DE COLOR BEIS
Pete observa el humo azul enroscarse en dirección al techo como un dragón chino. En su mano brilla la pantalla del teléfono con mayor viveza que el mundo real. Se queda mirando el mensaje que le ha llevado una hora escribir:
hola soy Pete estuvimos juntos ayer. Quedamos luego? Bs
En un arrebato de convicción, le da al botón de enviar y sonríe con fuerza. La ola tarda dos minutos en desplazarse y luego rompe, batida y espumosa, colmándolo de una duda cargada de desprecio. Anda como un perro con pulgas por la habitación en penumbra, con una mano en los calzoncillos y la otra puesta sobre sus ojos cerrados. Tiritando. Veinte minutos pasan en silencio. Atormentado, y perdida la esperanza, se odia hasta que siente el zumbido sobre el colchón, la breve puñalada que le hace enderezarse, y mete la mano a ciegas bajo el edredón.
Sí, estaría bien. Trabajo por el centro hasta las diez. ¿Nos vemos por el Soho?
Se pone en pie de un brinco y da unos puñetazos en el aire. Se lo toma ya con más calma. Se hace el indiferente todo lo que es capaz de aguantar, pero en cuestión de minutos ya le está enviando la respuesta.
encuentro un bar y t escribo. 10:15? Bs
Espera, temblando, dándose bofetones en las mejillas y tocando la percusión en su barriga. Recorre la habitación y se distrae hojeando un periódico tirado en el suelo. El tiempo es una puerta giratoria. A medida que pasa, se siente cada vez más imbécil por haber escrito y comienza a odiarse por todo lo que ha hecho o dicho. Imágenes fugaces de sí mismo en el café, fisgando por la barra, sin nada que decir, hacen que se estremezca de vergüenza.
El teléfono le vibra en la mano. Lee:
Qué decidido. Nos vemos.
Y es el dios de todas las cosas.
Becky vuelve a guardar el teléfono en el bolso y mira el semáforo que tiene delante. Está abollado por el medio y derrama su zumo de naranja barato sobre un charco de la acera. Unas calles más lejos, aúlla una sirena. Un hombre con un bigote enorme y un gran sombrero de piel pasa a su lado y sus pisadas forman un eco húmedo. Hay un toldo sobre el escaparate de enfrente. Tiene las esquinas rasgadas, los bordes están hechos trizas, epilépticos por el viento.
Entra en el vestíbulo del hotel. Es amplio y luminoso. El suelo resplandece como una pista de hielo, portamaletas de color dorado que parecen jaulas vacías. La recepcionista se sienta tras un mostrador enorme. Su uniforme es violeta y gris. Becky pasa por delante y la saluda con un gesto. Ella se queda mirándola mientras revuelve unos papeles. Lleva las uñas limadas en forma de cuña, pintadas del color de la sangre seca. Un grupo se está registrando, europeos, estudiantes quizá, se ríen de algo. Uno lleva melena y la sacude en el aire.
Se dirige al bar y se sienta en el taburete libre que hay más al fondo de la barra. El bar da a la calle. Detrás del barman, sobre un expositor impoluto, se alinean las botellas, con bastante separación entre ellas. Todo es simétrico. No hay una mota de polvo. Todas las sillas son cuadradas. Todo es violeta claro y blanco y gris. Líneas largas y oblongas. Se arranca un hilo de los vaqueros. Tira de él hasta que queda tenso.
Recuerda su nombre. Recuerda su silueta entre la multitud, pegada a ella. Recuerda su cabello, su oreja y su cuello. Tiene que ser una señal. Aprieta las palmas de la mano contra la superficie de la barra y estudia las líneas que surcan el dorso. Se pregunta cómo será el cliente con el que ha quedado. Se pregunta dónde estará su madre ahora. Al otro lado del océano, en algún desfiladero majestuoso. Las colinas americanas de piedra roja. Se pregunta si sus padres siguen en contacto. Si se envían postales. Puede sentirlos, su presencia es hoy más fuerte de lo que lo ha sido en años. Antes, su madre le escribía. Todos los meses; pero le pidió que dejase de hacerlo. Se mudaba de piso en piso y nunca le daba a Paula su nueva dirección. Sabe que Linda guarda las cartas. Sabe que están amontonadas en una balda del armario que queda encima de la estantería de libros que hay en el salón de Linda. Tal vez debería leerlas.
Se pone en pie y va hasta el baño para retocarse el maquillaje. Pasa delante de la ventana. No es capaz de apartar los ojos del toldo. Contempla cómo ondea al viento.
