MARSHALL LAW
Un año antes
Van a dar las diez y media y Becky se encuentra en la orilla equivocada del río, en una zona de la ciudad llena de profesionales creativos con sueños de una vida más sencilla: anhelos ocultos y radicales de familias nucleares y casas de campo.
Cientos de cuerpos se mueven en la planta superior de un bar de moda. Todo el mundo habla de sí mismo. «Pues yo me dedico a tal», dicen todos. «Me va genial. ¿Te suena esto que hago? Y aquello otro, ¿te suena?». Posturas inquisitivas y respuestas enfáticas. El aire está cargado de sudor de cocaína, fragilidad oculta y la perspectiva de hacer buenos contactos.
Becky tiene veintiséis años, pero se siente en las últimas. Está apoyada contra la barra, a su alrededor todo son monstruos, gilipollas y putillas chillando y gritando para hacerse notar. Tiene los hombros firmes y echados hacia atrás. Su aspecto es desafiante, pero no lo hace adrede: es su pose natural. Tiene el don de poseer esa clase de postura erguida y de relajación en las extremidades que dan como resultado un amor por el movimiento, una fluidez física que convierte la danza en su goce primordial. Es intimidante, sarcástica y, en ocasiones, malintencionada. Un cuchillo en medio de toda esta carne. La clase de mujer que siempre desata el caos entre desconocidos.
Se apoya con todo su peso, le duele el codo. A su lado, en la sala abarrotada, una chica que se llama Aisha busca a gente importante. Aisha derrocha confianza en sí misma. La confianza perturbadora y brutal de los veintiún años. Por alguna razón, se ha acoplado a Becky y han pasado juntas la última media hora. Ya han bailado juntas un par de veces antes, pero a Becky le sorprende que Aisha lleve tanto tiempo parada con ella. La hace sentirse mayor.
Becky dedica una sonrisa tan deslumbrante como puede a cada uno de los rostros que saludan con una mirada al pasar. Hace días que tiene la cabeza como un bombo. Un martilleo agudo y profundo que le empezó en la sien izquierda y que se ha abierto camino a zarpazos por toda la circunferencia de su cráneo.
Alberga fantasías de desastres naturales. Ve a la gente moviéndose por el bar como si fuesen los despojos de una era que agoniza. La retransmisión en directo de una espantosa invasión alienígena. Mira fijamente las caras, desesperada por identificar atisbos de humanidad, pero lo único que ve son piezas de attrezzo.
Al otro lado de Becky, una mujer de más edad habla con un hombre más joven. Está de mal humor y escucha sin ganas, vestido con el típico uniforme de alquila-una-personalidad compuesto por camiseta de una banda poco conocida, vaqueros desgastados y unas botas de cuero de toco-la-guitarra.
—Me encantan tus temas, cielo —le dice la mujer. Es alta, recalca cada palabra con un contoneo de la mano, el pelo le sube en espiral como una caracola y va vestida con carísima ropa de color negro—. Pero son muy cortos. Si fuese tú, metería un solo de guitarra al final y repetiría los coros haciendo fundido para terminar.
El hombre parece poco convencido, pero sus ojos brillan mientras se deja persuadir.
—Ya nadie mete solos de guitarra —dice ella mientras él se pasa una mano llena de anillos por el pelo en lo que a Becky le parece un gesto ensayado. Becky se pregunta si está asistiendo al nacimiento de una estrella. La mujer le recorre la mejilla con la mano y luego le da un golpecito en el hombro—. Dame diez temas de ese rollo y te meto en una habitación con unos A&R de la hostia y ya verás qué pasa, ¿vale?
Hoy es la presentación del vídeo del último single del «nuevo grupo de aire retro». Coincide con el lanzamiento de la nueva línea de moda del líder de la banda, Stroke Art. Los del grupo se ignoran los unos a los otros en distintos extremos de la sala. Sus mánager se alegran las narices en los baños.
A lo largo de la pared negra del local cuelgan, de lado a lado, tres enormes pantallas que van reproduciendo el vídeo en bucle. Becky las mira sin prestar demasiada atención, sintiendo vergüenza de la cara con la que sale, de los morritos que hay que poner para que se fijen en una. Es como si estuviera viendo moverse el cuerpo de otra persona. Pasan ante sus ojos todos los años que dedicó a trabajar su baile, rondando a fashionistas y blogueros influyentes. O son todo piel y huesos o están demasiado gordos para moverse; son los que se emborrachan más que nadie, los que se parten la cara con manos temblorosas. Hubo un tiempo en que soñaba con mucho más que esto.
—¿No es una pasada? —Aisha viste de colores brillantes. Es alta y delgada y la boca le ocupa dos tercios de la cara. Lleva puestos al menos tres conjuntos distintos. Sus rasgos llaman la atención y su cuerpo es impresionante—. ¡Qué suerte tienes de trabajar con él! —exclama emocionada. Su voz sube y baja como un efecto de sonido que denota sorpresa en un programa infantil.
—Sí, lo sé. Me siento como superflipada. —Becky se sorprende imitando la jerga de Aisha. Puede ver su futuro ante ella: la expectativa, el impulso, la subida, el machacante resquemor de sus compañeros de profesión, la presión creciente, el lento declive, la inevitable agonía de ser reemplazada por alguien más maleable, con cartílagos más jóvenes y mejores tetas.
—¿Y cómo es de cerca? —Aisha juguetea con la pajita en la boca. Becky se siente como si estuviesen ligando con ella; un pálpito le brota de dentro y le sube por la garganta.
El rodaje con Marshall Law había sido una pesadilla. Llegaba tarde a todas las sesiones y, cuando por fin llegaba, se pasaba todo el tiempo con el móvil, subiendo fotografías de sí mismo a varios de esos generadores de identidad que pueblan internet. Becky acabó teniendo que encargarse del ochenta por ciento de la coreografía porque nadie sabía nada y había un equipo de grabación que necesitaba filmar algo, aunque sabía que nadie le reconocería su trabajo.
—Sí. Es apasionante —dice Becky. Muriéndose por dentro—. Guay, muy emocionante. —Becky ha aprendido que, una vez que un director se ha hecho un nombre, cualquier idea que surja en una habitación en la que él se encuentre, aunque no haya brotado de su imaginación, se da por hecho que es suya por ósmosis. Incluso si no ha creado la obra, la ha comisariado.
—Tiene un estilo muy particular —suspira Aisha.
Becky asiente:
—Vaya que sí. —Hablar mal de él ahora sólo la dejaría como una resentida y nadie le prestaría atención, así que no vale la pena ni mencionarlo.
Becky se formó en la London Contemporary Dance School. Se graduó con una media de sobresaliente hace seis años. De una clase de veinticinco graduados, sólo cuatro bailarines consiguieron trabajo y, a pesar de quedar la primera de su promoción, Becky no fue una de ellos. Estuvo un año buscando empleo, pero no tuvo suerte. Era duro no quedar machacada por el juicio constante.
Uno de los amigos de toda la vida de Becky era el productor musical Sasha, que triunfó con un dubstep anticuado, lleno de voces chillonas y subidones predecibles de mierda. Fue un exitazo. Sasha le pidió que bailase en el vídeo. Iba a dirigirlo Marshall Law. La discográfica no estaba muy segura al principio, pero Becky estuvo a la altura. Se sintió aliviada por haber encontrado trabajo, aunque no fuera del tipo que deseaba.
El vídeo superó el millón de visitas en las dos primeras semanas. Becky se encontró con que le llegaba más trabajo, pero todo era comercial. Aceptó encargo tras encargo y los años pasaron volando. Y ahí estaba. Condenada a Marshall, condenada a añadir un toque sexi en los vídeos, detrás de raperos cutres en coreografías facilonas.
—Llevo AÑOS pidiéndole a mi representante que me incluya en uno de sus rodajes. Dios, no te puedes creer… —se lamenta Aisha. Y Becky nota que se le revuelve el estómago.
—¿Tienes representante? —pregunta, intentando no parecer impresionada, pero sintiendo que la dinámica de poder da un vuelco irreversible.
A Aisha se le ilumina la cara:
—Claro que sí. Conoces a Glenda Marlowe, ¿no? Me aceptó después de lo del mes pasado, sabes, ¿no?, lo de la Royal Opera House.
A Becky le palpita el hígado. La sangre le sube hasta las mejillas.
—¿Y te ha estado consiguiendo trabajo?
—Sí, un montón. Sobre todo, eh… películas. Mola. —Las dos asienten. Becky se siente pequeña, insignificante e irrepresentada—. Anda por aquí —dice Aisha, señalando con el dedo. A Becky le cuesta cada vez más mantener la sonrisa—. Aunque si no lo solicitas antes, no, en fin, ya sabes…
—Sí, claro —asiente Becky, seria—. Claro. —Tan vieja ya y con el cuerpo tan dolorido por los años de desprecio acumulados.
