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Un año después
Becky se baja del avión en Gatwick y atraviesa la puerta de llegadas sin respirar.
Londres.
Se dirige como un zombi hacia un impersonal puesto de café, pide y se sienta en un sillón resplandeciente. En la pálida luz artificial del vestíbulo del aeropuerto, se pone a recordar el ferry en el que cruzaron juntas el Canal de la Mancha.
Llevaban ya ocho horas en Francia cuando llamó por teléfono a su tío Ron.
—Me he ido de la ciudad —le contó—. Estoy bien. —No le quiso contar dónde estaba. Mientras tanto, él no dejaba de gritarle, la llamaba irresponsable, mimada. Le decía que estaba tan mal de la cabeza como su madre—. Por favor, no le hagáis daño a Pete o a sus padres —le rogó. Nunca antes había husmeado en los asuntos de su tío. Sabía que estaban metidos en algún tejemaneje. Cuando tenía algunos años menos, aparecían de repente cosas por casa: trescientas velas aromáticas o quince cajas gigantescas de Fairy o un cajón de embalaje lleno de mandos a distancia universales. No sabía de dónde salían. Entraban y, al cabo de una semana, salían de ahí. Él las había apoyado, a su madre y a ella, y Becky le estaba eternamente agradecida. Nunca se le hubiera ocurrido morder la mano que le dio de comer cuando no tenía con qué sustentarse.
Pero esto era distinto. Se apoyó contra el saliente metálico de la cabina; hacía un frío gélido a sus espaldas y lo sentía a través del abrigo. Se encontraban en la campiña francesa, en un pueblo perdido del nordeste. Era pleno invierno y el suelo estaba helado. Harry se apartó hasta quedar a una distancia prudencial. Se paró a mirar los bosques que se extendían ante ella, encogida de frío.
—Mira, no sé qué pasó —decía—, pero, por favor, Ron, te lo pido por mí, deja en paz a Harry, a Pete y a su familia.
Ron soltó tantos tacos que hasta el teléfono se sonrojó. Gritó y despotricó. Le llamó cosas que nunca le había llamado nadie. Pero sabía que era buena señal. Su silencio resultaba mucho más peligroso. El ruido quería decir que al menos la escuchaba.
—No tengo ni idea de cuándo voy a volver —reconoció—. Dile a tía Linda que la quiero mucho. —Colgó, el griterío cesó bruscamente y los pájaros cantaron en la quietud del frío.
Pasaron ocho meses en la carretera. Se mantenían alejadas de las fronteras. Ninguna de las dos se había encontrado nunca antes sin nada que hacer. No podían dejar de tocarse mutuamente: un palpamiento difícil de soportar, eléctrico, fanático.
La gente chistaba y resoplaba al verlas besarse apoyadas en los surtidores de gasolina. Les ponían mala cara y les gritaban en flamenco, en alemán o en francés mientras pagaban los sándwiches resecos y la sopa aguada de las estaciones de servicio y pasaban el rato yendo juntas a ninguna parte.
Los Pirineos, Toulouse, Ámsterdam, Utrecht, Hamburgo, Berlín, Colonia… Los lugares pasaban bajo sus pies. Acariciándose, abrazándose, besándose, explorando mutuamente sus cuerpos y gimiendo de placer. Se sentían seguras. Leon había puesto dirección a Barcelona con tres cuartas partes del dinero y dejó a Harry al cargo del resto, que ella guardaba en su maltrecho maletín. Lo iban cambiando en fajos de quinientos euros en distintas oficinas de cambio y hacían cada poco ingresos en distintas cuentas de banco abiertas por Leon. Becky acudía a clases de baile. Harry leía biografías de dueños de clubs célebres y se sentaba en la paz de las salas de cine.
Entraron en un estado de ensueño. Una época que durante las miserias futuras recordarían como la más feliz de sus vidas. Todo era intenso y les producía vértigo vivirlo.
Recalaron en Bélgica, adonde acudieron en busca de sórdidos bares nocturnos. Se reían en compañía de hombres delgados que movían la cabeza al ritmo del slow techno bajo sus bigotes enrevesados. Pernoctaban en habitaciones de edificios antiguos con balcones que daban a aparcamientos, a bulliciosos mercados o al barrio rojo de la ciudad. Algunos días los pasaban enteros en la cama, una al lado de la otra, observando el mundo exterior a través del balcón. Semana tras semana tras semana de dormir y follar, de bañarse y follar, de fumar y follar, de despertarse con hambre y contemplarse y acordarse del desayuno, con la luz atravesando las persianas, la luz sobre el agua mientras paseaban a orillas del canal sin intercambiar apenas palabras y luego hasta el siguiente lugar, conduciendo cogidas de la mano; daba igual que en la radio sonase la canción más tediosa del mundo, que a ellas no les importaba, porque les iba a sonar bien igual. Se paraban a beber café en mesas altas en terrazas de pequeñas ciudades de hermoso nombre donde las mujeres llevaban encima bolsas de la compra, bebés y ropas de trabajo y los hombres se pasaban el día borrachos.
