EL GOLPE

Es medianoche en la metrópoli. Conduce Harry. Leon se sienta atrás, como si viajase en taxi. Escuchan la radio. Todo lo que ponen resulta tedioso e insustancial. Rock genérico, indie genérico, indie rock genérico, dance genérico, rap pop genérico. Ponen cara de dolor con cada cambio de dial. Magic FM reparte baladas rock a diestro y siniestro. Hay una pija en Talk FM riéndose de sus propias gracias. Harry apaga la radio, baja la ventanilla y escucha el motor. Echan el freno de mano una o dos calles antes de su destino. Pueden ver el bar al que se dirigen a través de la luna trasera del vehículo.

—Es éste, ¿no? —susurra Leon dentro del coche. Apenas mueve la cabeza, pero Harry sabe que ya ha ubicado mentalmente todas las entradas, salidas y ventanas. El bar tiene dos plantas y está situado en una esquina. Venido a menos, pero con recuerdos de tiempos mejores pegados a las puertas, como un visón avejentado colgado del cuello de una corista entrada en años. Un cartel encima de la puerta dice Paradise. La P es una palmera.

—Diría que sí. —Harry apaga el motor. Permanecen sentados mientras vigilan la entrada por el retrovisor.

—¿Qué te parece? —le pregunta Leon—. Un poco apartado, ¿a que sí?

Harry lo oye y expresa su conformidad:

—Pero animado —replica—. Parece bastante animado.

—Cierto.

Se quedan un rato vigilando. En el enorme patio de entrada hay grupos fumando en torno a las mesas al aire libre. Las chicas llevan faldas cortas y abrigos largos; y los chicos, vaqueros y zapatos de vestir.

—Mucho gorila —dice Leon, señalando con la mirada a los hombres más corpulentos que están ligeramente apartados de los otros y vigilan a la clientela con las manos en los bolsillos.

—Lo normal en estos casos, ¿no? —le pregunta Harry, tomando una bocanada de aire.

—Sí, tía.

Leon pasa la mano por el hueco entre los asientos con la palma hacia arriba. Harry se inclina y choca la mano suavemente.

—Te cubro las espaldas, tronca —dice Leon.

Harry sale del coche, dejando las llaves puestas. Lleva pantalones oscuros, una chaqueta y una camisa de color pálido, con los puños arrugados de tanto remangarla. Una gabardina azul marino abierta, con el cuello subido. El pelo echado hacia atrás. Sujeta un maletín en la mano izquierda y fuma con la derecha. Se encamina hacia el Paradise como si fuese a coger el tren, hace una pausa breve y mira a su alrededor. Le pregunta a uno de los porteros qué se cuece hoy ahí dentro. El portero le sonríe; tiene casi sesenta, es skinhead y grande como una catedral.

—Bueno, ya sabes, pincha un DJ, un poquito de baile, copas baratas. Un poquito de soul, un poquito de house; un poquito de pachangueo, ya sabes. Ahí dentro hay mucho cachondeo, bonita.

—¿Hay que pagar para entrar? —pregunta Harry.

—Nah, hoy no. Las noches entre semana es gratis.

—Gracias. —Harry asiente y se dispone a entrar.

—Ah, ¿nos dejas mirar lo que llevas ahí dentro, guapa? —El portero le acaricia el hombro, apenas un roce, pero suficiente.

—¡Por supuesto! —Harry sonríe, dulce como la miel, abre el maletín y dirige los ojos al portero, sosteniéndole la mirada—. Sólo hay papeles. Acabo de salir de la oficina.

—Ningún problema —dice el portero sin ni siquiera mirar dentro—. ¡A pasarlo bien! —Vuelve la vista al grupo de chicas que mueven las piernas para entrar en calor mientras comparten un cigarrillo.

