LA VERDAD

El piso que Becky comparte con Charlotte está en un bloque de aspecto limpio y agradable detrás de la calle principal del área de Deptford. Todo el mundo tiene plantas en el alféizar y los jardines comunitarios relucen con tulipanes y campanillas. Pero tras los jardines, a pie de calle, los colores palidecen radicalmente. Todo es de un gris paloma y está salpicado de huellas de escupitajos y chicles resecos.

En algún lugar cercano, dos mujeres se gritan y sus voces resuenan por las calles vacías. Por encima de ellas, un tren de mercancías sacude con su traqueteo la osamenta del puente que atraviesa, mientras que más abajo, entre callejones oscuros y tras puertas cerradas, reafirmaciones adolescentes reciben, a la vez, una paliza, un bofetón empapado en fluido corporal.

Las chicas salen trepando del taxi. Las mujeres enzarzadas en su discusión están dándolo todo y entre la avalancha de chillidos no se distingue ninguna de sus palabras. Por la calzada hay desperdigadas costillas roídas hasta el hueso y un tenue olor a meada de borracho se entremezcla con la podredumbre dulzona del humo de marihuana.

Mientras las chicas suben las escaleras, sus voces rebotan en las paredes de cemento e inundan el inmueble con su presencia, arrastrando al anciano del piso de abajo hasta el descansillo para dirigirles una mirada de reproche.

En el salón, un minúsculo sofá amarillo se aprieta contra la pared pintada de negro; ante él se sostiene una pequeña mesilla cuadrada. En la pared de enfrente hay un par de estanterías con un equipo de música, unos cuantos libros y la tele. Si hay más de dos personas en la habitación, da la sensación de que estás retenido dentro de una boca con demasiados dientes.

Se sientan en el sofá amarillo y escuchan rythm and blues de los noventa. Esnifan el resto del gramo que Becky se ha traído y se sueltan el mismo rollo que se sueltan todas las veces que una noche termina de esta manera.

Justo antes de las cuatro de la madrugada, Becky se retira a su habitación. Se echa sobre la cama, con el cerebro como un saco de taladros eléctricos encendidos y vibrando a la vez. Harry sigue flotando en su mente: su peculiar pose, sus brazos larguiruchos, su manera de atusarse el cabello, tirando de él para después dejar que vuelva a su forma original. La mente de Becky se embravece como un mar oscuro, formando espuma, arrastrando hacia sus profundidades objetos perdidos. ¿Cuál es la Becky real? ¿La bailarina profesional que nunca se queja? ¿La chica del sureste de Londres que se mete farlopa en su piso? ¿La sobrina obediente que lava los platos en la cafetería de su tío? ¿La masajista erótica con tacones y pintalabios que cruza la ciudad para ganarse un dinero?

Podría habérsela traído a casa.

Sin ataduras, sólo ligues y rollos de una noche, no busca nada más. Prefiere no complicarse la vida. Le gustan los chicos y las chicas. Si algo es emocionante, deja que suceda. Pero en cuanto la gente se encariña demasiado, corta en seco. Sólo puede manejar historias pasajeras. Si no, todo acaba causando demasiado daño. Entregas demasiado, te arrebatan demasiado, desean demasiado o no lo bastante y, de repente, te encuentras vacía y con las manos abiertas, intentando atrapar un poco más.

No le gusta pensar en su madre, pero por las noches, cuando se encuentra sola y de bajón como hoy, a veces le sucede que, colocada y echa polvo, le bajan las defensas. La escena que siempre se repite es que intenta huir, tomando impulso, del ancestral crescendo. Y entonces, entre la mar oscura y batida, acechando desde las profundidades, siente que los malos pensamientos se aproximan. Intenta huir de ellos, nada con todas sus fuerzas contra la corriente, pero es derrotada por la tenebrosa marejada y no puede escapar, y siente como se aproxima, trabajosamente, un temor sin forma definida.

—Vete a la mierda, papá —dice, y las palabras caen suavemente. Su voz suena pegajosa en la oscuridad, con la garganta en carne viva por el tabaco. Se permite pensar en él por primera vez en meses, quizá en años. Intenta recordar su cara. Si se concentra y obliga a su cerebro a visualizar una imagen, existe una que aún le ronda, instalada en algún lugar recóndito tras sus pulmones. Su padre, joven y sonriente, guapo y con el pelo rizado, lo suficientemente grande como para tapar el hueco de una puerta, en la butaca del salón del apartamento en el que vivían, sonriendo, tal vez a ella o tal vez a la cámara de su madre.

Se da la vuelta en la cama, agonizando, retorciéndose, sin saber qué hacer con las manos. Tan agotado el cuerpo y a la vez tan ajetreada la cabeza, doliéndole tanto, tan espabilada, reconcomiéndosela sin parar.

Se levanta, arrastra su cuerpo como plastilina hasta la estantería de la esquina donde guarda la cajita con drogas y rebusca entre piedras de costo y pastillas partidas a la mitad hasta que encuentra el paquete de diazepam. Saca uno y lo aguanta en la boca, encuentra un buche de agua en un vaso junto a la cama y espera a quedarse inconsciente.

En el espacio que queda entre la cocaína, el alcohol y el diazepam, su cerebro se expande anegándola de pasado.


La madre de Becky era una mujer llamada Paula —pronunciado como en italiano: Paola— y había sido fotógrafa profesional. Su padre, John —pronunciado como en Elton: John— había sido profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Londres.

John Darke era un joven y brillante estudiante de doctorado que trabajaba en un libro que, sin duda alguna, iba a cambiar el pensamiento político del país. La madre de John era una intérprete de sitar natural de Jaipur y su padre, un intérprete de contrabajo natural de Bromley. Se habían conocido en el verano de 1952, tocando juntos como parte de un programa de intercambio de orquestas organizado por músicos jóvenes de la Sinfónica de Londres.

John se había criado en Carford en los años sesenta. Era el único niño mestizo de su clase. Niños blancos delgaduchos con pasamontañas verdes metían bolsas con mierda de perro en el buzón de su madre. Le prendían fuego a su mochila en la parada del autobús y le daban empujones en los columpios.

Cuando cumplió los trece se ganó el respeto incondicional del patio al devolver el golpe y dejar fuera de combate de un puñetazo a un abusón. Algo cambió en su interior después de aquello. Se quedó mirando a su agresor mientras éste se recobraba del golpe. Observó cómo lloriqueaba en el suelo como un perro lastimero y comprendió, para su asombro, que no experimentaba sensación de victoria: sólo tristeza. Tras ese día, se podía acudir a John Darke para defender a cualquier alumno del colegio. Se convirtió en un héroe. Con el respeto que acababa de adquirir, estableció alianzas. Todo sufrimiento le dolía, no sólo el propio. Pero quería que los abusones también formasen parte de ella. Quería que todos los niños del colegio se apoyasen.

Lo azotaron. Ponían la frente tensa y apretaban los dientes. Echaban chispas por las narices y su piel colgandera se les desparramaba en torno al cuello de la camisa mientras echaban hacia atrás los brazos para coger impulso. John Darke sentía cómo aumentaba su ira, avivando la rojez causada por los golpes. No derramó una sola lágrima ni dejó escapar un quejido de su boca. Su estoicismo no pasó desapercibido. A la semana siguiente, lo expulsaron por abusar de otros.

Lo enviaron a una escuela para chicos «conflictivos» a quienes consideraban «con dificultades de aprendizaje». Quitando uno —Jamie, un pirómano tarado al que se le notaban los huesos bajo la camisa—, ninguno de ellos era blanco. Veía cómo sus amigos volvían el lunes por la mañana cojeando, con los pómulos inflamados a causa de sus encontronazos con porras o botas durante el fin de semana. Ahí estaba él, arrojado a lo más bajo del escalafón. Sus compañeros y él eran vistos como criminales. John rechazaba la idea de que había que culpar a los niños «conflictivos» de sus errores. Si los chicos robaban, se daban navajazos por asuntos de deudas o se sentían obligados a ir armados cuando caminaban por la calle, ni siquiera se barajaba la posibilidad de que fuera culpa de las estructuras sociales en las que vivían. En cambio, la culpa era siempre de los propios chicos. «Es tarea nuestra, de los de abajo», comprendió John, «arreglar las cosas para nosotros, aunque seamos nosotros los que más sufrimos las decisiones de los que están arriba».

