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CLASIFICADO, DE PRIMER ORDEN: ENCRIPTADO
Eres el mejor en tu campo: el mejor soldado, estratega, comunicador y experto en supervivencia. Te escogí personalmente porque quiero que entrenes a los mejores comandos de la galaxia. Tendrás todo lo que necesites, todo lo que quieras, excepto una cosa: un hogar. Este es un proyecto altamente secreto. No le dirás a nadie a dónde irás y no abandonarás Kamino, nunca. Por lo que a tu familia y amigos concierne, ya estás muerto.
—Jango Fett, reclutando personalmente a su instructor de comandos, el Cuy’vul Dar: en lengua mandaloriana, «aquél que ya no existe».
Los neimoidianos tenían un engorroso y totalmente inapropiado gusto por la grandeza, y Ghez Hokan los despreciaba por eso.
La enorme finca de Lik Ankkit se hallaba en lo alto de una colina con vistas a una plantación de kushayan: una elección estúpida dados los vientos predominantes, pero que parecía satisfacer la necesidad del neimoidiano en su afán por demostrar que él era el jefe. El lugar más bien había sido pensado con una perspectiva militar, pero —como Ankkit era un cobarde contador de frijoles al igual que el resto de su especie— no necesitaba ninguna protección.
No, el neimoidiano era un di’kut. Un completo y total di’kut.
Hokan subió raudo los peldaños flanqueados por el barandal de la galería que atravesaba todo el frente del edificio, con el casco metido bajo un brazo, su pistola desintegradora, cuchillos y una cuerda de espigas provocativamente visibles en su cinturón.
No estaba apresurado por ver a su contratador, para nada. Solo estaba deseoso de terminar cuanto antes aquella reunión. Ignoró a los sirvientes y lacayos y se deslizó en la espaciosa oficina de Ankkit con su vista panorámica de la campiña. El gobernador comercial de Qiilura estaba regando unos maceteros de flores sobre el alféizar. Hizo una pausa para sacudir una de las flores con la punta de sus dedos, y ésta esparció un fuerte, nauseabundo olor por el aire. Lo inhaló con sus labios partidos.
—Desearía que tocara antes, Hokan —dijo Ankkit sin girarse siquiera—. Esto es realmente de lo más descortés.
—Usted me mandó llamar —contraatacó Hokan rotundamente.
—Simplemente para saber del progreso de sus conversaciones con el Jedi.
—Si hubiera habido alguna, le habría informado.
—No lo habrá matado, ¿verdad? Dígame que no lo ha hecho. Debo saber si sus actividades afectarán al comercio.
—No soy un principiante.
—Pero uno hace lo mejor con el personal que tiene, ¿sí?
—Gracias, pero el trabajo sucio va por mi cuenta. Y no, no ha hablado. Es bastante… resistente para ser un Jedi.
Si Ankkit hubiera tenido una nariz, estaría mirando a Hokan por sobre ella. Hokan refrenó una repentina urgencia de cortar a la mitad a aquel pretencioso comerciante, aquel bodegero. A pesar de su altura, el neimoidiano era débil y enclenque, su única fortaleza residía en su cuenta bancaria. Parpadeó con sus desapasionados y acuosos ojos rojos. Hokan casi —casi— estuvo a punto de sacar su cuerda.
—Los Jedi no visitan mundos como éste para bañarse en aguas terapéuticas, Hokan. ¿Ha confirmado si tenía algún cómplice?
—Es un Maestro Jedi. Ha sido visto acompañado de un padawan.
—Un Maestro Jedi poco discreto, al parecer.
Fulier puede que no hubiera calculado bien su desventaja o nunca habría atacado a Gar-Ul en la taberna. Pero al menos estaba listo para defenderse, a pesar de todas aquellas tonterías místicas que realizaba. Hokan admiraba el coraje, incluso a veces lo toleraba. Era una cosa muy difícil de encontrar.
—Encontraremos al padawan, y averiguaremos que datos consiguió Fulier, si es que consiguió alguno.
—Asegúrese de hacerlo. Tengo un lucrativo contrato implícito en esto.
Hokan se había convertido en un experto en controlar sus impulsos de repartir golpes a diestro y siniestro, pero no veía razón alguna en llevar a cabo la misma disciplina con su boca.