Dentro hay una barra larga. Dos camareras se pasean tras ella con la misma presencia y la misma resolución que unas lobas. Al otro lado, grupos de chicos que apenas rozan la mayoría de edad se dan palmadas en la espalda y gritan tacos. Mientras tanto, otros cuantos más mayores, más atentos a la moda, con barbas y camisas retro, permanecen de pie, relajadamente, pasándoles el brazo por encima a sus novias y buscando con la mirada algo que les resulte más interesante. Tras ellos hay un par de mujeres bien entradas en la treintena que parecen llevar bastante tiempo sin salir de noche y que se carcajean como histéricas y se comunican por señas. Se apoyan en la barra mientras las otras dos de su grupo bailan juntas, pendientes de la impresión que causan, riendo falsamente y esperando a que les sirvan ya las copas.

La sala está iluminada con tubos de neón y luces baratas de discoteca. Hay mesas en las esquinas y por la pared del fondo, y una pista de baile rodeada de cuerpos parados que no han bebido aún lo suficiente como para olvidarse de lo gordos que se sienten dentro de sus vestidos recién estrenados. Un grupo de cinco o seis niñatos, puestos hasta arriba de pastillas y tripis, se acarician las mejillas unos a otros y tontean inocentemente. En las mesas, dos mujeres conversan a corazón abierto. Ninguna puede oír bien lo que dice la otra, pero les da igual. El DJ lleva gafas y pincha música dance sin alma, papilla de vocoder pasto de lista de éxitos, dubstep de ritmos preconfigurados con sintetizadores de sonido agudo que se imponen a navajazos. La gente levanta los brazos: «¡Ésta me la sé! ¡Sí, ésta es mi canción!».

Harry se sienta en la barra, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Deja el maletín sobre el suelo, ente ambos pies. Siente cómo le roza los zapatos. Se desabrocha un botón de la camisa, airea un poco el cuello y apoya los codos sobre la barra, llamando la atención de la camarera. Espera, mira un poco a su alrededor y vuelve a poner los ojos en ella. Repasa su cuerpo, contempla sus hombros, su cintura. La camarera le devuelve la mirada, la examina de arriba abajo y le dirige una sonrisa enigmática antes de darse la vuelta para servir a otro.

Leon espera un rato agazapado en el asiento trasero del coche, vigilando el bar a través del retrovisor. Al cabo de unos minutos, seis, tal vez ocho, sale del coche y se sitúa en el asiento del conductor. Conduce por la calle y entre parques. Se alisa la camisa y el pelo y comprueba la navaja: cuelga imperceptible bajo su axila, metida dentro de su funda, lo suficientemente afilada para atravesar madera. Va hasta la puerta fingiendo que habla por el móvil. Cada poco repite: «Anda, vamos, sí, ya sé, pero… Espera, espera un minuto…», lo que le proporciona la excusa para caminar distraídamente en círculos, mientras que en realidad se dedica a examinar el patio desde todos los ángulos, fijándose en los paneles más flojos de la valla, la cadena suelta de la puerta de atrás, el adoquín con manchas de sangre bajo la ventana más alejada en el lado derecho.

Sonríe fatigosamente a los porteros, sujeta el teléfono entre la oreja y el hombro, mantiene apretado bajo la axila el mango de la navaja, mientras gesticula con las manos. Se camufla bajo un aire de desánimo y frustración, intercambiando miradas de complicidad con los porteros.

—No hay quien las aguante, ¿eh? —les comenta mientras le dan palmaditas de ánimo en el costado, asienten, sonríen y ponen cara de haber pasado por lo mismo—. No, cariño, no hablaba contigo. No estaba, oye… por favor… No quería…

A los porteros les entra la risa floja, Leon entra en el local.

La pista de baile comienza a llenarse de corrillos dispersos de chicas que bailan torpemente y hacen movimientos sexis en broma y con ironía, pero esperando en el fondo parecer sexis de verdad. Intercambian expresiones sarcásticas y exageradas mientras bailan como llevan viendo hacer a otras personas toda su vida en lugares de más categoría que éste. La soledad campa a sus anchas por el local a pesar de las parejas que se besan y los grupos de mujeres que se pasan los brazos por los hombros las unas a las otras.

