CÁLIDA NOCHE, FRÍA NAVE ESPACIAL

Harry sujeta un fajo de dinero. Se dispone a contarlo por cuarta vez. Los calcetines le quedan demasiado grandes, flojos por los tobillos. Eso le repatea pero no le ha dado tiempo a poner una lavadora y siempre usa primero los mejores que tiene. Lleva los labios pintados de rojo brillante. A veces, cuando cuenta el dinero, le gusta ponerse barra de labios y engominarse el pelo hacia atrás como un torero.

Leon baja las escaleras y entra en el salón. Sus pisadas son suaves, pero Harry las oye de la misma manera que uno oye el roce de sus propias piernas al moverse. Su intuición lo localiza dentro de la casa. Leon se planta en la puerta de la cocina.

—¿Todo bien? —le pregunta Harry, sin apartar los ojos del dinero.

—Todo bien —responde, se acerca a la nevera, la abre y se inclina para echar un vistazo dentro.

—¿Una cerveza? —pregunta.

—Venga —dice mientras cuenta.

Leon saca una, la abre y se la pasa. Saca otra para él y se sienta a la mesa, enfrente de Harry.

—¿Cuánto tenemos? —pregunta sin apartar la vista de la botella.

—Seiscientas setenta mil libras —Harry resopla a través de sus labios apretados—. Entre esto y lo que tenemos apartado. En unos siete u ocho meses ya nos ponemos ahí, si no antes.

Leon pega un pisotón contra el suelo de linóleo.

—¡Joder! —dice, y hace que la palabra dure un rato largo.


Leon se había criado en el edificio de apartamentos que quedaba junto al área comercial al comienzo de la calle donde vivía Harry. De niños los dos eran inseparables. Jugaban a las peleas y al fútbol y tramaban planes para ganar millones: iban a comprarse un submarino en el que vivirían, y del que tiraría una flota de tiburones que acudiría a la llamada de su silbido como si fuesen perros.

Leon era un niño tranquilo de cara bonita. De madre inglesa y padre indígena venezolano, poseía una fuerza que iba creciendo constantemente bajo su piel. Con diez años se pasaba las tardes leyendo sobre revoluciones y guerras civiles. Se metía bajo las sábanas con libros de la biblioteca y leía a la luz de una linterna. Algunas noches, hasta la hora del desayuno. La Historia le fascinaba, quizá porque no sabía nada de la suya.

No llegó a conocer a su padre, nunca vio una foto de él, nunca oyó su nombre. No conocía ni un retazo de su vida, pero cuanto mayor se iba haciendo, más se asemejaba a él y más se atenuaba el parecido con su madre.

Sus padres se habían conocido en una época muy distinta. El padre de Leon, Alfredo, había viajado hasta Inglaterra con dieciocho años, de la mano del célebre activista ecológico y periodista británico James Peake, que había convivido en la región amazónica del Orinoco con la etnia de Alfredo, los wotjuja, durante tres años, aprendiendo sus costumbres y documentando su lucha.

James era un inglés cargado de buenas intenciones pero rematadamente inconsciente, con una enorme fortuna heredada y complejo de héroe. Su interés antropológico era sincero, pero su reverencia hacia los pueblos indígenas rayaba en lo malsano. En el fondo, estaba ansioso por ayudar, pero tendía a ser paternalista e idealizar a la tribu. Encontró en Alfredo una oportunidad para «marcar la diferencia» y la atrapó con todas sus fuerzas.

A Alfredo se le endureció el espíritu tras años de ser testigo de la destrucción de todo aquello que tenía por sagrado. Eran los últimos días, los que cantaban los sacerdotes y poetas. Sentía que la selva se encogía y gritaba. Sus tíos le habían contado la historia del día en que los hombres de la gran empresa estadounidense habían llegado con sus contratos, sonriendo a los ancianos mientras les entregaban sacos de azúcar y arroz blanco y barriles de gasolina a cambio de una equis sobre un trozo de papel. Y de cómo luego, al cabo de unas semanas, llegaron con su camiones y sus máquinas y abrieron las minas. Vio a los suyos caer enfermos de males que los chamanes eran incapaces de sanar empleando las hojas con las que siempre habían curado a su pueblo. Había visto a los mineros desgarrar la tierra, arrancar las raíces de los árboles y matar a los dioses que habitaban en su interior y que protegían la selva. Los había visto rasgar los cielos e incendiar las nubes. Había visto el cáncer descender de las gigantescas nubes de humo negro que día y noche brotaban de la mina a raudales. Y había visto nacer a niños con ronchas rojas en la cara, ronchas que lloraban y sangraban y que significaban que el niño iba a morir.