—Pero está justo ahí, te la puedo presentar. Nunca se sabe, ¿no? —Aisha ladea la cabeza y retuerce la pajita con la lengua.
—¿Sí? ¿No te importaría?
Aisha se inclina sobre Becky lentamente para darle un toque en el brazo a su agente. Becky ve que se trata de la mujer de negro a la que ha estado escuchando por casualidad con tanto desprecio.
—¿Glenda? —susurra Aisha. Sus cuerpos se aprietan el uno contra el otro y Becky se siente como una pervertida.
—¿Sí, bombón? —Glenda se quita de encima al músico con el que ha estado hablando y se coloca delante de Becky, con las piernas separadas, meciéndose sobre los tacones.
—Ésta es Becky. Es bailarina.
—Claro que sí —dice Glenda. Sonrisa falsa, monótona.
—Sale en el vídeo. Ha trabajado con Marshall. —Glenda asiente al oír el nombre, poniendo un poco más de interés.
—¡Hola! —dice Becky—. Encantada de conocerte. —Becky se dispone a besar a Glenda en las mejillas, pero Glenda besa el aire en torno a su cara. Becky se inclina demasiado y acaba plantándole un beso a Glenda en el cuello. Muerta de vergüenza, Becky se hace diminuta. Glenda permanece impávida.
—Becky busca representante —explica Aisha.
Glenda la mira de arriba abajo:
—¿Ah, sí? —dice.
Becky gira la cabeza hacia un lado para mostrarse de perfil, se lleva la mano a la cadera, hombros atrás, tetas fuera, labios humedecidos y barriga hacia dentro.
—Sí, eso creo. Me van saliendo cosas, pero podría irme mejor.
—¿Y dónde esperas acabar? —Glenda pone los ojos planos, igual que una víbora al ataque.
—Me gustaría hacer algunos vídeos más, ir subiendo y, al final, emprender un gira completa con algún artista de más importancia.
Glenda alza las cejas:
—Bien —responde.
—También me gustaría hacer algo de contemporánea. Me encantaría formar parte de una compañía. —Glenda carraspea, una chispa de fastidio le brilla en los ojos—. Y, bueno, el caso es que quiero coreografiar mis propias piezas. Me gustaría ganarme la vida trabajando por mi cuenta como bailarina independiente, creando e interpretando mis propias obras. —Los dedos de los pies se le contraen.
Glenda contempla por encima de su cabeza al resto de la gente en la sala. Aisha asiente en dirección a la nada, muda y hermosa.
—Ah, ya veo, eres artista. —El sarcasmo gotea como cera de la boca burlona de Glenda—. Pues no hay mucho campo de acción para un representante si piensas seguir ese camino —dice con tono paternalista y mirada de hastío.
Becky encoge medio metro. Mira a la mujer desde la altura de las rodillas.
Alguien más importante, que está detrás del hombro izquierdo de Becky, roba la atención de Glenda.
—¿Te apetece conocer a Marshall? —se ofrece Becky, intentando no parecer desesperada—. Está justo ahí.
La sonrisa de Glenda es una mancha húmeda y oscura, como de vino o sangre, que le chorrea por la cara.
—¡Claro! —dice—. Vamos al lío.
Harry camina entre la llovizna, contemplando a chicos con ropa cara que están de fiesta, borrachos, riéndose como si una cámara los estuviese grabando. La lluvia se cuela por las alcantarillas y el tráfico congestiona las calles. Afilados edificios financieros se alzan como colmillos en la boca vociferante de la ciudad. La visión de Harry queda mermada por bloques de oficinas, vallas publicitarias y nuevas construcciones de muchos pisos que la obligan a mantener la vista baja, echando un vistazo a los cuerpos que pasan mientras las chicas echan hacia atrás la cabeza y se ríen por nada como hienas. Escupe en la alcantarilla y odia a todo el mundo. Ve a un hombre de pie en la esquina hacia la que se encamina, bajo el toldo de una tienda de ultramarinos cerrada. Un tipo alto con pantalones holgados, un par de Air Force One de edición limitada y una parka enorme. Una gorra con la visera subida, casi vertical, tapa un pelo grueso y sucio. Está vendiendo globos y habla a gritos:
—¿Quién quiere? —dice—. A ver, tocapelotas, venid y probad uno.
«Coño», piensa Harry. «Si es Reggie». Una señal en medio del páramo.
—¡Reg! —Harry se para a su lado. La lluvia gotea con fuerza a través del toldo—. ¿Estás bien, Reg?
Reggie mira enfadado cuando oye a alguien llamarlo por su nombre, pero le cambia la cara al segundo, al reconocerla.
—¡Hostia, Harry! ¿Qué pasa, tía? ¿Qué te cuentas? —Reggie la rodea con los brazos y la aprieta contra su pecho, dándole fuertes palmadas en la espalda.
Harry habla con la boca metida en la axila de Reggie hasta que la suelta.
—Sí, tío, estoy bien. Ya sabes. Lo de siempre.
Reggie la mira de arriba abajo, agarrándola por los codos.
—¡Hostia! ¿Cuánto hace ya? —Canta las palabras. Como siempre.
—Demasiado, tío. ¿Qué haces aquí?
—Vendo nitrato, sabes, ¿no? Pero, si te soy sincero del todo, la verdad es que estoy un poco mareado, tía. Llevo todo el puto mes vendiendo ácido. Creo que he acabado absorbiendo un poco a través de la palma de la mano o algo así. Te miro y veo como unas estelas que dan un mal rollo de cojones.
Sujeta a Harry por los brazos y desplaza la cabeza de un lado a otro para comprobar cómo se mueven las estelas.
—Seguro, tía, llevo encima alguna movida chunga. —Los ojos se le ensanchan como dos túneles vacíos mientras clava la mirada en la cara de Harry. Mueve su pesada cabeza lentamente a ambos lados, contemplando las estelas mientras brotan hacia fuera. Harry mueve la cabeza a la vez que él.
—¿Dónde vives ahora? ¿Sigues con tu madre? —le pregunta.
Reggie deja de mover la cabeza y deja caer los brazos.
—Murió, que en paz descanse. —Se queda mirando la acera y luego el cielo. Cierra la mano izquierda sobre un anillo que lleva puesto en el índice derecho. Se lo lleva a los labios y lo besa.
—Lo siento mucho, Reg. —A Harry le sale una voz diminuta e impotente. Ojalá pudiese decir algo más. Se quedan en silencio durante un buen rato.
—Era una luchadora. Eso está claro.
—Era una mujer encantadora, tu madre. —Por la calle avanzan grupos de jóvenes que se gritan y tropiezan los unos con los otros. Harry siente un nudo en el estómago por su amigo.
—Ahora estoy en casa de mi padre, bueno, sí, ¿no?, pero está enfermo. No está pasándolo nada bien, tía. Tiene los tobillos hinchados, así que tengo que llevarlo a caballito hasta el puto baño, sentarme con él mientras caga para que no se caiga, limpiarlo después, volver a cargar con él, llevarlo de vuelta al… puto sillón. O a la cama. O lo que toque.
Reggie asiente con la cabeza. Aprieta la mandíbula y levanta las cejas. Suspira profundamente y encoge los hombros, con las palmas extendidas y hacia arriba.
—Hostia, Reggie. —Harry sacude la cabeza, apenada. Como no puede hacer más, enciende un cigarrillo y le ofrece uno a Reggie. Reggie lo coge, saca una cajetilla casi llena del bolsillo y lo reserva para más tarde. Harry hace como que no se da cuenta.
—Es que ni… —hace una pausa, contempla las estelas—, ni las putas novias me duran, Harry.
—Eso no es ninguna novedad, tío.
—Empiezo a creer que debe de ser por mi puta higiene corporal. —Levanta el brazo y aspira hondo—. ¿A que no huelo tan mal, tronca? Si no, me lo dirías, ¿no? —Se acerca a Harry para ponerle la cara en la axila.
Harry lo aparta de un empujón.
—¡Que te jodan! —chilla. Retrocede. Levanta los puños—. No pienso ni acercarme a tu puto sobaco.
—¡Anda, Harry, ayúdame! —Reggie la agarra por los hombros y le estampa la cara contra la axila. Harry se retuerce para liberarse, Reggie la vuelve a enganchar, riendo, levanta los brazos y saca la axila. Harry se zafa y finge que le da un par de codazos en la barriga. Reggie le sigue el juego, doblándose por la mitad como si le hubiese hecho daño—. Me has matado —dice.