Cruzaron la Autobahn[11] escuchando a Kraftwerk. Comieron salchichas y bebieron cerveza negra en los bares de las estaciones de esquí bávaras, donde el aire olía a pan y nieve, y se envolvían una en la otra por las noches y se quedaban dormidas.
Atravesaron los Alpes. Harry no pudo evitarlo: rompió a llorar la primera vez que vio las montañas alzándose contra el cielo y sumergiéndose a la vez, reflejándose eternamente en el espejo impecable de los lagos de Italia.
Leon había vuelto a Londres para ver cómo estaban las cosas. Existía una cuenta de correo en la que Becky y Harry entraban día sí, día no.
Comenzaba el verano y todo se hacía cada vez más intenso.
Harry se encerró en sí misma. Comenzó a morderse las uñas. Becky se preguntó adónde había ido a parar su vida. Las ansias de bailar, los años empleados en su formación, ¿para esto? ¿Para huir de esta manera?
Comenzó a escribirle una larga carta a su madre, y en el fondo de su mente residía la idea de que, si algún día la acababa, la enviaría.
La noticia les llegó en junio. Estaban en un cibercafé de Montepulciano. Harry se quedó pálida como la cera al leerla.
Pico había salido de la cárcel y había solicitado reunirse con ella. Se sentía como si los días que habían transcurrido desde su marcha se los hubiesen pasado dando vueltas en círculos. Su cuerpo era un desbarajuste de nervios. Una úlcera andante. Se pasó el resto del día bebiendo sin cesar y se desmayó en el vestíbulo del hotel. Becky la encontró a las nueve de la noche, incapaz de nada, berreando de angustia como un recién nacido, y cargó con ella hasta el ascensor.
Harry tenía que desplazarse el martes siguiente hasta un hotel de Friburgo donde tenía planeado encontrarse con Leon.
El día amaneció cálido y soleado. Becky se lo pasó dándole vueltas a la cabeza. Echó a andar por el casco histórico, se topó con una pequeña galería de arte y justo ahí tomó su decisión, contemplando unas vidrieras que representaban a santos iluminados. Sintió que se le caía la piel a tiras. Le invadían los escalofríos y estaba dejando de ser ella misma. Los brazos de Harry eran como una adicción esos días, la aprisionaban, la estrujaban hasta aplanarla de una manera inconcebible. Permaneció quieta, contemplando aquellas santas, aquellas mujeres quebradas, en actitud de servidumbre y beatitud y se quedó horrorizada. No era capaz de verlas a ellas, sino sólo lo que representaban. Se sentía igual. Había abandonado su alma y sólo se percibía a través de los ojos de Harry. Echó la vista adelante y vislumbró el paso del tiempo. Se hallaba ante el legado de alguien. No el de las mujeres ahí retratadas, sino el de la persona que había dispuesto el emplomado y las había colocado ahí. Alguien había hecho algo hermoso y aterrador y lo había expuesto para que ella lo viese. Recorrió lentamente la sala. Se quedó boquiabierta ante las inmensas imágenes de sacrificio y contrición que parecían entonar en un cántico la palabra «aspiración».
Por la noche, Becky se tendió sobre su amor, sostuvo su cara, le besó los ojos y le dijo que regresaba a casa.
Condujeron hasta la costa italiana y se despidieron de la marea. Bebieron vino, comieron pasta, fumaron tabaco y no hablaron demasiado sobre lo que iba a suceder a continuación.
Becky le dijo que valía más que disfrutasen de su última noche juntas en lugar de llorar y discutir.
—Pasemos juntas este momento y, luego, que cada una se vaya por su lado.
Harry se debatía por dentro. Ante ella no se abría ningún horizonte despejado. Su boca era un animal cautivo. Y allá donde mirase, Pico acechaba en las sombras: su bigote, el brillo y la blancura de sus dientes. Pico, Pete. Ron y Pico. Pete y Ron y Becky. Leon. Pete. Pico. Becky. Becky. Pico. El eterno carrusel que llevaba dentro. Sus huesos molidos hasta quedar convertidos en polvo. «No te vayas», pensó. Pero no dijo nada.
Se fueron a la cama y ni siquiera se tocaron.