Alfredo era joven y, como le sucede a muchos jóvenes de todas las partes del mundo, contemplaba la injusticia y le provocaba dolor. Su furia se desbocaba y se revolvía en su interior como un animal. Aún no tenía edad para decirse que no había nada que hacer.

En un esfuerzo por proteger su hogar y a su gente de la destrucción total, Alfredo, instruido por James Peake, había aprendido inglés. Se le daba bien y se puso a leer hasta que James se quedó sin libros que proporcionarle. Bajo la diligente tutela de James, solicitó plaza en la Universidad de Oxford. Iba a emprender esta lucha de la única manera que consideraba eficaz: con las armas del enemigo.

Hablaría el lenguaje de su opresor, aprendería sus leyes y comprendería su lógica deleznable. Después, pensaba, estaría mejor pertrechado para explicarles que estaban asesinando a su pueblo y que éste no podría sobrevivir mucho más. Estaba convencido de que una vez que supiesen lo que estaba pasando, cuando entendieran el coste de la destrucción, no habría forma de que el responsable de todo lo que le sucedía a su gente, fuese quien fuese, eligiese el dinero por encima de la vida humana. No si le hacía ver que esa elección era sencilla y no admitía otra solución.


La madre de Leon, Jackie, se había fugado de casa cuando tenía quince años para ir en busca de un tío suyo al que nunca había conocido, pero del que había oído contar historias toda su vida. Alistair McAlister era el mellizo de su madre. Era un famoso jockey con una casa enorme que estaba casado con una estrella del pop. Vivía en Londres, donde todo el mundo era guapo y rico. El alma en pena que Jackie tenía por padre había perdido el trabajo y con él la dignidad. Vivía en un pueblo costero cerca de Middlesbrough. Allí no había nada para ella. Sólo el mar, los pubs y su padre buscando empleo. Su madre, enganchada a las drogas, se había ido apartando paulatinamente de sus vidas. Llevaba años sin pisar la casa. No hubo discusiones lacrimógenas, ni portazos. De repente, un día, se fue en silencio. Su adicción era un asunto gradual, triste y silencioso. A veces Jackie la veía sentada junto a otros drogadictos en la calle principal, con la piel plagada de arrugas y delgada como un hilo. No parecía que Jackie la echara de menos, pero su ausencia volvió distante a su padre. El silencio en la casa era más fuerte incluso que el olor a humedad.

Jackie se sentaba con su padre a ver la vida de los demás por la tele. Las actrices de las series tenían amoríos y vestían chaquetas de cuero. Los estudiantes tenían sueños y aventuras. Los jóvenes tenían amor y moda. Jackie era una adolescente solitaria y no sabía en qué creer. Una oscura tarde de invierno, un anuncio estalló en medio del salón. Su tío Alistair les sonreía desde un plató iluminado. Estaba promocionando un nuevo programa de entrevistas. Personalidades del mundo del deporte se partían de risa mientras le intentaban ganar llevando en la boca un huevo sobre una cuchara. Vestía un traje caro y zapatos brillantes. Los colores se desparramaban como olas sobre sus muebles de tonos apagados. Los dos, sentados en el sofá, se encontraron de pronto bañados en un brillo efervescente y multicolor. El padre de Jackie expresó su desagrado chasqueando la lengua, pero Jackie sabía que se había quedado sobrecogido.

La madre de Jackie siempre había odiado a su hermano y no se molestaba en disimularlo. Jackie sólo lo había visto un par de veces, cuando era demasiado pequeña como para tener un recuerdo nítido. Lo que tanto fastidiaba a su madre era que cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no se le pasaba ni una sola vez por la cabeza la posibilidad de no lograrlo. Su empuje. No confiaba nada en él. Pero ahí estaba, en la tele. Jackie sintió cómo se le aceleraba el corazón. De lleno, sin medias tintas.