—¡Arriba, idiota! —dice Harry pegándole pataditas detrás de la pierna.
Vuelven a ponerse en pie, juntos, sonriendo. Harry se arregla el pelo lo mejor que puede. Cuando lo lleva suelto le llega por el hombro y se le abulta a los lados. Se le forman tirabuzones. Lo lleva recogido detrás, pero siempre le quedan sueltos algunos mechones rebeldes que apuntan en todas las direcciones.
—No te preocupes, nena, llevas el pelo precioso.
—Que te folle un pez, gilipollas —dice Harry, y sigue arreglándose el cabello.
Reggie mira la lluvia caer, habla con la voz rasposa.
—Me ha vuelto a dejar, sabes, ¿no? No la culpo. Es por mis horarios. Quiere que deje de andar saliendo a todas horas. Pero es mi manera de vivir, ¿sabes lo que te digo?
—Qué me vas a contar, tío. —Harry se rodea el cuerpo con un brazo, hunde la cabeza sobre el cigarrillo y aspira el humo, clavando la vista en los zapatos que se pone para ir a trabajar. Gastados, reblandecidos, marrones.
—¿Tienes novia, Harry?
El cartel de neón que cuelga sobre ellos, iluminado con la inscripción Casablanca Mini Market, empieza a parpadear. Durante un instante, el bramido tenue de la calle parece elevarse en los oídos de Harry. Una moto acelera al pasar.
—¿Yo? No —dice frunciendo el ceño—. No.
—¿Novio, entonces?
—Anda, sigue soñando, Reg.
Reggie se ríe. Estira la espalda hacia atrás. Estira el cuello.
—Pues qué mierda, ¿eh? No tener.
Harry se vuelve hacia él, entornando un poco los ojos.
—Bueno, Reg, yo te veo bastante bien. Pareces contento.
—Yo siempre estoy contento, tía. Al mal tiempo, buena cara. ¿A que sí? —grita a la calle—. ¿A QUE SÍ? —Pero la calle no le hace caso. Se echa a reír—. ¡Anda y que les den a todos! ¿Y qué haces por aquí, a todo esto?
—Ah, trabajo. Unos asuntos.
—¿En qué andabas? —La pesada hechura de Reggie resalta junto a Harry. Parecen una improbable pareja de dibujos animados, un oso y un ratón. La gente fluye en torno a ellos como una corriente que barbotea, viscosa.
—Estoy en contratación.
—Eso era: contratación. ¿Y qué tal te va?
—Bueno, bien. Es algo estable. —El tráfico pasa retumbando en notas graves. Miran la lluvia caer. Harry fuma a empellones.
—Oye, Reg —dice con calma—. Siento mucho lo de tu madre.
—No te preocupes por mí, tía. Aquí llevo su anillo. —Una barba de varios días le emborrona la barbilla y la melena se le pega a la frente bajo la gorra. Levanta la visera con una mano y con la otra se echa el pelo hacia atrás, luego se la vuelve a colocar, inclinándola de manera que se levanta en el ángulo adecuado, apuntando a la lluvia que cae. Se lleva una mano a la altura del ojo, con la palma vuelta hacia la calle. Miran el anillo, que baila en la noche lúgubre y melancólica—. Ahora lo llevo siempre puesto, me decía que tenía que seguir luchando y todo eso. —El anillo es voluminoso, compuesto por siete u ocho hilos trenzados de oro, y brilla bajo el alumbrado.
Harry se mece con la fuerza de sus emociones, empequeñecida por una pena repentina y la culpa de ser consciente de que la vida sigue. Extiende la mano y le da a Reggie una palmada cariñosa en la espalda. Deja la mano ahí durante un rato antes de retirarla.
—¿Qué tal los niños y eso? —pregunta quitándole gravedad al asunto.
—No, ellos están bien, sí. Fuertes y sanos, son dos angelitos. Están con su madre. —Reggie sonríe dejando a la vista el oro de su dentadura. Al desplegar la sonrisa, antes de replegarse de nuevo entre las sombras de su barba rala, Harry ve cómo se le prolonga y se le ensancha la cicatriz rosada parecida a una lombriz que le va de la mejilla al cuello. Recuerda la noche en que se la hizo y se siente atraída hacia ella.
—¿Cuánto tienen ahora?
—Michael tiene siete y Rochelle hace catorce en mayo.
—Hostia —silba Harry.
—Y que lo digas.
—Cómo vuela.
—Y tanto, Harry —afirma Reggie con tristeza.
Se quedan quietos y sienten cómo el tiempo pasa volando ante ellos.
—Escucha —dice Reggie animándose—, ¿quieres eme o alguna otra movida?
—Gracias, tío, estoy bien. —Harry se pone en pie. Le da una calada al cigarrillo.
—¿Seguro? Te puedo pasar. Ya sabes que yo pillo del bueno, ¿eh?
—Estoy bien. Gracias igual.
Reggie le da un puntapié al suelo.
—Pues tú misma.
La calle está atestada de gente que entra en bares, que sale de bares. Que sale de la estación, atestada como una arteria obstruida.
—Como te lo cuento, tía, nitrato. A los críos les encanta. Esto es una puta feria. Mira cómo está todo. Mira qué percal, y eso que está cayendo la de Dios. Esto es un puto sueño. Me paso la mayoría de las noches en la calle haciendo esto, después vuelvo a casa de mi viejo para ver si está bien.
Como si estuviera ensayado, un chico se les acerca, rechinando los dientes a causa de las drogas.
—¿A cuanto el globo, tío?
—Cinco uno o tres por diez.
—Guay. Ponme seis, tío.
Reggie le hace un gesto con las cejas a Harry.
—Oye, Reggie, mejor voy tirando.
—Vale. Me ha hecho mucha ilusión verte. Ten cuidado con los chemtrails. No bebas agua del grifo.
Harry asiente.
—Hasta luego, tío. Cuídate mucho, ¿eh? —Sonríe con cariño mientras se sube el cuello de la gabardina y se aleja caminando. La lluvia se acumula entre sus rizos; con la otra mano, protege el cigarrillo del chaparrón.
Lleva puesta su ropa de trabajo. Un traje azul marino que le queda raro, como toda la ropa. Lleva la camisa blanca metida por dentro y los pantalones le están un poco anchos de cintura. Su cuerpo delgado se abre paso a través de la concurrida calle y el abrigo se le ahueca con el rebufo de los autobuses al pasar. Se lo arrebuja y se abrocha los botones. Tiene un aspecto elegante. Avanza con seguridad. De pies ágiles, sus pasos son largos. Es una auténtica londinense: llena de aplomo, alerta ante el peligro, encantadora; lo lleva en la sangre. El rostro de Reggie se repite en todos los desconocidos con los que se cruza. Le escuecen los ojos, parpadea con fuerza. Ve a una mujer sin hogar sentada con la cabeza entre las rodillas, junto al cajero instalado a la puerta de un supermercado Tesco Express. Sus manos, enrojecidas por llagas tumefactas, están vueltas hacia arriba. La mujer levanta la mirada al ver a Harry aminorar el paso y ésta se lleva la mano al bolsillo. Se miran la una a la otra. Harry ve que la mujer es mucho más joven de lo que al principio pensaba. Una adolescente. Sin embargo, tiene la cara llena de grietas y arrugas. Cicatrices, manchas y suciedad le recorren la piel, pero su mirada es firme y clara. En ella no hay miedo, repara Harry, sólo agotamiento.
—¿Estás bien? —pregunta Harry.
—Frío. —La mujer habla en voz baja—. Hambre.
Con el corazón a cien, Harry mira a un lado y otro de la calle, contemplando la vida que sigue su camino ajena a ellas.
—¿Cuánto te hace falta para un albergue?
—Veinte libras. —Se protege los ojos de la lluvia—. ¿Me das un pitillo, porfa? —pregunta la chica, señalando con la cabeza la colilla que humea entre los dedos de Harry.
Harry le da un cigarrillo y le pone un par de billetes de 20 libras en la mano.
—Oye, no te lo gastes en jaco, ¿vale? —La chica se encoge un poco—. Vete a un albergue una o dos noches. Cómprate algo de comida. ¿Lo harás? —le pregunta Harry con desesperación. La chica no responde, sólo mira los billetes que hay en su mano y, tras un par de latidos de su corazón, Harry se marcha, sintiéndose descolocada. La culpa brota en su interior. Se estremece de pena. «Si pudiese, haría más».