A medida que Pete desciende a las profundidades del metro sobre las escaleras mecánicas, siente que lo va invadiendo la inquietud. «Hay túneles que horadan la ciudad, hay túneles y en esos túneles la gente se sienta en tubos metálicos y va adonde necesita ir». Desciende poco a poco, nivel a nivel, cada vez más hondo, nota cómo cambia el aire, nota en las mejillas cómo aumenta el calor. Se quita el abrigo y lo cuelga sobre el brazo. Comienza a tiritar en mangas de camisa, pero el sudor jadea en sus poros, como corredores en la línea de salida, esperando a que el arma dispare.
Se sube al vagón, pisando con tiento, y se sienta entre extraterrestres y se siente morir, pero se centra en el lugar al que se dirige y en lo que va a hacer y, mientras emerge al aire de Oxford Circus, vuelve a sentir júbilo. Aterrorizado pero, gracias a Dios, sin llegar a perder la cabeza. Al menos, no por ahora. Entra y sale de siete bares distintos intentando hallar el apropiado.
Acaba encontrando un sitio: un restaurante de moda que tiene bar en el sótano. Baja las escaleras y va a parar a una sala de techo bajo, con una vieja barra de madera a lo largo de la pared del fondo. Las sillas son viejas butacas de cine, tapizadas de color púrpura, con los brazos gastados por el uso. La luz es tenue. Hay grupos de clientes sentados bebiendo y charlando, dándose golpes en la espalda cada poco. Hay una o dos personas bebiendo solas. Suena Joy Division. Camina hasta la barra para pedir una pinta de cerveza.
Becky lo ve al otro lado de la sala. No lo ha tenido delante las veces suficientes como para reconocer su aspecto a la primera. La forma de sus piernas, ligeramente combadas. La coronilla de su cabeza, que le clarea un poco. Los ojos de Becky se van posando en todo mientras se acerca a la barra: la textura del terciopelo ajado de las butacas parece tan cansada como ella. La gente que bebe, el hombre de aspecto solitario que intenta no mirar a la pareja que se besa a su lado.
Pete se da la vuelta y la ve caminar hacia él. Esbelta y ágil, como una serpiente, llena de movimiento. Lleva una camisa holgada y vaqueros rotos, contonea las caderas al andar y puede apreciar el contorno de su cuerpo bajo la ropa. En ese momento es la mujer más hermosa que ha visto nunca. Lleva el pelo recogido, pero algunos mechones más largos le caen por la cara, castaño oscuro intenso, casi negro. Pete intenta sonreír, pero las facciones de su cara son agua escurriéndose por un desagüe. Se detiene a su lado. Le da un beso en la mejilla.
—¿Una copa?
—Sí. Voy pidiendo yo —dice.
Impone una seriedad a la que Pete no está acostumbrado. Hay tanta intensidad en la manera en que habita su cuerpo y el espacio que, de un tajo, corta a Pete por la mitad. Pero conversan con desenfado, saltando de un tema a otro, sin prisas ni sensación de incomodidad. Beben cerveza, luego vino, después whisky y, a continuación, ginebra.
Están prácticamente borrachos cuando, por fin, Becky decide que es hora de buscar las palabras.
La habitación se desdibuja y se oscurece. No hay bordes que contengan las formas. No hay bordes que contengan los sonidos. Todo es arcilla y vacío. Becky se desliza hasta el objetivo de su conversación. Su boca es la bocina de un gramófono; su pecho, un vinilo que gira. Sus palabras son lentas, salen empapadas de cieno.
—El libro que estabas leyendo cuando entraste ayer en el café…
Nada en dirección a la superficie desde el fondo del mar, a punto de atravesarla y volver a la vida.
—¿Sí? —Pete no es consciente de la agonía de Becky.
—¿Qué era? —dice, y el tiempo regresa y se queda desorientada. Un chasquido en los oídos y el cuello y las cosas vuelven a moverse a su ritmo. Los objetos recuperan su contorno.
Pete se queda pensativo. La bruma del alcohol lo exagera todo.
—Igual era un libro de John Darke, si mal no recuerdo. Un libro sobre política. ¿Por qué?
—¿Lo habías leído antes? —pregunta con precaución. Su respiración es un ala quebrada.
—No, acabo de conseguirlo. Hace siglos que andaba detrás de él. ¿Te suena John Darke?
Están sentados uno enfrente del otro, en una pequeña mesa junto a la pared. Él se echa hacia delante, apoyándose sobre los codos; ella se echa hacia atrás, apoyándose en el respaldo, con los pies puestos en la silla de enfrente.
—¿Dónde lo conseguiste?
—Por internet.
—¿Qué? ¿Lo buscaste sin más? —Su voz tiene un ligero temblor.