Leon repara en un hombre que se aproxima al taburete que hay junto a Harry. Se queda mirando a Harry un poco más de lo necesario. Harry se da cuenta. Leon mantiene los ojos donde tienen que estar, vigilando cada centímetro del cuerpo de su mejor amiga. En los intervalos de oscuridad que deja la pulsación de las luces estroboscópicas, pasan por delante de sus ojos, a cámara lenta, todos los años que llevan guardándose recíprocamente las espaldas. Ve las pequeñas habitaciones llenas de humo de marihuana, risas adolescentes y conversaciones en jerga juvenil. Tardes como eternidades bajo la lluvia, metidos en la parada de autobús, improvisando cuatro líneas de rap y a la vez cagándose en todo el mundo. Cuando su madre lo echó de casa porque no le gustaba a su nuevo novio, lo envió de un empujón al otro lado de la cocina, le dejó marcas en las costillas y le partió el labio; y entonces Harry le pasó el brazo por el hombro y no dijo nada, sino que se puso a caminar a su lado. Lo llevó a casa, le preparó la cama en el suelo de su habitación, fueron juntos hasta el parque y se pusieron a fumar costo. En el coche de Talia, con las ventanillas bajadas, poniendo a todo trapo «It’s a London Thing» de camino a la rave que se celebra en el Lighthouse. Con un corte de pelo de macarra y un brazalete de oro. Vaya par de gilipollas estaban hechos. Leon observa, como siempre ha hecho. A punto.

El hombre que se coloca junto a Harry tiene los brazos esmirriados, pero una barriga fofa que le revienta los botones de la camisa, y el pelo oscuro, largo y grasiento a ambos lados de la calva. Lleva un traje azul de brillos y sus hombros descienden en pendiente como una gatería en desbandada. A Leon no le gusta nada las pinta que tiene.

—¿Harry? —pregunta el hombre. Su voz silencia la música y envía un escalofrío a través de las venas que recorren el cuello de Harry.

—Sí. —Harry le da un sorbo a su cerveza sin darse la vuelta.

—Soy Joey. Soy amigo de Pico.

Harry se queda un rato sin decir nada. Observa a la camarera moverse al otro lado de la barra, recobra la compostura, se gira ligeramente y sonríe al tipo, sin apenas mover los labios pero sonriendo al fin y al cabo.

—Esta noche me toca sustituir a Rags. Y ahora, ¿haces el favor de venir conmigo, Harry? —La voz de Joey es apagada y monótona pero la surca un alarido. Comienza a irse sin esperar a que Harry le responda. Harry se acaba la cerveza y deja con cuidado la botella sobre la barra antes de atravesar el hervidero de gente, siguiendo a Joey. Contempla a la masa humana, que parece un poco más borracha ahora que cuando entró; todos juntan sus cuerpos cada vez más.

Sin dejarse ver, Leon también anda por ahí, sujetando la pared. Ve que el tipo abre una puerta en el extremo opuesto del bar en la que no había reparado. Avanza entre la marea de clientes y sujeta la hoja con el pie justo antes de que se cierre. Se para, toma aire y comprueba la situación de los matones: tres junto a la salida de incendios, dos junto a la barra, otro junto a la pista de baile, hablando con una chica. Tres más a su izquierda. Atraviesa la puerta y pega la espalda contra la pared, tan fría que parece mojada. Unas escaleras que bajan: hay un sótano por debajo de él. Escucha sus propias pisadas y la voz de Harry, que dice:

—Vale, ningún problema.

Suena la voz del otro:

—Mira, Pico va a estar alejado un temporada, como ya sabrás. Así que conviene que nos conozcamos en persona. He oído que has sido una cliente fiel. Yo lo respeto, pero el caso es que no nos conocemos bien, ¿verdad? Yo a ti no te conozco de nada, ¿o sí? Bueno, así que es normal comenzar por el principio.

Harry desciende del último escalón y pone el pie en el suelo abaldosado del sótano. Hay un enorme acuario que ocupa buena parte de la sala, iluminado intensamente desde dentro y con una luz indirecta de neón morado. Una cría de tiburón nada entre barcos naufragados de plástico, fragmentos de coral y varios peces tropicales. A cada lado del acuario hay dos sofás blancos de piel y un par de sillones más pequeños de color negro, también de piel. «A Pico se le pondrían los pelos de punta en este sitio».

