —dijo—. De algún modo no creo que sea manejado por lugareños. Por lo menos, no con cañones montados.

El zumbido de los motores desapareció. Niner luchó con sus pies y recuperó el equilibrio, deseando tanto una motojet como no traer alguna armadura puesta. El escuadrón estaba demasiado cargado y la armadura no había sido diseñada para mezclarse con el terreno, aunque era la diferencia entre la vida y la muerte en un territorio hostil: protección contra fuego láser, agentes neurotóxicos, e incluso vacío extremo. Y cuando alcanzan a su objetivo se vuelve parte de ellos. La armadura estaba diseñada para operaciones CAUIR, Combate en Áreas Urbanas e Interiores de Edificios, las guerras de guerrillas eran lo que estaba de moda ahora en la galaxia. Por ahora, acababan de hacer la mejor parte teatral de la operación.

Estaba cansado. Todos lo estaban. Ni siquiera el pánico animal nacido del riesgo a ser descubierto podía evitarlo. Necesitaban dormir.

Niner comprobó su datapad. Aún estaban a diez clics del RV Beta y era mediodía. Era mucho más sencillo moverse de noche, tanto que él quería seguir la marcha y llegar al punto RV alrededor de la tarde, para luego descansar hasta el anochecer. Si Darman lo había conseguido —y quizás no, pero la mente de Niner estaba confabulada— ellos le esperarían.

—Vuelve —dijo Atin—. Todo el mundo al suelo.

El ronroneo de los motores interrumpió los cálculos de Niner. El aerodeslizador se dirigía hacia el sur sobrevolándoles nuevamente. Se quedaron como piedras, cubiertos de fango, invisibles desde esa altura… o así lo esperaban.

No era exactamente el entrenamiento lo que causaba esa reacción.

La vigilancia aérea era especialmente inquietante. Niner recordaba la aeronave Ejecutor kaminoano KE-8 cruzando sobre los terrenos de pruebas de Ciudad Tipoca, preparada para retirar y disciplinar a cualquier clon defectuoso que no obedeciera. Iba equipada con dispositivos de electrochoque.

Él había visto a un KE-8 en acción, una sola vez. Después de eso había hecho lo imposible por obedecer.

—Están haciendo una búsqueda en cuadricula —dijo Atin. Se estaba convirtiendo en un excelente hombre punta; por alguna razón se encontraba ligeramente más armonizado con el entorno que Fi o incluso que el propio Niner—. Debe estar haciendo un cálculo del centro.

—Pero ¿qué centro? —preguntó Fi.

Niner olvidó su cansancio. Nunca dejes a tus compañeros detrás.

—Si no nos ha visto a nosotros, debe haber visto a Darman.

—O lo que quedó de él.

—Cierra la boca, Atin. ¿Cuál es tu problema?

—Darman lo es —respondió Atin.

No dijo nada más. Niner concluyó que no era un buen momento para pedir una explicación. Los motores pasaron por encima. Luego el sonido se fue haciendo más tenue y desapareció, pero al rato reapareció a todo volumen.

—Está girando —avisó Atin.

—¡Fierfek! —maldijo Niner, y los tres tomaron sus accesorios para granadas anti-blindaje al mismo tiempo—. ¿Qué habrá visto?

—Tal vez nada —respondió Fi—. O tal vez a nosotros.

Hicieron silencio. El aerodeslizador estaba efectivamente girando. Incluso había descendido y ahora se hallaba al mismo nivel de las copas de los árboles. Niner podía ver sus cañones gemelos. Su casco no le informó que estuviera bajo su mira, pero eso no quería decir que no lo estuviera. Nunca te podías fiar de la tecnología.

La mejor pieza de armamento es el globo ocular. Ese fue el primer consejo que Skirata le había dado. El entrenamiento acelerado estaba muy bien, pero cualquier cosa que viniera directamente de las bocas de los hombres que habían luchado en verdaderas batallas dejaba una impresión mucho más fuerte.

Niner niveló su rifle y observó a través del teleobjetivo, confiando en Industrias BlasTech para que la mira en verdad no fuera reflectante. Igual pronto lo averiguaría.

Podía ver el sol reflejándose en las gafas protectoras del piloto humano. El artillero era un droide. Se preguntó si no se sentirían vulnerables sin una carlinga blindada, con las cabezas convenientemente expuestas a un disparo. Sospechó que cualquiera que mirara hacia abajo desde aquella altura con un cañón o dos difícilmente se sentiría vulnerable.