Becky contempla los rostros bajo la luz artificial del aeropuerto, las familias y los seres queridos reunidos en el vestíbulo de llegada. Se limpia la cara con manos bruscas y se traga las lágrimas, tan poco indulgente consigo misma como siempre ha sido. Pero de vuelta a su casa. Pete se levanta en una cama bañada por la luz del sol. Las tablillas rotas de la persiana dejan que la mañana inunde la habitación en forma de oleadas desiguales. Una tarima de madera se extiende hasta llegar a una puerta abierta; hay también una deshilachada alfombra marroquí de color rojo. Se oye cantar al otro lado de las paredes. El sonido de animadas conversaciones matinales, y de risas. En la habitación hay una estantería abarrotada de libros, una mesa junto a la ventana, una silla de madera puesta delante. Una reproducción enmarcada de un Kandinsky. Un retrato de Haile Selassie. Cintas y tiras de tela colgando de ganchos, tapando un espejo. Las palabras de la «Desiderata»[12] escritas en trazos sinuosos a lo largo del techo. Hay ropa por todo el suelo. Y fragmentos de papel. Dibujos al carboncillo. Hace mucho frío. Escucha unas botas pesadas subiendo por las escaleras, aporreando la osamenta del desvencijado edificio. Un palacete que se cae a pedazos. Recientemente okupado, habitado por anarkas españoles y aprendices de soldador. Anoche a Pete le parecía de lo más normal.
¿Cómo se llamaba la chica? Permanece recostado, explorándose el ombligo.
La chica está en el marco de la puerta, desnuda bajo una camisola, con sólo dos botones abrochados. Está conversando con alguien que no logra ver. Hablan en un lenguaje que no acaba de situar. Quizá turco. O bereber. La chica tiene motivos geométricos tatuados con tinta blanca por sus caderas; bajan enroscándose por sus piernas. Se ríe. Desde un altavoz, a lo lejos, suena reagge francés. Se escucha el sonido de una sartén al freír, el ruido de portazos, y huele a café y tostadas. Pete lleva mucho tiempo sin rodearse de sonidos así.
Poniendo una sonrisa, la chica cierra la puerta tras ella. El sonido del alboroto queda amortiguado. Camina sin hacer ruido sobre el suelo desnudo y se lleva hasta el pecho una taza de café caliente. La rodea con las manos para mantenerlas calientes.
—¿Café? —pregunta—. No hay leche. Somos veganos.
—No, gracias —dice—. Así está bien.
La chica se sienta sobre la cama, cruza las piernas y se echa hacia atrás para poder ver a través de los resquicios de la persiana. Sujeta la taza contra su cuerpo. Pete contempla el vapor y su vientre desnudo. Se levanta y se pone a buscar sus calzoncillos por el suelo. Ella lo está observando. Se agacha, rebusca, consciente de su cuerpo, sometido a la mirada de ella. Los acaba encontrando, se los pone torpemente y se yergue en medio del gélido cuarto. Se examinan con calma, cubiertos por la lechosa luz de la mañana.
Ve que últimamente fluctúa entre dos extremos. El primero es su estado habitual: hasta arriba de todo, vagando entre las calles donde ha transcurrido su juventud, extraído de la realidad por la maría, con los nervios a flor de piel por la cocaína, con el deseo de graparse a cualquiera de los peatones y arrojar su cuerpo contra el tiritante parabrisas de los autobuses que pasan acelerando. Pero el segundo es novedoso, uno que lo asalta cuando menos se lo espera. De pronto se da cuenta de que va caminando en paz, ingrávido, disfrutando del neón a través de los escaparates de los locales de pollo frito, tomando consciencia de lo agradable que resulta ver cómo ilumina los rostros pálidos de los niños aquejados de desasosiego que rondan por las aceras. Permanece atrapado entre una culpa mal llevada en la que se regodea y una molicie nueva, una sensación dulce y apaciguada. De alivio. Por estar, al fin, solo.
Lo mejor es lo bien que sienta no sentirse inútil. Se nota de nuevo a gusto entre sus amigos.
Sale con más frecuencia. Ya no le asusta la gente.
La sombra de ella lo persigue por los rincones. Está en cada mujer con la que habla. La repulsiva cara de su hermana le hace destrozar cosas cuando se emborracha.
La echa de menos. Es como la boca de una rata que lo va devorando poco a poco. Pero comienza a darse cuenta de lo divertidas y buenas que pueden llegar a ser las personas. Comienza a recordar el sonido de su propia risa.
Ahora trabaja. Dos empleos. Cinco días a la semana. Portero de noche en un hotel cutre. Se pasa la noche leyendo. Se ha hecho gafas nuevas. Se siente una persona distinta con ellas.
Comienza su turno a las once de la noche, acaba a las siete de la mañana, duerme hasta las tres de la tarde y luego se marcha a cumplir con su deprimente turno fregando cacharros en la cocina de un pub. Acaba ahí y se dirige directamente al hotel. Nunca ha tenido tanta energía. Le gusta la sensación de cansancio. Le da algo que hacer. Sigue sin dinero. Las tasas del ayuntamiento, la electricidad, el teléfono…
Hay mujeres por doquier. Ahora sabe cómo hablarles. Quizá es que se hace mayor. Le da la sensación de que sabe qué le van a contar antes de hablar.
Cada día que pasa la entiende más. Ahora que se ha ido, la puede ver con mucha más claridad. A veces, cuando está con otras, siente como si se convirtiese en ella. Le ocurre cuando menos se lo espera: se quita la ropa y se acerca a una mujer que también se desviste y, de repente, se siente tan cercano a Becky que se olvida de cómo se mueve su propio cuerpo y tiene que aprender de nuevo a besar.