Sus pies aterrizan con ligereza mientras se balancea por la calle como un boxeador. Llena de la arrogancia del que sabe que hay trabajo pendiente. La ciudad no la va a pillar como a otros. Lo sabe. Asiente al pensarlo. Agachándose y zigzagueando, se cuela entre la multitud pululante. Cruza corriendo entre el tráfico, la lluvia le da en la cara, la música de los bares retumba y la gente grita para hacerse oír mientras camina hombro con hombro. Esquiva un vómito de kebab y unas patatas tiradas y bailotea, invisible.
Harry entra en un bar en el que nunca ha estado. Echa un vistazo al local, contempla cómo la gente le arranca a la fuerza un rato de diversión a sus corazones rotos y cansados. Siente que alguien la mira, se gira y ve a Leon entre la multitud, subiendo por las escaleras que hay al fondo del local.
Leon es su mejor amigo y su socio comercial. Lo observa todo, prevé cualquier movimiento con antelación, siempre alerta en rincones apartados. El trato es que Harry lleva las ventas y Leon, todo lo demás. Nunca trabajan por separado. Es un buen método. Los dos conocen su función y respetan las virtudes del otro. Por lo general, les encanta su trabajo.
«Toda esta puta gente metiéndose toda esta puta farlopa para fingir interés en lo que le cuentan los demás».
Un hombre suelta carcajadas con una euforia exagerada. Harry siente un escalofrío. Se acuerda de Reggie, allá fuera en la calle, vendiéndole gas de la risa a quinceañeros. Y de la chica sin techo sentada sobre bolsas de plástico, bajo la lluvia.
Se quita el abrigo, una elegante gabardina azul marino impermeable y de corte impecable. De marca, aunque llena de arrugas y pliegues, brillante por la lluvia. Se la entrega al hombre sonriente del ropero, junto con la chaqueta de su traje. Él le da una ficha, ella lee: 111. «Por supuesto», piensa. Aunque el número no tiene para ella ninguna relevancia en absoluto.
Se dirige al baño. Al entrar, como de costumbre, se encuentra con que las mujeres que se están lavando las manos la miran y la vuelven a mirar preguntándose si es hombre o mujer. Dura sólo un instante, pero sucede siempre. Harry es una mujer con aspecto de chico que se pavonea al andar. Su cuerpo es anguloso y viste ropa masculina. Su cara es dulce, una cara femenina, pero endurece el gesto cuando trabaja. Sonríe a las mujeres: ellas vuelven los ojos hacia sus manos o se concentran en sus pestañas ante el espejo. Harry da un repaso a su ropa, se mira la cara. Sus pupilas se contraen con el brillo de la luz del baño. «No le tengo que dar explicaciones a nadie». Toda la violencia que ha visto la golpea como un latigazo en el pecho y la arroja contra las puertas de los retretes. La noche en la que Reggie se ganó la cicatriz. La noche en la que Tony se cayó de la azotea durante una fiesta y murió en la calle con todos los huesos rotos. La sangre en su ropa después de que Leon se encargase del hombre que la siguió fuera del bar. La violencia la abofetea con sus manos. Tiene la cara encajada en el espacio que queda entre el váter y la pared del cubículo, y la violencia planea sobre ella, apartando la mano. «Lo estás logrando», se dice. «Lo estás logrando, Harry». Se arregla el cuello de la camisa y se abrocha el botón de arriba. Va hecha un pincel.
Un calor suave las lleva a acercarse, brota del entarimado. Va describiendo una trayectoria y las arrastra de los pies por toda la fiesta.
Becky, Aisha y la representante se dirigen a un rincón de la sala. Las cortinas están ribeteadas de oro. Las pantallas de las lámparas son antiguas. La alfombra es de un rojo oscuro. La gente escarba en el suelo como cabestros. Becky mira detenidamente cada rostro, acordándose de sonreír. Hombres que no reconoce la besan en las mejillas que ella les ofrece.
—¡Hola! —dice mostrando los dientes—. ¿Cómo va todo?
Harry examina el local en busca de clientes: los afables juerguistas a los que les gusta meterse más de lo que les hace falta. Un pez gordo y tres ejemplares menores han solicitado su presencia esta noche. Además, están los gemelos aristócratas que se visten con harapos y que acumulan más droga que una aduana. Parece que la noche va a ir bien. Sin ver a nadie conocido, recorre el recinto y se detiene brevemente ante un grupo de personas que hacen círculo en torno a un hombre que está hablando. Le ponen en la mano un cóctel que no comprende, preparado con licores de los que nunca ha oído hablar, servido en un vaso que no está segura de cómo hay que sujetar, y se lo bebe rápido, con el hielo chocando contra sus dientes a cada trago corto que da.
Becky sigue girando la cabeza por encima de su hombro para poder ir diciéndole que sí a Glenda y sonreírle hasta que se detiene, victoriosa, junto a un grupo que se congrega absorto en torno a un hombre vestido de pies a cabeza de falso terciopelo amarillo.
—Marshall Law —le susurra con orgullo a Glenda al oído. Glenda se devora a sí misma a bocados, vomita su cuerpo por el suelo a los pies de Marshall y eleva la mirada hacia la parte inferior de su barbilla.
—Ah, sí, claro. O sea, por supuesto —Marshall asiente con todo convencimiento hacia nadie en particular—. O sea, que estaba yo en Indonesia y ahí lo vi, sacando del mar una barca de pesca, descalzo, con unos shorts mojados, ya sabes, muy Mowgli, y pensé: «¡Guau!, pero qué bellezón». Por que sí que lo es, ¿no? O sea, que no son sólo las fotos, ¿no? Al menos en este caso, lo que resulta tan cautivador es él, ¿sabes? ¡Es tan real!
El corazón de Becky se abre paso a puñetazos desde su pecho y sale corriendo a gritos por la sala, salpicando de sangre las paredes. Baja la mirada, confundida, y estudia el nuevo agujero que tiene en el pecho. Se ha pasado años sonriendo en las fiestas adecuadas y queriendo no llamar la atención en las salas de casting, escuchando atentamente a directores como éste. Está harta. Le duele la garganta, que tiene seca, y dentro de su cabeza un topo escarba tierra a zarpazos.
Recorre con la vista al resto del grupo. Y sus ojos se estremecen ante la mujer de enfrente, enganchados como una uña levantada dentro de un calcetín. Prendidos. Aparta la mirada pero comprueba que inevitablemente vuelve hacia la mujer. Algo ancestral que tira, hiere y agrada a Becky. No puede apartar los ojos. Se han quedado fijos. La mujer es dulce y tiene aspecto de dura. Digna y desaliñada, distante. Becky siente una debilidad infinita por las mujeres extrañas y desgarbadas como ésta. Se fija en sus dientes torcidos. Su pelo esponjoso. Su ceño fruncido. Todas las partes de su cuerpo cantan, líneas separadas que se alzan a la par, los pómulos prominentes y delicados, la naricita aguileña, los pequeños ojos brillantes clavados en su rostro, poderosos. Hay algo en ella. Permanece tranquila y segura, como si se conociese bien a sí misma. Arruga el entrecejo, confundida. Mira a Marshall entornando los ojos, como si viese mal.
Harry siente el cosquilleo de la atención, levanta la mirada y ve que una mujer a la que no reconoce la observa. Hasta su mero atisbo es cegador. La mujer brilla con enorme intensidad a ojos de Harry. Estalla de dentro afuera como una bola de fuego. Cada vez más brillante. Eléctrica y ascendente, su silueta desgarra el ambiente como un relámpago, quebrándose, incendiándose, estallando, rutilante como luz del sol que se refleja en el agua y se convierte en calor. Hay furia en ella. Resplandece dorada y al rojo vivo, fuego negro, ardiendo azul en el centro. Un nuevo astro abrasando con su esplendor. Harry parpadea, recoge del suelo los pedazos de su cuerpo y los vuelve a armar. Levanta las cejas señalando a Marshall, arrojando un suspiro exagerado. Becky se ríe, cubriéndose con una mano, y no aparta la mirada. Los movimientos de Harry se vuelven rígidos y extraños. Baja los ojos hacia el suelo tanto tiempo como puede y luego los eleva para comprobar que la mujer sigue contemplándola. Ahí está, tenaz e imperturbable. Tez morena, piel suave y nutrida. Harry lo ve todo, como heridas que se abren súbitamente en su pecho. Abrasada por completo. Alza la cabeza y la mira por el rabillo el ojo, y mientras se examinan la una a la otra, el calor suave que las acercó se cuela entre ellas. Harry siente que se ha vuelto más alta, que le pitan los oídos y que los ojos le arden por el fulgor repentino.