Las amistades de Jackie eran pasajeras, si puede hablarse de amistades. Nunca había tenido novios ni mejores amigas; ni tan siquiera amigos invisibles. Era la chica parada de ojos nerviosos. Olía mal y se metían con ella por eso. En casa no había cuarto de baño ni ropa limpia, y sus inquietos ojos de color gris tenían que conseguirse su propia comida. Pero un frío día de junio despertó con una sensación de calor en las sienes; quizá de fiebre, quizá de ira. Al llegar el mediodía, se encontraba ya corriendo sobre los adoquines húmedos de su pueblo para llegar a la estación. Vio un repentino resplandor en el cielo. En su interior sonó una sirena. Estaba segura de que el resplandor tenía forma de disco. Una luz blanca y brillante. Siempre había creído en los extraterrestres. Sabía que estaban ahí y que estaban de su parte. Volvió a mirar pero el cielo volvía a estar gris y vacío. Sabía que era la forma que tenían de decirle que hacía bien en echar a correr. Esto provocó que sobre su cara se extendiese una sonrisa culpable mientras pasaba a toda prisa por el torno de la estación. Pegada a la mujer que tenía delante, se coló sin billete.

Jackie llegó a Londres con lo puesto. Se había ocultado del revisor en los lavabos durante todo el viaje. Petrificada. Se bajó del tren, se internó en el amplio vestíbulo de la estación de St. Pancras y, de repente, le cayó encima todo el peso de su huida. Todos aquellos desconocidos, adultos, extraños y más altos que ella. Apresurándose para coger trenes que los llevarían a lugares que Jackie imaginaba llenos de amor y top models. Comenzó a reñirse a sí misma. Escuchó las vocales entrecortadas del acento de su padre dentro de su cabeza y se pellizcó los brazos como castigo. Intentó combatirlo, pero ya lo veía venir. Se echó a llorar.


Lily Peake, la esposa de James Peake, se dirigía a casa tras visitar la tumba de su madre. Ensimismada, atravesaba el vestíbulo de St. Pancras sintiendo a su madre con más contundencia de la que jamás había experimentado cuando vivía. En vida, su madre sólo le hacía sentir vergüenza. Un ser peculiar, que parecía tener tanta fijación por las debilidades ajenas que Lily apenas podía soportar sus visitas esporádicas, merendando pasteles de nata en un salón de té en Londres. Pero ahora que estaba muerta, Lily veía a su madre bajo una luz distinta: se dio cuenta de que no era la debilidad sino la sinceridad aquello a lo que otorgaba tanta importancia. Iba recorriendo la estación mientras sentía el deseo irreprimible de estar de nuevo junto a su madre, de contemplar cómo se movían sus arrugas, revelando las expresiones hacia las que había alzado los ojos desde que se abrieron por primera vez. Experimentó una ternura desoladora y se dio cuenta de que daría cualquier cosa por una incómoda hora escuchando las opiniones trasnochadas que tenía su madre. Lily no pudo aguantar más y rompió a llorar.

Ahí estaban, una mujer llorando y una niña llorando. A menos de treinta metros de distancia. Jackie iba medio agachada, pero continuaba desplazándose entre la multitud. Lily, mostrando mayor compostura, pero dejando que las lágrimas corrieran por su rostro. Y, de pronto, a través de su llanto, se fijaron la una en la otra. A Lily le causó impresión la niña asustada. Aquella niña que sollozaba con la cara sucia, raquítica, esmirriada y desesperada, pero con una calma que no había visto desde la última vez que contempló los ojos de su madre. Lily siempre había creído en las señales. Se secó los ojos, se recompuso un poco y le brindó a Jackie una sonrisa desde lo más hondo de su ser.

Jackie se asustó. Echó a correr por toda la estación, tropezando con las cintas de las bolsas de viaje y pasando a toda velocidad por delante de unos adolescentes refunfuñones. Sus hombros huesudos chocaban contra vientres abultados. La gente le gritaba mientras ella los iba esquivando y se dirigía a la salida. Lily, impactada y moviéndose con cautela, observaba a la niña huir. La cabeza le iba a mil por hora. Sin darse cuenta, se lanzó tras ella.

—¡Oye! —Lily oyó una voz—. ¿Pero adónde te crees que vas?

Un hombre pretencioso y con la cabeza como una bola de billar. Gordo y ofendido, con el contenido de su maletín desperdigado. Documentos importantes por el suelo, levantados por los aires y arrastrados por el rebufo de los trenes que partían de la estación, revoloteando por doquier. Lily emergió de entre la multitud y vio que estaba agarrando a la chica por el hombro.

—¡Mira la que has armado!