Pico saluda a Harry como a una amiga de toda la vida. La toma suavemente del antebrazo y la atrae hacia él para plantarle un beso en cada mejilla. Le indica que se siente a su lado. El restaurante es impresionante, todo de un blanco resplandeciente. Una enorme cúpula de cristal en el techo, espejos cubriendo las paredes. Los camareros llevan chalecos y zapatos caros. Harry se sienta al lado de Pico y mira a su alrededor. Se pregunta qué clase de relación pensará la gente del restaurante que existe entre ellos.
Pico pide por los dos. Señala al camarero con un gesto de la cabeza y exige la comanda sin decir ni por favor ni gracias, como un hombre demasiado acostumbrado a que los demás le sirvan. Encarga marisco, ensalada y un vino blanco caro. Harry se sienta en silencio, sin sonreír. Observa el cuello de la camisa del camarero. La raya de su pelo impecablemente engominado. Pico extiende los brazos en el respaldo del banco que comparten. El tiempo transcurre como si estuviese herido y se arrastrase por el restaurante.
Pico se pone a hablar en voz baja al oído de Harry.
—Yo ya sé lo que sucedió, así que no pases el apuro de repetírmelo, pues. Ya pasó todo.
Su aliento es cálido y huele limpio, como a regaliz y cardamomo.
—Ya estoy fuera, así que comenzamos de cero. —Su acento es rotundo y dulzón como una fruta—. Tú ya no te preocupes por nada.
Harry traga saliva, cohibida y sofocada. Siente como si tuviese la garganta plagada de insectos.
—El achorado este… ¿Joey? —Pronuncia la jota no como se hace en inglés, sino como peruano que es, haciendo que suene igual que una i griega—. ¿Él te intentó robar, pues? Eso oí.
Pico observa atentamente el contorno del rostro de Harry. Respira suavemente durante un buen rato, como un óptico con una antorcha en llamas, antes de retirar el brazo de golpe y estirarse sobre la mesa para coger pan, aceite de oliva y la vinagrera con balsámico, esculpida en forma de lágrima invertida. Su camisa blanca, su bigote fino. Sus gemelos con montura de oro, decorados con la bandera de San Jorge.
—Aunque no te lo creas, dejo que elijas tú. Pero…
Pico abre los ojos de par en par, se repasa el bigote de lado a lado y sonríe con agrado a Harry.
—Iba a pedirte que te encargaras tú mientras yo estaba en cana.
Se aclara la voz. Sostiene el aceite de oliva con ambas manos. Harry siente una oleada de calor y náusea que le atraviesa la cabeza. Un plato de ostras abiertas por la mitad llega sobre una bandeja de hielo. Se estremecen dentro de sus valvas al igual que el estómago de Harry.
—Pero, vamos a ver, ahora hay una deuda que pagar.
Pico inspecciona el comedor, se apoya contra el respaldo acolchado y contempla el mundo de porcelana inmaculada y servilletas de tela y mujeres ricas hablando de negocios mientras serviles camareros les traen platos de carne roja.
Harry se mira las rodillas y ordena sus pensamientos antes de alzar la vista hacia la pared de enfrente, y se expresa con un gañido retorcido de miedo, con un tono de voz que le sale más agudo de lo normal.
—No quiero deberte nada, Pico. No quiero estar en deuda contigo.
Un silencio ronda la mesa como un lobo hambriento. Pico pone cara de desagrado. Vierte con cuidado dorado aceite de oliva y negro vinagre balsámico sobre un platito de color blanco, formando un ying yang que admira complacido y sobre el que muele pimienta. Pasa un trozo de pan blando por el charquillo y lo dobla por la mitad y se lo mete en la boca todavía goteando. Mastica, traga y se limpia las comisuras.
—Muy bien —le dice—. Vamos a centrarnos. —Da toquecitos sobre la mesa con el índice y el pulgar—. Las deudas hay que pagarlas en vida, Harry —dice compungido—. Tú ahora trabajas para mí; es lo que te digo. Busco a una persona que me ayude de forma más directa. Cuesta fiarse de nadie cuando hay por medio, ya sabes, tanta… tanta plata, digamos. Hace que la gente pierda el norte. Tantísima plata. —Da un suspiro.
Harry contempla el filo de sierra del cuchillo que reposa sobre su servilleta, las ostras sin tocar, frías y gelatinosas.
—Tú te vienes acá conmigo. Ahora trabajas para mí.
A Harry se le parte el corazón, pero no logra moverse y desea que Becky estuviera ahí para decirle qué hacer. Le comienza a temblar el cuerpo. Pico lo nota. Se queda sorprendido.