Por aquel entonces, su mejor amigo era un chico llamado Duane, más brillante que nadie a quien John hubiese conocido nunca: escribía en verso rimado y resolvía ecuaciones de memoria. Jugaban al fútbol, comían patatas fritas y se sentaban juntos en las paradas de autobús. Un día, Duane no apareció. Pasaron varios meses hasta que John se enteró de que la policía lo había detenido, lo había registrado y le había colocado droga entre la ropa. Estaba cumpliendo una larga condena en un correccional para delincuentes juveniles de Surrey. Esa tarde, de vuelta a casa, con la noticia atragantada, tres chicos empezaron a perseguirlo, a escupirle y a llamarle «paki de mierda». Lo alcanzaron donde acaba Lewishan High Street y comienza Bromley Road y lo derribaron a golpes. Se quedó sin respiración. Le daban arcadas mientras le pateaban la espalda y el estómago. Cuando al fin vomitó, se echaron a reír y se fueron corriendo. Quedó tendido en la acera: eran las cinco de la tarde, aún había luz en el cielo y bastante gente en la calle. Nadie se detuvo para ver si estaba bien. Se pasó diez, tal vez quince minutos, tirado en el suelo, recobrando el aliento, hasta que al fin recogió sus doloridos huesos y caminó a casa, limpiándose la sangre de los labios con el puño de la camisa de su uniforme.

Los profesores lo convocaron a la sala de reuniones para deliberar acerca de su carácter cada vez más beligerante. Regaban con té tibio sus encías pestilentes y resoplaban sobre sus bigotes amarillentos mientras marcaban en sus formularios un punto negro junto a su nombre: «Radical en potencia».

El 13 de agosto de 1977, John Darke tenía 23 años y hacía tiempo que había salido del colegio Park Hill para alumnos con dificultades de aprendizaje. Andaba metido en un grupo de jóvenes socialistas de New Cross Road y enfrentado al Frente Nacional, que trataba de organizar una marcha desde New Cross a Lewisham, una de las comunidades de antillanos más grandes de Londres. Los vecinos del barrio y gente de toda la ciudad se congregaron para detener la marcha. Se vieron envueltos en unos enfrentamientos con la policía que más tarde serían conocidos como la Batalla de Lewisham. El Frente Nacional fue humillado. Gente de todas las razas, codo con codo. John vio a blancos al lado de negros y asiáticos, los vio caer ante los caballos encabritados, los vio llevarse la peor parte de los golpes de los escudos antidisturbios, los vio luchar, a miles de ellos juntos, unidos contra el fascismo, el racismo y la brutalidad policial. Durante un instante extraño y fugaz, John se encontró apoyado contra un escaparate, secándose el sudor y restregándose el humo de los ojos. Se asomó al escenario de la lucha. Las calles y la gente, todos cogidos por el brazo, y sintió que una esperanza brotaba a través de él: «Por fin», pensó.

En aquel momento se juró que dedicaría su vida a la política.

Con los años se convirtió en un hombre convencido de sus opiniones, pero con la humildad necesaria para escuchar con atención a sus detractores y debatir educadamente con sus correligionarios. Era un orador extraordinario y un hombre atractivo. Sus clases atraían a jóvenes ajenos a la universidad. Se le podía encontrar dando apasionadas charlas en la trastienda de pubs abarrotados o en cafés, subido a un par de sillas, con un pie en cada una y meciéndose ligeramente al hablar o, durante las tardes de invierno, dirigiéndose a un gentío de madres solteras en bibliotecas que permanecían desiertas el resto del tiempo. Era un defensor de las convicciones firmes y el optimismo. Tenía una meta e irradiaba esa ansia por alcanzarla que hacía de él alguien cuya presencia resultaba portentosa.

Tenía sus detractores. Le parecían un tropel de cenizos amargados sobre los que había llegado a la conclusión de que nunca habían conocido la pasión en sus vidas y que se dedicaban a odiar todo lo que tenía que ver con él. Eran profundamente suspicaces. Criticaban su vida sexual. Escribían artículos para revistas universitarias donde le sacaban defectos a su tono de voz, a su barba, incluso a su manera de tomarse el café. No les agradaba su popularidad o el hecho de que ésta no parecía menguar su capacidad de trabajo. Le tenían envidia y su éxito les incomodaba porque les recordaba las veces que no habían perseguido sus sueños o adoptado principios a los que mereciese la pena adherirse. A John le parecía que las universidades estaban llenas de inmovilidad y aversión. Intentó sacudirse de encima tanto una cosa como la otra, pero las dos persistían.

En los largos meses y años que John pasó trabajando en el borrador de su libro, Cómo podemos alcanzar el poder sin que el poder nos alcance, el proyecto lo consumía y le impedía relajarse. Tenía la mente tan llena de ideas que comenzó a sufrir espasmos y le salieron tics. Se sorprendía frotándose las manos y meneando la cabeza con rabia cuando estaba a solas. Todo su cuerpo se sacudía violentamente y él apretaba los dientes, pues no le quedaba otra opción que vivir con ello. Pasaba por estos arrebatos en silencio, encerrado dentro de los baños de las estaciones durante cinco minutos seguidos. Después, recobraba la compostura, estiraba su boca en tensión, sacudía los dedos como si los tuviese mojados, se recolocaba la ropa y salía al caos del andén. Patidifuso.

Una despejada noche de septiembre, después de un largo verano de gira y una dura semana en la universidad, asistió a un concierto ofrecido por un amigo suyo, el famoso violonchelista Marco Abbadelli, y se sintió más sereno de lo que nunca se había sentido en meses. Marco y John habían pasado muchas horas departiendo sobre la vida y el sentido del temperamento artístico. El significado de la belleza. El lenguaje de la música. Una vez hicieron el amor y había sido algo sincero y maravilloso, pero sólo sucedió esa vez y nunca volvieron a hablar de ello. Se tenían un enorme cariño y cada vez que Marco estaba por Londres, nada les hacía disfrutar más que verse y beber hasta el amanecer.


Paula Shogovitch se había enamorado de la idea de capturar los instantes a los cinco años, jugando en el jardín de la casa de sus abuelos. Se echaba encima la tarde y las luces se encendían en el interior de la casa. Volvía dentro cuando divisó a través de la ventana a sus dos hermanos, Ron y Rags, que robaban golosinas del armario de su abuela. Había algo tan perfecto en el porte de sus cuerpos en tensión, atentos a las pisadas, listos para echar a correr. Como era la pequeña, estaba acostumbrada a ver a sus hermanos mayores hacer cosas que pensaban que ella no podía comprender. Comenzó a buscar momentos como éste. Momentos que desprendiesen tanto. Aprendió a capturarlos. Una pareja discutiendo en un vagón, una casada caminando con el cascarrabias de su marido mientras se le van los ojos tras un joven apuesto con el que se cruzan en un paso de cebra, un niño sonriendo en medio de una pelea, dos mujeres dentro de un teatro bebiendo a escondidas de una botella. En las fotos de Paula había intimidad. Algo cuidadoso en la manera en la que captaba a la gente de Londres. Fuese o no consciente de ello, estaba haciendo algo que nunca antes se había hecho. Fotografías con tanto amor hacia sus retratados que, al pasar la mirada por ellas, daba la sensación de que uno estaba contemplando las fotos de unos familiares.

