CÍRCULOS

Dentro del baño, Harry se sujeta la cabeza, que tiene metida bajo el grifo del lavabo. El agua fría le chorrea por las mejillas y le golpea los ojos cerrados. Alza la cara. El agua le cae por la nariz y las cejas. Tiene la camiseta empapada a la altura del cuello. Le duele todo. Cada uno de sus músculos se queja. Contempla su reflejo sin apartar la mirada. Una cara mojada, pálida y con una dermatitis causada por el estrés la mira desde el otro lado. Tiene las mejillas hundidas. Unos cuantos mechones de pelo le brotan de la cabeza. Una boca de finos labios cuelga abierta. Mira en su interior. La abre lo máximo que puede hasta que siente dolor en la mandíbula y, a continuación, aprieta los puños, se los lleva a la cara, cierra los ojos y, por un momento, siente unas convulsiones violentas. Su boca abierta de par en par grita sin dejar escapar sonido alguno. No es que ignore de lo que es capaz Pico, es que lleva toda la vida siendo lo más cauta posible.

No tiene novia, ni hijos, se gana la vida vendiendo drogas a gente que no soporta. Puede sentir la ciudad desmoronándose. Se levanta por la mañana y mira perfiles de Facebook de gente que nunca le llegó a caer bien del todo y ve las fotografías de sus bodas, de sus maratones solidarios, de las fiestas de cumpleaños de sus hijos y de sus noches locas.

Si viniesen hoy a por ella, si la siguiesen o algo, si averiguasen quién es y viniesen hoy a atraparla y entrasen en casa y la agarrasen con sus manos y se la llevasen en coche y echasen a correr con el maletero lleno de gasolina, ¿de qué habría servido todo?

Se quita la camiseta. Contempla su cuerpo con el sujetador aún puesto. Se mira al espejo, incómoda, y se ve a sí misma. Como si no hubiera estado ahí antes de mirar. Se desabrocha el sujetador y deja que caiga al suelo. Observa. Siempre queda sorprendida al ver lo que habita en el reflejo. Parece tan alejado de la persona que siente ser.

Recuerda cuando tenía unos doce años. Mirándose de esta misma manera. Sin sujetador, con los brazos por encima de la cabeza, juntando las muñecas y tirando hacia arriba lo más fuerte posible para hacer que le desaparecieran aquellos pechos que le habían salido.

Aún es esa niña.

Siente la presencia del peligro. Imagina choques frontales entre dos coches.

Ciertas imágenes arrojan chispas y destellos dentro de su cabeza. Los momentos más vergonzosos de su vida. Todas sus amantes. Montañas de cocaína. Los ojos de Leon. El día que se compró el Ford Cortina. La brisa del mar y cómo se le columpiaban los pendientes a Becky al reírse y esos sagrados hoyuelos que se le forman. Ha trabajado como una burra y para qué. Sólo ha estado moviéndose en círculos. Sin haberse acercado nunca a nada. No realmente. Lleva la soledad que siempre ha conocido enredada en los tobillos, aposentándose.

La atravesaba como un relámpago cuando las chicas pasaban por delante de ella y la vergüenza que sentía la arrojaba contra los muros del colegio, cabizbaja. Los duros huesos de su cuerpo destacaban en forma de moratones bajo su piel después de cada pelea. «¿Qué eres?», le preguntaban, riéndose. Cruzaban corriendo la calle para decirle: «Perdona, ¿qué eres?». A veces, ni siquiera se lo decían riéndose. Creció con ello, como parte de ella, un lado oculto. Y mientras las demás comenzaban a explorarse las unas a las otras, ella no era capaz de soportar la idea de desvestirse. Hizo cosas a escondidas con los chicos de su calle. Les dejaba que tocasen su cuerpo. Que la sobasen sin quitarle la ropa. Se corrió la voz entre los chicos más mayores y ella les dejaba hacer lo que les apeteciese. No iba a contárselo a nadie. No sabía para qué otra cosa servía. Pensaba que cuando creciese se convertiría en hombre.

Había cosas que quería saber. ¿Qué sucedía bajo la ropa de las chicas? ¿Era el resto de la gente como ella?

Tenía catorce años. Sus brazos entrelazados saliendo de diminutos tops bajo el bochorno veraniego. Las chicas, con la curiosidad a flor de piel, se la llevaban entre la maleza y se sentaban con ella. Le sacaban la camiseta por los hombros. Se dejaba besar por ellas, besar y besar hasta que perdían el aliento, labios como nubes de tormenta, abriéndose.

En Leon tenía algo que le infundía confianza. Crecieron durmiendo en la misma cama. Se peleaban. Se protegían el uno al otro. Hasta que se volvió consciente de su propia fuerza, Leon era un niño del que abusaban todos los demás. Los novios de su madre a menudo le daban palizas hasta dejarlo tirado en el suelo. Los chulos del barrio se ponían a la puerta de la tienda de golosinas que había delante de la plaza del bloque en el que vivía para meterse con él. Prefería la compañía de los libros. Lo que Harry le ofrecía a Leon, lo que Leon le ofrecía a Harry era una relación fraternal que les permitió a ambos convertirse en personas más fuertes de lo que jamás hubieran llegado a ser por separado.