—Tu hombre me tendió una trampa, Pico —dice con voz rugiente—. Yo confiaba en ti y en nuestros acuerdos, pero eso es lo que pasó. —Va alzando la voz, la sala da vueltas a su alrededor—. El dinero que cogí fue en compensación por ponerme en peligro. Si no hubiera estado preparada para pelear, me podría haber matado. —Escupe las palabras, le tiembla el cuerpo—. Ese dinero es mi seguro de vida. No quiero trabajar para nadie. Quiero dejarlo. Quiero salirme de esto.
La voz le sale ronca, espesa y salpicada de queja. Lleva semanas fumando compulsivamente, le duele la garganta y está demasiado asustada como para atreverse a beber un agua mineral tan pija. Le arroja a Pico una mirada fiera y atroz y éste deja escapar una carcajada amistosa. Apoya la cabeza sobre el hombro de Harry. Le acaricia el brazo como si fuese su mascota. Harry se siente tan fuera de lugar como siempre. Pico sigue partiéndose de risa y dándole palmaditas. Se incorpora, sonriendo cordialmente, le planta un breve beso en la cabeza y le enreda el pelo.
—Alguien bueno —le dice—. Alguien tan bueno como tú es lo que ando buscando. La gente muere por menos. Pero tú no te achantas conmigo. —Inspira profundamente y se lleva la copa a los labios, sorbiendo pensativamente—. ¿Y qué vamos a hacer entonces, Harrietita? —pregunta con suavidad. Posa el vino sobre el mantel impecable y se estira para coger una ostra.
—Déjame que me vaya, Pico. Te pienso devolver la mitad del dinero. Pero que se acabe ya esto. Lo que quiero es volver a casa. Quiero trazar una línea a partir de aquí. —Parpadea lentamente. Espera.
—¿A casa? —Se inclina hacia ella.
—Sí. —Alcanza una copa, vierte en su boca el agua fría y transparente. La mantiene dentro sin llegar a tragar, dejando que le alivie el resquemor de la garganta.
—Si vuelves a casa, te pones a trabajar para mí —responde Pico, sin dejar de sonreír—. Tú te vas de aquí y no pasa nada. Pero si vuelves a Londres, trabajas para mí.
Harry se revuelve en su asiento, se masajea la mandíbula.
—No —recalca—. No quiero trabajar para ti, Pico.
La actitud de Pico cambia. Algo se fragua en su mirada, cierto interruptor se activa dentro de sus circuitos y de repente parece que ocupa el doble de espacio que hace un instante.
—Entiendo que digas que fue una encerrona, ya ajustaremos nosotros cuentas con el capullo de Joey, de eso que no te quepa duda. La deuda tuya la asume él, él es quien va a pagar los platos rotos. —Pico hace restallar los pulgares y los meñiques—. ¿Pero decirme que no a mí? ¿Cuando soy yo el que te ofrece trabajo a ti? ¿Cuando soy yo el que te pido que trabajes para mí? ¿Yo te ofrezco algo como amigo tuyo que soy y tú lo rechazas? —Su voz suena tranquila y monótona. Harry se queda helada—. ¿Tú te crees que yo no soy serio?
Harry espera a que pase el chaparrón. Sabe que a veces vale más callar. Pico también se queda a la espera. El silencio vuelve a acechar como un lobo. A la caza. Se presenta un camarero, pero Pico lo despacha de un manotazo. El gesto le parece tan poco cortés a Harry que le produce dolor de estómago. Pico sorbe un poco de vino. Come unas pocas hojas brillantes partidas en trozos, rumiando como un animal de granja. Harry se queda sorprendida, dado lo delicado que es para otras cosas.
Harry se agarra a la pata de la mesa, con Becky en su mente. Su corazón es un maletero vacío desde la mañana en que ella se fue. No tiene nada que proteger: esto la hace sentirse más fuerte que antes. Sin Becky, ¿de qué le sirve el dinero? Sin Londres, ¿qué sueño le queda? Se encoge de hombros.
—Haz conmigo lo que te apetezca, Pico —le suelta a la cara—. Yo ya he terminado con esto. —Mantiene la mirada clavada a un lado de su cara hasta que le duelen los ojos—. Se acabó —le responde.
Y echa a arder.
Su Londres ha cambiado.
Becky busca las cosas que ha echado tanto de menos, pero ya nada es lo mismo. Los billares no existen: sus cimientos quedan tapados por vallas de construcción y la estructura se alza ahora cuatro pisos más alta que antes. En poco tiempo se convertirá en otro edificio de viviendas de lujo. La tienda de novias e instituto de belleza medio destartalado donde le hacían las uñas y le pasaban la maría —que tenía en el escaparate aquel desconsolado maniquí, ataviado durante años con el mismo vestido de lentejuelas color azul pavo real— es ahora un café con fachada de cristal, paredes de ladrillo visto y lámparas bajas colgando del techo. Se pregunta qué habrá sido de Naima, la dependienta. Era amiga de la madre de Becky y se sabía el nombre de Becky antes que ella misma.
