PESTE

Durante la noche se levantó un vendaval que arrastró los tejados de los cobertizos y bandeó las pesadas copas de los árboles.

Leon se asoma a la nueva mañana. Algo le recorre el cuerpo. Huele a hogueras ardiendo en el frescor del aire nuevo, a cebollas, a pasta de curry, a pollo con especias haciéndose al horno, a aceite de motor, a incienso. Las sirenas entonan su habitual canto, chillando cada vez más, desgañitándose, pasando de largo y extinguiéndose a lo lejos. Eleva la vista hacia el cielo. Sólo tiene acceso a un pequeño retal desde el reducido patio de ladrillo; unas paredes altas a cada lado crean un embudo cúbico ascendente. Arde en deseos de verlo extenderse ininterrumpidamente, de verlo arquearse sobre las olas del mar, sin nada que lo detenga.

Harry entra, con el pelo aún húmedo de la ducha, y se encuentra a Leon apoyado contra el marco de la puerta, estirando el cuello.

—Buenos días —dice Harry encendiendo el hervidor.

Leon gira la cabeza y mira a sus espaldas, pero su cuerpo sigue de frente al jardín.

—Vamos a la playa —dice.

Harry se pone a su lado:

—¿A qué playa? —Le pasa un brazo por el cuello.

Señala al cielo.

—Sí. Un poquito de brisa marina nos vendrá de maravilla para relajarnos.

Se asoman y contemplan las palomas posadas en el alambre de espino, frunciéndoles el ceño desde lo alto de los muros que los separan de las vías del tren. Nubecillas redondas se expanden como escopetazos sobre el azul del cielo.

Harry deja caer el brazo contra su costado. Trajina con la manilla de la puerta:

—¿Todavía sigues con la mosca detrás de la oreja por lo de esta noche? —le pregunta sin mirar; nota que se está masajeando los antebrazos, algo que hace cuando se pone nervioso.

Leon se vuelve, sonriente, y va hasta la cocina:

—Anda, vamos a dar un paseo hasta el mar y nos tomamos unos fish and chips.

Harry se queda donde está, mirando hacia el cielo, intentando vislumbrar lo que ha visto Leon. La idea la ilumina. El placer de enjuagarse el temor que la ha mantenido dando vueltas toda la noche.

—Vale, tío, venga —dice. El hervidor se tambalea sobre su base, bullendo como loco.


Están girando en dirección a Deptford Broadway, pasado el cruce con la calle principal donde solía haber un ancla, cuando Harry se echa hacia delante en su asiento.

—¡Para! —dice—. ¡Echa el freno de mano!

Leon toma el primer desvío a la izquierda y encaja el coche detrás de un Vauxhall aparcado delante del Salón del Reino, el local de reunión de los Testigos de Jehová.

—Quédate aquí un segundo.

Brinca fuera del coche y echa a correr hacia la calle principal.

Becky está saliendo de una tienda con un paquete de tabaco en una mano y unos librillos de papel de fumar en la otra. Parece cansada y triste, con la misma expresión que pone la gente cuando sabe que nadie la está mirando. El anonimato hace de las calles de la ciudad un lugar seguro para bajar la guardia.

—¡Becky! —Harry la llama mientras va trotando hacia ella.

Becky se gira, ve a Harry y se le cae el papel de liar al suelo. Se agacha a recogerlo:

—¡Vaya susto que me has dado! —se ríe.

Se encuentran plantadas una enfrente de la otra, sin saber cómo saludarse. Becky se inclina y le da un beso en la mejilla. Harry se lleva ligeramente la mano a la cintura al igual que ella.

—¿Qué haces?

—Iba hacia el café, pero hoy no les hago falta, así que no sé muy bien lo que voy a hacer.

—¡Ah, estupendo! —A Harry se le pone cara de haber ganado la lotería. Eleva las manos y abre los brazos.

—¿Qué es estupendo?

—¡Pues te vienes a la playa! —dice, como si fuese algo obvio.

—¿A qué playa?

—Leon y yo nos íbamos ahora a la costa. Igual hacia Sheerness o Camber Sands. —Las palabras le salen como a un locutor de carreras. Becky se ríe de su entusiasmo.

—¿Quién es Leon?