—No, es más bien… Es que estoy suscrito a una web sobre, bueno, esto… libros prohibidos, autores censurados… Ya sabes, todo ese rollo. Y… eh… me van notificando cuando encuentran material impreso y cosas por el estilo.
Se queda mirando a Becky. Ella se sienta y se queda pensando un rato, contemplando la nada. Pete espera. Bebe un poco de ginebra.
—¿Por qué me lo preguntas?
Becky retira los pies de la silla y se gira para quedar frente a él. A continuación, empieza a examinarlo. Pete no le sonríe, sino que se queda quieto. Los ojos de Becky le hacen derretirse hasta quedar tierno. El corazón de ella resbala en aceite. Becky es un cuadro de Francis Bacon que gime en silencio con los ojos desorbitados. El rostro de él es inocente. Tiene una nariz, dos orejas y dos labios como cualquier ser humano, pero transmite algo que logra acercarla a su padre más que nunca.
—John Darke.
—Sí.
—¿Y quién es?
Pete aprieta los labios y tuerce el gesto.
—Bueno… —Su tono está lleno de entusiasmo—. Es una leyenda. Menudo hombre.
—¿Por qué? ¿Qué hizo?
—Pues, bien, ya que me preguntas… ¿Era político? Bueno, yo diría que sí. Y escritor. Y también profesor. Era… eh… una mente brillante. Sin duda alguna. Quiero decir, el libro, lo que llevo leído de él hasta hora, es algo asombroso. Este hombre tenía una idea sobre cómo hacer que la democracia fuese responsable, sobre cómo reimplantar la democracia en Occidente y arrebatarle el poder a las grandes empresas y devolvérselo a la gente. Pero… ¿qué pasó con él? Una cosa terrible. Se la jugaron. Lo acusaron de algo. ¿Asesinato? Algo horrible. ¿Violación? Su reputación hecha pedazos, hundido hasta el fondo. Lo encerraron durante una buena temporada, pero su legado sigue vivo. Sus ideas, vamos. Creo que aún lo tienen metido en algún lado.
El corazón le palpita. Se queda clavada en su asiento, con la boca ligeramente abierta, apretando su copa.
Pete extiende los brazos:
—Vaya tío. —Sacude la cabeza—. Pero bueno, es que yo estoy muy metido en esto, como ves. Puedes buscar sobre él en Wikipedia o por ahí.
Becky mantiene la mirada durante más tiempo de lo que él es capaz de aguantar. Pero él es incapaz de leérsela. Se levanta de repente.
—Voy un momento al baño, Pete —dice, con las piernas temblando dentro de sus vaqueros.
Camina con tiento hasta el lavabo de señoras, se pone delante del espejo y se queda contemplando los rasgos de su cara durante un minuto entero.
Están ya en la calle, embotados por la bebida, fumando. Hablan en tono amistoso sobre los colegios a los que han ido y los trabajos que han tenido. Se dirigen hacia la parada de autobús, Becky se ha cogido del brazo de Pete, se agarra a su manga, siente su costado.
Mientras el autobús cruza el puente, de vuelta al sur, ambos sienten la sacudida y el chorro a presión del hogar.
Becky quiere llevárselo a la cama. Pete se ha venido arriba con el alcohol y le pasa el brazo por el hombro mientras ella camina junto a él por la ululante avenida principal del barrio. Se enroscan en la escalera, salen al pasillo de la cuarta planta y se asoman a las calles, a las encías sangrantes de Londres. Pete entra en el apartamento detrás de ella y espera a su lado en la diminuta cocina a que Becky abra el whisky y encuentre un cacharro limpio donde servirlo. Cruza por delante de él para alcanzar los vasos y Pete siente la carga eléctrica de su proximidad, extiende los brazos hacia ella y Becky reacciona. Se detiene lentamente, retrocediendo hasta ponerse a un centímetro de su cara, rozándole la piel con la nariz. Él se queda paralizado, contemplándola. Comienzan a besarse y se arrojan al suelo a la vez, desvistiéndose con ímpetu, dando con las rodillas contra los duros azulejos de la cocina y con la cabeza en los muebles. Riendo, zafándose uno del otro, buscándose de nuevo.
Por la mañana, Becky se despide de él en la calle principal con un beso. Un beso en la boca que hace que el mundo a su alrededor se encoja y que ellos se estremezcan por dentro. Se aleja, su cuerpo parece un engranaje. Pete se fija en la simetría perfecta de cada golpe de tacón que da, de cada pisada que eleva, atravesado por lo contenido de sus movimientos. Ella no se gira en ningún momento. Él la contempla abrirse camino por la calle hasta que la pierde de vista. Y aun entonces, admira el último espacio que ocupó hasta que le duelen las cuencas de los ojos.