Han demolido las piscinas, y también el antiguo ayuntamiento donde estaba su guardería. Y el antiguo puesto de policía. Todo ha sido reconvertido en apartamentos o está en proceso de serlo. Los edificios de viviendas de verdad languidecen vacíos y tuertos: con las ventanas rotas, con las fachadas arrancadas. Con sus entrañas al aire. Papel de pared, sofás viejos y muebles de cocina tiritando bajo la lluvia. La zona acordonada. Cámaras agazapadas como cuervos en lo alto de las verjas. Se queda absorta mirando hacia arriba. Le apetece parar a alguien, darle una sacudida y gritarle: «¿Pero qué ha pasado aquí?».
Becky contempla con una alarma creciente a todos los transeúntes con los que se cruza. ¿Es imaginación suya o la gente tiene la cara más rellena? ¿Más brillante? ¿Más sana? ¿Más robusta? ¿Qué hay de distinto? Las calles están tan animadas como siempre, pero dan la sensación de estar vacías.
Entra en Sunshine reprimiendo el espanto. Solían venir aquí a desayunar los sábados cuando estaban de resaca y no le apetecía presentarse así delante de sus tíos. Le invade un anhelo imposible por aquella época y mira a su alrededor, con cierta timidez, contenta de ver que al menos el café sigue igual que antes. Las fotos de perros vestidos de aristócratas colgadas de las paredes de azulejo marrón, los artículos de la prensa local amarilleando dentro de sus marcos, las sillas de plástico atornilladas a las mesas. La gente come de platos que son el doble de grandes que uno normal. Al cocinero se le han quemado unas tostadas y se dedica a abrir y cerrar las puertas de la cocina para ventilar, pero las hojas se atascan y rayan el suelo de linóleo, así que tiene que dar un empujón para que se cierren del todo y luego volver a abrirlas a golpes, y al final ha acabado montando un escándalo mayúsculo. Becky se sienta en una mesa junto a la ventana y escucha las conversaciones de la gente, dándose cuenta entonces de que, durante los largos meses que ha permanecido fuera, ha sido incapaz de escuchar conversaciones ajenas. Se empapa de ellas.
—Toma, corazón, se te acaba de caer al suelo.
—¡Ay! ¿Sí? Pues no es mío.
—Pues yo no lo quiero. Ya llevo el bolso bastante lleno como para encima tener que cargar con más. —La camarera recoge el bolígrafo y se marcha.
—Me mandaron una carta que dice que me suben el alquiler a finales de marzo. ¿Pero de qué van?
—Vaya por Dios, hombre.
—Pues oye, era justo lo que estaba pensando. Estaba pensando en ir y soltarles a la cara, escucha bien lo que les voy a decir, que me parece ridículo. Seguro que no se lo esperan.
—No.
—Es que me parece ridículo.
—¿Quieres un champiñón de los míos?
—Tampoco es que me emocionen.
El chef sigue abriendo y cerrando las puertas. Tiene la cara regada de sudor. La chica a la que le quemaron las tostadas se está comiendo las judías con una cucharilla de té.
—Pues mira, tengo aquí mismo la carta para que veas.
—Incluso me dice que las tengo tan mal que me van a hacer las dos a la vez. Pero no saben si lo voy a aguantar bien.
—¿No?
—Llevo veintiséis años viviendo aquí y nunca se habían dirigido a mí de esa manera.
—Así que lo miré a los ojos y le dije que si había visto mi historial. Para empezar, tengo un cólico muy grave.
Suena «My Girl» en la radio. Recuerdos de llorar en el cine, de Macaulay Culkin con las abejas.
—Es un tío de nivel. Dicen que catedrático. Catedrático.
—Y entonces, yo pensé: «Sí, bueno, ¿pero te estás poniendo en mi situación, tío?».
—Tengo las dos caderas de titanio. Llevo tuercas y clavos por dentro del cuerpo.
Se hunde en ellas, como en una bañera. Se bebe su té. Un hombre con un sombrero de ala ancha y un forro polar con un logo que dice «Centro Hípico Kent Park» tiene un periódico sensacionalista abierto sobre la mesa y apoya las manos encima para mantenerlo sujeto, estirando con cuidado las arrugas hacia las esquinas de cada página. Está leyendo la sección de deportes.
—¿Qué haces en vacaciones? ¿Tienes planes?
—Fíjate que hasta yo estoy temblando.
Dos señoras mayores, una de ellas vestida con una sudadera verde limón y la otra con una chaqueta de lana marrón y crema comentan las ofertas del Sainsbury’s.
A Becky le entran ganas de llorar. En la radio suena Shakespeare’s Sister. El olor de tostada quemada comienza a extinguirse.
—¡Por lo que más quieras, HAZ EL FAVOR DE CERRAR LA PUERTA!