Paula iba en ascenso. Londres bullía de belleza, talento y actividad. Y ella era joven y visionaria. Se abrió camino en el mundo. Nunca tuvo que dejar que le sobaran las tetas. Nunca tuvo que hacerse la tonta para no parecer una amenaza. Se permitía ser ella misma y dejaba a la gente encantada e impresionada. Paula Shogovitch tenía un trabajo y su trabajo era su vocación y su vocación era su amor y su amor era su oficio y le permitía pagar el alquiler al día.

El motivo favorito de Paula era Marco Abbadelli. Posiblemente, la mejor fotografía que sacó fue la icónica imagen de Marco desnudo tocando el violonchelo. Desde entonces, otros han intentado componer fotos similares, pero la razón por la que la suya salió tan bien fue que no había sido ensayada. Habían pasado la noche juntos y, en los momentos finales de su pasión, Marco parecía cantar. Al apartarse y quedar tendido sobre la cama, en reposo, Marco prosiguió con la melodía, con suavidad, mientras exhalaba aire. Paula tomó su cámara. Le fascinaban las fotos de hombres tomadas justo después de hacer el amor. Estaba jugando con distintas aperturas de diafragma cuando Marco, sumido en una profunda calma, se levantó y cruzó la habitación desnudo para coger su violonchelo. Abrió la funda y se puso a tocar, sin molestarse en coger una silla, medio de pie, medio en cuclillas. Enmarcado a la perfección por la ventana que permanecía entreabierta y las cortinas que el aire henchía ferozmente a su alrededor. Sacó la foto. Y ésta la convirtió en una estrella.

En el invierno de 1985, Marco Abbadelli finalizó una larga gira por Europa que culminó con el mayor recital que dio nunca en Londres, en el Royal Festival Hall. Para celebrarlo, ofreció una cena a su mánager y a algunos de los amigos más cercanos que tenía en la ciudad en El Gran Toro, su restaurante preferido, no muy lejos del auditorio. Estaban sentados a una mesa larga dentro de un reservado en el exclusivo sótano del restaurante. La ennegrecida pared estaba tapizada de barricas y toneles de buen vino de Jerez. Los camareros le hicieron todo el número de inclinar la cabeza e ir describiendo los aromas de cada barrica a Marco, que los atraía hacia sí con la mano y les hablaba en voz baja, permitiéndoles acariciar sus manos cada vez que le pasaban una copa.

Entre los amigos de Marco presentes aquella noche se encontraban la notoria estrella del análisis político John Darke y la joven y famosa fotógrafa Paula Shogovitch.

En el momento en que Paula vio a John, sintió que se le estrechaba la garganta y se le espesaba la sangre de las venas. Él lo sentía en sus folículos capilares y bajo la superficie de las uñas. Había algo en ella que le provocaba dolor por todas partes. El aire que se interponía entre ellos estaba cargado. Comieron en extremos opuestos de la mesa y evitaron cruzar las miradas.

Al acabar la comida, durante la sobremesa, Paula se levantó y acercó su silla al otro extremo de la mesa. La colocó al lado de la de John y se sentó. No se dijeron nada, no se miraron a los ojos. Se sentaron uno junto al otro, casi rozándose, ignorándose completamente entre sí.

Acabados los cafés y los coñacs, los invitados reposaban la espalda y se daban palmadas en las pantorrillas a cada anécdota de Marco. Paula se puso en pie y, sin pensárselo dos veces, John la siguió fuera del comedor hasta el interior del lavabo de señoras. El silencio tupía el aire, lo que les hizo tener la sensación de que el mundo se había detenido para ellos. Flores de un blanco hueso se descolgaban de jarrones rojos de cristal colocados encima de pedestales, junto a espejos que cubrían toda la pared. Cuadros de mujeres lidiando toros bravos en traje de flamenca colgaban junto a los secadores de manos. John y Paula lo vieron todo y nada a la vez. Se desvistieron mutuamente en silencio tras la puerta atrancada de una cabina de baño negra e hicieron el amor por primera vez en los baños de El Gran Toro.

Paula y John estaban enamorados. Cada uno encontraba inspirador el trabajo del otro y disfrutaba de sus manías. Vivían en un bloque de viviendas de ladrillos amarillos copropiedad de una cooperativa inmobiliaria unas pocas calles más allá de Lewisham Way. El edificio motivo de su orgullo tenía cinco plantas y daba a otros tres bloques idénticos repartidos por un césped desmochado con una balancín chirriante y un par de columpios en un rincón. Su piso, el número diecisiete, tenía una pequeña terraza donde plantaban dedalera y boca de dragón, cultivaban marihuana en grandes macetas y habían logrado que una enredadera de jazmín se les prendiese a la barandilla.

Cuando, finalmente, salió publicado el libro de John, la política ya olía a podrido. Corría el año 1989 y Thatcher estaba en el Gobierno. John sentía que el mundo se hallaba en los estertores de su muerte y los corazones de los británicos habían sido empujados al límite.

A comienzos de la primavera de aquel año, Paula Shogovitch se quedó embarazada. Al principio estaba convencida de que seguiría trabajando durante el embarazo y que tener un bebé no implicaría necesariamente tener que abandonar la fotografía. John le aseguró que la apoyaría tomase la decisión que tomase, pero, a medida que se desarrollaba el embarazo, a Paula le quedó claro que John, fuese consciente o no, no tenía intención de hacer ningún sacrificio. Por mucho que lo intentara, sentía que él veía su trabajo como un objetivo y el de ella, como una afición. Comenzó a decir que no a algún que otro encargo, aceptando cada vez menos hasta que se extendió la noticia y, a medida que iba aumentando de peso y cansándose más, dejó de recorrer las calles a la caza de momentos ocultos, los mismos que volvían su nombre atractivo. Le parecía que ahora iba a llamar demasiado la atención. Comenzó a fotografiar su propio cuerpo dentro de casa, pero se dio cuenta de que esto no acababa de inspirarle. Un vientre creciente en el espejo de un dormitorio no transmitía la misma fuerza que un policía a caballo persiguiendo a dos hinchas prepúberes a través de un callejón estrecho, a la fuga con las bufandas anudadas a la cabeza, sin soltar los petardos de las manos.

Fue un proceso gradual aprender el significado de ser mujer. Su novio no tenía tiempo material para su desánimo. Intentaba alentarla diciéndole que seguro que iba a retomar el trabajo cuando naciese el bebé.

—Cuando nazca el niño podrás sacar un montón de fotos mientras lo paseas en el cochecito.

No pretendía ser condescendiente, pero no tenía ni idea de todo lo que dejaba de estar al alcance de Paula. Se quedaba sentada durante horas con ese bulto hinchado, resignándose a una nueva vida. Se sentía culpable de cada puñalada de celos que sufría en el rostro de su pujante carrera. Sabía que John intentaba hacer del mundo un lugar mejor y que estaba sufriendo horrores por ello. Pero esto dejaba de tener importancia cuando se quedaba encerrada en casa tanto tiempo, durante aquel caluroso verano; incómoda, sola y aburrida, mientras que él perdía la cordura por el trabajo, y llegaba por las noches borracho a casa.

El invierno extendió sus solemnes manos sobre la ciudad y le arrebató al cielo todo su colorido. Frente al edificio de la maternidad, la acera estaba húmeda y fría. Llamó a su hija Rebecca por su tía favorita, que había sido poeta, tenista y la primera cerrajera que hubo en Inglaterra.

Paula sostuvo al bebé entre sus brazos y comprendió el sentido de la vida. Rebecca tenía los ojos severos, color encina, de John; y Paula reconoció a su madre en la forma de la boca de la niña. Paula le entregó el bebé a John, que lo sostuvo mientras miraba su carita rechoncha, consciente de que había encontrado algo que no sabía que le faltaba. El amor fue inmediato y más profundo que nada de lo que hubiese conocido antes. En ese momento, mientras Paula, agotada tras el parto, contemplaba a su novio con el bebé de ambos, albergaba un millar de fantasías efímeras sobre cómo se desarrollarían sus vidas, las de los tres, juntos. John, entretanto, miraba las diminutas manos de su hija, sintiendo sólo el impulso de machacarse más en su tarea para así poder mejorar las cosas para ella. Sus fantasías eran de éxito político y la construcción de un futuro mejor.