Un hombrecillo malhumorado, con flores en el pelo, aparece junto a Becky y se lleva a Marshall de ahí arrastrándolo por la sala. Todos los del corro los siguen como damas de honor en una boda, en trance, incluyendo a Aisha y a su representante, hasta que sólo quedan Becky y Harry, aturdidas por lo que acaba de pasar, mirando a su alrededor como si hubiera llegado el amanecer a una rave. Harry quiere acercarse para tomarla de la mano y ver qué ocurre. Pero no existe una sola parte de ella que se lo permita hacer, así que vacía su copa de un solo trago y alcanza otra de la bandeja que lleva el sonriente camarero que ha aparecido a su lado.
—Un hombre interesante —dice Becky siguiendo a Marshall y a sus discípulos con la mirada.
Harry contempla la coronilla de Marshall mientras éste se pavonea por la habitación.
—Ha despertado mi interés —dice—. Sin duda.
Becky oye el acento familiar de su hogar: las vocales redondeadas y las pausas glotales del sureste de Londres.
—¿Eres parte del grupo?
—No, soy bailarina. Salgo en el vídeo.
Harry está impresionada. Mira a Becky con los ojos como platos.
—Bailarina, ¿eh? ¿Y de qué tipo?
—De todos —dice pasando de puntillas por el tema.
—¿Estás en una compañía o algo así?
Becky mira a Harry con extrañeza:
—No, por ahora no. Hago videoclips y cosas para la tele.
—¿Y te gusta? —Harry contempla su rostro. Hay algo distante y solitario tras su sonrisa.
Becky asiente:
—Sí, mola mucho… —Deja escapar un hondo suspiro. Se lleva una mano hasta el nacimiento del pelo, se acaricia la frente un par de veces y la vuelve a bajar—. ¿Y tú? —Becky bebe, mira a Harry por encima de la copa—. ¿Trabajas con todos éstos?
Observan a su alrededor a los monstruos ávidos de entrepierna que ríen a carcajadas.
—Sí —afirma Harry—. Estoy en contratación. Curro con un par de tíos de la discográfica.
—Menuda suerte. —Su sarcasmo está bien ensayado. Reside en lo más hondo de su entramado lingüístico.
Harry también conoce el código.
—Sí, vaya suerte que tengo —responde con fatiga.
Una mano rechoncha se posa sobre el hombro de Harry y se queda palpitando sobre él, como una sanguijuela.
—¡Harry! —exclama un tipo—. ¡Qué alegría verte, preciosa!
Harry se da la vuelta.
—Julian —dice, y un silencio incómodo se instala entre los tres. Julian lo rompe con una sonrisa y trata de llevarse a Harry hacia un rincón de la sala. Harry mira a Julian y luego a Becky y clava bien los pies, lo obliga a retroceder. Se mantiene en sus trece.
Julian, confuso, sonríe a Harry y alza la mano:
—¿Harry?
—No pasa nada —contesta Harry con la boca seca—. Es amiga mía.
Becky siente cómo el orgullo nada a través de ella, haciendo una parada donde menos cubre para sacudirse el pelo y estirar los músculos.
Harry se permite una de las escasísimas rupturas en su rutina: mira brevemente a su alrededor mientras saca cuatro abultadas papelinas del bolsillito que lleva sujeto a la cinturilla del pantalón y, con un gesto sutil, las aprieta contra la palma de la rechoncha mano del hombre. Tan rápido que resulta casi invisible. Se dan un apretón de manos. Enérgico. Amistoso. El dinero pasa de la mano de Julian al bolsillito de Harry. El hombre devora el cuerpo de Harry con sus ojos saltones, y luego el de Becky. El corazón de Harry retumba como un ejército en marcha.
Becky contempla el intercambio como una obra de teatro inmersivo. Se pregunta qué se supone que debería estar percibiendo.
—¿Amiguita de Harry? —pregunta Julian, moviendo su cara hinchada como un pelele.
—Sí —dice Becky, apartando la vista de él.
—¡Qué maravilla, qué maravilla! ¡Menuda estampa! —dice con una sonrisa de oreja a oreja. El destello de un flash. Asiente con entusiasmo. Sorbe por la nariz, traga y gesticula. Su voz es un bramido. Como si no supiese lo que es la timidez. Vocifera—: Y, Y, Y, Y, BUENO, ¿QUÉ TAL, HARRY? ¿CÓMO TE VA? TIENES UNA PINTA ESTUPENDA, ¿EH? UNA PINTAZA ESTUPENDA.
La mira de arriba abajo, sorbiendo ruidosamente por la nariz, sus enormes ojos se clavan en ella, sus labios van más rápido que las palabras que intentan pronunciar, su cerebro palpita casi de forma visible a través del cráneo.
Harry sonríe con paciencia y le habla lentamente:
—Estoy bien, gracias, Julian. Ya sabes, aguantando. Tirando.
—Qué ilusión me hace saberlo, qué ilusión. —Escupe al hablar, gotitas quebradizas escapan de sus eses—. En fin, bueno, me voy, que se me enfría la copa. —Arranca de su gaznate un par de risotadas, saluda con la mano, guiña el ojo y se marcha bamboleándose pesadamente.
—Adiós —dice Becky con monotonía, contemplando cómo se aleja. Mira a Harry, que traga saliva nerviosa. La espalda de Julian se abre paso afanosamente en dirección a los lavabos.
Harry siente la mirada de Becky sobre ella, levanta la suya y luego la aparta.
—¿Te llamas Harry? —le pregunta Becky.
—Ajá. —Dentro de los oídos de Harry aúllan sirenas. ¿Por qué ha actuado así? Busca a Leon con la mirada: ni rastro de él. Se lleva una mano a la sien y aprieta con el pulgar.
—¿De Harriet?
—No. —Harry niega con la cabeza, sonriendo a la mujer a su pesar—. De Harry.
—Me vale con eso. —Becky la contempla de cerca, como un niño al escarabajo que acaba de atrapar—. ¿Fumas, Harry? —pregunta.
—Sí. —Harry se sujeta la nuca con una mano, luego inclina la cabeza.
—¿Salimos fuera a echar uno?
Caminan hacia el patio de fumadores, atravesando las puertas de doble hoja que hay al fondo de la sala. El aire es frío. La ciudad titila por doquier. Becky enciende un cigarrillo. Aspira. Le encanta expulsar el humo en el aire frío de la noche. Da otra calada pero ya no sabe igual.
—No tienes pinta de camello —dice sin más, sonriendo ligeramente.
A Harry se le salen los ojos de las órbitas al escucharla. Se frota la mandíbula y le entra una risa breve y ahogada. Habla despreocupadamente. Actúa con naturalidad, pero tiene húmedas las palmas de las manos y le tiemblan las piernas.
—¿Y qué pinta tiene un camello?
—Ya sabes a lo que me refiero.
Se sientan juntas en un banco de cemento junto a una enorme jardinera. Sobre ellas hay un calefactor altísimo que se apaga después de cinco o seis minutos, así que alguien tiene que inclinarse por encima de ellas para volver a encenderlo. Un lugar poco íntimo. Harry se fija en todos los grupos de personas que ríen a carcajada limpia; puede oír lo que hablan y se pregunta si podrán oírla a ella.
—¿Es un trabajo duro? Para una mujer, me refiero.
Harry decide que no pueden oírla. Siente sacudidas eléctricas en la cara y en las manos.
—No más que cualquier otro. —Se queda mirando el extremo de su cigarrillo—. No más duro que ser bailarina.
—¿Cuánto llevas metida en esto? —Harry retuerce la cara incómoda. Becky le toma el pelo—. ¡¿Qué?! —dice—. ¡Que no soy la puta poli!
Harry da una calada, aguanta el humo y lo expulsa.
—Una eternidad —dice—. Bastante, toda la vida.
—¿Y cómo empezaste?
Harry golpea el suelo unas cuantas veces con el tacón del zapato y luego se echa hacia atrás. En todos los años que lleva apareciendo por fiestas como ésta, nunca ha intercambiado miradas con una mujer, ni se ha sentado con ella ni ha discutido los pormenores de su oficio. Nunca. Ni una sola vez. Normalmente aparece cuando hace falta, hace lo que tiene que hacer y se va sin hablar con nadie. Invitada por los clientes, entra sonriendo, hace sus trapicheos y luego pasa a lo siguiente. A veces se queda más tiempo, si el cliente le cae bien. Pero nunca le cuenta a desconocidos a qué se dedica. ¿Por qué acaba de pasarle droga a Julian así, delante de esta mujer? Su corazón oscila como un péndulo. Siente que alguien la observa. Levanta la mirada y ve que Leon la está mirando fijamente con los ojos entrecerrados. Lo saluda con un movimiento de cabeza. Él la mira desconcertado. Harry aparta la vista intencionadamente y, cuando se vuelve de nuevo, descubre con cierto alivio que ya no está.