La chica parecía débil y paralizada. Lily acudió en su ayuda. Compartía algo de la tendencia de su marido a erigirse en salvador. Era resultado de su fortuna, su educación exquisita, su firme moral y las genuinas, aunque con frecuencia mal dirigidas, ganas de hacer el bien propias de las personas progresistas.

—Se le debería caer la cara de vergüenza —le dijo al hombre gordo—. Tratar así a una pobre niña.

—¿Va con usted? —Aún la tenía agarrada por el hombro. Con fuerza. Jackie sintió el dolor de huesos bajo su pulgar. No movió un músculo.

—Sí, viene conmigo —respondió Lily guiñándole el ojo a la chica.

—Pues contrólela. Salió de no se sabe dónde, me embistió, me hizo soltar el maletín y mire la que acaba de armar.

—Oh, lo sentimos muchísimo. ¿A que sí, corazón? —Lily le pasó a la niña el brazo por el hombro. En ese momento, el hombre se lo soltó—. Es que perdemos el tren.

Dicho esto, Lily, con el corazón latiéndole como nunca, echó a correr con la niña. Juntas salieron disparadas de la estación y se metieron en el primer local iluminado que encontraron. Un pub. Lleno de humo, tweed y carcajadas. Recuperaron el aliento y se sonrieron.

—Bueno —dijo Lily, secándose las lágrimas—. Ya que estamos aquí, ¿por qué no pedimos algo de comer?

Esa noche, Jackie acabó yendo a casa con Lily Peake, y así fue cómo, a la mañana siguiente, conoció a Alfredo, el joven amigo de James, el marido de Lily. Alfredo era un extranjero que vivía en el ático anexo a la enorme casa junto al parque. Las cañerías estaban repletas del agua que calentaba la caldera del sótano. James le compraba los huesos de las aceitunas sobrantes al dueño de la tienda de productos griegos que quedaba al final de la calle y alimentaba con ellos la caldera que daba calor a la casa. Jackie se emocionaba con todo lo que veía: pasaron días enteros en los que estaba segura de no haber parpadeado ni una sola vez. Por las noches se tendía sobre la cama agotada y confusa.

También se emocionaba con la compañía de Alfredo. Cuando lo veía, sentía un dolor en el paladar y en el fondo de su estómago. Era tan callado como ella. Caminaba a tientas, como ella.

Alfredo encontraba fascinante a Jackie. Se hallaba tan fuera de lugar como él, con el mismo arrojo y tan llena de dolor. Se sentaban a la mesa con Lily y James Peake, la amable y acomodada pareja sin hijos que los había acogido.

Cruzaban el vestíbulo y sentían que el cuerpo del otro cambiaba en la cercanía. Había algo dentro de ellos aflorando, deseando la proximidad del otro. Alfredo sentía la pequeñez de ella y eso lo empujaba a querer tomarla en brazos. Él mismo era un hombre pequeño. Bueno, apenas un hombre, más bien un chico.

Y así es como se enamoraron. A su silenciosa manera. Apenas hablaban, pero Jackie se colaba de noche en la habitación de Alfredo, incapaz de estar lejos de él.

Caricias mudas y desesperadas. Los ojos de él como pozos de tierra húmeda y negra. Los de ella, azules y vertiginosos como el viento.

Escaleras arriba, en su anexo, Alfredo repetía frases y aprendía textos de memoria, preparando su examen de ingreso bajo la orientación atenta y pausada de James. Escaleras abajo, junto a la puerta trasera, Jackie —invadida de temor— se escabullía en plena noche y corría, corría y corría.

Nunca encontró a su tío. Ni siquiera lo buscó. En lugar de eso, tuvo que apañárselas sola —una adolescente más, embarazada y sin nadie a quien acudir, por las desalmadas calles de Londres.


Leon creció hasta convertirse en un chico delgado, tan alto como bajo era su padre, con rasgos como los de los reyes mayas que había visto en las imágenes de sus libros. No sabía nada del encuentro entre sus padres. Nada de la tribu de su padre. Lo único que conocía era Lewisham, a su callada madre y a sus hermanas de distintos padres. Y su piel parda y las mechas cobrizas que brotaban entre el negro de su cabellos y que a las chicas les encantaba descubrir con sus dedos.