Pico era un peruano extremadamente estiloso, amante de la ostentación y con un gusto impecable, una mujer carismática que se llamaba Angela, cuatro hijos preciosos y debilidad por coleccionar mariposas. Ange y él se habían labrado una reputación considerable en el interiorismo. Él trabajaba de freelance y ella asesoraba a la mayor empresa del sector de todo Londres. Habían colaborado juntos en la remodelación de la mitad de las tiendas de New Bond Street. Era discreto trapicheando, se abastecía de la mejor mercancía y se la vendía sólo a un número reducido de personas. «Pico se muere antes de meterse en un lugar así». Se le erizó el vello de la nuca.

Hay una descomunal pila de farlopa encima del acuario, un billete de cincuenta enrollado y una cuchilla pequeña para preparar rayas. Harry mira a su alrededor: en la pared, un póster de Marilyn Monroe en ropa interior escuchando una canción en un tocadiscos. No hay más luz que la que emite el acuario. Hay también una mesa, una caja fuerte, una estantería vacía y un arcón en una esquina.

—Por favor —Joey señala al sofá—, siéntate, ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa.

Harry siente un hormigueo en las piernas. «¿Quién coño es este tío? ¿Y este bar cutre con todos esos matones fuera y un puta cría de tiburón metida en un acuario?». Toma asiento incómoda, con la cara paralizada.

—Bueno, me han dicho que mueves un buen pellizco de material.

Harry no dice nada. Espera a la siguiente mitad de la frase. A Joey el silencio le resulta un poco intimidante. No puede evitar romperlo.

—El caso, tía, es que he estado preguntando por ahí y a nadie con quien he hablado le suenas de nada. ¿Eh?

Vuelve a esperar un rato, pero Harry no dice palabra. Harry lo observa sentarse en el sofá blanco de piel con las piernas cruzadas. Sin inmutarse. Joey se aclara la garganta, aparta la vista de Harry y prosigue:

—Al parecer nadie sabe nada de ti. No me vale que no me sepan decir nada. —Harry se queda mirándolo, el tiburón se desplaza por el agua del acuario—. Así que, en pocas palabras, me apetece saber algo más. —Joey se lleva las manos a las rodillas y se echa hacia delante—. ¿Quién coño es Harry y cómo te las arreglas para mover tanta mercancía sin que nadie sepa nada de ti? ¿Eres poli, Harry? —Harry no dice nada—. ¿Trabajas para los rusos, Harry? —Harry sigue sin soltar prenda—. Joey alza los brazos, muestra la palma de las manos y se endereza más aún en su asiento—. ¿Eres sordomuda, Harry? —Harry se queda quieta. Observa el agua. La luz. La piel de los peces pequeños—. Vale, muy bien, tía, muy bien. Cara de póker. Conozco la puta cancioncita[9] de marras. —Joey enciende un cigarrillo—. Eres reservada, ya veo, te gusta guardarte las cosas, ¿no es cierto? Eso está muy bien, pero que muy bien. Yo te lo respeto. —Fuma, vuelve a reclinarse sobre el sofá, su traje brillante produce un chirrido al deslizarse sobre la superficie de cuero. Sus ojos saltan hacia los de Harry—. Que conste que eso no fue un pedo —aclara—. Fue la piel del sofá. —Harry sigue callada, mirando, pero le brinda una sonrisa comprensiva. Joey retoma el hilo—: No me malinterpretes. Sólo quiero saber un poco de ti antes de ponernos con los negocios. Me entiendes, ¿no? Y como me parece que Pico puede estar apartado un año o así, vale más que nos conozcamos un poco, ¿no piensas igual? ¿Tía? —Harry espera. «¿Qué intenta decirme?»—. ¿Te apetece tomar algo, Harry? —Joey se pone en pie, se le suben los pantalones por la entrepierna. Va hasta la mesa. Encima hay unas cuantas botellas; debajo, una neverita con cervezas—. Tengo vodka, bourbon, birras… ¿Qué te pongo? Yo me voy a tomar un brandy.