Becky mira a Harry y piensa que tiene el físico de una persona desesperada por escapar de sí misma; no deja un solo momento de colocarse mechones rebeldes ni de estirarse la ropa, y desborda la resistencia tímida y turbada de una mujer en la que las partes se van sumando a un todo incorrecto de por sí desde su mismo nacimiento. Becky lo detecta en ella. La contempla con interés y piensa en cómo puede dedicarse a pasar droga y ser tan pequeña. Se pregunta si será peligroso. Se imagina a Harry corriendo: le da la sensación de que corre rápido.
Harry siente que una presión vertiginosa va creciendo entre ellas. Si fuese más calmada o más segura de sí misma o un hombre, podría tener las agallas de inclinarse hacia delante y besar a esta chica. Pero, tal como es, no le queda otra que frotarse la cara con una mano torpe, estirar las piernas y cruzarlas a la altura de los tobillos. Nunca sabe si las chicas le están tirando los tejos o sólo están siendo simpáticas. Nunca lo sabe. Siempre se siente como una acosadora por dar por hecho ciertas cosas. Barre de nuevo el patio con la mirada en busca de Leon o de algún cliente que ande dando vueltas, pero, al no ver a nadie conocido, cambia de postura y mira el rostro de Becky el máximo tiempo que puede sin quedarse ciega. Que es más o menos un cuarto de segundo.
—Tengo un proyecto —dice— en el que estoy trabajando.
Becky espera que diga más.
—Pues entonces, adelante —la anima Becky, moviendo el cigarrillo en el aire como un director de orquesta la batuta.
—¿Adelante con qué? —pregunta Harry, riéndose.
Becky pone los ojos en blanco y luego aparta la mirada.
—No me hace ninguna gracia.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta Harry.
—Becky.
—Becky —se repite Harry, apuntándolo en su memoria. Alguien se inclina por encima y le da al interruptor del calefactor. Se inclinan juntas hacia delante, agachándose para esquivar el brazo que se acerca, y luego se reincorporan.
—¿Y tú? ¿Cuánto llevas bailando?
—Igual. Toda la vida.
Harry se acaba el cigarrillo, lo aplasta con cuidado y lo coloca en el suelo con esmero, junto a la pata del banco. Becky lo lanza hacia la esquina del patio; la pequeña brasa revive mientras su luz se eleva por el aire. Se quedan sentadas en silencio, escuchando el rumor de la fiesta.
—Bueno, ¿así que para ti las fiestas son siempre así?
Harry se mece sobre el banco, desconcertada por el desparpajo de esta mujer.
—Ni siquiera debería estar hablando contigo —admite, mirando hacia otra parte—. No te conozco de nada, ¿no es así? Podrías ser de la secreta o… joder, podrías estar trabajando para alguien. —Harry se sujeta las rodillas. Mira a todos lados.
—Sí, pero el caso es que no —dice Becky—. Está claro que no.
Harry la examina de cerca.
—No pasa nada. No te cabrees. No tienes que contarme nada. Era por hablar de algo. La próxima me lo callo. —Becky aparta la mirada, observa a la gente que hay a su alrededor. Atraviesan su pelo, casi negro, restos de un teñido rojo y, cuando se mueve, Harry ve este rojo y se siente atraída por él. Se reclina, cruza las piernas.
—¿Sabes qué? —El corazón de Harry está arremangándose.
—¿Qué?
—Voy a contártelo todo. —Hace una pausa, atesora el instante, contempla cómo unas hebras del cabello de Becky ondean con la brisa—. Pero antes tienes que contarme tú algo.
—¿Como qué? —Becky se echa hacia atrás con las manos en la nuca.
—No sé. ¿Algo que no vayas contando por ahí?
—De acuerdo —dice sin más.
—¿Sí?
—¿Por qué no? —Se aparta el pelo y echa un vistazo a su alrededor, manteniendo la mirada en otra parte mientras habla—. La danza no está bien pagada. No son ingresos regulares y los horarios son una locura. Así que… —Da un trago. Harry observa cómo le palpita la garganta al beber—. Trabajo de masajista. —La palabra permanece durante un buen rato en su boca—. Ya me entiendes, masajista. —Se encoge de hombros—. Me pasa lo mismo que a ti con tu trabajo, nadie lo sabe. Aunque no me amarga la vida, como parece que te ocurre a ti.
A Harry le cae como un jarro de agua fría. Por un momento se le corta la respiración y le entra hipo cuando aspira humo. Hace como si no le afectase.
—¿No lo sabe nadie?
—No. Bueno, obviamente, un par de personas sí. Pero por lo general intento callármelo. Menos lío. —Harry le clava la mirada y alza las cejas; Becky se la devuelve, audaz y resuelta—. Así que no te preocupes. Sé guardar secretos. —A Harry le empieza a circular la sangre en sentido contrario dentro del cuerpo—. Te toca —dice Becky con gentileza.
Harry busca a Leon, pero no ve a nadie, mira a su alrededor por si hay alguien más que conozca en el patio y empieza a hablar en voz baja, logrando que Becky se ponga más cerca de ella.
—Bueno, vale —dice—. Vale. —Se prepara psicológicamente—. Pues voy por las oficinas del centro como si… tuviese una cita concertada. —Habla midiendo las palabras, con voz suave, lenta y tranquila. Un leve ceceo se enrosca al final de sus palabras. Becky estudia el cuerpo junto al que está sentada. Piernas separadas, hombros hacia atrás pero, con todo, femenino, en cierta manera—. Putas empresas de comunicación, agencias literarias… Llevo una «agenda». Tenemos «reuniones». ¿Te lo puedes creer, Becky? Porque es así.
Se han arrimado la una a la otra. Las rodillas de Harry se tocan en el centro como dos remos. Se siente como si estuviera en lo alto de un barranco y se despeñara. Expulsa el aire a través de una débil sonrisa.
—O sea, me llaman las secretarias de dirección. Y, bueno, pues entro, nos tomamos un café, hablamos del tiempo y, después, les entrego una buena cantidad de material. ¡A las once y media de la mañana, en el mismísimo centro de la ciudad! Y luego paso al siguiente. Igual podría empezar a hacerlo por transferencia, hacerlo por lo legal. Darme de alta y declararlo. Porque esto está en auge. Joder, ¡está en puto auge!
Hace una pausa y se queda mirando a Becky a la cara.
—En teoría estamos en crisis, ¿no? Pues nunca he vendido tanto material. ¡Nunca en mi puta vida he colocado tanto material! —Harry levanta las manos para mostrar su incredulidad. Deja que vuelvan a posarse suavemente en su regazo. Echa un ojo a su alrededor. Baja la voz—. No intimido, ¿sabes?, soy puntual… Bueno, soy una chica. En fin. Conmigo no hay peligro. Me recomiendan a sus colegas de contabilidad y luego el contable me recomienda a sus colegas galeristas y luego el galerista a sus colegas directores de cine. Y así es como acabo aquí.
Becky juguetea con un pendiente, inclinándose hacia su nueva amiga, centrando la atención en su boca a medida que las palabras salen de ella. Harry se queda callada.
—Entonces, ¿me das? —pregunta Becky.
—¿Que si te doy qué?
—Venga —añade.
—¿Quieres farlopa? —Harry arruga el entrecejo.
—Sí, venga. ¿Te parece bien? ¿Te la compro?
—¿Comprarme? Ni hablar.
Harry sacude la cabeza, se sube la camisa furtivamente y saca un paquetito del bolsillo interior que lleva cosido a la cinturilla del pantalón. Becky atisba la suavidad de su vientre, la caricia cortante de su cadera y cómo se le estira el costado al moverse. Le pone un gramo generoso en la mano. Becky abre los ojos de par en par en señal de agradecimiento, se lo coloca en la palma como una profesional curtida y, con el borde del mechero, coge el equivalente a una raya pequeña. Lo esnifa.
Harry se queda mirándola. «Coño», piensa. Sólo se había tomado un par de cócteles de ésos, ¿no? ¿Qué le iba diciendo? Becky aprieta los labios para concentrarse, preparando discretamente otra raya. Se la mete como si nada. Le prepara una a Harry. Nadie se da cuenta. Es toda una experta. Harry se inclina hacia delante y esnifa. «Bésala». La curva de su cuello. «Entera. Bésala entera». La coca está buena. La espabila. Echa atrás la cabeza. Inspira y espira. Pronto volverá a sentirse normal.
—Intento reunir suficiente capital para comprar un local y abrir un negocio, ¿sabes por dónde voy? —Harry asiente después de hacer una afirmación tan seria.