—Si tengo éxito, será porque me tomo mi trabajo en serio.
—Usted necesita de los créditos.
—De momento. Pero llegará el día, Ankkit, en que no le necesitaré para nada.
Ankkit plegó sus ropajes un poco más cerca y se alzó en toda su estatura, sin lograr en ningún momento intimidar a Hokan.
—Debe aprender a aceptar su insignificante posición dentro del orden galáctico, Hokan —dijo Ankkit—. Esta ya no es la estructura jerárquica de la fuerza bruta en la que sus antepasados guerreros prosperaron. Hoy debemos ser soldados inteligentes y comerciantes, y no una pandilla pavoneándose en uniformes salidos de un museo para revivir su… glorioso pasado. ¡Ja!, si incluso el gran Jango Fett sucumbió ante los Jedi al final.
Las noticias viajaron rápido. Fett era una fuente de orgullo para el puñado restante de mandalorianos en el exilio. Aunque peleaba por dinero, era el mejor. Ankkit debía saber perfectamente cuan hondo calaría aquel comentario.
Hokan determinó que el neimoidiano no vería evidencia alguna en su rostro que lo confirmara. Por supuesto, había intentado mantener aquello fuera de su mente cuando interrogaba a Fulier, a pesar de lo mucho que deseaba culpar a todos los Jedi por la humillación de un héroe cultural. Tenía que tener en claro por qué le rompía los huesos al Jedi. La venganza era poco profesional.
Se tomó un concienzudo respiro.
—¿Tiene gdans como mascotas, Ankkit? He escuchado de algunos extranjeros que lo han intentado.
—¿Gdans? No. Son unas criaturillas asquerosas. Muy salvajes.
—Pero si tuviera uno y no lo alimentara bien, ¿le sorprendería que le mordiera?
—Supongo que no.
—Entonces aliménteme bien.
Hokan se giró y salió sin despedirse, de forma natural y deliberadamente rápido, de manera que Ankkit no pudiera tener la última palabra. Se volvió a poner su casco y bajó los peldaños de la finca ridículamente extravagantes.
Le importaba bien poco si Ankkit alquilaba el planeta entero a los científicos separatistas. De todos modos, no eran lo suficientemente honorables para luchar con armas de verdad: tenían insectos que hacían el trabajo por ellos. Era deshonroso. Era anormal.
Hokan palpó su chaqueta de un rojo sangre buscando el arma Jedi. No parecía ser una gran cosa. Y era sorprendentemente sencilla de activar, si bien sospechaba que llegar a dominarla completamente sería otro asunto. Un zumbante haz de energía azul, brillante como el día, brotó del pomo. Hokan hizo un movimiento cegador a lo largo de las protecciones de tarmul finamente podados, cortándolos por la mitad.
El sable láser no estaba tan mal para ser el arma de un timorato Jedi.
Hokan sospechó que el sable láser poco tenía que ver con su casco tradicional mandaloriano y su distintivo visor en forma de T. Pero un guerrero tenía que adaptarse.
Y Fulier tenía preguntas que contestar.
Aeroestación de la Flota de Apoyo, Ord Mantell, bahía de atraque D-768.
La nave agrícola rociadora de cultivos de Nar Shaddaa que estaba sobre la plataforma parecía como si sólo pudiera mantenerse unida gracias al óxido. Era, usando la vulgarmente vistosa descripción de Jusik, un trasto viejo.
Y —de algún modo— les llevaría a Qiilura. No atraería demasiada atención al volar sobre un país agrícola, a no ser que, por supuesto, se destrozara en medio de la atmósfera. Algo que no parecía improbable.
—Vaya, ya no construyen nada como eso —comentó Fi.
—Eso es porque ni siquiera la Autoridad de Navegación Hutt aprobaría a ésta chatarra Narsh como aéreonavegable —apuntó Niner, esforzándose en prevenir que su mochila le inclinara hacia atrás. Cargaba con casi el doble de los veinticinco kilogramos que acostumbraba llevar, más un paracaídas estabilizador de emergencia. En realidad Niner nunca se había cruzado con la ANH, pero se había empapado con cada dato de inteligencia leído, visto o escuchado en su vida—. De todos modos, lo único que tiene que hacer es dejarnos allí.