La carrera de John despuntaba. Su libro tuvo una buena acogida en la prensa y resultó tremendamente popular, vendiendo decenas de miles de ejemplares en los primeros meses, lo que era muchísimo para un libro de ciencias políticas. Los de izquierdas lo celebraban, los de derechas lo ridiculizaban y fue objeto de mofa de políticos que consideraban su enfoque poco ortodoxo y flor de un día. No estaba casado, vivía con su novia y su hija. Se le tenía por un hombre de moral dudosa. Estaba convencido de que su éxito iba a fundarse en sus ideas y políticas, no en su vida personal —o en la versión de sí mismo que se esperaba que vendiese a la prensa—, pero ese convencimiento lo convirtió en blanco fácil. Se negó a acomodarse, acicalarse o amoldarse, era mordaz contra el Parlamento. Su mensaje era claro: «¡Hay que cambiar las cosas, estamos en estado de emergencia!». No quería ser otra marioneta de mandíbula floja en el certamen de la popularidad, alineado contra la pared ante la prensa como si lo fuesen a fusilar.

Siguió adelante, recorriendo el país en una furgoneta descacharrada, durmiendo en la parte de atrás, sobre un colchón medio helado, en los aparcamientos de los supermercados. Conducía toda la noche, con las tripas hechas una porquería por culpa de las hamburguesas de las áreas de servicio y el whisky basto y barato. Estaba empeñado en marcar una diferencia. No podía soportar lo que le sucedía al mundo. Ni a su país. Era sólo cuestión de informarse, estaba seguro. La gente tenía que saber y ése sería el comienzo. En lugar de llenar los estadios, podríamos ocupar las instituciones que nos mantenían en esta miseria. Ojalá la gente supiese que lo que sucedía no era la única opción y aunque así fuera, que supiese que no era la adecuada.

Se ponía enfermo viendo a la gente enfrentada entre sí, negros contra blancos y norte contra sur, y tantos muriendo y tantos pobres, demolidos, demonizados y mantenidos en estado de abatimiento. No descansaba, ni siquiera un momento. Podía ver con nitidez lo que el Gobierno y las multinacionales estaban haciendo: esclavizando el país en nombre de la libertad y saliéndose con la suya. Estaba dando clase a los alumnos más brillantes que nunca había tenido; acudían en manada a estudiar política. Era un tiempo convulso, lleno de oportunidades, dolor y caos.

Abordaba el asunto de la única manera que sabía: de tú a tú. Se pasaba todo el día conduciendo para hablar con un centenar de jóvenes ansiosos incapaces de encontrar trabajo y, luego, conducía toda la noche de vuelta a Londres para dar clase a la mañana siguiente. Se dirigía a la gente, sin cámaras y sin discurso. Se ponía delante de madres solteras, oficinistas, inmigrantes y reclusos y hablaba, escuchaba y les infundía esperanza.

Mientras John recorría el país y caía rendido sobre el suelo de su despacho de la facultad, intentando obtener unas pocas horas de sueño reparador, Paula y Becky vivían en el piso y se pasaban el día juntas. La marihuana dejó de crecer en la terraza. Tuvieron que podar sus preciadas plantas por temor a la prensa o a que los detuviesen. Había muchas cosas que Paula ya no podía hacer: no podía cotillear con las vecinas en bata ni salir de marcha con sus amigas. No podía tomar el sol en topless en la terraza. Sus vidas no eran suyas, sino que pertenecían al trabajo de John y a la sombra acechante de una potencial pérdida del favor público.

En cambio, podía contemplar cómo crecía su hija y sentir el arrebato y la paz de la maternidad. Veía cómo iban creciéndole los dedos de la mano, los dedos del pie, las pestañitas. «Mi niña crece». Todas las cosas repetían lo mismo. «Tengo una niña». Paula cogía a veces la cámara, trasteaba con ella en las manos, modificaba la velocidad del obturador, se la llevaba a la altura del ojo y miraba por el objetivo. Pero cada vez que lo hacía, antes de que le diese tiempo a decidirse a disparar, al bebé le entraba hambre o reclamaba su atención y la cámara se le antojaba un capricho. La idea de alcanzar sus anhelos se volvía banal. Lo importante era que Becky estuviese atendida, feliz y abrigada. Becky aprendiendo palabras. Becky pintando. Becky tiene hambre, Becky tiene sed, Becky duerme bien. La furia de su impulso creativo pertenecía a otra que no era ella. A veces se paraba a pensar en ello, intensamente, mientras se dedicaba a la interminable limpieza de la casa, la colada, el cambio de pañales, la comida; ¿lo echaba de menos? No podía afirmar con total sinceridad que así fuese.

John volvía a casa por las noches, con el ceño fruncido y amohinado. Parecía vacío por dentro. Apenas se fijaba en las cosas que hacía Paula. Pequeñas cosas para que la casa se viese más bonita al llegar. Él cenaba, sonreía, la acariciaba, pero nunca estaba presente.


En 1992, John Darke tenía treinta y ocho años y se había convertido en una fuerza avasalladora dentro de la opinión pública. La inquina con la que era fustigado por el establishment sólo servía para demostrar a sus seguidores que estaba entregado al cambio. En las universidades se formaban asociaciones para debatir sus líneas de pensamiento; a lo largo del país, en pubs y cafés, se congregaban sus círculos de seguidores y, con las elecciones municipales a la vuelta de la esquina, se instalaba a la puerta de los centros comerciales, sin pancartas ni folletos, sólo con una mesa, atendiendo las preguntas de la gente. Los medios lo detestaban, el Gobierno lo detestaba, pero la gente lo adoraba, así que constituía un peligro. El peligroso John siguió dando guerra. Se expresaba con la claridad de alguien que dice la verdad. El consenso general era que John Darke estaba a punto de hacer algo que nadie había hecho antes. Por todas partes flotaba esta sensación.

En casa no era nada comunicativo. No dormía bien por las noches, se acostaba mucho después de que Paula se quedase dormida y ya estaba levantado antes de que ella despertase. No mostraba interés en cocinar, o en sentarse a hablar con Paula por las noches. Era una carcasa arrugada que a menudo se desplomaba en la entrada nada más cruzar la puerta. Paula lo veía haciendo campaña por la calle y respondiendo a las preguntas de los reporteros y le atravesaba la envidia al ver que a ellos les dedicaba una mirada tan vivaz mientras que para ella apenas podía esbozar una sonrisa. Sobre él había caído una soledad como nunca había experimentado en su vida. Nada podía sanarla: ni su novia, ni su hija, ni sus amigos, ni sus estudios. Sólo se disipaba momentáneamente cuando daba discursos. Pero después lo dejaban, ya en privado, más consumido que nunca.

«El día Darke», como llegó a ser conocido, fue el 22 de febrero de 1995. Becky tenía poco más de cinco años y se pasaba todo el tiempo bailando. Paula asistía junto a Becky a una clase de claqué y jazz en el centro social del barrio. Su hija era todo un portento. La profesora de Becky sonreía a Paula. Ésta, a su vez, se ruborizó y se puso a enredar con el extremo de sus calcetines.

John había prometido que aquel día les haría la cena. No estaba preparada para perderlo por culpa de sus ideas políticas. Mientras contemplaba a Becky dar sus pasos, estaba segura de que las cosas iban a cambiar para bien. Él era su hombre y el padre de su hija y Paula había decidido que esa noche iban a hablar en serio. No podía seguir obviando el hecho de que había dejado de ser él mismo y de que las estaba perdiendo a las dos.