—¿Qué clase de negocio?
—Será restaurante, café y bar, así que se sostendrá solo. Pero también será como… una especie de centro social. Y tendrá un espacio de taller. Ya me entiendes, va a ser un sitio para que la gente vaya y se relaje, pase el rato y aprenda cosas. —Mientras habla, los ojos hacen un barrido de la zona, pega un pequeño bote sobre su asiento y se pone derecha, visualizándolo todo—. Impartiríamos cursos para gente joven, para que aprendan a preparar comida sana por poco dinero, y también tendríamos un comedor para jubilados —atrapa las palabras del aire con los dedos—, ¿me sigues? Comerían todos juntos, los jóvenes y los viejos, para facilitar las relaciones entre la gente del barrio, mi idea era ésa y, bueno, ya sabes, conciertos: daríamos conciertos ahí y también tendríamos un estudio de grabación. Es… —Su batería parpadea y se agota. Se queda sin energía—. Tengo un proyecto enorme entre manos.
Becky se echa a reír.
—¿Y por eso vendes coca? ¿Para financiar un centro social?
Harry está avergonzada.
—¿Y qué? —Apenas le sale la voz—. ¿De qué te ríes?
—No, no, no me río de ti. Me río porque sí. Me hace gracia. —Becky deja de reírse y sacude la cabeza. Mira por toda la terraza a los chicos guais con su pelo guay, todo estrellato y tedio, y luego se vuelve hacia Harry, con su cuerpo diminuto apretujado como un garabato, una mano agarrando fuerte la otra, el ceño fruncido, los ojos como diamantes hechos añicos—. Me alegro por ti —dice Becky—, Robin Hood.
—¿Te estás quedando conmigo?
—¿Y tú qué crees?
—No lo sé.
—¿Y cómo será? —pregunta.
Harry se inclina hacia delante, lo visualiza y comienza a describirlo.
—Bueno, en mi mente… lo veo como una especie de lugar sacado del Nueva York de los años cuarenta, supongo, con pista de baile y escenario, lleno de espacio y de luz y todo bien montado, con unas mesas delante del escenario. No sé, ¿has visto la peli Uno de los nuestros?
—No.
—Bueno, yo la vi muchísimas veces de pequeña. En la peli uno de los protas lleva a su novia a un bar y es como, no sé. Quizá todo me vino de ahí.
—Nunca la he visto. —Becky sorbe un par de veces por la nariz. Su mente divaga.
Harry podría levitar del banco de lo ligera que se siente. Emplea las manos para recalcar cada palabra que estalla desde su interior.
—Te voy a contar de qué va esto, ¿vale? Estoy harta de ese rollo de que si vienes de donde venimos nosotras se supone que no vas a querer disfrutar de un ambiente agradable, buena música y conversación. Como si todo a lo que aspirásemos fuese a cerveza de mierda y silencio, judías de lata y patatas fritas y los putos rasca-rasca de la lotería. A ver, no me entiendas mal. Me gustan los rasca-rasca, las judías de lata, las patatas fritas y el silencio, pero a lo que voy es que quiero abrir un sitio al que vayan parejas, familias y grupos de amigos, gente de todo tipo. ¿Sabes a qué me refiero? Un lugar agradable que no sea un establecimiento pijo donde te claven doce libras por un desayuno. Un sitio acogedor donde todo aquel que vaya se sienta a gusto. Un espacio donde la gente pueda reunirse. Vivimos solos. Vivimos muy solos en esta ciudad. Necesitamos sitios adonde ir, creo yo. Y es que no… —Harry se interrumpe, busca con la mirada a Leon, pero éste nunca se deja ver hasta que desea ser visto. Mira de nuevo a Becky, con franqueza. Joder, está sacándolo todo fuera. Es coca de la buena.
Aunque Harry dé imagen de dura, Becky ve que es amable y demasiado buena para el trabajo que hace.
—Tienes que sacarlo adelante —le dice Becky, mirándola a los ojos.
La cara de Harry se inunda de gratitud:
—Quiero sacarlo adelante, de verdad.
Se asoman a la ciudad. Otra persona vuelve a pasarles por encima para encender el calefactor. Se agachan y vuelven a incorporarse. Harry se gira para mirar, a través de las puertas de doble hoja, en dirección al bar que es el sueño de otra persona. Los atractivos camareros preferirían no estar ahí dentro; todo es tan oscuro, tan rojo y tan antiguo, pero no tiene alma. No es más que la ingeniosa idea de un puñado de hombres de negocios espabilados que toman nota de una tendencia y ponen ahí su dinero. Todo, desde las copas que sirven hasta el color de las paredes de los lavabos, todo está montado con astucia para repeler a determinada clientela y atraer a otra. A Harry se le revuelven las tripas. Cómo está cambiando Londres. Y no sólo a este lado del río. El cambio está llegando al sur. Ya apenas lo reconoce. Es descorazonador. Deja que su mente deambule por su sendero favorito: Harry’s Place. El detalle de los azulejos en las paredes del baño, las sonrisas de los camareros, el color de la luz sobre los timbales del escenario, el cantante meciéndose, con los ojos cerrados, dejándose el alma. Dejándose la puta alma. Nada que ver con este invento de moda y sin espíritu. Nada que ver con estos engreídos con ínfulas que imitan lo que ya se hizo en los sesenta y creen que están haciendo algo rompedor sólo porque una vez se la chuparon en un probador. No. En su local no. Lo visualiza. Una pareja sentada a una mesa, contemplando al cantante con la piel de gallina. Una imagen de ella misma, más mayor, sonriente, inclinándose por encima de la barra para abrazar a un amigo. «¡Tío, qué alegría verte!». Lleno de luz, color y gente, gente de verdad, comiendo bien, bailando y riéndose entre ellos, bebiendo y siendo felices. Recibiendo cursillos, aprendiendo idiomas, una parcelita de terreno en la parte de atrás para plantar hortalizas. Harry’s Place.
—Nunca se lo he contado a nadie —confiesa agachándose para rascarse un tobillo mientras se le amontonan las palabras—. No, en serio, así no. —Deja la cabeza gacha, rebusca en los bolsillos para ver si encuentra algo con lo que pueda mantener las manos ocupadas. Encuentra el paquete de tabaco. Se pone a darle vueltas en la mano.
Dentro, la gente a su alrededor está histérica, se parten de risa y el aire se les escapa como si fuesen colchonetas pinchadas. Todo el mundo aquí es guapo y se junta en grupitos o bien conversa en parejita, buscando ser el centro de atención. Dejan paso a un hombre menudo, de rasgos pronunciados, que languidece bajo un espeso bosque de copas de champán. Lleva el pelo cardado. A Becky se le ocurre que parece una presentadora de las noticias de principios de los noventa. Tiene los ojos rojos y el chaleco con el que se adorna le queda demasiado grande. Les ofrece champán sin mirarlas. Le dan las gracias y cada una coge dos copas, pero él no presta atención a nada, tan sólo vuelve a integrarse en la multitud.
Becky gira su copa en la mano, con el cuerpo vuelto hacia Harry.
—Voy a esos hoteles de negocios chungos que quedan a las afueras en mitad de la noche. Por Slough, New Malden, el quinto coño.
—O por Erith.
Así es.
—O pegando ya con Reading.
A Becky le entra la risa.
—Exacto. Es sobre todo gente un poco extraña, que viaja por negocios. Trabajan en impresión o en ventas o en algo tan aburrido que ni siquiera saben cómo explicártelo, y se pasan la vida entre aeropuertos, hoteles y salas de juntas y llevan semanas, meses, o incluso años sin que los toque nadie. Meses sin que los toque un puto ser humano. O se sienten tan alejados de sus mujeres que les resulta más fácil pagar a una desconocida para que los acaricie. —Hace una pausa, gira de nuevo su copa y mira a Harry—. Así que voy y les doy un masaje. Y yo también disfruto con ello.
A Harry no acaban de cuadrarle las cosas. Desconcertada, interrumpe.
—Pero, espera un momento, ¿cómo va esto? O sea, ¿tú qué es lo que haces?
Becky se lo piensa, juguetea con su pendiente.