—Esto está haciendo un noble sacrificio —dijo Jusik, súbitamente detrás de ellos. Sonreía y murmuraba chatarra para sí mismo como si le divirtiera. Niner se preguntó por un momento si había roto algún protocolo al usar esa expresión—. ¿Están seguros de poder hacer esto? Podría pedirle al Maestro Zey que me dejara acompañarles.
Niner deseaba reírse, pero uno no se reía de un Jedi, especialmente de uno que parecía preocuparse de lo que te sucediera.
—Perdimos a demasiados oficiales en Geonosis, señor. Ellos no pueden criarle para comandar.
El padawan bajó la vista por un segundo.
—Es considerado de su parte pensar en mí como en un oficial, Sargento.
—Usted es ahora un Comandante, señor. No le defraudaremos. No hay nadie mejor calificado para esto que nosotros.
—Esta es su primera operación especial, ¿no es así?
—Afirmativo, señor.
—¿No le preocupa?
—No, señor. De ningún modo. La regla de las seis E, señor. Un Esquema Exacto Evita una E… Inadecuada Eficacia, señor.
Jusik parecía estar contando y entonces alzó una ceja.
—Esto es real, Sargento.
Ah. A pesar de todas sus habilidades y sabiduría, aún había cosas que hasta los Jedi no conocían. Niner estaba considerando el sermonear a Jusik.
Real. ¡Oh, sí! Niner sabía lo real que era, vaya que sí.
El padawan Bardan Jusik de seguro nunca había visto la Casa de la Muerte en Kamino. Nunca había asaltado el edificio, con sus torcidos corredores e innumerables escaleras; no sabía cuántos Comandos habían muerto en los entrenamientos cuando las ráfagas eran reales y los terroristas —o quienquiera que el personal directivo pusiera aquel día— disparaban a matar, y con frecuencia lo hacían.
Tampoco tenía idea de lo que se sentía al pasarse cuatro días de observación echado sobre un rasposo matorral, con el rifle preparado, orinando donde te encontrabas porque no podías moverte y entregar tu posición. No tenía ni idea del modo difícil en que se aprendían a calcular la carga necesaria para hacer una entrada rápida en un edificio, ya que si no lo aprendías correctamente, mientras corrías bajo fuego enemigo, podías volarte limpiamente la cabeza. Dos-Ocho había aprendido de aquella forma.
Jusik simplemente no sabía cuán lejos y por cuanto tiempo podías cargar a un camarada herido cuando debías hacerlo. Probablemente tampoco sabría cómo realizar una traqueotomía en un hospital de campaña con una vibrocuchilla y un trozo cortado de manguera para combustible.
No era culpa de Jusik. Él tenía asuntos mucho más importantes de los que preocuparse. No había ninguna razón por la cual un comandante Jedi debiera familiarizarse en detalle con la vida de un Comando clon. Pero Niner pensó que probablemente lo hacía, y admiraba aún más al padawan por ello.
—Estaremos bien, señor —dijo Niner—. El entrenamiento es bastante realista.
Dentro de la lastimosa aeronave Narsh, los depósitos habían sido retirados, y los mamparos sujetados con correas de seguridad y camuflados con láminas que darían a la carga de la nave invisibilidad ante cualquier sonda o escáner.
Niner comprendió que cuatro hombres estarían bastante apretados en aquel espacio con las mochilas y las armas. Un par de repetidores láser E-web BlasTech ya habían sido cargados, y, a petición de Atin, dos rifles de conmoción trandoshanos LJ-50.
La amoratada herida del rostro de Atin ahora parecía menos alarmante, pero siempre llevaría una cicatriz: el vaporizador bacta podía ayudar mucho si lo usabas rápidamente, pero no podía revertir la cicatrización. Atin se encaramó a través de la escotilla abierta con un rifle de vectores APC en una mano y su DC-17 cruzada sobre el pecho mediante una correa, más o menos manteniéndose en equilibro bajo el peso de su mochila. Darman, actuando como capitán de abordaje, estiró una mano para ayudarle y miró el láser.
—¿Qué es lo que te gusta de esos trastos trandoshanos? —preguntó Darman.
