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Línea de entrada codificada.

En espera. Transmitiendo.

Control del frente de avanzada de Geonosis a la flota de apoyo, en Ord Mantell.

Dispónganse a recibir transporte de evacuados. El equipo de triage medico estima serias bajas, doce mil, repito: doce mil. Heridos ambulantes, ocho mil, repito: ocho mil. Tiempo estimado de llegada en diez horas. Prioridad de logística para los equipos de ayuda de tanques bacta.

Preparar setenta y dos mil tropas de combate operativas, repito: setenta y dos mil, redistribución del frente a confirmar. Prioridad de apoyo de armas para unidades comando.

Eso es todo. Fuera.

Nave de asalto de la República Implacable: llegando para la extracción de Geonosis. En proceso.

El Comando de la República 1136 estudió los rostros de cada uno de los que se encontraban tras la línea de abordaje para las fragatas.

Algunos llevaban sus cascos puestos y otros no, pero —de una forma u otra— todos tenían el mismo rostro. Y todos eran desconocidos.

—Muévanse —gritó el capitán de abordaje, gesticulando con un brazo extendido de un lado al otro—. Vamos muchachos, uno por uno… tan rápido cómo puedan.

Las fragatas descendían entre nubes de polvo y los soldados se embarcaban, algunos turnándose para ayudar a sus camaradas a subir de manera que la nave pudiera volver a despegar rápidamente. No había razón alguna de apresurarse. Lo habían hecho miles de veces en los entrenamientos; extracciones de una verdadera batalla era para lo que estaban preparados. No había vuelta atrás. Habían conseguido su primera victoria.

Las fragatas se remontaban rápidamente del rojo suelo geonosiano hacia el cielo. CR-1136 —Darman— se quitó su casco y pasó su guante cuidadosamente sobre la cúpula de un gris pálido, quitando el polvo y admirando las marcas de quemaduras y golpes.

El capitán de abordaje se giró hacia él. Era uno de los muy, muy pocos alienígenas que Darman había alguna vez visto trabajar con el Gran Ejército, un pequeño y arrugado duros con un temperamento a tono.

—¿Vas a abordar o qué?

Darman continuó limpiando su casco.

—Estoy esperando a mis compañeros —contestó.

—Mueve tu brillante y plateado trasero ahora —le ordenó el capitán de abordaje con irritación—. Tengo un programa que cumplir.

Darman movió con cuidado su puño bajo la barbilla del capitán, y lo mantuvo ahí. No necesitó expulsar la vibrocuchilla, ni siquiera decir una sola palabra. Se había hecho entender a la perfección.

—Muy bien, cuando esté listo, señor —dijo el duros, alejándose con prisa del soldado clon. No era una gran idea fastidiar a un comando, especialmente a uno que traía consigo la adrenalina del combate.

Pero allí no había indicio alguno del resto de su escuadrón. Darman sabía que era absurdo seguir esperando. No se habían reportado. Quizá sus comunicadores se habían estropeado. Quizá habían subido a otra fragata.

Era la primera vez en su artificialmente corta vida, en la que Darman era incapaz de extender su brazo y tocar a los hombres con los que se había criado.

De todos modos, esperó otra media hora estándar, mientras los aterrizajes de las fragatas se hacían menos frecuentes y el grueso de soldados se reducía. Eventualmente llegó un momento en que sólo el capitán de abordaje duros, media docena de soldados clon y él se encontraban en la desierta planicie. Era la última recogida del día.

—Será mejor que venga ahora, señor —le dijo el capitán—. No hay nadie más a quien esperar. Al menos, a nadie vivo.

Darman miró hacia el horizonte una última vez, aun sintiendo que estaba dándole la espalda a alguien que le tendía una mano.

—Ya voy —dijo, moviéndose tras la línea. Mientras la fragata se elevaba, vio el turbulento polvo, empequeñeciendo las formaciones rocosas y decreciendo los diseminados parches de maleza hasta que Geonosis fue solo un manchón de un rojo insípido.

Todavía podía buscar en el Implacable. Aún no estaba dicha la última palabra.

La fragata se deslizó en la dantesca bahía de atraque del Implacable, y Darman miró hacia el hangar, a un mar de blancas armaduras y disciplinado movimiento. Lo primero que le chocó cuando la fragata apagó los propulsores y descendió sobre la plataforma fue ver cuán tranquilo estaba todo el mundo.