Becky va pensando ya en otros asuntos. Se dirige al café de su tío. Se pregunta si sus tíos se portaban bien con su madre cuando eran pequeños. Si su madre recuerda los días anteriores a su llegada a casa del tío Ron, cuando dormían en una cabina de teléfonos.
Se acuerda de un grupo de bailarinas que iban a clase con ella y que presentan un espectáculo en el centro. En el folleto visten de negro de pies a cabeza, iluminadas por potentes haces de luz. Se rio de la imagen cuando la vio en internet, pero ahora le vuelve a la mente y le duele. Se las imagina reuniéndose, ensayando juntas. Siempre había considerado que sus ideas eran simplonas, y a sus rutinas les faltaban elementos de innovación. En clase eran personalidades dominantes que armaban follón y carecían de imaginación. Era más fácil reírse de ellas que reconocer que, desde el primer momento, se había sentido en un plano superior. Pero estas chicas se dedican ahora a la danza y ella, no.
Se acuerda de Kemi Racine, con su ceja única, oscura y hundida sobre el rostro como la de Frida Kahlo, muriéndose de ganas de bailar, hablando de todos aquellos que llegaban a las audiciones más obsesionados con ser bailarines que con bailar de verdad. Racine es la coreógrafa actual favorita de Becky. Nunca se hace con los encargos importantes. Sólo la conocen los que la buscan. No es famosa ni se la tiene en alta estima precisamente. Con frecuencia plagian su trabajo y lo hacen pasar por obra de compañeros masculinos de mayor éxito. Da clases en una escuela de poca monta en Copenhague. Becky había leído el artículo de prensa que publicó la semana anterior. Era una llamada a las mujeres para no abandonar la coreografía, ni echarse atrás por falta de oportunidades, financiación o apoyo. Tiende tus propias redes, decía. Alimenta tu propio motor.
Becky contempla a la gente por la calle, oye el bullicio, siente la acera y se atreve a pensar en todo lo que le gustaría contar algún día, con su cuerpo, en una pieza creada por ella misma.
Pete echa a andar. La ciudad se tambalea a su alrededor. La gente lo empuja al pasar, lo insulta; se siente perdido entre el marasmo. Las imágenes súbitas de su cuerpo junto al de Becky lo colman de una alegría secreta, pero siente el temor cerca. Lo mantiene a raya, aunque siente la presión. Nunca sabe cuándo le pondrá la zancadilla.
Decide hacerles una visita a Nathan y Mo. Son dos de sus amigos más antiguos y lleva meses sin verlos. Viven como a un cuarto de hora, yendo hacia Honor Oak Park. Abandona la calle principal y enfila por la amplia alameda flanqueada por caserones antiguos maltratados por el tiempo, elevando la mirada hacia los tejados engalanados y los grandes ventanales. Deja atrás la iglesia, gira a la izquierda, internándose entre la porquería y el polvo de edificios de ladrillo achaparrados, marcos de ventana rotos y fachadas ennegrecidas por el humo de la carretera. Niños que gruñen. Perros que sonríen. Pasa con lentitud por delante del establecimiento de fish and chips, del quiosco, de la licorería, de unas niñas montadas en bici que se gritan unas a otras, del local de pollos, de la barbería, de tres hombres vestidos con túnicas apoyados sobre los aparcamientos de bicicletas que hay delante de la cooperativa de consumo, del restaurante jamaicano, de la panadería, de la funeraria, del bloque de viviendas, de un hombre trasladando una nevera sobre dos monopatines, del garaje en el que atiende la taquilla una mujer que es tonta del culo, del autolavado, del kebab, de las casas de muros encalados y senderos de gravilla, del pub, del otro pub. Del agradable restaurante caribeño. Pete se cuela por la cancela de hierro y ataja por el cementerio. Descuidado y comido por la maleza. Árboles por doquier. Se queda contemplando cómo se mecen entre los rayos del sol. Las losas resquebrajadas, los ángeles y los panteones. El crujido del sendero de gravilla bajo sus pies raudos. El olor a primavera en el aire.
Nathan es recio y corpulento. Lleva barba. Toca el bajo, crea bases de música electrónica y habla como un subwoofer. El cuerpo de Mo es tan desgarbado que da la sensación de que se sostiene precariamente. Camina a zancadas y su cara es todo sonrisas. Trabaja en el call centre de una compañía eléctrica. Están los dos tirados en el sofá, viendo lo que dan por la tele. Van por la mitad de un programa de citas. Pete se sienta entre los dos, estira las piernas y comienza a liarse un porro.
—¿En qué andas últimamente? —le pregunta Mo, mirándolo con los ojos rojos.