Mientras Becky seguía de puntillas el ritmo de la música, John Darke estaba en su estudio, corrigiendo el arranque de un discurso que tenía que pronunciar al día siguiente. Estaba dándole vueltas a si merecía más la pena empezar con un saludo cordial que maldiciendo las estadísticas cuando oyó que llamaban tres veces a la puerta. La abrió y vio a los habituales estudiantes apilados en el descansillo, esperando, como llevaban haciendo los últimos meses, un encuentro con él. Pero a la cabeza de esta multitud, con ademán impasible, destacaban tres inmensos policías con las piernas separadas y los brazos al costado. Dos de ellos iban de uniforme; el tercero, que a todas luces era miembro de los servicios de inteligencia, llevaba una gabardina que quizá un día llegó a ser elegante y zapatos gastados. Sus labios apretados se desplegaron bajo su bigote caído.

—¿El señor John Darke?

Lo crucificaron. Lo pintaron como un villano. Apareció en la prensa como un drogadicto, un alcohólico y un maníaco-depresivo. Un crápula depravado que atentaba contra la juventud británica. Acechando en las aulas de la facultad donde enseñaba, envenenando mentes y seduciendo cuerpos. Varias figuras televisivas escribieron reportajes en los que se le acusaba de ser un insaciable pervertido sexual. Columnistas, corrillos de cotillas y periodistas políticos, todos parecían tener vela en aquel entierro y esto no ocurría sólo en los periódicos de derechas. Se puso de moda odiar a John Darke. Condenándolo, uno quedaba absuelto. En las páginas de opinión se debatían sus inclinaciones homosexuales. Arrasaron con su reputación.

Se le imputaba haber mantenido relaciones sexuales con menores. Seis cargos por violación. Negó las acusaciones. Durante semanas, no hubo un solo periódico que no hablara del carácter sospechoso de John Darke y de sus conductas depravadas.

Nunca había mostrado interés por las menores, pero había sido un hombre que disfrutaba enormemente del sexo. Antes de esta etapa ya seria de su vida, se permitía el placer de tener relaciones esporádicas, pero, desde que conoció a Paula, todo había cambiado. ¿O no? El jurado no podía obviar que era un hombre que estaba recorriendo el país como una estrella del rock de gira, conociendo a chicas jóvenes en quienes causaba una honda impresión. ¿Quién podría estar seguro? ¿No había testimonios? Chicas jóvenes y llorosas, de catorce y quince años, sollozando en los tribunales, mientras John permanecía sentado, callado, mirando con sus ojos oscuros, devastado.

Paula se puso de su lado tanto como pudo, pero él permanecía tenso y callado durante las visitas. Cuando el río suena, agua lleva, y no podía soportar la idea de que las manos del hombre al que más amaba del mundo, manos que había tenido entre las suyas y que adoraba, eran las de un hombre capaz de hacer tales cosas. Se tragó la duda, pero el anzuelo se clavaba en el interior de su boca, tirando hacia arriba, alejándola de él. «Esto es una encerrona», le dijo él, y ella asintió y le respondió que ya lo sabía. Pero si suficiente gente cree en una mentira, la verdad deja de importar.

El 7 de noviembre de 1995, John Darke fue declarado culpable por un jurado compuesto por compañeros de su facultad. Algunos mantenían que la histeria de los periódicos había enturbiado la perspectiva del jurado, pero estas voces fueron acalladas cuando los acusaron de defender la pedofilia y de conspiradores.

Paula y Becky metieron su ropa en bolsas de basura y dejaron el piso. Paula sujetaba a su hija con una mano y arrastraba las bolsas con la otra. Juntas caminaron sin rumbo aquella noche. Becky contemplaba a su madre danzar entre los flashes de los paparazzi.

¿Quién podría saber si las acusaciones eran o no ciertas? ¿Era realmente un violador de menores? ¿Podría haberlo hecho? Había quienes no creían en la condena, quienes seguían leyendo sus escritos y reuniéndose en secreto, intentando movilizarse. Pero el daño ya estaba hecho. No podrían coger impulso tras semejante envite. Sus seguidores estaban desolados, destrozados. Percibían que las clases dirigentes les habían mostrado lo que les sucedía a los que no seguían las normas. Se extinguió la llama del movimiento. Los seguidores de John Darke fueron tan vilipendiados como su cabecilla.


Después de tres semanas sin saber adónde dirigirse, Paula y Becky se mudaron a la casa donde vivía Ron, el hermano mayor de Paula, con su mujer Linda y su hijo Ted, que tenía sólo un año menos que Becky. Ron y Linda vivían en un dúplex de tres habitaciones en una tranquila calle privada alejada del bullicio de Lewisham Way, en dirección a Charlton. La casa daba a un parque público en cuesta y si uno se ponía de puntillas en la parte más alta, podía ver el Támesis abriéndose paso trabajosamente hacia Greenwich.

Su tía Linda era una mujer bien proporcionada, con el cabello de su color natural y la piel del tono de la arcilla cocida. Vestía muy bien y se enorgullecía de su habilidad para encontrar auténticas joyas en medio de un mercadillo desvencijado. Descendía de jamaicanos e irlandeses y oscilaba entre ambos acentos cuando decía algo importante pero, normalmente, hablaba pronunciando las vocales redondeadas del sur de Londres. Era una mujer agradable que no se mordía la lengua. No toleraba la estupidez y cuando se topaba con ella la llamaba por su nombre. Se preocupaba siempre por todo: por la ciudad, por su familia, por su negocio, por el tiempo que iba a hacer, por la salud de su marido… Tenía la costumbre de mirar hacia el infinito y chasquear la lengua siempre que ocurría algo, convencida de cierta profecía que cada día se hacía más cierta. Todo lo que sucedía en las noticias, en la calle, en casa, alimentaba su sentimiento de temor creciente. Pero conservaba un sentido del humor gamberro. Era el ser humano favorito de Becky.

Ted era un niño atolondrado con ricitos, hoyuelos y un carácter afable. Con el tiempo se convirtió en lo más parecido a un hermano para Becky. Le daba empujones, le retorcía la muñeca y la encerraba en los armarios.

Su tío Ron era bajo y rechoncho, y su risa sonaba como un motor averiado: gutural y a empellones. Era un judío del sur de Londres y estaba orgulloso de sus orígenes. En el fondo era un buenazo, pero en público se movía con chulería. Ponía cara de perro y asesinaba con la mirada a cualquiera cuyas pintas no le agradasen. Linda le escogía la ropa. Llevaba su cabello oscuro largo por arriba y corto por los lados, peinado hacia atrás formando un pequeño tupé. Tenía una cara risueña y llena de dientes roídos por todo el speed barato que se había tomado en su adolescencia y amarillentos por el tabaco y los dulces; unos ojos azules penetrantes, encajados en la cara, que brillaban cuando se concentraba; y una frente que sobresalía como un titular de prensa. Caminaba con los brazos enlazados detrás de la espalda, sacando pecho y saludando a los conocidos con un gesto de la cabeza.

Ron había conocido a Linda a principios de los ochenta. Él estaba metido en el ambiente del ska y ella pinchaba en los bares que solía frecuentar. A la historia no le faltó su parte dramática, pero todo acabó bien: ella consiguió al chico, él a la chica y ella todavía se derretía en sus brazos. Ron llevaba tatuajes en las muñecas que Becky sabía que tenían algún significado, pero nunca lo preguntó, y poseía una hosquedad que sacaba a relucir, de repente, cuando lo provocaban, y unas manos lo suficientemente grandes como para partir caras.

Ron y Linda regentaban juntos un café llamado Giuseppe’s en la calle principal del barrio de Lewisham. Había un mercado al lado, mucha gente, tiendas y bullicio. A Becky le gustaba ir a Giuseppe’s a la salida del colegio, sentarse en la barra y beber los batidos que Linda le preparaba.