En la atestada bahía llena de soldados, el aire apestaba a sudor y a temor rancio y al singular olor emanado por los rifles láser descargados. Pero era tal el silencio, que si no fuese porque Darman podía ver la evidencia en los agotados y malheridos hombres, habría creído que nada fuera de lo normal había ocurrido en las últimas treinta horas.

La cubierta vibraba bajo la suela de sus botas. Aún se encontraba mirando hacia ellas, estudiando los extraños patrones del adherido polvo geonosiano, cuando dos hombres idénticos se le acercaron.

—¿Número? —preguntó una voz que era la suya propia. El comandante lo sondeó con un transductor de informe: no necesitaba que Darman le dijera su número, ni ninguna otra cosa después de todo, ya que los sensores implantados en la mejorada armadura Katarn detallaron su estado silenciosa y electrónicamente. Sin heridas significativas. El equipo de triage médico en Geonosis le había pasado por alto, concentrado más en los heridos, ignorando tanto a aquellos que se encontraban muy malheridos como a aquellos que podían curarse por sí mismos—. ¿Me está escuchando? Vamos. Háblame, hijo.

—Estoy bien, señor —contestó—. CR-Uno-uno-tres-seis, señor. No estoy en shock. Me encuentro perfectamente. —Hizo una pausa. Ya nadie volvería a llamarle por su apodo de escuadrón «Darman» otra vez. Estaban todos muertos, lo sabía. Jay, Vin, Taler. Él lo sabía—. Señor, ¿hay alguna noticia de CR-Uno-uno-tres-cinco…?

—No —le cortó el comandante, que obviamente había escuchado preguntas similares cada vez que se dejaba ver por la cubierta. Hizo un gesto con el pequeño objeto de su mano—. Si no se encuentran entre los heridos o en la lista de éste transductor, quiere decir que no lo lograron.

Fue una pregunta estúpida. Darman tenía que haberlo sabido. Los soldados clon —y especialmente los comandos de la República— hacían simplemente su trabajo. Ése era su único propósito. Y eran afortunados, les había dicho su sargento de entrenamiento; afuera, en el mundo cotidiano, cada ser de cada especie en la galaxia se preocupaba en saber cuál sería su propósito en la vida, buscando su significado. Un clon no lo buscaba. Un clon lo sabía. Habían sido creados para cumplir su papel, y la duda no era un obstáculo que les preocupara.

Darman nunca había dudado hasta ahora. Ninguna clase de entrenamiento lo había preparado para esto. Encontró un hueco contra un mamparo y se sentó.

Un soldado clon se sentó a su lado, apretándose en el hueco y empujándole brevemente con su hombro laminado. Se ojearon el uno al otro. Darman raramente tenía contacto con otros clones: los comandos eran entrenados lejos de todos, incluso de los soldados ARC[1]. La armadura de los soldados era blanca, ligera, poco resistente; los comandos disfrutaban de un blindaje mejorado. Y Darman no llevaba rango de colores.

Pero ambos sabían muy bien quién y qué era cada uno.

—Lindo Dece —comentó el soldado un tanto envidioso. Estaba mirando hacia el DC-17: los soldados estaban equipados con el DC-15, un rifle más pesado y de menor calidad—. ¿Láser de iones, PGC anti-blindaje, y rifle de precisión?

—Sí —cada pieza de su mecanismo era fabricada con la más alta calidad. La vida de un soldado era menos valiosa que la de un comando. Así eran las cosas, y Darman nunca lo había cuestionado… al menos, no por ahora—. Casa llena.

—Ordenada. —El soldado asintió con aprobación—. Trabajo hecho, ¿eh?

—Sí —respondió Darman quedamente—, trabajo hecho.

El soldado no dijo nada más. Quizá era receloso de conversar con comandos. Darman sabía lo que los soldados pensaban sobre él y de los de su clase. No se entrenan como nosotros y no combaten como nosotros. Incluso no hablan como nosotros. Un manojo de prima donnas.

Darman no creía que fuera arrogante. Sólo que él podía hacer el trabajo que cualquier soldado hacía y alguno que otro más: asedios, contramedidas, extracción de rehenes, demoliciones, asesinatos, vigilancia, y toda clase de actividad de infantería en cualquier terreno y en cualquier entorno, en todo momento. Él sabía que podía, porque ya lo había hecho. Lo había hecho en los entrenamientos, primero con láseres de entrenamiento y luego con láseres reales. Lo había hecho con su escuadrón, tres hermanos con quienes había pasado cada momento de su vida consciente. Habían competido contra otros escuadrones, miles como ellos, pero ninguno como ellos, ya que ellos eran un escuadrón de hermanos, y eso era especial.