—Poca cosa —responde Pete. Mo asiente con la cabeza.
—Guay entonces —añade Nathan, y vuelve a repantigarse en el sofá.
Pete clava la mirada en los colores del monitor de plasma que tiene delante. Contempla cómo los píxeles se desfragmentan y se entremezclan de nuevo. Todo comienza a moverse a gran velocidad y puede sentir el pavor acechando desde un rincón del salón: una sombra con las fauces abiertas, la cabeza echada hacia atrás y que deja escapar una carcajada de loco. Parpadea. Vuelve la mirada a la tele. Pero el mundo se ha acelerado y todo aquello en lo que consigue fijar su concentración reduce la marcha. Se mira las manos: están lejos de él. Siente que suceden cosas fuera de su vista. Le empieza a picar la piel, el sudor se prepara bajo sus poros para salir. Su visión se vuelve apresurada, abrupta, violenta. «Respira». Pero es una respiración pixelada, demasiado rápida. «Calma». Latidos violentos. Dolores en el pecho. «Tranquilo». Los ojos puestos en la tele y luego en el papel de fumar.
—Este tío es gilipollas —protesta Nathan—. ¿A esta gente de dónde la sacan?
—Es la tele, hombre —dice Mo—. A esta gente se la inventan.
Ven el programa en silencio, poniendo cara de desprecio.
—Deberías ir a esto, Mo. Lo petarías fijo —lo provoca Nathan.
Pete recibe la ocurrencia con una amplia sonrisa. Parpadea un par de veces. Siente que recobra su rostro.
—¿Eso crees? —Mo mira por encima de él, en dirección a Nathan.
—Sí, seguro que les encantas —asegura Nathan—. Imagínate. Serías el puto amo.
Los tres miran la pantalla. Un hombre con un chaleco abierto sobre un pecho aceitado y unos pantalones chinos amplios se desliza por una barra en medio de un plató de televisión mientras que treinta mujeres situadas detrás de unos podios indican si tendrían una cita con él encendiendo o apagando unas luces. Pete se mira las manos: sigue respirando. Está sentado entre los otros dos, recordándose quién es él, quiénes son ellos. Le gustaría decirles algo, pero el silencio dentro de su boca es una descomunal manzana que le impide hablar, encajada en su garganta. Está convencido de que existe algo terrible que va a venir a por ellos. El temor va creciendo desde un lugar de su interior. Todo lo que podría salir mal sale mal en un bucle que reproduce los detalles más escabrosos. Su cuerpo vuelve a ser suyo poco a poco. La forma en la que Becky ha escalado por él ha dado un vuelco a todo. La manera en la que lo agarró del cuello. Sorbe por la nariz y se limpia con la manga.
Pete tenía doce años cuando empezó a fumar porros. Comenzó a andar con los chicos de su barrio, que se lo llevaban a hacer pintadas con ellos. Sus nuevos colegas eran unos conspiranoicos entusiastas. Se colocaban y hablaban durante horas sobre las organizaciones ocultas que controlaban el mundo. A Pete todo le cuadraba a la perfección. Había razones y pruebas, había profecías antiguas y evidencias irrefutables y un relato sobre el advenimiento del fin. Se iniciaría con la creación de un gobierno mundial. Unidos bajo una misma moneda. Existiría una policía mundial. Un sistema de justicia universal. Un ejército bajo el control de la Bestia. Cuando esto ocurriese, nos hallaríamos ante los últimos días y los últimos días sólo hallarían su fin cuando únicamente sobreviviesen en el mundo dos buenas personas, las dos últimas que se negasen a llevar la marca de la Bestia: un chip que el gobierno mundial nos injertaría en las manos. Estos chips, proseguía el relato, quedarían justificados en nombre de la seguridad pública y la conveniencia. Una economía sin dinero en metálico. Un chip y se acabaron los billetes. Ya no te podrían robar. Haría de carnet de identidad y de tarjeta de crédito. Sería también tu nuevo móvil. Tu tarjeta de transporte. ¿Qué tendrías que esconder? Sería tu pasaporte. Sin él no podrías cruzar fronteras, comprar víveres o pagar la factura del agua. No podrías subsistir. Lo harían poco a poco para que creyésemos que era elección nuestra. No acertaríamos a verlo como una imposición: lo veríamos muy ventajoso, sería el nuevo accesorio imprescindible. La solución a todos nuestros temores infundados. ¿Por qué no ibas a querer uno?
A medida que fue cumpliendo años, Pete contemplaba la creciente omnipresencia de los chips portátiles con un temor angustioso y estridente. También observaba los avances de la llamada guerra contra el terrorismo con el corazón encogido: la consideraba el inicio del aplastamiento de toda nación que desafiase el dominio mundial de Occidente.