No tenía la menor idea de que su padre hubiera entregado su vida a una vocación o que hubiera peleado y combatido por su pueblo. Lo único que sabía era que se trataba de un tema que no podía sacar a colación. Desconocía a los grandes hombres y mujeres que habían llevado su luz desde los albores y cuyo fuego portaba con el único fin de transmitirlo a la generación siguiente.


Cuando tenían trece años, a Leon, con un poco de esfuerzo, se le podían echar unos nueve, pero Harry podía pasar por alguien de veinte. Había algo en su cara que le hacía parecer mucho mayor de lo que era, y eso a pesar de su cuerpo diminuto y su piel de bebé. Harry era la única del colegio que podía conseguir que le vendiesen tabaco. Un auténtico chollazo. Quizá algo tenía que ver la mujer que trabajaba en la tienda que quedaba detrás del campo de fútbol. Harry entraba, con sus facciones angulosas y sus torpes andares, su ropa holgada y su balanceo, y con la cara tiesa de vergüenza. La mujer de la caja —de veintimuchos años, con sonrisa de haber pasado la noche de juerga, pelo azul, brazos tatuados— era siempre muy amable con Harry y la llamaba «preciosa», lo que hacía que le empezasen a rugir las tripas descontroladamente.

Harry y Leon comenzaron vendiéndoles cigarrillos a su compañeros de clase por cincuenta peniques la unidad. Podían colocar dos cajetillas de diez en un buen recreo y volver a casa con diez libras en el bolsillo. Esto era cuando aún se podían conseguir diez Sovereign por 1,25 libras. Guardaban el dinero dentro de una lata que escondían en la habitación de Harry. Le pusieron un candado y cada uno tenía una copia de la llave.

El instituto al que iban era uno normal, lleno de sexo, drogas y abusos, estallidos de histeria y enfrentamientos melodramáticos. La mitad de los compañeros de Harry nunca había visto el mar, pero absolutamente todos habían visto un porro.

Cuando acabaron el instituto llevaban vendidos suficientes cigarrillos como para comprarse media piedra de costo. En el momento en que empezaron a venderle chinas a la gente, el mundo se abrió ante ellos. Habían encontrado su lugar en la sociedad. Y más tarde llegaron las fiestas, las llamadas de teléfono y los ajetreados días yendo en bicicleta de un lado a otro. Tenían dieciséis años y eran populares. Al fin la vida les pertenecía. Tenían algo por lo que vivir, con lo que trabajar, en lo que involucrarse. A los veinte años cambiaron los gramos de maría por los de cocaína y asumieron los riesgos que esto conllevaba. A medida que el dinero iba alcanzando cifras cada vez más respetables, se encontraron ante la posibilidad de ahorrar y comenzaron a mirar hacia el futuro. No iban a fundírselo todo en ropa nueva y cadenas de oro. Iban a montar su propio negocio: un bar, un restaurante, un local nocturno. Algo que fuese de ellos, donde nadie pudiese molestarlos y donde todo el mundo que acudiese se sintiera guarecido.

Harry y Leon perfeccionaron su servicio, consiguieron la mejor mercancía y la pasaban sin llamar la atención. El amor que se profesaban el uno al otro era la clase de amor que florece mejor en las partes más deprimidas de la ciudad, entre amigos que quieren algo más que drogas baratas, sexo de mala calidad, violencia esporádica y monotonía final con los que parecía conformarse la gente de su quinta. Una relación fraternal que iba más allá de la sangre, porque se basaba en la supervivencia, la superación personal y la confianza ciega del uno en el otro.

Eran astutos y precavidos: nunca se compraban cosas caras, sólo vendían a conocidos, usaban varios números de teléfono y trasladaban el alijo día sí, día no. Se habían puesto como objetivo una cifra y cuando la alcanzasen se retirarían del negocio. Querían conseguir un millón.


Leon siempre había sentido pasión por la gastronomía. A los diecinueve consiguió trabajo en una cocina y comenzó a aprender la profesión. Algo en ese ambiente lo hacía sentirse él mismo más que nunca. Le encantaban los cuchillos, el ritmo de trabajo, el hecho de que partiendo de unas pocas cosas, y haciendo todo correctamente, se acababa creando algo que era mucho más que la suma de sus partes.