Un hombre con tacón en un zapato —por corrección ortopédica más que por imperativo de la moda—, de cabello pelirrojo y lacio, calvo por arriba, con coleta por atrás, lee un folleto municipal sobre los impuestos. Su hija es guapa y lleva una diadema roja de charol que le mantiene la melena hacia atrás. A su lado, sobre la mesa, hay una pila de tostadas chamuscadas. El cocinero, un turco con pinta de no dar abasto, recibe gritos de todas partes. Le trae a la chica de la diadema un plato nuevo de tostadas. La chica le da las gracias. Becky se da cuenta de que no es la hija del hombre del zapato ortopédico. Debe de tener como mínimo veinte años. Le está rozando la pierna. La chica es igual que la ucraniana con la que solía dar masajes hace unos años. Despampanante pero perturbadora. Junto a su plato reposa una bolsa de gominolas abierta. Se mete una cucharada de alubias en la boca y, a continuación, una gominola. El hombre con el que desayuna lee su panfleto. La chica le sonríe. Le pide a la camarera una caja para llevar comida. Mete dentro las tostadas quemadas para comerlas más tarde.
Becky observa a la gente que camina por la calle y juraría que acaba de verse a sí misma, con menos años, cogida del brazo de Gloria y Charlotte, pasando por delante, pero no son ellas. Son otras adolescentes que van por ahí comiéndose el mundo y cantando a grito pelado canciones subidas de tono de pop-rap americano que suenan a todo volumen por los altavoces de sus móviles.
Becky se termina el té, paga la cuenta y sonríe con todas sus ganas a la mujer.
Siente que el corazón le da un vuelco cuando escucha que la llaman «babes».
Becky se acerca al Hanging Basket y se detiene frente a la entrada. Se apoya contra la barandilla, fuma un cigarrillo y deja ya de mirar a toda la gente que pasa. La última vez que estuvo aquí fue la noche en que se fue.
Son las tres de la tarde y hay un corrillo de borrachines cantando canciones de Van Morrison en los bancos colocados en la entrada. Hay un tío con una guitarra. La rasguea y echa atrás la cabeza, con un pie sobre el banco. Los otros cantan junto a él, sonrientes. Atravesados por la vida, el dolor y días muy, pero que muy solitarios, sostienen en lo alto sus vasos y sus corazones, y al cantar espantan las penas de sus almas abatidas. Sus rostros demacrados están cruzados de arrugas. Becky contempla a la mujer de cabeza afeitada, al adolescente guapo, al fortachón con cara cuadrada y de pocos amigos, al alcohólico tranquilo y pacífico que lleva arrastrando sus rastas a la altura de los tobillos; barrigas cerveceras, hombros huesudos, ojos brillantes, ojos cerrados, ojos rojos, dientes caídos, dientes de oro, dientes torcidos. Los trajes elegantes, la ropa vieja, los zapatos gastados que ella siempre ha conocido. Los jóvenes borrachos y hermosos, con sus perros y sus capuchas, sus tatuajes y sus piercings, sus botas pesadas y viejas, excitantes como el amor que comienza y que parecen sacados del anuncio publicitario de una vida que nunca has tenido el arrojo de vivir. Las mujeres con el pelo ensortijado y la lengua larga y afilada. Con las manos en la cadera, perfume y escote, y cargando sobre sus espaldas unas vidas que se estrechan a lo lejos al igual que las vías del tren; siempre riendo. Le lanzan besos a Becky y ella se los devuelve. Les acaricia el codo al pasar. Se contonean al ritmo de la canción. Hoy piensan beber hasta delirar, con el ánimo alegre y estragadas por las drogas. Este lugar es una perla entre los grilletes de Londres.
Empuja las hojas de la puerta. Se le engancha el bolso en la manilla y tiene que hacer malabarismos para liberarlo. La puerta le da en las piernas al retroceder. Entra dentro, colocándose el pelo detrás de las orejas. Se estira la ropa, consciente de su aspecto, se retoca de nuevo el cabello. Nada ha cambiado menos los folletos de la pared. Mira a su alrededor, preguntándose cómo debería sentirse. Y entonces la ve.
Gloria está hablando con una mujer cincuentona que se apoya sobre la barra. La mujer sacude la cabeza y echa arriba las manos. Gloria se ríe y se dispone a servirle a la mujer otro vino. Mientras llena la copa, ve a Becky y casi se le cae la botella al suelo, pero lleva demasiado tiempo siendo camarera.
—¡Hola! —saluda Becky mientras posa como una turista.
—Serás idiota… Llegas y te plantas ahí en medio —dice Gloria, recogiendo el dinero del vino y saliendo de detrás de la barra para darle un abrazo.
—¡Ay, Dios! —exclama Becky, dejándose caer en brazos de Gloria.
—Becky Becky Becky Becky… —Se ponen cara a cara y se miran la una a la otra. A continuación, se dan otro abrazo. Becky tiene la cara aplastada contra el prendedor de pelo de Gloria o lo que sea que tiene en la cabeza. Le duele, pero no le importa, porque necesita que la abracen así. Pero sí que le hace daño. Gloria la estruja con más y más fuerza mientras dice: «Ay Dios ay Dios ay Dios», y Becky no sabe qué hacer con las manos. Las junta delante del estómago mientras Gloria da un paso hacia atrás.