El fuselaje se inclinó por encima de él y giró lentamente, elevándose bien arriba de los árboles como si el piloto estuviera intentando conseguir una posición visual nueva. No era una coincidencia. Niner mantuvo el DC-17 centrado sobre la unidad central de propulsión.

Entonces un carácter rojo comenzó a parpadear en su visor.

La cosa lo tenía en su punto de mira.

Apretó el gatillo. La candente ráfaga envolvió su visor en la oscuridad por un segundo, y la detonación fue tan cercana que la onda expansiva lo golpeó como un terrible puñetazo.

Se puso de pie con esfuerzo y echó a correr. Cómo logró correr con más de cincuenta kilogramos de peso muerto sobre su espalda nunca lo sabría, pero la adrenalina podía hacer cosas maravillosas. Su instinto era el de ponerse a cubierto antes que los restos llovieran sobre su cabeza. La armadura y los trajes podían resistir mucho, pero el instinto humano enterrado profundamente en su interior le había gritado ponte a cubierto.

Cuando se detuvo había recorrido cien metros incluso entre la enmarañada maleza del matorral. Jadeaba como un mott y su traje pugnaba por atemperarlo.

A su espalda, el fuego ardía, con pequeñas llamas diseminadas a su alrededor como semillas caídas alrededor de un árbol. Se giró para buscar a Fi y Atin. Su primer pensamiento fue que se las había arreglado para que el aerodeslizador se desplomara sobre ellos.

—¿Tenías que hacerlo?

Fi se encontraba justo a su lado. No le había oído por encima del ruido de su propia respiración.

—Me tenía en su punto de mira —respondió Niner, sintiéndose aliviado y al mismo tiempo extrañamente culpable, pero sin saber por qué.

—Lo sé. Vi tu Dece alzarse y pensé que más me valía salir volando o vestiría un deslizadorcito.

—¿Atin?

—No puedo oírle.

Eso no significaba nada. El enlace de corto alcance estaba ajustado a solo diez metros; Atin podía estar en cualquier sitio. Niner aún no le conocía lo suficientemente bien como para adivinar sus movimientos, y eso era una suerte para él pues no tendría que perder el tiempo meditando la cuestión. Ahora le preocupaba que él —el Sargento, el hombre al que veían como un líder— había salido corriendo sin pensar en ellos, y que ellos lo sabían.

—Esto se va a convertir en una hermosa señal —dijo Fi, mirando hacia la columna de humo—. Será visible desde muy, muy lejos.

—¿Qué esperabas que hiciera? ¿Qué me quedara allí y recibiera una descarga del cañón?

—No, Sarge. Aunque pensé que harías un disparo doble —rió—. Será mejor asegurarse que nadie haya sobrevivido.

Era una posibilidad remota, pero los deslizadores podían ser sorprendentemente sólidos. Niner y Fi se internaron entre el humo, los rifles preparados. Había piezas de droide dispersas por toda la zona de devastación, una placa frontal en forma de balde miraba hacia la capa de humo como si estuviera sorprendida.

—No son grandes saltarines, pues —dijo Fi, y lo movió con su bota—. Atin: aquí Fi. ¿Estás ahí? Cambio.

Silencio. Fi colocó su guante izquierdo contra su oreja. Niner se preguntó si ahora había perdido a dos hombres en tan pocos días.

—Aquí Atin, cambio.

Atin salió de entre el humo, arrastrando su paquete adicional y un pedazo de metal chamuscado del que salían algunos cables y conectores. Parecía ser el ordenador de a bordo del deslizador.

—El piloto tampoco saltó —dijo—. Vamos, ayúdenme a amarrármelo otra vez.

Entre Fi y Niner alzaron el paquete y lo reajustaron sobre su armadura. Días atrás, cualquiera de ellos podía haberlo hecho sin necesidad de ayuda. Estamos demasiado agotados para estar a salvo, pensó Niner. Ya es hora de largarnos de aquí y buscar donde descansar.

—Puede que consiga sacar algo de esto —dijo Atin, agitando la carbonizada caja de metal en una mano. Era la primera vez que Niner le escuchaba hablar casi de manera jovial. Atin parecía tener una relación más amena con los pertrechos que con la gente—. Merece la pena intentarlo.