—Esto lidiará con los escudos mucho mejor que nuestro E-web —contestó Atin—. Y el LJ-50 será un buen apoyo cuando salgamos del edificio. Solo por si acaso. La República no hace todas las mejores armas.
Niner se preguntó si Atin alguna vez hablaba de otra cosa que no fuera solo armamento. Su escuadrón debió haber sido un puñado de pobres diablos, con un instructor miserable. Los clones podían parecer completamente estandarizados para quien les miraran de afuera, pero cada escuadrón era alterado ligeramente por los efectos acumulativos de sus experiencias, incluyendo las influencias de sus entrenadores individuales. Cada batallón de Comandos tenía su propio instructor —o instructora— no clon, y absorbían parte de sus modismos personales y de su jerga.
Aprenderemos, pensó Niner. Aprenderemos rápido, y por desgracia aprenderemos todo. Como chatarra.
Asimismo, cada escuadrón desarrollaba su propia dinámica. Era parte de su estructurada fisiología humana. Pon a cuatro hombres en un grupo, y pronto tendrás una ley del más fuerte definida por los roles y puntos débiles que los asociaban. Niner conocía el suyo, y pensaba que conocía el de Fi, y estaba bastante seguro de saber por dónde derivaba el de Darman. Pero Atin aún no lograba descifrarlo.
Fi sostenía una pica de fuerza geonosiana. La sopesó y sonrió.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Atin, repentinamente interesado.
—Un recuerdo de Geonosis —respondió Fi y guiñó un ojo—. Me pareció que sería una pena dejarlo. —Lo volteó en sus manos y lo giró, con el brazo extendido, esquivando a Atin por un calculado palmo. El otro ni reaccionó—. Incluso no necesitarías usar el ajuste de energía, sabes. Esta cosa es fuerte —lo bajó en un movimiento tajante—. Pum. Esto hará sus ojos agua.
—No creo que necesite ningún recuerdo de Geonosis —dijo Atin. Su tono era inconfundiblemente helado—. Indeleblemente grabado al agua, podrías decir.
—¡Oye…!
Niner les cortó.
—La charla para más tarde —dijo—. A un lado, gente.
Niner ya sabía que tendría un trabajo aparte con Atin y se preguntó si alguna cosa accionaría su impulso natural de ser parte del escuadrón. También se preguntó por su aparente negatividad. Se acostumbrará, tarde o temprano. Tendrá que hacerlo.
Volviéndose hacia un beneficioso saliente sobre el mamparo de babor, Niner descolgó su mochila. Cuarenta y cinco kilos más ligero, se movió entre Fi y Atin, y miró detenidamente dentro de la cabina.
Un droide R5 se hallaba a los mandos. La unidad aún se encontraba abasteciendo de combustible a la aeronave desde un droide cisterna, pitando y silbando para sí mismo. Niner se estiró para enlazar su datapad dentro de la consola para confirmar el plan de vuelo y sincronizarlo con el trayecto actual de la aeronave.
El R5 ni siquiera se percató. Volaría la ruta asignada.
Improvisar, discurrir sobre la marcha, aprovechar al máximo los recursos al alcance de la mano, todo era parte del actuar como un Comando. Como también lo era el conseguir los datos de inteligencia adecuados. El que no hubieran tenido tiempo suficiente para planear la misión, significaba que tendrían que moldearla en el campo de batalla, o fracasar. Niner no deseaba fallarle al padawan Jusik. Extrajo su datapad y se deslizó devuelta hacia la escotilla, tratando de no tropezar con Fi o Atin.
—Habrá silencio en las comunicaciones desde el momento en que despeguen —dijo Jusik, asomándose a través de la escotilla abierta—. La nave de asalto Majestuoso se está desviando hacia Qiilura, y permanecerá en posición a un parsec del planeta hasta que reciba su solicitud de extracción. Las fragatas llegarán a la última posición transmitida en un lapso de una hora.
Niner estuvo a punto de preguntar cuánto tiempo esperaría el Majestuoso, pero temió que eso pudiera verse como si dudara de la capacidad de su escuadrón. Él conocía la respuesta: la nave esperaría hasta que Uthan fuera capturada, incluso si con ello se perdieran a varios Comandos en la misión. No esperaban por ellos.