Harry se dice a sí misma que debe poner otra cara. Que lo que pasa es que este hortera que trabaja en un garito de mala muerte y que salta a la vista que lo considera un sitio la leche de elegante —porque no tiene ningún gusto— es una especie de pariente de Pico. El marido de una sobrina o vete a saber, o el colega de un colega que tiene esperanzas de medrar y que está desesperado por convertirse en un pez gordo y al que Pico deja que le lleve el negocio durante un par de meses, hasta que salga de la cárcel, pensando que qué daño podría hacer. Y él no parece que intente meterle miedo. Es sólo un hombrecillo extraño que se cree que el mundo tiene una deuda con él. Harry respira hondo. Pero no puede sacudirse de encima el mal presentimiento, la sensación de incomodidad, la tensión que sufren sus tobillos, los movimientos del tiburón dentro del puto acuario.

—Sí, venga, tío —dice—. Ponme otro a mí.

Joey sonríe satisfecho:

—¡Pero si sabe hablar! —Se gira hacia la mesa y arma el gran espectáculo sólo para servir dos copas de brandy con un par de cubitos en cada una y un dedo de sifón. Un toque de angostura. Un montaje enrevesado. Como un niño que presume ante sus padres de algo que acaba de aprender.

El retumbar de los bajos en el piso de arriba se hace notar en los cimientos del edificio. A Harry le da la sensación de que de un momento a otro se les va a caer encima la pista de baile. Ve la escena en su mente, oye los gritos. Ve al tiburón dándose un festín de michelines a dentelladas mientras se asfixia. Joey sujeta la copa, sonriendo como un pederasta en un parque y se vuelve a sentar frente a ella.

Harry le da las gracias con un movimiento de cabeza y bebe un poco de su copa.

—¿Tienes la misma mercancía? —le pregunta a Joey.

—Oh, sí. Una maravilla. De primerísima calidad. Mejor.

—¿Así que no es la misma? —le pregunta Harry poniendo mal gesto.

—Bueno… —Joey se frota el dedo índice contra la uña del pulgar—. Es una partida distinta, pero sí, es básicamente la misma, con el mismo proveedor.

Harry asiente.

—¿Y tienes suficiente para darme lo que suelo llevarme? ¿Te dijo Pico cuánto?

—Sí, no te preocupes. No te va a suponer ningún problema. —Joey intenta cruzar las piernas pero no se arregla con su traje ceñido. Saca una cajetilla de tabaco del bolsillo de la pechera, lo pone sobre el acuario que hay entre ellos—. ¿Te apetece uno? —invita.

Harry lo rechaza y saca un cigarrillo de su propia cajetilla, pero acepta el mechero que le ofrece Joey. Se sientan y fuman.

Joey vuelve a ponerse en pie, va hasta el arcón de la esquina y lo abre. Incluso en la habitación tenuemente iluminada, Harry puede ver que dentro hay una cantidad descomunal de cocaína. «¿Por qué me acaba de enseñar dónde guarda el alijo?».

—Ya ves, tía —dice Joey—. Sin problemas. Un kilo, dos, cinco, lo que te salga de la breva. No me va a causar ningún problema.

Joey espera que Harry se muestre asombrada por lo impresionante que es su alijo. Harry no dice nada. No hace nada. Joey se siente un poco ofendido, pero no le da demasiada importancia.

«O es gilipollas perdido o piensa robarme y matarme». Harry espera que Leon no ande lejos.

—¿Te apetece probarla? —le ofrece Joey—. ¿Una muestra? —Saca del arcón un fardo pesado, del tamaño de un bebé dormido—. Es para que veas que es la misma calidad, ya sabes, una muestra del mismo paquete con el que vas a salir por esa puerta. ¿Vale? Pruebe antes de comprar y si no queda satisfecho, bla, bla, bla.

Joey sonríe y es como si le hubiera dado un síncope. La sonrisa chirría en su cara. Harry permanece indiferente, esperando a que diga algo en claro, a que le haga una pregunta directa. Joey suelta el paquete, que cae con todo su peso encima del acuario. A Harry le preocupa que se rompa el cristal, caiga dentro y mate a los peces. No sucede nada. Se queda ahí, entre ellos, durante un buen rato.