Se metió de lleno, echando las mismas horas que le echa cualquier chef. En sus días libres iba al gimnasio y entrenaba duro. Dejaba en manos de Harry el grueso del trapicheo. Harry era melosa o espabilada según le tocase. Sabía leer e interpretar bien a la gente, y a todos los desarmaba con su carácter. Era dicharachera, daba conversación. Se fiaban de su criterio. Leon era el músculo. Detectaba el peligro en cualquier parte y sabía cómo frenarlo. A menudo se mantenía escondido hasta el último minuto.

Leon se consagró a estar preparado para cualquier imprevisto. Se instruyó en tres artes marciales distintas y practicaba tai chi para ganar fuerza y agilidad. Levantaba pesas, corría por el parque durante horas y saltaba a la comba cuarenta minutos todas las noches. Se pegaba con cualquiera que buscase pelea. Pronto se ganó fama de estar pasado de rosca. De ser alguien de pocas palabras y con el ojo avizor. Los que más miedo dan. Pero nunca iba a por nadie a menos que fuesen a por él.

Al cabo de unos años, a medida que el asunto iba exigiéndoles más dedicación, Leon tuvo que dejar el delantal. El día que colgó la chaquetilla fue un día triste, pero estaba entregado a Harry y a su proyecto. Y algún día, cuando lograsen su propio local, Leon tendría su propia cocina.

Cuando Leon cumplió los treinta, miraba a su alrededor y se daba cuenta de que, cada vez que salía con sus amigos, llegaba un momento de la noche en el que se le colgaban del hombro y se enjugaban las lágrimas de los ojos mientras le confesaban lo infelices que eran.

—La vida —declaraban, convertidos en refinados poetas, tras unas copas de más y unas rayas— no es más que rutina y apariencias. Nada cambia. Trabajar, comer, dormir, follar, beber, bailar y morir.

Pero Leon nunca había visto la vida de esa manera. Leon sabía que la vida podía ser repulsiva o hermosa. A menudo, las dos cosas a la vez, pero nunca mediocre. Sabía que cada cosa que sucedía, aunque fuese una minucia, tenía que ser tenida en cuenta, sentida, disfrutada, combatida o defendida.


Pasan un rato sentados en la cocina, bebiendo sus cervezas.

—Y entonces, ¿cómo es la movida? —le pregunta a Harry mientras juguetea con la etiqueta de la botella.

—Bueno, pues al parecer —Harry alza la mirada y con ella las cejas— todo nos va a salir de perlas.

Leon la mira con escepticismo. Van a reabastecerse pero a Pico, el camello con el que llevan casi siete años trabajando, lo han metido en la cárcel, así que tienen que ir a ver a su sustituto. A Leon no le hace mucha gracia.

—El material es el mismo —le tranquiliza Harry—, el proveedor tampoco cambia. Es simplemente un enlace nuevo. Eso es todo.

—¿Tú te fías? —duda Leon, sin dejar de enredar con la etiqueta.

—Sí —le responde Harry—. ¿Tú no?

—A mí todo esto me da un poco de mala espina, tía. Pero, en fin —Leon deja la cerveza sobre la mesa y se pasa la mano por la cabeza, siente el abombamiento de su pelo al roce de su mano—: si te pones a darle vueltas, todo es así. ¿No te parece?

Harry le dice que está de acuerdo con él. Mete hacia dentro los labios hasta formar una línea muda sobre su cara.

—Eso es precisamente lo que iba pensando esta mañana —dice—: justo eso.

Leon tiende la mano en dirección a Harry, sin mirarla, y ésta le pasa el cigarrillo. Leon le da una calada, expulsa el humo, le da otra, corta, y se lo devuelve.

—Al tío este no lo conoces de antes, ¿no? —le pregunta.

—No —responde Harry, cogiendo el cigarrillo.

—¿No te parece que esto es andar jugándosela un poco? ¿Con Pico entre rejas y tal?

—¿Sabes qué, tío? La gracia de todo esto es que —Harry da un pequeño sorbo, sonriendo al tragar— la pasma no tiene ni idea de quién es en realidad. ¡Lo encerraron por no pagar multas!

—¡No jodas! —dice Leon.

—¡En serio! —exclama Harry con entusiasmo—. Aparcaba el coche donde le daba gana. Se decía que si le costaba 60 libras aparcar ahí, pues lo pagaba y a tomar por culo. Ya me entiendes. Iba dejando las multas en el salpicadero y luego, a final de mes o así, se las pasaba a su contable para que se hiciese cargo de ellas. No iba a andar dando vueltas buscando aparcamiento si tenía que ir a algún lado.