Niner tomó el punto de posición y se movieron con esfuerzo entre la densa protección. Echó una mirada hacia atrás y deseó que las llamas se extinguieran por sí solas; no tenían posibilidad de correr más aprisa que un incendio a escala forestal. Pero quizá eso fuera el menor de sus problemas. Y si Darman seguía con vida y se hallaba por los alrededores, vería lo que ellos habían hecho, y Niner esperaba que lo reconociera como tal.

El escuadrón ahora había dejado unas cuantas señales significativas de combate sobre el dormido paisaje rural. Lo quieran o no, Qiilura había sido implicada en la guerra.

* * *

—Eres un di’kut —dijo Hokan.

Se quitó el casco. Su rostro estaba a centímetros del ubese, y deseaba que le mirara a los ojos. Su especie no era propensa a demostrar temor, pero éste se las arreglaba para ser la excepción a la regla.

—¿Qué es lo que eres? —susurró.

—Un di’kut, señor.

—Tú me has dejado ver como un di’kut, también. Eso no me gusta.

Hokan había reunido a todo su personal de mayor categoría en la sala. Se recordó a sí mismo que aquella sala era de hecho un cobertizo en desuso para esquilar merlies y que sus tenientes eran los veinte individuos menos estúpidos que había seleccionado de entre los patéticos criminales que había rescatado de la sociedad marginal de Qiilura. Le frustraba que los neimoidianos gastaran tanto en proteger las comunicaciones y tan poco en el personal. Algunos créditos más y podría haber comprado el pequeño ejército que necesitaba.

El ubese —Cailshh— estaba de pie absolutamente en silencio en el centro de la sala mientras Hokan se paseaba a su alrededor. Podía tratarse de una hembra, pues nunca se podía estar seguro con los ubeses, pero Hokan sospechaba que era un macho. No había querido contratar ubeses. Podían ser caprichosos, incluso insidiosos. Pero muy pocos mercenarios deseaban trabajar en Qiilura y aquellos que lo hacían simplemente eran incapaces de trabajar en cualquier otra parte, en su mayoría debido a antecedentes penales que incluso espantarían a un Hutt. Y aquí estaba él, pagándoles con lo que podía porque Ankkit no soltaría ningún crédito por un refuerzo más apropiado.

Hokan se sintió desesperado. Y cuando se sentía desesperado profesionalmente hablando, sospechó que una orientación extrema era necesaria para reorganizar al grupo.

—Así que prendiste fuego a otra granja —le dijo.

—Fue una advertencia, señor. En caso de que se les ocurrieran ideas. Usted sabe. Como ocultar a gente que no debieran.

—No, no es así como funciona. —Hokan se sentó, con los brazos cruzados, sobre el borde de la mesa y miró fijamente aquél rostro oculto tras una máscara. No le agradaba la gente a la que no pudiera verle los ojos—. Primero les adviertes. Si rompen las reglas, entonces los castigas. Si los castigas antes de que rompan las reglas, no tendrán nada que perder, y te odiarán, y buscarán venganza, y sus descendientes también.

—Sí, señor.

—¿Lo han entendido? —Hokan miró a todo el personal reunido, y levantó los brazos invitándolos a unirse a la sesión de orientación—. ¿Todos lo han entendido?

Hubo algunas expresiones refunfuñadas.

—¿Todos ustedes lo han entendido? —gruñó Hokan—. ¿Qué es lo que deben contestar cuando un oficial les hace una pregunta?

—Sí… ¡señor! —respondieron como un coro.

—Bien —dijo Hokan tranquilamente.

Se volvió a poner de pie. Luego tomó el sable láser de Fulier, activó la hoja, y la deslizó a través del cuello del ubese, enviando la cabeza por el aire: pálida, tranquila y limpia.

Hubo un repentino y absoluto silencio. El personal había estado callado antes, pero habían estado haciendo los murmullos típicos de aquellos a los que se les obligaba a presenciar una lección aburrida. Ahora no había sorbidos, toses o suspiros. Nadie respiraba.

Miró detenidamente el cadáver y luego las perneras de los pantalones de su uniforme gris oscuro. Perfectamente limpio: nada de sangre. Ahora le gustaba mucho más ese sable láser. Volvió a sentarse sobre el borde de la mesa.