—Los toco —dice sin más— con el cuerpo y con las manos. —Mira a Harry y esboza una sonrisa—. Puede resultar muy hermoso —dice acomodándose en el banco—. Y, sí, a veces, a ver… si te encuentras con uno que te mira como un trozo de carne, entonces sí que resulta… —Pone cara de asco, frunce el ceño y sacude la cabeza. Hace como que se encoge—. Ya sabes, ¿no? —Harry asiente para hacerle ver que la escucha—. Tampoco es frecuente que el tío te mire así, pero a veces pasa, sobre todo cuando está forrado; si es un tío rico de verdad, se porta como un cerdo, te trata como a una mierda. Pero la mayoría son majos, muy respetuosos. —Se encoge de hombros en el silencio que sigue a sus palabras. Harry traga champán demasiado rápido; no está acostumbrada a beberlo y las burbujas hacen que le pique la nariz—. Con ésos no tengo ningún problema, pero otros se crecen y se suben a la parra, ya sabes cómo son algunas personas.
—Sí. —A Harry le da vueltas la cabeza. Está borracha. Intenta que su cuerpo no se balancee sin que ella se lo ordene.
—Es un trabajo honrado —dice Becky, mientras intenta buscar en el rostro de Harry un gesto despectivo. Al no ver ninguno, prosigue—: Está claro que lo hago por dinero, pero además me encanta. Y si quiero hacer menos trabajo de esta clase… —Abarca la sala con un gesto de la mano. Harry sigue el gesto y capta la desesperación servil y lastimera. Harry escucha con sincero interés. Confirmando, mediante un sonido que no llega a salir de sus labios, que la entiende—. Pero aun así, no le cuento a nadie a lo que me dedico. —Becky se queda mirándola y a Harry la coca le pega un subidón—. En realidad, hace mucho que no se lo cuento a nadie. Sólo un par de colegas lo saben y ya. —Harry asiente, no dice ni mú; su corazón late a ritmo de tecno—. Y ahora tú. —La boca se le crispa por efecto de la cocaína. Levanta la barbilla hacia el techo mientras habla—. A veces es un poco como si le estuviese pasando a otra persona. Sigues siendo tú, pero… diferente.
—Como si tuvieses dos vidas. ¿Y cuál es la real? ¿Cuál es la que vives de verdad? —La voz de Harry se hace más aguda y los ojos se le abren cada vez más. Becky se queda mirándola, sin sonreír, más bien escudriñando su rostro. Escuchando—. En mi caso, a veces es superior a mis fuerzas. ¿Sabes lo que digo? —Becky tiende la mano con decisión y le toca el lóbulo de la oreja. Lo sostiene, lo acaricia un par de veces y después aparta la mano del mismo modo abrupto. Ha captado su atención un hombre vestido de tela vaquera ceñida, de color blanco, que pasa de puntillas frente a ellas apretando un maniquí contra el pecho. El maniquí tiene pintados dos ojos que no parpadean desde los que las mira fijamente mientras es arrastrado.
La música está alta, ahora hay más gente en el bar y se ven obligadas a pegarse más la una a la otra. Detrás de ellas, Marshall Law echa hacia atrás la cabeza, dando gritos.
—¡Corazón! Si nunca le has hecho un dedo a una colegiala en una estación de tren, es que no has vivido. En serio. Esos labios chiquititos, esas lengüitas tan cachondas. Es como si creyesen que has nacido para darles placer. Guarrillas. Suena escandaloso, corazón, y tanto, pero te lo digo en serio, ¡sin duda va a ser lo más de lo más! De instituto de verdad, en estaciones de tren de verdad. Niñas de dieciséis años, por supuesto. Imagínatelo: estaciones de tren rurales, desiertas… Niñas con barro en las rodillas. En serio, corazón, todo muy sensual, ¿a que sí? Imagínate.
Harry está muy colocada. El corazón le late muy fuerte, tiene la garganta rígida y no le llega el aire. Su cerebro está caliente y tenso. Hace tiempo que no se mete, y no alcanza a comprender cómo se las ha arreglado para hablarle tanto a esa mujer. La mente comienza a fallarle, el efecto de la última raya se le está pasando, el brillo se apaga y la fiesta se está revelando en todo su tedio. Mueve la cabeza a su alrededor mientras dos mujeres se abren paso entre la multitud armando follón. Harry cree que van a pasar de largo, pero se detienen justo a su lado.
—¡Becky! ¡Qué rollo! —cantan al unísono. Una es delgaducha y no para de reírse, con una melena lacia por los hombros de un rubio tan pálido como su piel. Lleva la ropa perfectamente limpia y planchada: unos pantalones que le llegan justo por encima de los tobillos y unas Nike Air Max de colores pastel. Bajo el resplandor de las luces, los enormes aros de sus orejas despiden los mismos destellos que el esmalte de sus dientes. Su acompañante tiene unos rasgos más suaves, está más rellena y también es más alta. Se contonea al moverse, segura de sí misma y, por ello, resulta difícil de olvidar. Pantalones negros ceñidos y una holgada camiseta del mismo color. Unas Adidas Superstar negras y doradas. Un anillo de oro besa cada uno de sus nudillos. Del cuello le cuelga una hoja de cannabis de oro y lleva las orejas adornadas con pendientes de oro, con la forma en W del logo de WuTang Clan. Harry siente cómo la observan para juzgarla y se encoge ante su feminidad y una amistad íntima que resulta evidente.
Se toca la cicatriz de la frente, dos pequeñas líneas que se cruzan y forman un rombo a la izquierda de su frente, justo donde le nace el pelo, fruto de un golpe con un bate cuando tenía doce años. Le recuerda que ha de mantenerse centrada mientras que a su alrededor estas caras mullidas y vociferantes se emborronan y chillan y temblequean.
La más baja de las dos se llama Charlotte; la más seria es Gloria. Da la sensación de que han aparecido de la nada, cogen a Becky por los hombros y hablan a la vez. Charlotte rezuma la clase de seguridad que los tímidos adquieren cuando se emborrachan.
—Esto es una mierda —dice—. Vámonos de aquí.
Gloria interviene:
—Sí, creo que ya toca. ¿Nos vamos?
Becky se aparta de Harry y se pone frente a ellas con una sonrisa amplia y cálida.
—¡Hola! Sí, podemos ir yéndonos. ¿Estáis bien?
—Sí. —Charlotte se inclina hacia Becky y pronuncia las palabras igual que un pájaro picotea unas migas del suelo—. Estoy muy pedo y aquí los tíos son todos gais o psicópatas. Así que…
Gloria mira a Harry, la ve ahí de pie, muerta de timidez, tambaleándose después de todo lo que acaba de confesar.
—Hola —dice Gloria, mirándola con desdén.
—¿Todo bien? —Harry sonríe a las dos mujeres. Se le ha secado la boca.
—Un placer haberte conocido. —Becky le habla directamente a la cara, con un brillo en los ojos y con Charlotte colgada de ella.
Harry le responde moviendo la cabeza. Becky se inclina y le da un beso en la mejilla, lentamente, cerca de la boca. La mitad de sus labios roza los de Becky, como si no tuviese mayor importancia. A Harry le arde la cara. Las llamas se elevan y le nublan la vista. Intenta actuar con naturalidad.
—Ya nos veremos —dice, manteniendo a duras penas un tono despreocupado, consciente de la mirada de esfinge de Gloria, preguntándose si ésta puede ver las llamas que envuelven su cabeza.
—Sí —dice Becky, mirando hacia atrás, ya marchándose—. Adiós, Harry… —Y Harry está segura de que le ha guiñado el ojo. La visión fugaz y oscura de unos labios y del guiño de un ojo. Se queda de pie, aturdida, mirando hasta que la pierde entre la masa de cuerpos. Una muñeca fina se estira y agarra una botella de vino de la barra, un brazalete brillante arroja su destello bajo las luces y después ya no están.
Respira rápido y con dificultad. Sofoca las llamas con manos raudas. Las ascuas crepitan. Se dispone a tocar el lóbulo que Becky le ha acariciado, pero descubre que se ha derretido, sólo quedan sus pendientes, dos pequeños aros que giran en torno a nada. Alza los ojos y descubre que Leon la está mirando desde el otro lado de la sala, súbitamente visible, sacudiendo la cabeza, sonriendo para sus adentros. Harry se estira la camisa, encuentra la mirada de Leon y le da un sorbo a su copa. «A ello, pues». Sus piernas parecen hallarse a kilómetros de distancia del suelo. Las paredes se estrechan a cada segundo. Cada respiración es un dardo arrojado que hay que arrancar de la diana antes de poder lanzar de nuevo. Se aparta de la barra y se dirige hacia las mesas de la esquina, en dirección al hombre que la espera de pie con las piernas separadas, meciéndose adelante y atrás.
—Morris. Hola. —Harry habla con cortesía, como una mujer de negocios—. Un placer verte de nuevo.
—¡Harry! ¡Qué bien que hayas venido! —Morris le sonríe a la cara de manera vacua y le pone la manaza en la parte baja de la espalda, sosteniéndola por la cadera—. Ven conmigo.