—No dejaremos al Majestuoso esperando —aseguró Niner.
—¿Alguna otra cosa que necesiten?
Niner negó con la cabeza.
—No, comandante.
Darman se plantó a un lado de la rampa, como un guardia de honor, esperando hasta que el Jedi se marchara.
—Muy bien —dijo Jusik, vacilante, como si deseara irse pero al mismo quedarse—. Espero interrogarles cuando regresen.
Niner lo tomó literalmente, aunque Jusik le miraba como si con eso quisiera decir otra cosa. Era normal que el Comandante padawan quisiera constatar cualquier información que ellos trajeran. Jusik se giró y se alejó, y Darman brincó dentro. La escotilla se cerró con un leve estremecimiento, lanzando pequeños fragmentos de metal oxidado sobre la cubierta.
Sólo tiene que aterrizar, pensó Niner.
Encendió el holoproyector de su datapad y estudió la ruta de vuelo tridimensional que sobrevolaba campos, lagos y bosques. Era una imagen en parte real y en parte simulada. Proyectada en base a un mapa existente, apuntaba hacia una zona a treinta clics al norte de una pequeña ciudad llamada Imbraani.
Un edificio de una planta con un cochambroso tejado de láminas metálicas —rodeado por una extensión de hierba incongruentemente podada— descansaba sobre una plantación de árboles kuvara. La imagen era un poco borrosa, pero era la mejor resolución que un remoto de vigilancia podía ofrecer a esa distancia del planeta. Manchas —personas— se movían por un camino circundante.
—Es la captura con vida lo que complica un poco el asunto —comentó Darman, contemplando la imagen por sobre el hombro de Niner—. De lo contrario, podríamos simplemente hacerlos volar hasta el Espacio Hutt.
—Es para eso que nos crearon —dijo Niner—, para los trabajos complicados.
Cerró sus ojos por unos segundos para visualizar la infiltración: la vio desde el despegue hasta el aterrizaje, pulida y trazada, cada detalle, o tantos detalles como su incompleto conocimiento del caso podía proveer y su propia experiencia de cientos de ejercicios podía confirmar.
Bajo éste ánimo de tranquilidad, algo le ocurrió. Vislumbró el rostro de Jusik y su desgarbado, nervioso encogimiento de hombros. Comprendió lo que el padawan había querido decir cuando le había dicho que esperaba poder interrogarles personalmente a su regreso.
Había querido decir buena suerte. Deseaba que sobrevivieran.
Niner, que desde que tenía uso de razón comprendía que era un soldado nacido para morir, encontró aquello intrigante.
* * *
Los gdans tenían aproximadamente treinta centímetros de largo, robustos, y se necesitaba una manada bien surtida de ellos para derribar incluso a un merlie joven. Pero por la noche —cuando salían de sus madrigueras y cazaban— los granjeros cerraban sus puertas y evitaban los campos.
No eran sus colmillos lo que asustaba a los lugareños. Era la mortal bacteria que los animales portaban; un simple rasguño o una mordedura eran casi siempre fatales. Y el Maestro Fulier había gastado todo el suministro de vaporizador bacta en la administración de primeros auxilios a los aldeanos, así pues, Etain se encontraba confinada en la noche como cualquiera de sus anfitriones.
Podía escuchar a los pequeños depredadores afuera, gruñendo y riñendo. Se sentó con las piernas cruzadas sobre el colchón y se echó al buche los panecillos, lo suficientemente hambrienta como para casi tomar un poco del guisado, pero no así de hambrienta. Un par de gérmenes son buenos para tu sistema inmunológico, le dijo su mente. Probablemente has comido cosas peores sin siquiera saberlo.
Pero esta vez lo sabía.
Dejando el tazón donde estaba, registró el esférico holomapa una y otra vez sobre sus manos, pasando entre todas las posibles formas de mandar la información al Consejo Jedi. Viajar de polizón en un transporte: posible. ¿Transmitir los datos desde el planeta? No, todas las transmisiones eran rigurosamente controladas por los neimoidianos; cualquier otro medio de transmisión desde Qiilura hacia Coruscant llamaría inmediatamente la atención. Siempre estaba la posibilidad de encontrar al droide mensajero correcto, pero era una apuesta arriesgada, y tomaría tanto tiempo que al final sería inútil.