Paula le contó a Becky que su padre estaba en la cárcel porque la policía le tenía miedo. Tras la detención de John, su familia le escondió los periódicos durante semanas y eran cautos con la tele.

Nunca se hablaba del tema. Cada vez que ella lo intentaba, a su madre le entraba el pánico, se tiraba del pelo y los ojos se le llenaban de lágrimas, así que Becky comprendió que era mejor dejarse de preguntas y, muy pronto, el silencio que rodeaba la ausencia de su padre se había hecho demasiado presente y doloroso como para romperlo.


En los primeros recuerdos de Becky, su madre aparecía siempre fuerte y divertida, hermosa y con talento, y con la cabeza bien amueblada. Fumando cigarrillos en la ventana de casa de Ron y Linda. Gritándole al televisor cuando veían un capítulo de EastEnders. Cogiendo a Becky de la mano mientras aprendía a patinar, caminando en círculos por el parque mientras comían helados que parecían no tener fin. Mostrándole fotos de toda la gente famosa a la que había retratado: momentos hermosos en blanco y negro de un tiempo en el que Becky no había llegado aún al mundo. Yendo juntas al centro a tomar té con tarta, ojeando en las páginas de las revistas de lujo los colores y la ropa. Recordaba a su madre llevándola a clase de danza y quedándose cuando las demás madres se habían ido, sentada en silencio mientras contemplaba todos los pasos que iba aprendiendo su hija.

Pero Becky la oía llorar de noche. Y cuando no había nadie más en casa, Paula se ponía en la puerta de la habitación que compartía con Becky, borracha, con la mirada gacha y la voz chillona y repetía el mismo monólogo que Becky había oído cientos de veces:

—Pude haber sido una leyenda, ¿lo sabías? Antes de conocer a tu padre yo era famosa. Estaba destinada a grandes cosas…

La madre que lloraba y la que era feliz eran dos personas distintas; nunca existían en el mismo espacio ni en el mismo tiempo, pero ambas vivían dentro de Paula y nunca se sabía cuál iba a aparecer. Con el tiempo, Becky fue cogiendo miedo al momento de llegar a casa del colegio, no fuese que su madre estuviese aún metida en la cama, borracha y llorando. Cuando se ponía así, nadie estaba a salvo, se presentaba en bata de seda, con el maquillaje descorrido, fumando pitillos y cubriendo de insultos a las personas que no estaban presentes y a las que sí.


Fue una mañana de sábado a mediados de diciembre. Becky acaba de cumplir los trece y Paula quería que la acompañase a patinar sobre hielo, como de costumbre. Pero a Becky le avergonzaba que la viesen con su madre con ese carácter que tenía, borracha, escandalosa y con su costumbre de coquetear descaradamente con hombres a los que pillaba por sorpresa. Becky estaba sentada en el salón viendo la tele. Paula estaba apoyada en el marco de la puerta.

Paula había sufrido un mazazo esa mañana. Llevaba los tres últimos meses intentando contactar como loca con sus antiguos editores y compañeros de profesión y al final había dado con el número de móvil de Katarina Raphael, una antigua reportera gráfica como ella que ahora era jefa de edición fotográfica en la Vogue británica. Quince años atrás, Paula consideraba a Katarina su amiga. A pesar de llevar una década sin hablarse, Paula había seguido desde lejos su ascenso. Toda la publicidad que había recibido el nombramiento de Katarina alimentó el último intento de remover las ascuas de su carrera. Pero Katarina no se acordaba de ella. No recordaba ni el nombre de Paula, ni la voz de Paula, ni las fotos de Paula. Le dijo que lo sentía, pero que debía haberse equivocado de número.

—No me apetece ir a patinar. —Becky no apartaba los ojos de la televisión: estaba viendo una serie de instituto americana.

—Pero si te encantaba. —Paula se apoyó contra la pared, observando a su hija con la mirada clavada en la pantalla.

—Prefiero quedarme aquí sentada, mamá. Estoy cansada.

—¿Quieres pasarte el día entero viendo la tele?

—Sí. —Becky se encogió de hombros, molesta por la interrupción.

—Salgamos un rato. —Sus palabras sonaban deslavazadas por la bebida—. Vamos a la Portrait Gallery a ver fotos.

Becky miró a su madre, hablando con firmeza, con la voz cansada.

—No quiero.

Paula comenzó a moverse delante de la tele, sacudiendo la cabeza, respirando hondo, apretando los dientes tras sus labios fruncidos.

—¿Me dejas ver esto, mamá? Me gusta esta serie.

Becky se inclinaba hacia un lado y hacia otro para poder ver por detrás de su madre. Paula se dio cuenta de lo que estaba haciendo Becky y se plantó delante de la pantalla, intentando llamar la atención de su hija. Becky miró hacia la moqueta.

—Soló la ponen una vez a la semana.

—¡No! —gritó Paula. Apagó la tele y se colocó victoriosa delante de ella, con las manos en las caderas. Se quedó mirándola, echando chispas por los ojos, pero su hija no le hizo caso. Becky se quedó clavada en el sofá y se puso a contar los hilos de la moqueta.

Paula se acercó a ella y juntó su cara con la de Becky. Tenía la voz tranquila, pero sus movimientos eran abruptos.

—Mamá… —se quejó Becky—. Mamá, por fa… —Apartó la cabeza.

Paula la señaló con el dedo, hablando a un volumen desaforado.

—Te he dedicado mi vida —comenzó.

Becky puso cara de hartazgo y hundió el cuerpo en el sofá, resoplando exageradamente para mostrar su aburrimiento.

—Ya me lo has contado —canturreó, tapándose la cara con un cojín.

—Tu padre y yo. Podría haber tenido mi propia vida. Pero lo dejé todo por ti y mira cómo me lo estás pagando… Ya ni me diriges la palabra. Y él, encima… —La bata se le iba ahuecando con sus aspavientos, dejando a la vista su ropa interior. Y las cortinas del salón estaban descorridas.

En cuanto lo nombró, a Becky se le llenaron los ojos de lágrimas. Se las tragó de un suspiro sin que su madre lo viese y se marchitó por dentro al pensar en los vecinos. Contempló cómo la cara de Paula se contorsionaba, se inflaba y se desinflaba.

—Tu puto papaíto de mierda. —Paula llevaba pelos de loca; siempre eran una maraña hasta que los domaba con productos, cepillos especiales y rulos. Su piel era fina y tirante y bajo la superficie aparecían líneas azuladas.

Becky miró a su madre y vio un monstruo. Se encogió de miedo en el sofá, con la esperanza de no llegar a tener nunca ese aspecto. Paula permanecía con una mano en la cadera y la otra sujetándose la cabeza. Llevaba la bata abierta, una teta se le salía del camisón. El estómago de Becky escapó por el ombligo y echó a correr hasta la puerta. Huía descalzo por la calle.

—¿Crees que él es mejor que yo? Porque, ¿qué?, ¿porque yo me tomo una copa de vez en cuando para calmar los nervios? De vez en cuando, ¡ojo!

Becky respiraba sin hacer ruido.

—¿Qué es? ¿Que no me oyes?

Becky se quedó mirando la esquina del cojín que apretaba contra el pecho. Se prometió a sí misma que no iba a llorar. No merecía la pena llorar, sólo empeoraría las cosas.

—No te muevas de aquí —dijo, levantando un dedo y señalando con dureza a su hija—. Tú no te muevas de aquí.

Salió del salón. Becky la oyó correr hacia la habitación que compartían, dar un portazo y ponerlo todo patas arriba. La puerta se abrió con brusquedad, golpeando la pared, y se oyeron pisadas por las escaleras. A continuación, su madre, sin resuello, tapándose la boca con una mano, con los ojos abiertos de par en par y haciendo una entrada con determinación en el salón, le entregó a su hija un periódico viejo.

—Ahí lo tienes —dijo—. Ahí tienes a tu papaíto de los cojones.