Sin embargo, nunca le habían enseñado como vivir sin su escuadrón. Ahora tendría que aprender de la manera más difícil.

Darman tenía la absoluta seguridad de que era uno de los mejores soldados de operaciones especiales jamás creado. Se encontraba desligado de las preocupaciones diarias de sostener una familia y ganarse su sustento, cosas que sus instructores decían que tenía la suerte de no conocer.

Pero ahora se encontraba solo. Muy, pero que muy solo. Algo ciertamente desconcertante.

Consideró en silencio su situación por un largo rato. El hecho de sobrevivir cuando el resto de su escuadrón había sido asesinado no era algo de lo que sentirse orgulloso. En vez de ello, sentía algo a lo que su sargento de entrenamiento había descrito como vergüenza. Algo que, al parecer, sentías cuando perdías una batalla.

Pero habían ganado. Su primera batalla, y ellos la habían ganado.

La rampa de abordaje del Implacable estaba descendiendo, la brillante luz del sol de Ord Mantell cayendo sobre ella. Darman se volvió a poner su casco sin vacilar y se ubicó de pie en una ordenada línea, esperando el desembarco y la reasignación. Le pondrían a enfriar, manteniéndole en animación suspendida hasta que el deber lo llamase de nuevo.

Así que aquello era la secuela de la victoria. Se preguntó cuán peor podría llegar a ser la de la derrota.

Imbraani, Qiilura: a 40 años luz de Ord Mantell, Brazo Tingel.

Los campos de barq florecían con los colores de la plata y el rubí mientras el viento del sudoeste mecía los maduros granos en olas. Aquel bien podría haber sido un perfecto día de verano; para Etain Tur-Mukan, en cambio, se estaba convirtiendo en el peor día de su vida.

Etain había corrido y corrido y ya no le quedaban fuerzas. Se lanzó de cabeza entre la mata, sin importarle donde caía. Etain contuvo el aliento mientras algo apestoso y húmedo se escurría bajo ella.

Aquél weequay que la perseguía no podía escucharla por encima del viento, lo sabía, pero igual contuvo el aliento.

—¡Oye, chica! —sus botas resonaron cerca. Estaba jadeando—. ¿A dónde vas? No seas tímida.

No respires.

—Tengo una botella de urrqal. ¿Quieres tener fiesta? —Tenía un vocabulario notablemente amplio para ser un weequay, aunque completamente centrado en sus viles necesidades—. Me divierto cuando llegues a conocerme.

Tendría que haber esperado hasta el anochecer. Podría influir en su mente, intentar hacerle volver.

Pero no esperó. Y no podría, no sin lograr concentrarse. Estaba completamente cargada de adrenalina y de un pánico incontrolable.

—Venga, flacucha, ¿dónde estás? Te encontraré…

Sonaba como si estuviera dando patadas al moverse a través de la cosecha, y se estaba acercando. Si ella se levantaba y echaba a correr, estaba muerta. Si se quedaba donde estaba, la encontraría… tarde o temprano. No parecía estarse cansando, y en absoluto se rendiría.

—Chica…

La voz del weequay estaba cerca, a su derecha, a unos veinte metros de distancia. Ella tomó un estrangulado respiro y selló nuevamente sus labios, los pulmones doliéndole, los ojos temblando por el esfuerzo.

—Chica… —Cerca. Estaba a punto de llegar a ella—. Chiiiicaaaaa…

Ella sabía lo que pasaría cuando la encontrara. Con suerte, la mataría después.

—Chi…

El weequay fue interrumpido por un ruidoso y chasqueante Golpazo. Soltó un gruñido y entonces hubo un segundo Golpazo… más corto, duro y pronunciado que el anterior. Etain escuchó un chillido de dolor.

—¿Cuántas veces te lo he dicho, di’kut[2]? —Era una voz diferente, humana, con un fuerte acento de autoridad. Golpazo—. No-me-hagas-perder-el-tiempo. Otro Golpazo: otro chillido. Etain mantuvo su rostro contra el sucio suelo—. Si te emborrachas una vez más, si persigues hembras una vez más, voy a cortarte de aquí hasta… aquí.