Las teorías decían que, una vez que nos implantasen estos chips, el mundo entero quedaría dividido entre los que aceptasen el chip y los que no. Se acabaría el racismo, la lucha de clases, la desigualdad entre los sexos… Sólo los que portasen el chip y los que no. Los que no, serían considerados terroristas, enemigos del progreso, estarían sujetos a tortura y vigilancia constante y, finalmente, morirían. Vivirían formando bandas en medio de la naturaleza, serían cazados por soldados con balas rastreadoras de calor. Y cuando sólo quedasen dos, los últimos dos del mundo que hubiesen rechazado el chip, todas las almas de los que habían muerto volverían a la Tierra para luchar entre sí, el bien contra el mal. Marcados contra no marcados.
Pete se pasaba todo el tiempo sentado a oscuras con sus colegas, metidos en sus habitaciones con las paredes forradas de pósteres de bandas de metal y raperos hardcore, en lóbregos pisos del barrio de Catford, acariciando a sus perros. Dedicaban el tiempo a mover la cabeza, hablar entre susurros y ver documentales con las cortinas echadas en pleno día. Y estaba convencido de que aquello era verdad. Estaba seguro de que sería uno de los dos últimos.
Cuando creció, se apartó de ese ambiente, pero éste nunca lo abandonó a él. No del todo. Comenzó la universidad y no podía evitarlo: todo lo que aprendía lo hacía a través del filtro de aquellas densas e interminables historias para no dormir. Era como una fe oculta que no podía mencionar. Leía sus libros de texto o asistía a clase y cuanto más aprendía sobre el funcionamiento del mundo, más convencido quedaba.
Evitó utilizar la Oyster card[7] todo el tiempo que pudo porque no le gustaba que fuese obligatoria. Daba igual que no desease que sus movimientos quedasen registrados. No podría coger un autobús hasta que no lo hiciese como ellos querían. Pero al final se rindió, y cada vez que la usaba para desplazarse o prepararse una raya, sentía que se le caía la cara de vergüenza.
Sabía que iba a suceder así. El chip llegaría y él le haría frente tanto tiempo como hizo con la Oyster, pero acabarían poniéndoselo como a todos los demás, sin ni siquiera darse cuenta.
Pete le da una calada a su porro. Tiene la cabeza hundida hasta el fondo entre los almohadones del sofá. Fuma a grandes bocanadas. En la tele ponen anuncios. Mo baja el volumen.
Nathan se remueve en el sofá e inclina la cabeza hacia Pete.
—¿Está bueno? —le pregunta, señalando el canuto sin emplear las manos y poniendo la cara más lastimera que sabe.
—Sí, está bueno, gracias, Nathan —responde Pete.
—¿Cómo no iba a estarlo? —dice Nathan reflexionando un instante—. Y me imagino que una rica taza de té le iría genial. ¿No te parece?
Pete lo mira con los ojos entreabiertos y le da un rotundo no por respuesta.
—Vamos, hombre, ponnos un té, porfa, Pete.
—Estoy en tu puta casa, el té me lo sirves tú, tocahuevos.
Nathan finge asombro:
—Tampoco es para que te pongas así, ¿no?
Miran los anuncios con el sonido aún bajado.
Nathan no aguanta ni un minuto:
—Anda, Pete —suplica—. A nadie le sale el té como a ti.
Sonríe complaciente. Habla con una devoción exagerada.
—Tu té es perfecto. Perfecto. Inmejorable. Con la bolsita puesta el tiempo exacto, con el punto justo de azúcar. Con su lechecita…
Nathan le da una chupada a su porro, aguanta el humo y lo expulsa lentamente, con los ojos medio cerrados.
—Mierda, Pete —se queja—. Es que haces del té un arte.
Le ofrece el peta a Pete y asiente con cara seria.
—¿Yo? —prosigue—. A mí no se me da bien. ¿A que no? No tengo ninguna maña.
Se quita una hebra de tabaco del labio.
—¿Pero a ti? —concluye—. ¿Tu té? ¡Buah!
—Pues tío, lo que hay que hacer es practicar más, eso es todo. Seguro que algún día te sale, Nathan. Te lo prometo —le anima mientras le da golpecitos en la rodilla para redondear el sarcasmo.
—¡No! —niega Nathan—. No, oye, atiende. —Se lleva el canuto a los labios y gesticula con las manos—. Ni años de práctica harían por mi habilidad para preparar el té lo que el talento innato ha hecho por la tuya.
Pete pone cara de derrotado, sacude la cabeza, le pasa el peta a Mo y se pone en pie.