Paula se quedó mirando fijamente a Becky con resquemor, herida, pidiendo cariño. Quería que Becky leyese el periódico. Becky no se inmutó. Paula aguantó tanto como le permitieron sus nervios, pero al ver que su hija no pensaba ni mirar hacia el periódico, lo estampó a los pies de su hija y lo dejó desperdigado por el salón antes de darse la vuelta y largarse a otra parte. Becky oyó un portazo y la música comenzó a sonar. «You don’t have to say you love me…»[1].

Becky se inclinó sobre el periódico, se dejó caer desde el sofá y se sentó junto a él agazapada torpemente en el suelo, se ovilló, con las rodillas clavadas en el pecho, y lo leyó, llorando hasta que le dolió la cara, de la portada a la contraportada y vuelta a empezar.


Tras este episodio, Becky comenzó a amedrentarse en presencia de su madre. No podía dejar de pensar en aquello que acababa de descubrir. Veía a su padre por todas partes. Cada rótulo en el que se fijaba al pasar por delante de las tiendas tenía la palabra «John» escrita en él, cada programa de televisión que veía trataba sobre padres e hijas. Todas las clases del colegio hablaban sobre personas castigadas por sus creencias. Y luego, algunas chicas de su curso con las que se escapaba a fumar empezaron a presumir de los chicos mayores con los que se acostaban y Becky no podía evitar imaginarse a las chicas con las que, al parecer, su padre había tenido relaciones. Habían sido seis. ¿Qué aspecto tendrían? No podían haber sido mucho mayores que ella. Tenía pesadillas con eso. Se sentía culpable por echarlo de menos. Se sentaba ante los ordenadores de la biblioteca para buscar sus libros y descubrir que todos habían sido retirados del mercado. A la hora de la comida, se escondía en el aula de informática, se conectaba a internet desde los viejos ordenadores del colegio y se empapaba de todo lo que pudiese encontrar. Cada minuto libre que tenía se sorprendía a sí misma volviendo a conectarse, buscando información y odiando todo lo que acababa de leer y deseando poder olvidarlo. Se volvió retraída, perdió peso. Comenzó a faltar a clase de danza como un castigo autoimpuesto.

Una tarde, en lugar de ir a clase de danza, estuvo sentada a solas sobre el muro de la zona de columpios del parque, contemplando cómo caía una fría lluvia de febrero. Miró fijamente, durante tres horas, la cortante lluvia que caía de soslayo, empapándose hasta los huesos. Se pasó una semana en la cama con fiebre, perdida en intensas pesadillas sobre monstruos, celdas, salas de ordenadores y su profesora de danza llorando. Fue entonces, enferma en la cama, sintiéndose demasiado mal para encender la tele o coger un libro, cuando se prometió que esto no iba a arrebatarle lo mejor de sí misma. No volvería a faltar a otra clase de danza y no iba a buscar el nombre de su padre por internet, daba igual lo tentador que fuese, porque sólo lograría sentirse como una mierda. Decidió que se centraría en lo que más amaba y, poco a poco, comenzó a sentir que el anhelo por su padre se convertía en una indiferencia que agonizaba moribunda. Se dijo a sí misma que no tenía padre. Se obligó a olvidarlo. Iba a ser bailarina y huiría de sus padres, tan lejos como pudiese. Paula no podía soportar la distancia con su hija que ella misma había creado. Pero cada vez que intentaba disculparse, se veía desde fuera y el odio que sentía hacia sí misma la consumía. Comenzó a asistir a un grupo de debate de una iglesia de la zona, uno que se anunciaba como un buen lugar para hallar respuestas, y para cuando Becky cumplió los catorce, Paula podía considerarse una cristiana renacida de pleno derecho.

De pronto, su madre siempre estaba ahí, a su lado, necesitada de ella y pidiendo perdón por todo, nostálgica del pasado y aterrorizada por el presente y dependiente de Becky para todo. Así que Becky comenzó a hacer lo que hacen los adolescentes cuando su universo está compuesto de adultos desequilibrados: no pisar su casa y dejar de ir a clase.

Comenzó a pasar tiempo en los bancos que había en la entrada del centro comercial de Lewisham. Había una zona de césped llena de calveros y frecuentada por borrachos que a Becky le gustaba especialmente porque desde ahí podía ver a todo el mundo subir y bajar del tren. Otros chicos también andaban por ahí. El parquecillo lindaba con los arcos del viaducto sobre el que pasaba la vía del tren y al otro lado había una pequeña urbanización. Los niños que no iban al colegio pululaban por aquí, se liaban canutos o se sentaban en los bancos a esperar a que sucediese algo interesante.

Becky estaba sentada en su banco de siempre. Iban a dar las doce del mediodía y el cielo estaba plomizo. Aparecieron dos chicas. Una era rubia y menuda, tosía sin parar y se movía como un pajarito, cabeceando al hablar, brincando sobre un pie y luego sobre el otro. La otra era alta y morena, tenía la piel del dorado de una avellana y en sus ojos había incontables anillos de ámbar, negro y castaño. Sorbía con una pajita de un brik de zumo de fresa y se movía como un gato, con lentitud y aplomo, estirándose a cada zancada.

La más grande se quedó un rato mirando a Becky y a continuación se sentó junto a ella en el banco. La pequeña se quedó de pie en un extremo, mirando a todas partes. Becky se puso tensa: parecía que buscaban follón. La grande le dio un buen sorbo a su zumo. Sopló hasta hacer burbujas. La bajita se reía. Becky no reaccionaba.

—Te he visto mucho por aquí. ¿No tienes otra cosa que hacer? —le preguntó la morena, contemplándola de perfil.

Becky no se inmutó, siguió con los ojos puestos en el barro gris endurecido bajo la suela de los zapatos que se ponía para ir al colegio.

—No me pienso ir de aquí. Estamos en un país libre.

A la chica del zumo le entró un ataque de risa y comenzó a sacudirse y a mecerse adelante y atrás sobre el banco. La otra sonrió a Becky con ternura y tosió con fuerza contra la mano mientras se apoyaba en un pie y luego en otro.

Becky comenzó a sentir calor y se le pusieron rojas las mejillas.

—¿De qué os reís? —Se quedo mirando a la alta, poniéndole mala cara, a punto de enfadarse.

—De nada. —La chica dejó de reírse y sonó como una aspiradora desenchufada de repente—. Relájate un poco.

Becky no se movió. Se quedó totalmente quieta. Tenía la esperanza de que acabaran aburriéndose y se largaran de ahí.

—Oye, ¿por dónde vives? —le preguntó la chica mientras le daba una patada a una bolsa vacía de patatas y veía cómo salía volando.

—Por ningún sitio.

—¿No vives en ningún sitio? —La voz de la que parecía un pájaro era pausada y tenía un ligero ceceo.

—¿Por qué me preguntáis? Dejadme en paz.

La que parecía un gato echó la cabeza atrás y comenzó a desternillarse de risa.

—Me haces gracia —dijo—. ¿Cómo te llamas?

Las manos de Becky se agarraron al borde del banco. Se sentó sobre los pulgares, se echó hacia delante y puso rectos los brazos.

—Yo soy Gloria —se presentó la más alta— y ésta es Charlotte, mi amiga. Pero yo la llamo Chips. ¿Por qué no estás en clase?

—¿Por qué no estáis vosotras en clase? —dijo Becky. Las miró. Charlotte tenía la cara cubierta de pecas, como una pera madura. Gloria tenía el pelo recogido en un montón de moñitos por toda la cabeza, atados con gomas de colorines. Los mechones que no le cabían en los moños los llevaba engominados en forma de tirabuzones que le caían por delante de las orejas y por la nuca. A Becky le causó cierta impresión.

—Porque no nos gusta ir —sentenció Charlotte—. ¿Qué música escuchas?

Becky miró a las dos fijamente y se apartó el pelo de los ojos.