El weequay soltó un alarido. Era la clase de sonido animal incoherente que cualquier ser hacía cuando el dolor le abrumaba. Etain había escuchado con demasiada regularidad aquel sonido en su corta estancia en Qiilura. Luego se hizo el silencio.

Nunca antes había escuchado aquella voz, pero tampoco lo necesitaba. Sabía perfectamente a quién le pertenecía.

Etain se esforzó por escuchar, medio esperando que en cualquier momento una bota se estrellara contra su espalda, pero todo lo que escuchó fue el sonido crujiente que hacían dos pares de pies al atravesar la cosecha. Alejándose de ella. Logró escuchar retazos de la conversación que el viento le traía: el weequay aún estaba siendo reprendido.

—…más importante…

¿Qué podría ser?

—…luego, pero ahora, di’kut, necesito que… ¿entendiste? O te cortaré…

Etain esperó. Después de un rato todo lo que pudo escuchar fue el sonido del viento, del grano maduro, y el ocasional llamado de apareamiento de una anguila de tierra buscando a un compañero. Se permitió volver a respirar con normalidad, pero de todos modos esperó, el rostro contra el maduro abono, mientras el crepúsculo caía. Tenía que moverse ahora. Los gdans estarían de caza, peinando los campos en grupos. En aquel momento, el olor que no la había perturbado al encontrarse presa del terror comenzaba realmente a molestarla.

Se levantó sobre un codo, luego se puso de rodillas y miró a su alrededor.

De todos modos, ¿por qué habían puesto el abono barq cuando la estación ya terminaba? Hurgó en los bolsillos de su túnica por un trapo. Ahora si solo pudiera encontrar un arroyo, podría limpiarse. Arrancó un puñado de tallos, los convirtió en un ovillo, e intentó restregarse la peor parte de abono y porquería que llevaba pegada encima.

—Es una cosecha bastante cara como para usarla para eso —dijo una voz.

Etain tomó aliento y se giró para ver a un lugareño embutido en un sucio mandil que la miraba con el ceño fruncido. Se le veía delgado, agotado, y enojado; estaba sosteniendo un rastrillo.

—¿Tiene idea de lo que vale todo esto?

—Lo siento —respondió ella. Deslizó cuidadosamente su mano bajo la capa, tocando aquel cilindro tan familiar. No había querido que el weequay supiera que era una Jedi, pero si este granjero pensaba en canjearla por unos cuantos panes o una botella de urrqal, mejor sería tener su sable láser a mano—. Me temo que era su barq o mi vida.

El granjero miró fijamente hacia los aplastados tallos y los herméticos granos dispersados. Sí, el barq llegaba a precios exorbitantes en los restaurantes de Coruscant: era un lujo, y las personas que lo cultivaban para exportarlo no se lo podían permitir. Aquello no molestaba a los neimoidianos que controlaban el comercio. Nunca lo hacían.

—Pagaré el daño —dijo Etain, con su mano aún bajo la capa.

—¿Qué era lo que buscaban de usted? —replicó el granjero, haciendo caso omiso a la oferta de ella.

—Lo usual —le respondió.

—¡Oh-ah!, no es usted así de bonita.

—Encantador.

—Sé lo que es usted.

¡Oh, no! Su mano se tensó.

—¿Lo sabe?

—Me lo imagino.

Un plato más de comida para su familia. Unas pocas horas de grata borrachera, cortesía del urrqal. Eso era todo lo que ella era para él. Él pareció adelantar un paso y ella sacó su mano que tenía dentro de su capa, pues estaba harta de correr y tampoco le gustaba mucho la pinta que tenía aquel rastrillo.

Vzzzzzmmmm.

—¡Oh, fantástico! —suspiró el granjero, mirando la columna de pura energía azul—. No uno de ustedes. Es todo lo que nos faltaba.

—Sí —dijo ella, y sostuvo el sable láser firmemente frente a su rostro. Tenía el estómago hecho una tripa de nervios, pero mantuvo su tono bajo control—. Soy la Padawan Etain Tur-Mukan. Puede intentar canjearme, si es que quiere probar mis habilidades, pero preferiría que en cambio me ayudase. Usted decide, señor.

El granjero observó el sable láser como si estuviera calculando cuanto le darían por él.

—Esa cosa no ayudó mucho a tu maestro, ¿verdad?

—El Maestro Fulier fue desafortunado. Y traicionado —ella bajó el sable láser pero no lo desconectó—. ¿Va a ayudarme?