Joey hace ruido al esnifar, se limpia la nariz con el dorso de la mano. Se revuelve en el asiento. La piel del sofá hace el ruido de antes.

—¡Otra vez!

—Sí —dice Harry siguiéndole la corriente.

—A ver, tía, la cosa es que —expone Joey— como no está Pico, pues cambia un poco el tema. —Harry se acaba el cigarrillo y deja que la ceniza caiga al suelo. Aguarda—. El precio se ha duplicado.

Harry mira cómo le sonríe. Al fin se ha destapado el pastel. Quiere robarle. «Tendrá morro, el cabrón».

—El material es de mucha más calidad que el de Pico. Tuvo que entrar por una ruta distinta. Yo soy un hombre honrado que intenta ganarse la vida honestamente. —Muestra sus dientes como lápidas relucientes, se pasa la mano por su pelo grasiento y se la limpia en la americana del traje—. Eres libre de marcharte y dejarla aquí, bonita, de verdad, vete, no te lo voy a impedir. Aquí sólo estamos tú y yo.

Joey mira a su alrededor, vuelve a esnifar armando un escándalo; sujeta un cigarrillo entre los dedos, pero no lo enciende. Mira a Harry de cerca, se inclina hacia ella poniéndose firme.

—Pero no vas a encontrar nada mejor ahí fuera, ricura, y lo sabes bien. —Hace una pausa, se pone serio y da vueltas al cigarrillo entre los dedos de su mano derecha—. Esta mierda —usa el cigarrillo para apuntar hacia el paquete que reposa sobre el acuario— la bajaron esta mañana del barco. Nadie le ha puesto un puto dedo encima a esta cocaína desde que salió de Bolivia. —Espera a que Harry lo asimile. Adelanta la entrepierna, corre las pantorrillas sobre la piel del sofá—. Lo que me contaron cuando me estuve informando es que te gusta vender a entendidos, a los que controlan el sarao, ¿verdad? ¿Estás dispuesta a pagar precios premium por mercancía premium? Es lo justo, ¿no? De hecho, a esa clase de tíos, cuanto más cara se la dejas, más la disfrutan. ¿Los directivos de las empresas no funcionan así?

Joey vuelve a sonreír, pero esta vez con los labios cerrados. Se lleva el meñique al oído y se hurga dentro un rato. Descubre una bolita de cera, hurga un poco más, da con ella y se la saca.

—Perdón —dice mirando la bolita de cera y limpiándosela en el traje.

Harry permanece en silencio, le da un sorbo a su brandy con soda. «Es el mejor brandy con soda que he tomado en mi vida. Eso te lo reconozco, cabrón asqueroso».

Los rasgos de Joey son toscos y gruesos, sus labios parecen un par de longanizas. Tiene la cara totalmente cubierta de marcas de acné. Lleva botas de piel de cocodrilo. Sus pantorrillas son gruesas y los gemelos enclenques. Suda por las sienes, tiene el paquete apuntando en dirección a Harry, balancea ligeramente la cabeza, como una manzana caramelizada en equilibrio sobre su cuello flacucho e inverosímil.

—Bueno, ¿qué decides? —dice—. Porque llevo todo el día dándole vueltas a esto, guapita, y la única manera que veo de salir los dos adelante, como ya he dicho, es empezando de cero. Tú y yo. Tinglado nuevo. Trapicheo nuevo. Reglas nuevas. Dosis nuevas. Sabes cómo coño te digo, ¿no? Condiciones totalmente nuevas.

Harry se queda mirándolo, da un sorbo a su copa. Traga con dificultad. Joey sigue hablando:

—Mira una cosa —dice—. Vamos al grano: yo te sigo pasando la mejor coca que se puede comprar con dinero y tú me pagas por mi trabajo. Así de sencillo. Todo esto por el doble de lo que le pagabas a Pico. ¡Lo bueno, si es doble, dos veces bueno, je, je! Y eso no se negocia. —Saca un bolígrafo del bolsillo y escribe una cantidad de dinero en un trozo de papel, lo desliza por encima del acuario, alzando las cejas al mismo tiempo—. Puedes probarla si te apetece, como ya te he dicho.