Quizás tendría que hacer el trabajo por sí misma.
Los sables láser eran armas magníficas, pero lo que ella ahora necesitaba era un ejército. El darse cuenta de los riesgos que había sorteado para conseguir esta valiosa información como para que ahora fuera incapaz de enviarla a quienes la necesitaba, la atormentaba.
—Aún no estoy cansada —dijo en voz alta. Pero temía que lo estuviera, al menos por la noche. Sus párpados se sentían pesados y apoyó sus codos sobre las rodillas, dejando a su cabeza descansar en sus manos.
Una noche de sueño reparador. Podría tener una idea más clara por la mañana. Sus ojos se cerraron. Imágenes de Coruscant, de su grupo practicando pasar una pelota con el simple pensamiento, de un agradable baño caliente, de una comida saludable…
Entonces, de repente, cada fibra de su cuerpo se disparó al mismo tiempo. Con el corazón desbocado, Etain pensó al principio que había tenido uno de aquellos sueños entre dormida y despierta que a veces le asaltaban cuando se adormilaba. Pero ahora estaba completamente despierta y sabía que no lo había tenido.
Algo había cambiado. Algo en la Fuerza había sido alterado, y para siempre. Se levantó de un salto, repentinamente consciente de lo que había sido; no necesitaba ningún entrenamiento o enseñanza para comprenderlo. Cada instinto codificado en sus genes lo gritaba.
Algo —alguien— se desvaneció de la Fuerza.
—Maestro —murmuró.
Ella sospechaba que estaba muerto. Ahora sabía que lo estaba, y sabía que había sucedido hacía un segundo. Era imposible no preguntarse el cómo y el dónde, pero sabía bastante sobre el bruto contratado por los neimoidianos y sus técnicas como para adivinarlo.
Ignorando a los omnipresentes gdans, se dirigió hacia la puerta del granero y la deslizó a un lado. Era un acto de impotencia. No había nada que pudiera hacer, ni ahora ni nunca.
Algo crujió entre la maleza. Era algo solitario y sonaba más grande que un gdan. Ella se dio cuenta de repente que el constante resoplar y reñir de la manada de gdans se había detenido. Se habían marchado.
Etain palpó en busca de su sable láser, por si acaso.
Un ruidoso graznido y un batir de alas la sobresaltaron. Una descontrolada bandada de leatherbacks[6] remontó el vuelo y se dispersó en la oscuridad, dejando a su paso la estela de luz de sus escamas. A través de la Fuerza, percibió solo pequeñas criaturas con deseos simples y a un merlie macho vagando alrededor de la cerca, armado de unos temibles colmillos que incluso harían que los gdans se lo pensaran dos veces antes de acercársele.
Alzó la mirada hacia el cielo nocturno. Parecía inmutable, eterno: pero sabía que nunca lo era.
Ya vienen.
Creyó haber oído la voz de la anciana. Dejando que la pena y la fatiga la dominaran, Etain se arrastró nuevamente hacia dentro y atrancó la puerta.
* * *
Era simplemente otro rociador de cultivos alquilado para preparar los campos después de la cosecha de barq, cargado con insecticidas y fertilizantes y piloteado por un droide. Al menos, eso era lo que el traspondedor de la chatarra Narsh le había dicho al controlador de tráfico aéreo de Qiilura, y a juzgar por la ausencia de un misil dirigido hacia su cola, se lo había tragado.
Darman aún seguía explorando las mejoras de su casco y su traje.
—Solía pensar que yo usaba a esta armadura —dijo—. Ahora pienso que ella me usa a mí.
—Sí, se gastaron unos cuantos créditos en actualizarla desde la última vez —dijo Fi—. ¡Caray! Un sistema de armas versátil, ¿eh?
—Doscientos clics —informó Atin, sin alzar la vista de su datapad. Sostenía su casco a un costado con el foco de luz táctico apuntado hacia arriba para obtener algo de luminosidad en el hermético compartimento. Darman no podía oírle por encima del rugido de los motores atmosféricos de la aeronave, pero podía leer sus labios con bastante facilidad—. Esperemos que todo funcione.