—Tendremos a los matones de Ghez Hokan sobre nosotros si yo…

—Pienso que están ocupados —le cortó Etain.

—¿Qué es lo que quiere de nosotros?

—Refugio, de momento.

El granjero se pasó la lengua entre los dientes pensativamente.

—Muy bien. Venga, Padawan…

—Preferiría que me llamara Etain, por favor. —Apagó el sable láser: la luz desapareció con un sonoro ffumm, y se lo guardó nuevamente bajo la capa—. Solo para guardar las apariencias.

Etain se movió tras el hombre, intentando olvidar lo pestilente que se sentía, pero era difícil, repugnantemente difícil. Incluso a un rastreador gdan le costaría reconocerla como humano. Estaba anocheciendo, y el granjero la miraba de reojo por sobre su hombro.

—¡Oh-ah! —El hombre sacudió su cabeza, ocupado en alguna discusión consigo mismo—. Soy Birhan, y éstas son mis tierras. Y estaba pensando que se supone que los de su tipo bien pueden usar alguna clase de truco mental.

—¿Cómo sabe que no lo he hecho? —le mintió Etain.

—¡Oh-ah! —dijo, y se calló.

Si no podía darse cuenta de lo obvio, ella no iba a sacarle voluntariamente de su error. Difícilmente era la mejor pieza, una decepción para su maestro. Se había entregado a la Fuerza y a la autodisciplina con fuerza y diligencia, y se encontraba en este lugar porque el Maestro Fulier y ella se hallaban cerca cuando se solicitó su intervención. Fulier nunca podía resistir un desafío y las grandes apuestas, y parecía que había pagado el precio por ello. Aún no habían encontrado su cuerpo, ni tampoco se ha oído palabras de él.

Sí, Etain era una Padawan, técnicamente hablando.

Ahora simplemente había pasado a ser una más de aquellos que vivían en los permadomos de los campos de refugiados. Reflexionó que parte de las habilidades de un Jedi consistían en el simple uso de la psicología. Y si Birhan quería creer que la Fuerza era poderosa en ella, que bajo aquella desgarbada cáscara externa cubierta de apestoso estiércol, había mucho más que una simple muchacha, mejor para ella.

Eso la mantendría con vida un poco más mientras pensaba en lo que haría a continuación.

Flota de Apoyo, Ord Mantell, bloque de barracas Épsilon 5.

Fue un despilfarro, un pésimo despilfarro.

CR-1309 se mantenía ocupado con la manutención de sus botas. Limpió las abrazaderas, quitando el polvo rojo con un chorro de aire de la pistola de presión. Enjugó el forro interior y las puso a secar. No había necesidad de quedarse quieto mientras esperaba que le pusieran a enfriar.

—¿Sargento?

Alzó la vista. El comando que se había acercado para poner su mochila de supervivencia, la armadura y el traje negro sobre la litera de enfrente, se había girado hacia él. Su panel de lectura lo identificaba como CR-8015.

—Soy Fi —dijo, ofreciéndole una mano—. También ha perdido a su escuadrón, evidentemente.

—Niner —replicó CR-1309 haciendo caso omiso de la mano ofrecida—. Así que, ner vod[3], hermano, ¿eres el único que ha sobrevivido?

—Sí.

—¿Te quedaste atrás mientras tus hermanos iban al frente? ¿O simplemente tuviste suerte?

Fi se quedó duro con las manos en la cintura, a simple vista idénticas a las de Niner pero… diferentes. Hablaba un poco diferente. Olía sutilmente diferente. Y movía sus manos… en absoluto como lo hacía el escuadrón de Niner.

—Hice mi trabajo —respondió Fi cuidadosamente—. Y preferiría estar con ellos que aquí… ner vod.

Niner le miró por un segundo, y volvió con la limpieza de sus botas. Fi guardó su equipo en un casillero situado al lado de las literas, para luego subirse a la cama superior con un suave movimiento. Cruzó con precisión los brazos bajo su cabeza y se acostó mirando hacia el mamparo superior como si estuviera meditando.

Si hubiera sido Sev, Niner sabría exactamente lo que estaba pensando, incluso sin mirarlo. Pero Sev se había ido.

Los soldados clon perdían a sus hermanos de entrenamiento. Lo mismo sucedía con los comandos. Pero los soldados socializaban con sectores completos, pelotones, compañías, incluso regimientos, y eso significaba que aunque les llegara la inevitable muerte o la reasignación durante una operación, aún tendrían a un montón de gente alrededor a quienes conocían bien. Los Comandos sólo se tenían el uno al otro.