Señala al acopio de coca que se amontona junto a la cifra. Harry no coge el papel, sino que saca otro cigarrillo. Lo enciende, fuma dando hondas caladas. Observa a Joey, al tiburón, la coca puesta sobre la mesa. Percibe la presencia de Leon contra la pared, detrás del sofá en el que se sienta Joey, oculto, acompasando su respiración al ritmo de la música de arriba. «El hombre tiene su coña. Hay que reconocérselo».

—Mira, Joey —le dice Harry, con calma, como si estuviese harta de todo—. Por lo que yo sé, el importe ya está fijado. Si quieres cerrar la venta, lo hacemos ahora al precio que llevo pagando desde que comencé a trabajar con Pico hace siete años. Si no quieres hacer la venta por esa cantidad, no me interesa.

A Joey se le salen un poco los ojos de las cuencas; hay algo nuevo, algo cambia en su cara. Deja escapar una carcajada que suena como un coche derrapando. Sigue así durante un largo rato. Harry se lo toma con entereza.

—Me caes bien —contesta Joey—. Me caes muy pero que muy bien, Harry. Eres una puta cachonda. —Se vuelve a reír. Se detiene bruscamente—. Muy bien —continúa—. Lo vamos a hacer de la siguiente manera. ¿Te parece bien? —La sonrisa se extiende por su rostro como una urticaria—. Me vas a dar todo el dinero que lleves encima y yo te voy a dar medio kilo. ¿Vale? —Joey espera, se queda pensando, se muerde un rato las uñas—. O, si no, lo que podemos hacer es que tú me das ese maletín y yo dejo que te marches sin partirte los huesos. —Se encoge, se arranca un trozo de uña con los dientes y lo escupe—. Si te apetece, podemos hacer eso, capulla canija. —Joey la devora con los ojos—. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con un hombre, Harry? —dice, mientras el tono de su voz se escurre por el fondo de su garganta—. Es curioso que trabajes por tu cuenta, ¿no crees? Teniendo en cuenta lo que eres.

Esto golpea a Harry como si un viandante que pasase por la calle al azar le propinase de pronto un puñetazo en la cara. «Éste no es. Éste no es el tío con el que iba a quedar. Éste es un puto aprovechado. Joder, podría ser un mindundi cualquiera». Harry se queda inmóvil sobre su asiento y siente cómo se le revuelven las tripas. Ojalá no hubiesen venido. «Joder, ahora sólo hay una forma de acabar con esta puta locura de noche». Cierra brevemente los ojos. Empieza a dolerle la cabeza, siente una presión detrás de los ojos. Debería ponerse las gafas, pero no se acostumbra a verse con ellas puestas y le aterra la idea de ponerse lentillas. «Me pregunto si Becky llevará lentillas».

En el tiempo que les lleva a estos pensamientos pasar por su mente, en lo que tarda su cigarrillo en consumirse una fracción de milímetro, en lo que su mano tarda en acercarse unos centímetros al maletín que tiene a sus pies, Leon se ha apartado de la pared, ha agarrado a Joey por el cuello y lo mantiene tumbado contra el suelo.

El tiempo recobra su velocidad habitual, el eco de los sucesos a cámara lenta resuena en la cabeza de Harry. Vuelve de golpe a la realidad. Ve a Joey y Leon peleándose en el suelo, demasiado cerca el uno del otro como para soltar un golpe. Leon se deshace de la presa, se pone en pie, arrastra a Joey con él y con toda su fuerza le pega patadas en la cadera y en la cintura, cuatro puñetazos rápidos en la cara y luego en el pecho. Joey está desorientado, no sabe dónde caer rendido, se le ponen los ojos en blanco, el puñetazo en el pecho ha sido tan fuerte que tiene la camisa manchada de sangre. Leon sigue machacándolo. Harry observa fascinada. El cuerpo de Joey se derrumba. Se desahoga patosamente a insultos, rueda por el suelo, gimiendo como un tren en la lejanía. Leon le sigue dando patadas en el hombro, en las piernas, y se dispone a propinarle una en la cabeza.