—Es mi colega. Te va a caer genial.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

Un trío de madres cruza por delante de ellas, avasallando a su paso con bolsas de la compra llenas a reventar, abarrotadas como el último autobús del día. Sus brazos son como tres troncos que portan ñame, carne, sacos de arroz y latas de alubias. Caminan las tres, juntas, riéndose, en dirección al mercado. Unos niños que llegan tarde al colegio arrastran los pies, con el nudo de la corbata deshecho, enseñándose cosas unos a otro en la pantalla del móvil. Los hombres apostados delante de la frutería hablan en árabe, francés, punjabi, patois cerrado, tamil… Los vendedores de fundas de edredón canturrean como buhoneros: «¡A la rica funda de edredón, señora, a la rica funda! ¡A una librita sólo la funda de almohada!». Unos estudiantes rebuscan entre viejos equipos de música, cubiertos de bazar y antiguos adornos de bronce que reposan en cajas sobre la acera, buscando material para sus trabajos de Bellas Artes. Unas mujeres comprueban el tejido de camisas baratas con dedos expertos.

—Sí. ¡Anímate, vamos! Leon tiene el coche aquí al lado. —Apunta con el dedo.

Becky se imagina la luz del sol sobre el mar gélido. La brisa fresca.

—A Pete le ha salido un curro hoy en una cosa de catering en la parte oeste de Londres.

Harry asiente. Alza las cejas.

—Muy bien por él —dice—, pero tú te puedes venir con nosotros igual. Sin él. Si te apetece, claro. —Las palabras tienen más significado del que Harry intenta darles.

—Sí, claro. —Becky asiente con entusiasmo, habla poco a poco a través de una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Por qué no?

Caminan juntas entre el griterío del mercado, por delante de los borrachos y los alumnos de instituto, por delante del mural de la pared, esquivando a las señoras mayores con sus carritos de la compra, y encuentran a Leon observando a la gente que charla vestida de traje, sombrero y zapatos elegantes a la puerta del Salón del Reino.

Le muestra su sonrisa dorada a Becky, sorprendido de ver a Harry volver con una desconocida.

—¡Hola! —dice—. ¿A la costa?

Y se suben al coche y parten hacia la playa. Becky delante, Harry detrás. Becky no para quieta de la emoción y bailotea sobre su asiento.

—¡A la costa!

Abre la ventanilla para sentir el frío aire de la ciudad. Le dedica una sonrisa, al tiempo que éste le echa el pelo hacia atrás. Contempla cómo la carretera desaparece bajo las ruedas del coche mientras giran en dirección a la autopista. House FM suena a todo volumen; la línea de bajo suena cálida y la luz del sol tiene un color dorado.

—¡Qué bonito! —le dice a Leon.

—Sí —dice—. La carretera ante ti, ¿eh? —Tamborilea sobre el volante—. No hay nada que lo supere.


El sol aumenta de tamaño a medida que se pone en el horizonte. Se sientan sobre las piedras con sus fish and chips mientras beben botellas de cerveza. La gente pasea perros y camina cogida de la mano. Harry se queda contemplando la olas, verdes y grises, rompiendo suavemente contra los espigones. El frío mar inglés forma ondas bajo el reflejo de sol. El cielo es el mar es el mar es el cielo siempre.

Leon encuentra una piedra triangular y usa una punta para cavar la arena entre los guijarros de la playa, pegando martillazos sobre el espacio que hay junto a sus pies. Escuchan los cantazos y chasquidos de la piedra chocando contra la piedra. El viento azota lo alto de las barcas de pesca atracadas sobre la arena. El frívolo graznido de las gaviotas. Harry deja caer su cabeza sobre el hombro de Becky mientras se come sus patatas y Becky gira la cara y siente el pelo de Harry contra sus mejillas. El aire huele limpio, templado y dulce. Becky toma una bocanada de aire, los ojos saciados por el mar infinito.

Pasa la mano por las piedras, sintiendo las briznas endurecidas que brotan entre la arena. Recoge unos guijarros, los tiene en la mano y los deja caer, disfrutando de su suavidad.

Las olas acuden a la orilla como cachorrillos atolondrados. Becky reposa la mano sobre la rodilla de Harry. La llena de un calor callado. Harry levanta la rodilla para apretarla contra la mano. Harry mira de reojo a Becky. Entorna la mirada ante la luz del atardecer. Los cabellos de Becky se revuelven con la brisa, su camisa holgada se inflama con el aire, sus diminutos pies reposan dentro de sus Air Max 95 de color negro. Leon amontona cantos planos, abstraído de todo. Reúne los mejores y corre hasta el agua. Las manos de Harry buscan las de Becky, Becky le entrega su palma y se palpan las yemas de los dedos una a la otra. Se acarician las muñecas. Ardiendo por dentro. Todos los sonidos se ahogan en el sonido subterráneo del tacto. Harry se incorpora de un golpe, con la misma rapidez que daría un volantazo. Se lleva las manos a la espalda y se dobla hacia atrás. Becky mantiene las suyas abiertas, apoyadas aún sobre la rodilla de Harry.