Eso dejaba cien clics para ponerse los cascos. El escuadrón estaba preparado tanto para un aterrizaje controlado como para una rápida eyección y caída libre si eran atrapados por la artillería separatista. Darman esperaba que su suerte continuara. Iban a tener un descenso difícil, con más armamento del que habían cargado nunca en los entrenamientos, y tendrían que posarse en la zona de saltos con exactitud si querían evitar una jornada inacabable a campo traviesa. Atinado, si tenían que saltar, significaba un procedimiento HALO[7]. Podrían desplazarse por cincuenta clics si optaban por la más segura, aunque lenta técnica de apertura de alta altitud.
A Darman no le hacía ninguna gracia encontrase indefenso en el aire por tanto tiempo.
Niner estaba estudiando su datapad, manteniéndolo equilibrado sobre su pierna derecha. El oscilante holo tridimensional de su ruta de vuelo correteaba bajo su palma. Alzó la vista hacia Darman y levantó su pulgar: en curso y sobre el objetivo. Darman le devolvió el gesto.
Cargar la potencia de fuego de un pequeño ejército entre cuatro hombres para una operación tenía su arte. Darman había cargado su mochila al máximo. El resto de sus armas y municiones estaban en un segundo contenedor a prueba de choques prendido hasta la rodilla. La ballesta —amaba esa arma— estaba sujeta con una improvisada bandolera a través de la coraza de su pecho, dejando sus manos libres para el DC-17. Llevaba un surtido de detonadores, resguardados por separado de las cargas y otras municiones en la sección inferior. Ahora estaba tan pesado que incluso sin aquel equipo adicional iba a tener que brincar para logar erguirse de la posición de descenso. Ensayó erguirse un par de veces. Era agotador. Por suerte, el escuadrón sería infiltrado cerca del objetivo. No tendría que cargar mucho con eso.
—Cien clics —avisó Atin. Apagó el foco de luz—. Cascos.
El compartimento se puso repentinamente negro, y hubo un siseo colectivo al reajustar y sellar los cascos. Ahora solo podían comunicarse entre ellos mediante un enlace muy corto: en Qiilura, algo mayor a diez metros corría el riesgo de ser detectado. La única luz visible era el resplandor azul apenas visible del HUD de sus visores, un conjunto incorpóreo de fantasmales T en la oscuridad, y el oscilante paisaje que corría sobre el datapad de Niner. Su cabeza estaba ligeramente inclinada hacia abajo, observando la posición actual de la nave en el terreno simulado.
El rociador comenzó a perder altura, exactamente como estaba programado. En unos cuantos minutos, estarían…
¡Boum!
Un estremecimiento recorrió el fuselaje, y luego el rugir del motor desapareció.
Por un segundo, Darman pensó que habían sido alcanzados por fuego antiaéreo. Niner se puso de pie al instante, avanzando hacia la cabina, golpeando accidentalmente a Atin con su mochila a medida que se giraba. Darman, sin pensarlo dos veces, agarró la manivela de la escotilla de emergencia y se preparó a activarla para la eyección.
Darman podía ver al droide chirriar y gorgojear, aparentemente ocupado en alguna clase de conversación con la aeronave. La nave no quería escuchar.
—¿Un AA, Sarge?
—Un pájaro —respondió Niner, aparentemente calmado—. Los motores atmosféricos se frieron.
—¿Puede el R5 hacer planear esta cosa hasta abajo?
—Lo está intentando.
La cubierta se ladeó, y Darman se aferró al mamparo para mantenerse erguido.
—No, no está planeando. Se está precipitando.
—Evacuen —dijo Niner—. ¡Evacuen ahora!
La chatarra Narsh no iba a dejarles en tierra. Acababa de sucumbir por estar en el espacio aéreo y en el momento equivocados, y por conocer a la especie aviar local de la manera más abrupta. Ahora estaban cayendo en picada hacia la clase de aterrizaje que ni la más moderna armadura Katarn podría ayudarles a sobrevivir.
Darman hizo volar la escotilla, y la despresurización envió suciedad y restos entremezclados a través del sector de carga. La puerta desapareció por la apertura. Afuera estaba negro como la brea, un desafío para un paracaidista incluso con visión nocturna. Darman estaba comenzando a experimentar serias dudas por segunda vez en su vida. Se preguntó si se estaba convirtiendo en una de aquellas despreciadas criaturas que su Sargento de entrenamiento había llamado cobardes.