—Sí, bueno, no me parece mal.

—Pues bien, resulta que el contable se fue de vacaciones unas cuantas semanas con la familia. Y a la vuelta, pues, no sé, igual tenía cosas más urgentes en ese momento y se le pasó… Total, el caso es que al cabo de un par de meses ya nadie se acordaba de lo de las multas. Y un día, poco tiempo después, llaman al timbre y resulta que es una puta citación judicial.

Los dos sonríen y niegan con la cabeza. Se recrean en la ironía de la situación.

—¿Y por qué no se limitó a pagarlas?

—No lo sé —le reconoce Harry—, pero escucha —le da a su voz un tono de lo más informado—: la cantidad total de la multa ascendía, al parecer, a varias decenas de miles de libras. —Se queda mirando a Leon con los ojos brillantes, recalcando con la cabeza y mordiéndose los labios.

—¡No me jodas! —exclama Leon, incrédulo.

—¡Que sí! —La voz de Harry suena como una trompeta chirriante.

—¿Decenas? —pregunta Leon, escéptico.

—Eso parece. —Harry pone las manos boca arriba y se encoge de hombros.

—¡Me cago en todas las plazas de aparcamiento!

—Resulta que no quería llamar la atención apareciendo con esa cantidad de dinero. De cara a Hacienda, Pico es interiorista y trabaja como autónomo. Me imagino que no le quedaría otra que comerse el marrón.

—¡Joder! —dice Leon, digiriéndolo todo, con las manos en las rodillas, echándose hacia delante—. ¡Joder!

—Eso es lo que me han contado —dice Harry mientras comienza a meter el dinero en la bolsa.

Leon se inclina para apurar el cigarrillo. Harry se lo entrega sin mostrar ninguna reacción.

—Bueno, ¿y quién se queda guardando el fuerte?

—Un tío cualquiera, debe de ser un familiar suyo. —Harry guarda los manojos con cuidado. De uno en uno.

—¿No tiene nombre?

—Rags. Se llama Rags.

Sus corazones laten acompasados, con el mismo ritmo calmado. Llevan tanto tiempo metidos en esto que les resulta reconfortante, como practicar con un instrumento que uno lleva tocando toda la vida. Pero esta vez, la sensación es distinta.

Leon mira hacia el suelo y da golpecitos con el pie.

—¿Sabes algo de él?

—Nada aún. ¿No se te hace raro?

—Habrá que verlo, ¿no? —Leon evalúa el cigarrillo. Mira la colilla para calcular cuánto le queda.

—El caso es que, a ver —Harry se detiene un momento para causar más impacto, busca la mirada de Leon—: nunca he conocido a nadie del equipo. Nunca. Sólo a Pico. Trato con un par de matones de vez en cuando, pero de pasada. Les hago un gesto con la cabeza o tal, pero nunca he tratado con nadie más. ¿Sabes a lo que me refiero, Leon? Extraño, ¿no? ¿Tú qué piensas?

Harry mira fijamente a la persona que más tiempo lleva siendo su amigo. Espera un consejo del que sabe que podrá fiarse.

Leon se lo piensa. Le da vueltas. Lo sopesa.

—¿Estás segura de que no podemos esperar un tiempo? —sugiere—. Hasta que salga de ahí, quiero decir.

Harry asiente con convencimiento.

—Es que no sé cuánto le va a llevar esto. Y andamos sin material, y encima justo en este momento hay un boom de ventas y mi teléfono no deja de sonar en todo el puto día. Te lo juro por lo que más quieras, si hacemos esto y luego levantamos el campamento, que es lo que creo que vamos a hacer, estoy segurísima, Leon, de que podemos abandonar esta puta movida dentro de seis meses.

Se miran el uno al otro desde extremos opuestos de la mesa de la cocina. Fijamente. Piensan en lo que significan esas palabras. Seis meses.

—Y digo abandonarlo en serio. Después, calculo yo, podremos quedar limpios e invertir nuestro dinero en comprar un local para antes de fin de año, tío, te lo juro.

Se quedan pensativos. Dos décadas trabajando para alcanzar una meta y, de repente, ahí está, a la vista.

Leon indaga en sus sentimientos, siente un respingo.

—Pues habrá que ponerse manos a la obra, ¿no? —dice dando un trago con calma, tomándose su tiempo.

—Eso es —dice Harry—. Me lo acabas de quitar de la boca.