Harry dirige la vista hacia el agua que golpea contra la orilla. Observa a Leon, en posición de lanzar una piedra, con su enorme cuerpo en tensión, y siente un temor que le roe por dentro a causa de la noche que les queda por delante.

—¿Cómo le va a Pete? —pregunta, imprimiéndole un tono despreocupado a su voz.

Becky toma aire, sacude la cabeza. No sabe qué decir. El silencio parece durar un día entero.

—Discutimos todo el tiempo.

Harry la mira fingiendo preocupación.

—¿Y cómo es eso?

Becky se termina las patatas y estruja el papel, gozando del olor a brisa marina, grasa y vinagre. Se toma su tiempo para contestar y lo hace sin énfasis ni sentimentalismo.

—Estoy segura de que sólo quiere que estemos juntos porque tiene miedo de lo que será de su vida si lo dejo.

Les cae encima una pesadumbre comparable a la de un andamio que se derrumba. Decidida a no quedarse atrapada debajo, Harry se pone en pie, se coloca la ropa, se estira el jersey hacia abajo y se sube los pantalones. Se agacha para recoger del suelo sus patatas y su cerveza.

—¿Sabes hacer rebotar piedras sobre el agua? —pregunta.

—Sí —afirma Becky.

—¿Me puedes enseñar? Leon odia explicarme las cosas.

Becky se levanta con un movimiento grácil y súbito. Todo movimiento suyo es una danza, incluso manteniéndose en equilibrio sobre las rocas.

—Ayúdame a encontrar unas piedras que sirvan —dice—. Tienen que ser muy planas, con eso basta.

Se dirigen hacia el agua con la mirada gacha, buscando piedras.


Dejan a Becky en Streatham. Va a visitar a una amiga que lleva todo el día trabajando en un estudio de grabación que hay cerca. Leon se queda mirando por el parabrisas, contemplando la calle abarrotada, esperando a que la gente cruce por el paso de cebra. Harry echa la cabeza hacia atrás y deja que sus ojos se pongan vidriosos ante la visión de la gente que se mueve a su alrededor. Cogidos del brazo, a solas, con niños, comprando.

Una mujer con muletas, enfundada en una sudadera de Run DMC[8]. Un señor mayor con la cara pequeña y un sombrero de vaquero roto. Una chica vestida con una trenca enorme, intentando encender el mechero. Harry observa a toda la gente. Dos mujeres jóvenes vestidas con velos bailan y se dan empujones tras la barra de un café vacío. Un millar de colores cantan a través del escaparate de la tienda de telas. Un hombre sujeta un pájaro en el puño, se lo acerca a los labios y le susurra algo mientras pasan ante él.

—¿Y bien? —dice Leon, pisando suavemente el acelerador y soltándolo.

—¿Y bien qué? —le pregunta Harry, más a la defensiva de lo que ella percibe. Leon aguarda con tranquilidad—. ¿Qué?

—Muy simpática —dice Leon enfáticamente, sin apartar los ojos de la carretera.

Harry lo mira y luego vuelve la vista a la calle.

—¿Qué me quieres decir? —le pregunta.

—No, nada —se limita a decir—. Sólo que muy simpática.

—Está saliendo con Pete —le explica Harry.

—Ya lo sé —responde Leon.

No dicen nada más hasta que llegan a New Cross.

—Pues ha sido un día precioso, ¿verdad? —Harry apoya la cabeza y contempla la húmeda penumbra de la noche en el exterior.

—Sí, ha sido un día muy bonito.

—¿Te sientes preparado? ¿Para hacer esto?

—Eso creo. ¿Y tú? —Leon aprieta más fuerte el volante. Comienzan a palpitarle las manos.

—Sí. Seguro que nos sale bien. —Harry echa el aliento sobre la ventanilla y traza dibujos con el dedo.

—Me parece maravillosa, Leon —dice lentamente.

—Si eso ya lo sabía yo.

—¿Y qué voy a hacer?

—Nada —dice Leon, retrocediendo hasta un espacio libre que hay detrás de los apartamentos y apagando el motor. Se quedan sentados dentro del coche aparcado—. Bueno. —Leon mira la hora—. Nos relajamos un par de horas y, luego, allá vamos.