Al igual que Fi, Niner había perdido a cada uno de sus compañeros.

Había perdido a un hermano antes, —Dos-Ocho— en una operación. Los tres sobrevivientes habían dado la bienvenida al reemplazo, aunque siempre le consideraban ligeramente diferente, distante, como si nunca pudiera llegar a ser realmente aceptado.

Pero trabajaron en equipo al nivel esperado de excelencia… y mientras así siguieran, sus técnicos kaminoanos y la variopinta mezcla de instructores alienígenas no parecían preocuparse en cómo lo llevaban.

Pero a los Comandos sí les preocupaba. Sólo que se lo guardaban para ellos mismos.

—Fue un despilfarro —comentó Niner.

—¿Qué cosa? —preguntó Fi.

—Desplegarnos en una operación como Geonosis. Era un trabajo para infantería. No para operaciones especiales.

—Eso suena como una crítica al…

—Lo que quiero decir es que no pudimos desempeñarnos con la máxima efectividad.

—Comprendo. Quizá cuando seamos reanimados nos envíen a hacer algo para lo que realmente estamos entrenados.

Niner quería decir que extrañaba a su escuadrón, pero eso no era algo para confiarle a un desconocido. Inspeccionó sus botas con satisfacción. Se levantó y extendió su traje sobre el colchón y comprobó su integridad al vacío con el escáner de su guante. Era una costumbre tan arraigada que la hacía casi por reflejo: mantener en buen estado las botas, el traje, y las placas de la armadura; recalibrar los sistemas del casco; comprobar su HUD[4]; desmontar y volver a montar el DC-17; vaciar y reaprovisionar la mochila de supervivencia. Hecho. Le tomó veintiséis minutos y veinte segundos, un segundo más, un segundo menos. La perfecta manutención del equipo era a menudo la diferencia entre la vida y la muerte. Así como esos dos segundos.

Cerró la tapa de su equipo con un suave clack y aseguró el sello. Luego comprobó los estuches del equipo separado de municiones para asegurarse que fueran sencillos de extraer. Esto importaba cuando tenías que lanzar algún material explosivo de forma rápida. Cuando miró hacia arriba, vio que Fi estaba apoyado sobre un codo, mirándole desde la litera.

—Las raciones secas van en el quinto nivel —dijo.

Niner siempre las guardaba más abajo, entre las piezas auxiliares para rapel y su kit de higiene.

—En escuadrón, tal vez —le contestó, y continuó.

Fi captó la indirecta y volvió a girarse sobre su espalda, sin duda para meditar sobre cuán diferente iban a ser las cosas en el futuro.

Al cabo de un rato comenzó a cantar en voz baja, muy silenciosamente: Kom’rk tsad droten troch nyn ures adenn, Dha Werda Verda a’den tratur. Ellos eran la ira de los guerreros sombra y el guante de la República; Niner conocía la canción. Era un cántico de guerra tradicional mandaloriano, pensado para levantar la moral de los hombres que necesitaban un poco de consuelo antes de la batalla. Las palabras habían sido apenas alteradas para que tuviesen un significado para el ejército de guerreros clon.

No necesitamos nada de eso, pensó Niner. Nacimos para luchar, nada más.

Pero, de todos modos, se encontró a sí mismo uniéndosele. Era reconfortante. Guardó el equipo en el casillero, se arrojó en su litera, y emparejó la nota y el tiempo en perfecta sincronización con Fi, dos voces idénticas en la desierta barraca.

Niner habría cambiado cada momento de lo que le quedaba de vida por una oportunidad de regresar el tiempo atrás, al día anterior. Pondría a Sev y DD a la retaguardia; enviaría a O-Cuatro al oeste con el cañón láser E-web.

Pero no podía.

Gra’tua cuun hett su dralshy’a. El ardor de nuestra venganza será más brillante.

La voz de Fi se fue debilitando poco a poco hasta silenciarse, una fracción de segundo antes que la de Niner. Él le oyó carraspear.

—Estaba allí con ellos, Sarge —dijo a voz en cuello—. No me quedé atrás. De ninguna manera.

Niner cerró sus ojos. Lamentaba haber insinuado que Fi hubiera hecho algo por el estilo.

—Lo sé, hermano —le dijo—. Lo sé.