—Deja que te mire bien —dice—. Antes de nada, ¿dónde coño te habías metido?
Becky sacude la cabeza.
—Ahora no, G. Dame un minuto, ¿puedes? —Becky se lleva la mano a la cabeza, Gloria le pasa un brazo por el hombro, le pega un achuchón y le planta un beso en la frente antes de volver detrás de la barra.
Becky está delante de la barra; Gloria, detrás. Se miran la una a la otra. Becky se siente de pronto nerviosa, estúpida.
—¿Qué te pongo? —le pregunta Gloria.
—No sé. ¿Nos tomamos una?
—Es lo que deberíamos hacer, ¿no?
—Pues que sea vodka, lima y soda —dice Becky, tamborileando sobre la barra con los dedos mientras Gloria se gira para preparar las bebidas.
Hay una reposapiés que rodea la barra y que se sostiene unos centímetros por encima del suelo. Becky se apoya a la pata coja sobre él, poniendo los codos sobre el mostrador, y mira hacia todas partes. Los coches pasan por la calle, la tele está encendida y Gloria coloca las bebidas delante de Becky, que permanece frente a ella con los brazos cruzados. Se lleva una mano al lóbulo de la oreja, y se pone a dar vueltas al aro que lleva de pendiente.
—¿Y tú a qué te has dedicado? —le pregunta Becky a Gloria.
Gloria se toma su tiempo para responder: siente como si se hubiese triplicado la fuerza de la gravedad.
—He estado aquí metida, ¿qué más quieres? Trabajando. Como siempre. —Gloria saca de la caja una bolsa de patatas con sabor a queso y cebolla y se la lanza por los aires a Becky—. ¿Siguen siendo tus favoritas? —Becky responde que sí. Las abre y empieza a comérselas. Dos, tres a la vez. Bebe a pequeños sorbos.
—Bueno, ¿y tú qué? —le interroga Gloria—. ¿A qué te has dedicado?
Becky sacude la cabeza. Se mete patatas en la boca. Gloria alza las cejas.
—Estuve trabajando un tiempo, nos íbamos por ahí en coche, teníamos un pequeño piso en el que vivíamos.
—Harry y tú. —Gloria le da una vuelta al pendiente.
—Sí. —Becky asiente de nuevo.
—¿Y acabas de volver? —le pregunta Gloria.
—Sí. —Gloria tiene la sensación de que su amiga parece más delgada, más cansada y mucho más lejana.
Becky se deja caer ligeramente sobre la barra. Han pasado todos estos meses y no sabe por dónde empezar a contarlo todo, o si en realidad quiere hacerlo.
—Tienes muy buen aspecto —dice—. Estás sana.
—Es que he estado yendo a boxeo —le cuenta Gloria.
—¿A boxeo? —exclama Becky.
—Tuve un pequeño altercado. —Gloria echa una bocanada de aire y da un par de parpadeos rápidos.
—¿Qué clase de altercado? —le pregunta Becky.
—Tampoco nada importante. Un par de tipos que me la armaron una noche. —Se encoge de hombros.
—¿Aquí dentro? —Becky echa un vistazo al pub, a los clientes habituales.
—No, en otro pub al fondo de la calle.
Becky mira a Gloria. Sus grandes ojos barren el local en busca de clientes a punto de apurar su ultimo trago. Su cuerpo es firme como la piedra, de líneas definidas y compactas. Alta, fuerte y de un tono de piel pardo tirando a dorado. Un rostro amplio y sincero, como el de una diosa ancestral. «Gloria». Becky siente que el pulso se le acelera y le atraviesa como una centella al pensar que su amiga puede hallarse en peligro.
—¿Qué pasó? —le pregunta—. ¿Qué te hicieron? —La voz le sale grave y atropellada.
—Ah, nada —responde Gloria con total despreocupación—. Que se la devolví. —Habla como si nada, sin darle demasiada importancia. Sigue dándole vueltas al aro, apoyada sobre la cadera derecha.
—¿Se la devolviste?
—Sí.
—¡Madre mía! —Becky dice que no con la cabeza. Se quedan un rato en silencio.
—Con una botella —dice, atusándose el pelo.
—¿Con una puta botella? —Becky está horrorizada. Pone cara de angustia.
—Sí —suspira Gloria.
El temor atenaza sus palabras, que salen extrañamente agudas:
—¿Y te pasó algo?
—Al final no, no me pasó nada. —Gloria sonríe a Becky sin variar el tono de voz. Becky aprieta los ojos y sacude la cabeza—. No me pasó nada de nada. Y encima le estoy cogiendo el gusto a boxear. Tommy no deja de repetirme que se va a apuntar conmigo, pero no acaba de decidirse. Está engordando, pero tú a él no le comentes nada.
Becky observa las manos de Gloria: aros de oro en tres dedos, el estrecho tatuaje que le orla la muñeca.
Se vuelve para atender a un cliente:
—Sí, cielo, ¿qué va a ser?