—No —le dice Harry.

Leon le devuelve la mirada a Harry, que aún permanece sentada, inmóvil, sobre el sofá.

—¿Qué? —dice—. No es plan de dejar las cosas a medias.

Harry suspira, se levanta y se mueve sin pensar; se dirige hacia el alijo, extrae uno de los inmensos fardos y lo introduce a presión dentro del maletín. Deja el resto y va a por el dinero. Se mete puñados en la goma de los pantalones y el forro de la chaqueta. Se pone a embutir dinero dentro de la camisa y hasta debajo de las axilas. Joey se lamenta tirado en el suelo. Tiene la cara hecha un poema, parece el dibujo de la alfombra. Harry se queda mirándolo, y casi siente compasión. Joey la mira a ella, sus ojos vacíos intentan comprender lo que ha sucedido.

Harry le mete un cigarrillo entre los labios, se lo enciende, le da una palmadita cariñosa en las mejillas.

—No te va a pasar nada —dice—. Vas a salir de ésta, tío.

Se pone el abrigo y recoge el maletín. Leon sacude la cabeza, se lleva un dedo a los labios y la guía hasta la salida de incendios en la que se fijó antes.

El frío nocturno les devuelve las sensaciones de golpe. No dicen nada, caminan lo más rápido que pueden, sin llegar a echar a correr. Después, coche, llaves, puerta, chirrido al abrir, chirrido al cerrar. Leon se pone delante, Harry va detrás. Se marchan sin encender las luces, vigilando a los gorilas. Llegan al final de la calle. Encienden las luces, pasan el cruce, giran a la izquierda en la rotonda y se pierden en mitad de la noche.

Los ojos de Leon se reflejan en el retrovisor. Vuelve la cabeza hacia atrás. Harry, con el cuerpo rígido, siente que Leon se gira, y también lo mira. Sus miradas se cruzan brevemente. Esbozan una sonrisa. Leon vuelve a clavar los ojos en la carretera. Los dos toman aire antes de sucumbir a una absorbente risotada infantil que deja a Harry tendida en los asientos traseros.

—¡JOOOODEEEER! —Leon golpea el volante con el pulpejo de la mano.

—Estás como una puta cabra, Leon. —Harry está tumbada a lo largo, con una pierna doblada y apuntando hacia arriba y la otra en la alfombrilla. Aguantando la respiración. Se reincorpora. Le cuesta horrores. Los resquicios de risa que le quedan entre los músculos la debilitan.

—Nos la intentaba colar, tía. ¿O es que no lo veías?

Harry se restriega la cara. Después de carcajearse, la realidad la golpea. La náusea y el chute de adrenalina le dan cornadas en las tripas como toros enfurecidos.

—No me tenía que haber llevado el dinero. —Le sale un fino hilo de voz, lleno de angustia y de terror… Le pega una palmada al respaldo de los asientos.

Leon niega con la cabeza. Habla tranquilo:

—Hiciste lo que había que hacer.

—Esto va a ser un problema, Leon. —La tirantez en la garganta, su tono, su voz que se vuelve aguda. La rabia que se cuela por los rincones.

—¿Y qué quieres? ¿Dar la vuelta? ¿Devolvérselo? —Leon le echa un breve vistazo a través del retrovisor.

La ciudad discurre tras las ventanas, impertérrita.

—Joder —dice Harry, presa de un nuevo temor—. Joder, joder y joder.

Pero su entusiasmo se viste y se acicala, preparándose para hacer acto de presencia en el mundo; el dinero comprimido en el interior de su camisa, en el forro de su chaqueta, en la goma de su pantalón, esos fajos de dinero son de verdad. Inclina la cabeza, cierra los ojos. Cuenta hasta diez. Abre los ojos, poniendo una sonrisa extraña.

—A tomar por culo todo —grita, agarrando por detrás el asiento de Leon—. ¿Y ahora qué hacemos, Leon? —La voz se le quiebra de emoción.

—No lo sé —contesta Leon, con voz más firme—. No tengo ni puta idea.