—Garage y tal —contestó.

El sol brillaba entre las escasas hojas de los arbustos que cercaban el borde del sendero. Le estaba dando a Becky en los ojos. Los entornó un poco.

—Pues a nosotras también nos gusta el garage. ¿A que sí, Glory?

Mientras hablaba, Charlotte se sentó en el minúsculo espacio entre el cuerpo de Gloria y el borde del banco. Apartó a su amiga hacia un lado ayudándose del trasero y el codo y se tendió a lo largo para poder ver bien a Becky. Se quedó con las puntas de los pies rozando el suelo.

—¿A qué instituto vas? —le preguntó, parpadeante y pecosa.

—Al St. Saviour’s. Queda subiendo la cuesta. —Becky señaló detrás de ella la calle que llevaba al instituto.

—¿Conoces a un chico que se llama Reece? —Gloria columpiaba los pies, raspando las suelas de los zapatos contra el suelo. Llevaba unas Kickers negras con cordones azul pastel. A Becky le gustaron mucho.

—¿Reece qué? —dijo.

—¿Reece McKenzie? —Gloria se puso muy seria al decir el nombre.

—Sí. ¿Por qué? —preguntó.

—Porque salgo con él. Vive cerca de mí —dijo Gloria sin rodeos.

—A mí me cae fatal. —Charlotte desaprobó con la cabeza—. No me gusta una pizca.

—¿Últimamente has oído algo de él por el instituto?

Gloria se quedó mirando hacia sus Kickers, que seguían balanceándose.

—¿Algo de qué tipo?

—Alguien me dijo que hizo algo y quiero saber si es verdad.

Becky se quedó mirando fijamente el suelo un rato. No sabía qué decir. Charlotte sacó dos cigarrillos de su mochila. Era Nike y muy pequeña, casi como un hoja de A5, y con largas correas. Los cigarrillos estaban al fondo, aplastados y reblandecidos. Los recompuso con cuidado. Le ofreció una a su nueva amiga.

—¿Entre las dos? —dijo dándole el otro a Gloria. Gloria partió una mitad, se la puso tras la oreja y le devolvió la otra.

—¿Tú fumas maría? —le preguntó a Becky. Becky dijo que sí, pero sólo lo había hecho una vez.

Gloria se metió la mano en el top y sacó del sujetador un cogollo pequeño envuelto en papel de fumar. Becky fingió no estar muy interesada, pero sentía que el corazón se le ponía a cien por hora. Charlotte le dio un mechero, Becky encendió el cigarrillo y miró hacia el parquecillo cutre. Observó a una madre joven pasar, tirando con una mano de un niño berreante y cargando con la otra seis bolsas de la compra. El hijo iba agarrando un helado pero, a mitad de camino, se le cayó la bola y sólo le quedó un cucurucho vacío. Se quedó contemplándolos hasta que se alejaron tambaleándose. Vio a un chico haciendo acrobacias sobre una bicicleta mientras pasaba por delante de un grupo de cuatro chicas sentadas contra un muro que ni siquiera se fijaron en él. Reparó en un hombre vestido de traje, sentado en un banco junto a la parada de autobús, inclinado hacia el suelo para ofrecer su sándwich a dos palomas gordas mientras a su espalda un hombre sin techo yacía desplomado sobre el suelo junto a un cartel que decía «TENGO HAMBRE. UNA AYUDA, POR FAVOR». Allá donde posase la mirada, veía las fotos de su madre.

Se acordó de Reece McKenzie. Se portaba fatal con ella y las demás de su curso. Siempre les revolvía los bolsos, les sacaba los tampones, los cubría de ketchup y se los arrojaba a la gente a la cabeza.

—Le dio a Kirsty, la de octavo, un poco de hierba y luego la obligó a hacerle una mamada —dijo con solemnidad.

—Así que es cierto. —Gloria se secó los labios con el dorso de la mano y sostuvo el cogollo entre ellos con delicadeza. Extendió el papel sobre la palma, alisando las arrugas. Sacudía la cabeza.

—No sé si es verdad, es lo que he oído. —Becky jugueteaba con el cuello del uniforme y se hacía agujeros en las medias a la altura de las rodillas.

—Es un guarro, Gloria. Olvídate de él. —Charlotte escupió en el suelo.

—Es gilipollas. —Gloria comenzó a desmenuzar el cogollo. Durante un momento, nadie se movió—. ¿Cómo era tu nombre?

Gloria no apartaba la vista del papel.

—Becky.

—Becky. —Gloria la tanteó. Un ráfaga de sol se le posó en las rodillas—. ¿Quieres ser amiga nuestra, Becky?

Charlotte asintió con tanta energía, echándose hacia delante y hacia atrás, que Becky creía que se iba a caer del banco. Le caían bien estas dos. Asintió.

—Vale, sí.


Fueron a raves clandestinas para menores, besaron a chicos y probaron las pastillas por primera vez. Tenían una pandilla enorme con la que se sentaban a beber, cotillear y cometer pequeños delitos. Eran amigas íntimas y cada una de ellas estaba pendiente de las otras. El resto de chicos las temían y estaban enamorados de ellas al mismo tiempo, y les regalaban cosas porque no sabían qué hacer con los sentimientos que albergaban.

Pero pasase lo que pasase, Becky seguía yendo a sus clases de danza. Se apuntó a hip hop y a street dance en el centro social con otras chicas de la zona. Veía el Moonwalker de Michael Jackson en vídeo todas las noches. Se aprendió los pasos de todas sus canciones. Michael y las clases del centro social fueron su mayor influencia hasta la edad adulta. A medida que crecía, se iba interesando por la danza contemporánea; llegó a ella desde este enfoque y eso afianzó sus movimientos, manteniendo la intensidad, el vigor, sin salirse de tono, sin caer en la excesiva rigidez o el envaramiento.

Becky iba a dormir la mayoría de las noches a casa de Gloria o de Charlotte. No aguantaba los discursos sobre el cielo y el perdón que escuchaba en casa. Su ausencia provocaba que su madre la acorralase cuando la casa estaba en calma y le rogase pasar algo de tiempo con ella. Becky no podía soportar los ojos ensayadamente preocupados seguidos de la mención a su padre.

Pero entonces, cuando Becky cumplió quince años, Paula se fue de casa. Guiada por su pasión por un Dios en el que sí podía creer, entró en un convento que prescribía un programa de renacimiento consistente en horticultura, rezo, canto y austeridad; un refugio para los salvados en las montañas del Medio Oeste americano. Y mientras se despedía en el aeropuerto, Becky respiró.

La vida continuó. Ron y Linda asumieron un papel más importante en su cuidado. Teddy y Becky se reían viendo juntos la tele, se pegaban y se robaban las cosas. Se sentían tan divididos y cercanos como cualquier otra familia. Por primera vez en años, Becky tenía su propia habitación.

En Navidades, cumpleaños o después de algún acontecimiento importante, Becky pensaba en su padre, en dónde estaría y en qué andaría haciendo. Cuando esto sucedía, le escribía cartas. Cartas largas y complejas sin principio ni fin. Las retomaba con lo que le apeteciese contarle y proseguían hasta llegar a ningún punto, pero abarcándolo todo. A su madre le escribía cartas similares; en ocasiones las dirigía a los dos. Las guardaba dentro de una caja de zapatos escondida en su armario, y cada pocos años, cuando la caja cogía peso, las sacaba y las leía, sentada a solas en el suelo de su habitación, permitiéndose el capricho de llorar. Después, secas ya las lágrimas, las llevaba de noche al parque y les prendía fuego.


En su piso de Deptford, Becky patalea violentamente. Gime palabras a medias y da vueltas, retorciendo las sábanas con el puño. Después de dar una patada espasmódica, su cuerpo se apacigua y se sume en un sueño más pacífico. La frente se le empapa de sudor y la brisa hace que las persianas entrechoquen.