—¡Hombre! ¡Gracias, tío! —exclama Nathan—. Sabía que podía contar contigo. —Nathan le regala una sonrisa, amodorrado y con los ojos brillantes, rezumando gratitud.
Pete se dirige al otro lado de la moqueta, donde la cocina se une al salón.
—Eres el mejor, Pete, de verdad —le dice Nathan mientras abandona la sala—. Llevaba una hora dándole la chapa a Mo para que fuese a preparármelo.
Mo sube el volumen ahora que han terminado los anuncios, estira las piernas y le da una calada al porro de Pete.
—Te podrías hacer tú el té, puto vago.
No vieron su silueta aproximarse, pero cayó sobre ellos. Paulatinamente, inmensa y cubierta de sangre. Hizo que se precipitasen el uno hacia el otro.
Ella tenía dudas. Le decía que no quería nada serio y él respondía que sí, que claro, que él tampoco. Pero él comenzó a pasarse por el café casi todos los días.
Besarla era como abrir la puerta de un horno de fundición.
Ella no dejaba de decirse a sí misma que no tenían nada. Que estaban viendo cómo se desenvolvía la cosa. Sin ataduras. Sin compromisos. Ya tenía mucho encima. No quería novio. Le dejó claro que ella iba a seguir viendo a otras personas. Él le dijo que sí, que también era lo que él quería.
La ciudad se abrió a ellos. Todo les pertenecía. Envolvieron mutuamente sus cuerpos, sintieron el amanecer contra su piel desnuda, juntos en la cama, sin medida del tiempo, íntimo rojo, lúcidos esplendores de relámpago, nubes de lluvia estallando en el exterior. Entretanto, dentro, la exploración sin fin. Cada vez más cerca el uno del otro.
—Dame tu boca —le decía ella, metiéndole los dedos dentro, atrayendo su mentón con las dos manos.
Ella hizo de él un hombre, una mujer, un niño. Él nunca había conocido algo así. Se sorprendió sentado sobre el regazo de ella durante una fiesta, haciendo monerías para su regocijo, disfrutando de lo que los ojos de ella provocaban en su cara. Una mirada hacía que le entrase una risa tonta y lo llenaba de vitalidad. Otra mirada lo hacía ponerse circunspecto y arder de deseo por dentro, una pasión oscura que ella despertaba con el movimiento de sus pestañas. Las cosas por las que lo hacía pasar. Ella era como un cuerpo extraño dentro del suyo. Metal alojado en un órgano vital. Una impredecible metralla ahí clavada desde el instante en que posó los ojos sobre ella y sintió la ráfaga.
Pasaron varias semanas. Las cuatro de la madrugada en su piso de Deptford. Cuerpos descoyuntados después del sexo. Yaciendo sobre sábanas empapadas de sudor. Sabían que estaba ahí en ese momento: un vértigo novedoso, oscuro e informe, pero presente de noche en la habitación, presente en la manera en la que él ansiaba su perfil y los contornos de su figura.
Ella le contó quién era su padre. Le dijo que su madre la obligó a cambiarse el apellido. Que se había pasado quince años imaginando que nunca había tenido padre. Él no creía que fuese verdad.
Se cogían de la mano en el cine, bebían cervezas en los pubs, paseaban por la orilla de los ríos; hacían todo lo que hacen las parejas.
Le contó quién era su madre. Cómo había renunciado a su vida y lo desgraciada que había sido. Le dijo que ella no sería capaz de hacer lo mismo. Nunca sacrificaría sus sueños por nadie. Él le dijo de todo corazón que no, que nunca debería hacerlo. Ella le habló sin lágrimas ni sentimentalismo del día en que su madre se fue; él no podía creer las cosas por las que ella había pasado.
—¿Por qué no vas a visitar a tu padre, Becky?
—Nunca tengo ganas de verlo. —Y lo decía con tanta naturalidad, con tanta sencillez, que no cabía decir más. Los padres de Pete no estaban en la cárcel ni se habían fugado a un convento. Su madre trabajaba en la óptica que quedaba calle abajo y su padre estaba en su oficina del centro. Toda su vida había confiado plenamente en ellos. Nunca tuvo que plantearse si sentir amor resultaba seguro.
Cuando ella le contó lo que hacía para ganar dinero, a él le costó asimilarlo. Pero, teniendo en cuenta todo su pasado, había que comprender que el sistema de valores de Becky fuera distinto al suyo. Dejó su moral a un lado y puso en cuestión su procedencia. Podía sentir a su padre dentro de él, la obsesión de su padre con lo que gobernaba la brújula moral de las personas. Le daba vueltas y vueltas en la cabeza al trabajo de ella. Con paciencia, ella le explicaba una y otra vez que no todo lo que pensaba sobre el tema era necesariamente cierto.