—Eso —dijo Hokan—, fue el castigo para Cailshh. Esta es una advertencia para el resto de ustedes. Ahora bien, ¿es clara la diferencia? Esto es muy importante.

—Sí, señor. —Menos voces participaron esta vez, y dudando.

—Entonces váyanse y encuentren a nuestros visitantes. Y tú, Mukit. Limpia este desorden. Eres ubese. Debes conocer el modo apropiado de deshacerte de los restos.

El grupo comenzó a desordenarse, y Mukit se arrodilló sobre el cercenado cadáver de Cailshh. Hokan agarró por el brazo a su teniente en jefe weequay al momento que intentaba deslizarse por la puerta.

—Guta-Nay, ¿dónde está tu hermano y su amigo? —preguntó—. No se han presentado a dos comidas, y no han terminado su turno.

—No saber, señor.

—¿Están ganándose algunos créditos de manera extraoficial con los trandoshanos? ¿Un poco de esclavismo por su cuenta?

—Señor…

—Tengo que saberlo. Para analizar si algo… inusual pudiera haberles ocurrido.

Guta-Nay, sin duda recordando lo que Hokan le había hecho cuando persiguió aquella jovencita de granja, movió sus labios silenciosamente. Luego su voz logró abrirse paso a la superficie por sobre su miedo.

—Yo no ver nunca, señor, nada de nada, no desde ayer. Juro.

—Te escogí como mí… hombre de mano derecha porque casi podías expresarte en varias sílabas.

—Señor.

—Eso te hace un intelectual entre tu especie. No me hagas dudar de mi decisión.

—No visto, señor, honesto. Nunca.

—Entonces dirígete a la ruta que estaban patrullando y fíjate que puedes encontrar. —Hokan se estiró a lo largo de su escritorio y tomó un electropunzón. Era simplemente una herramienta agrícola para el pastoreo, pero funcionaba muy bien con la mayoría de las especies no animales. Guta-Nay lo miró cautelosamente—. Esta es la razón por la cual desapruebo los actos de indisciplina como el robo y la borrachera. Cuando necesito estar seguro del paradero de alguien, no puedo. Cuando necesito recursos, ya están asignados. Cuando necesito competencia, mi personal es… distraído. —Presionó el punzón en la axila del weequay—. Hay presencia republicana aquí. No sabemos el tamaño de la fuerza, pero tenemos un deslizador derribado y un enorme cráter negro en Imbraani. Cuantos más datos tenga, más rápido puedo determinar el tamaño de la amenaza y tratar con ella. ¿Comprendido?

—¡Sí, señor!

Hokan bajó el punzón y el weequay salió disparado hacia la puerta, contento de aún conservar su puesto. Hokan se enorgulleció de sus habilidades de motivación.

Ha comenzado, pensó. Se encerró en su habitación y conectó todas las pantallas comunicadoras. Están viniendo a tomar Qiilura.

Hokan tenía una idea de qué clase de acuerdo tenía Ankkit con los separatistas. Hubo una cantidad significativa de trabajo de construcción llevado a cabo para convertir un almacén de grano en una especie de edificio que tenía puertas de triple sellado, y el tipo de paredes que se podían esterilizar mediante calor extremo. Luego había tenido que intentar hacer creíbles a la chusma de guardaespaldas contratados, porque importantes científicos separatistas iban y venían, y los neimoidianos veían conspiración en todas partes donde miraran. No siempre estaban equivocados sobre eso.

Entonces los Jedi llegaron a Imbraani, y todo encajó en su lugar, tan cuidadosamente como la llegada de las fuerzas republicanas ahora en el planeta. Había un objetivo militar aquí.

No obstante, soy hijo de mi padre. Soy un guerrero. Hokan se preguntaba si todas las separadas culturas de su herencia eran incapaces de moverse, condenadas a revivir glorias pasadas. Preferiría estar luchando con un digno oponente en vez de los aterrorizados granjeros que no tienen el coraje de defenderse a sí mismos.

Luchar contra soldados también requería una paga más alta, por supuesto.

Y cuanto más grande la paga, más rápido dejaría este planeta y se dirigiría a… a dónde sea.

Ya no había un hogar para él, y pocos quedaban de su clase. Pero las cosas podían cambiar. Sí, muy bien podría suceder un día de éstos.

Hokan se inclinó hacia atrás en la silla y permitió que la cháchara de los comunicadores le inundara.