Le encantaba sentirlas encabritándose bajo su cuerpo, con los ojos abriéndose a la desesperada, sin acabar de creérselo del todo, mirándola fijamente. Sacudiéndose a causa de la intensidad que experimentaban. Pero sólo eran de ella durante unos instantes. Al final acababan volviendo al mundo real. Las veía en el autobús semanas después cogidas de las manos de sus novios y enredando los dedos en sus cabellos.

Se llamaba Talia. Le sacaba a Harry unos cinco centímetros. Sus pechos eran dos lunas que regían la vida de Harry, la arrastraban tras ella e influían en su estado de ánimo. La curva de sus caderas, la curva de sus caderas. La Curva de sus Caderas era un altar. Su pelo era un espeso óleo negro y brillante y le caía largo, muy largo, por toda la espalda y por los hombros. Sus delgados brazos tenían cicatrices de cortes. Trabajaba detrás del mostrador de una grow shop. En el cuello tenía una mancha de nacimiento que parecía dos tibias y una calavera. Era un mito en el barrio. Se decía que su hermana era prostituta, se decía que su padre era asesino: ninguna de estas dos cosas era verdad. Sus piernas eran lava que fluía al andar. Dejaba a Harry clavada en el suelo cada vez que se cruzaban por la calle. Ella se daba cuenta y comenzó a girarse al pasar para sonreírle. Una noche, durante una fiesta, Harry reunió la valentía necesaria para acercarse a ella y se pusieron a bailar. Y nunca antes había bailado así con una chica. Talia se colgaba de los hombros de Harry, le pasaba las yemas de sus dedos por su espalda, se juntaba más a ella y se reía. Honda e inconfesable calada a un opiáceo sublime. Talia. No existía otro ser humano en el mundo. Duró cinco años. Después de quedarse con el corazón roto, llegó la soledad. Después de la soledad, llegó una nueva convicción, una ética laboral que la mantenía ocupada todo el tiempo. Una temeridad nueva con las mujeres.

Nunca iba a bares de ambiente. Nunca pronunciaba las palabras en alto. Había chicas que parecían adivinarlo, que se acercaban y le arrojaban besos como espadas. Pero esa soledad era insoportable. Sonreír a una desconocida, pensar si tal vez, ¿tal vez ella? Todos sus amigos eran tíos. Se sentaba con ellos y escuchaba las gilipolleces que soltaban sobre las chicas y le dolía lo que decían y cómo lo decían.

Había otras mujeres. Tórridos días de verano en los que nada se movía excepto sus cuerpos. Yaciendo imposiblemente cerca, aprendiendo a percibir lo que les gustaba y alzando las voces hasta arrojar al aire lúbricos gemidos de placer. Pero nunca volvió a enamorarse. Estaba concentrada en su trabajo. Ponía todo lo que tenía en comprar preparar vender dosis. La vida le iba bien. Se reía de todo y esnifaba rayas de nieve sobre el borde de las mesas de billar de los pubs. Impresionando a chicas que sentían su rareza y la deseaban para ellas.

Ve todo esto desnuda ante el espejo.

Quiere ser más de lo que ha sido. Quiere tomar a Becky de la mano y correr juntas por la ciudad colocadas de pastillas y bailar en raves como hacía antes o tomar setas en los bosques, bajo el cielo las nubes la lluvia, y pasarse las tardes haciendo el amor. Quiere detener este círculo sin fin. Quiere ser una adulta con vida propia. Quiere enamorarse, viajar y poner todas las noches un plato caliente sobre la mesa. Se siente una porquería, tan pequeña y delgada. Quiere estirarse bajo las manos de alguien.

Tiene a Becky en el cerebro como avispas atrapadas dentro de un aula revolucionada. Es muy propio de ella querer a alguien inalcanzable. Cree que hay conexión entre ambas, pero apenas se conocen.

Quizá hasta les puede salir bien la jugada. Quizá Pico se muestre comprensivo: llevan haciendo negocios juntos mucho tiempo, y ella siempre le había caído bien a Pico, eran amigos, o algo parecido. La idea de abandonar el sur de Londres; a su familia; Honeyjar, el local caribeño de comida para llevar donde va los viernes a recoger su pescado al vapor; el muro de delante de su casa donde todos los viejos se juntan por las tardes, vestidos con sus túnicas y sus gorros, a hablar en un árabe melodioso. Sus amigos. Sus calles, sus avenidas, sus callejones. Su hermano pequeño, aunque sea un pesado. «Pobre Pete». Su mente está desgarrada por la culpa y el terror.

Contempla cómo la piel que rodea sus pezones se eriza por el frío del baño. Tensa los músculos de su abdomen. Se da un puñetazo flojo en el estómago. Si llegasen ahora, justo ahora, derribando esta puerta, no podría hacer nada.

Quizá debería llamar a su madre y decirle que la quiere.