—Es como dice mi tía Linda —le contaba—. Lo que para un hombre es el destello de un relámpago que desgarra el cielo a su paso, para otro es una estrella fugaz que apenas alumbra.
Están en el parque, la última brisa de la primavera sopla entre los árboles. Impetuosa. Como un redoble de timbales, como océanos que entrechocan. Todos los árboles al unísono, bailando. Acompasados como una fila de borrachos tambaleándose de un lado a otro.
—Pete, es muy importante para mí mantenerme por mis propios medios. Tú estás viviendo del paro. No es por meterme contigo, pero es la verdad.
Pete y Becky miran fijamente hacia el ondulante verdor, roto lo que les unía. El viento les echa el pelo hacia atrás. Becky bebe té de un vasito de poliestireno. Su superficie se bate y forma ondas.
—¿Quieres que deje la danza?
Él se queda mirando sus manos.
—No digo eso.
—Sí, lo dices —le recrimina. Y a él estas palabras lo abren en canal. Contempla sus entrañas retorciéndose, sorprendido de ver de qué pasta está hecho en realidad.
—Si dejo de dar masajes no puedo permitirme bailar.
—Pero habrá otras cosas a las que puedas dedicarte, ¿no?
Becky le habla despacio, como su fuese un niño, como si se lo explicase por milésima vez.
—Puedo trabajar dos horas dando masajes y ganar lo suficiente para una semana. Eso me da libertad para ir a los ensayos. Estoy yendo a clase. Y encima tengo que trabajar en Giuseppe. Se lo debo a mi tío, pero no me pueden pagar una mierda, Pete. Ya sabes cómo va esto.
Se estira para coger su té, ella se lo pasa. Bebe pensativo.
—No tendrías por qué sentir estos celos. —Pete se sienta al borde del banco, intentando escucharla sin sentirse enfadado—. A mí no me supone ningún problema, ¿por qué a ti sí?
—Sabes muy bien por qué —dice Pete, sintiéndose diminuto.
—No sé exactamente lo que te da miedo, pero no es como imaginas, Pete. Es sólo una persona tocando el cuerpo de otra. —El viento retumba con más fuerza—. ¿No lo ves? Esto no tiene por qué suponer una amenaza para nuestra relación. Es mi trabajo. Y no voy a dejar de hacer lo que siempre he querido porque tú te pongas celoso.
—Si yo con la danza no tengo ningún problema. —Se siente desesperado. Tiene todas las de perder.
—Pues las dos cosas van unidas —afirma—. No pienso dejarlo. Así es como me gano la vida.
Busca los ojos en aquel rostro, pero es incapaz de encontrarlos. Él sigue con la mirada puesta en el regazo.
—Estoy sola —dice—. Llevo sola desde los quince. No tengo ahorros, no puedo recurrir a mis padres, como bien sabes. No les puedo pedir dinero a mis tíos porque ellos tampoco lo tienen. Ya les cuesta lo suyo mantener el café abierto. Estoy yo sola, Pete, sólo tengo lo que puedo conseguir por mí misma.
No dice: «A diferencia de ti», pero Pete oye cómo lo piensa.
Le devuelve el té a Becky.
Se sienta en el pub con sus amigos. Es un fantasma metido en una sudadera. No tiene nada que decir: se limita a pasar el rato. A sus amigos les comienza a aburrir su perpetuo abatimiento. Llega a casa y espera a que ella acabe el turno. Son las tres de la mañana. Está leyendo. Dibuja bocetos en su cuaderno. Se encuentra bien. No piensa en habitaciones de hotel, ni en las caras de esos hombres, ni en sus cuerpos, ni en cómo ella toca sus pollas. ¿Les pone la misma sonrisa cuando se corren que la que le pone a él? No piensa en eso. Ella llamando a la habitación del cliente. No piensa en eso. La voz de ella en su cabeza. «No es para ponerse celoso». Y sabe bien que «no supone ninguna amenaza». Pero no es que esté precisamente en disposición de decir: «No trabajes esta noche, yo te pago el alquiler este mes, tú céntrate en la danza». No tiene una puta libra. «No supone ninguna amenaza». Se está desmoronando. Se pega a sí mismo un buen rapapolvo.
Una hora después, ella lo llama para decirle que ya ha salido. Abre la puerta y sabe dónde ha estado y es una alegría ver su cara bajo la luz de las farolas, esos ojos que ama, la sonrisa que dibujan esos labios que son los mejores labios del mundo; aunque sabe dónde ha estado y le duele; no puede evitarlo.
—Dame tu boca —dice ella.
Y él se la entrega, pero sin entregarse.