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Niner. Fi y Atin se encaramaron a la escotilla y dieron un paso hacia fuera. No intentes saltar, sólo déjate caer. Darman se apartó a un lado para dejarle el camino a Niner: quería salvar tanto armamento como pudiera. Necesitaban los repetidores láser. Cogió algunas de las secciones desmontadas.
—¡Ahora! —dijo Niner—. Tú primero.
—Necesitamos el armamento. —Darman le arrojó dos secciones—. Toma éstos. Yo voy a…
—He dicho que saltes.
Darman no era un hombre insensato. Ninguno de ellos lo era. Sin embargo, tomaban riesgos calculados, y él calculó que Niner no le abandonaría. Su sargento se encontraba de pie sobre la escotilla abierta, su brazo extendido autoritariamente, en clara indicación de agarrarse a él y saltar. No, Darman estaba decidido. Arremetió hacia delante y empujó con el hombro a Niner fuera de la escotilla, agarrando el marco de la puerta justo a tiempo para no zambullirse tras él. Fue claro por la sarta de juramentos, que Niner no se esperaba aquello, tampoco a él le hacía gracia. El paquete adicional salió de un tirón tras él, enganchado a su soga. Darman escuchó una última blasfemia y luego Niner estuvo fuera de alcance.
Darman se sostuvo de una agarradera y miró detenidamente hacia abajo, pero no podía ver caer a su Sargento, y eso, después de todo, probablemente significaba que nadie más podría. Ahora tenía un minuto, más o menos, para rescatar lo que pudiera y salir volando antes que la nave se estrellara.
Encendió la luz de su casco. No podía perder el tiempo en escuchar el estrepitoso viento y la completa ausencia del tranquilizante rugir del motor, pero escuchó de todos modos. Arrojó a un lado la ballesta y comenzó a amarrar las secciones del láser con una cuerda. Era una pena. Amaba la ballesta, pero necesitarían aquellos cañones mucho más.
Amarrar cuerdas con los guantes puestos era bastante complicado, pero era aún peor cuando te quedaban segundos por estrellarte. A Darman se le escapó un lazo. Maldijo. Enrolló la cuerda por segunda vez y esta vez la amarró. Lanzó un suspiro de alivio, soltó el arma, y arrastró la munición hasta la escotilla. Nadie podría escucharle a esa distancia, y no le preocupaba lo que el droide pensara.
Entonces dio un paso fuera hacia el negro vacío. El viento lo envolvió.
Aún no había ningún paisaje precipitándose por debajo de él como para llamar la atención del HUD. Estaba cayendo libre a casi doscientos kilómetros por hora, arrastrando secciones pesadas, de un pesado cañón. Maniobró a una posición de seguimiento, la mochila encuadrada horizontalmente a su espalda, el rifle apretado a un costado, el resto de sus municiones en el contenedor que descansaba sobre sus piernas. Cuando desplegara el velamen a los ochocientos metros, liberaría el contenedor. Y usaría la opción de descenso estabilizado, puesto que le salvaría del inadecuado y potencialmente letal peso del cañón que caía junto con él.
Sí, sabía exactamente lo que hacía. Y sí, estaba aterrorizado.
Nunca había saltado con una carga tan insegura en los entrenamientos.
El velamen se desplegó, y se sintió como si hubiera sido aplastado contra una pared. El impulsor del paracaídas se encendió, calentando el aire a su alrededor. Ahora podría maniobrar. Contó quince segundos hacia atrás.
Algo estalló en una brillante explosión blanca por debajo, a su derecha: la aeronave Narsh se estrellaba a unos treinta clics fuera de la zona de objetivo.
Darman se dio cuenta que se había olvidado por completo del R5 a bordo de la dañada nave. Era prescindible.
Y, pensó que también así lo verían a él. Era sorprendentemente sencillo pensar de aquel modo.
Ahora podía ver el suelo. Su visión nocturna distinguió las copas de los árboles, justo debajo.
No, no, no.
Intentó esquivarlas. Falló.
Golpeó algo muy, pero muy duro en el aire. Entonces se desplomó en el suelo y ya no sintió nada más.