SINTONÍA DE BECKY

Becky alza el mentón y contempla el sol helado que rebota sobre las ventanas en lo más alto de los edificios, dejando gotear su yema por la piedra pálida y el cristal. Las hojas de los árboles se han desmenuzado en un millar de fragmentos. Aún cuelgan de ellos algunos jirones desbriznados. Observa las ramas desnudas, salpicadas de yemas endurecidas en su letargo. El sol, descompuesto en fractales, lo motea todo con su luz. Le parece increíble lo hermosos que resultan los cambios de estación.

Pete le ha estado instruyendo sobre las ideas políticas de su padre. Le cuenta que su padre tenía la intención de renacionalizar todos los servicios básicos que habían sido privatizados. Que creía en un desarme nuclear universal. Le explica que John pensaba que la sociedad podía ser dirigida para obtener el bien común, no para el beneficio de unos pocos. Creía en la importancia de la organización.

Tiene que ser Pete quien le lea porque, cuando lo hace ella, no entiende las palabras. Pero en boca de Pete, por alguna razón, cobran pleno sentido.

Ha resultado extraño conocer la voz de su padre de esta manera. Oír en boca de Pete expresiones vagamente familiares. A veces, siente que sus emociones se acrecientan hasta el punto de echarse a temblar. Inspirada y furiosa, desesperada por hallar a su padre, escucha a Pete contarle que todo fue un montaje. Le pide que le explique cómo va el mundo y qué puede hacer ella para salvarlo. Pero estos sentimientos siempre vienen acompañados del amargo resquemor del oprobio. Una empalagosa elegía que la arrastra consigo.

Su madre lleva rondándole el pensamiento durante los últimos días. Se ha pasado toda la mañana mirando sus fotos. Cada año que pasa, se siente más cercana a ella. Su madre tenía veintiséis años cuando la tuvo. Becky tiene veintiséis ahora. Hacerse mayor, aproximarse a sí misma.


Marshall Law se llevó dos premios de la MTV por el vídeo del «nuevo grupo de aire retro». Becky recibió una llamada de su secretaria ofreciéndole tres semanas de trabajo en su nuevo proyecto. Sin cobrar los ensayos e invirtiendo una cantidad enorme de esfuerzo para no recibir ningún reconocimiento a cambio. Como siempre, le habría salido por debajo del salario mínimo. Percibía el consabido borboteo de histeria, la sensación de que tenía que aceptar cualquier oportunidad que le surgiese, que un día estaría en posición de tomar decisiones propias. Lo sintió por todo su cuerpo, presionando como un caudal de agua que ascendía hacia su boca, como una ola a punto de romper y decir que sí, que por supuesto, que gracias por acordaros de mí. Pero al final lo acalló.

—No puedo —dijo—. No estoy disponible.

La secretaria de Marshall Law se quedó sin palabras. Cuando al fin recobró la voz, ésta estaba despojada de las zalamerías previas.

—Tú entiendes que Marshall no te piensa volver a llamar, ¿no? —dijo en tono amenazante. Y ahí acabó la relación de Becky con Marshall Law, después de cuatro años trabajando en sus rodajes.

Se encontró tirada y con la necesidad de buscar trabajo. Incapaz de que la escogiesen para ninguna audición. Las clases a las que asistía las impartían en The Place, la sede de la escuela donde se había formado. Iba a todas las que se podía permitir: aspiraba a ir a tres a la semana, pero veía cómo su forma física iba decayendo.

Cada año que pasa, un bailarín que no permanece en activo es más propenso a lesionarse y va perdiendo habilidades. Ninguna compañía la admitiría, con todo el trabajo comercial que llevaba aceptando desde que se sacó el título de danza. Nunca la seleccionarían para una prueba por delante de una de dieciocho. Su currículum daba risa y para cada papel que salía se presentaban cientos y cientos de mujeres. No había esperanza para ella. Y todo el mundo con el que hablaba resoplaba y bajaba la mirada.

The Place celebraba todos los años un festival de nuevos montajes. Becky lo vio como el empujón que le hacía falta. Aumentó el ritmo de las clases. Comenzó a acudir a diario. Sentía cómo se le tensaban los músculos, cómo se le alargaba el tendón de Aquiles. No recibía ninguna ayuda: tendría que pagar a sus bailarinas, alquilar los estudios para trabajar, concebir la obra y hacer que las demás se la aprendiesen. Pero The Place lo llevaría a escena y le mandarían un periodista para que redactase una reseña.

Informó a los agentes de la empresa de masajes de que aceptaría trabajo en cualquier hotel a cualquier hora de la noche. Su móvil sonaba, le aparecía el mensaje y tenía hora y media para prepararse y cruzar la ciudad. Se sentaba en la mesa de la cocina a planificar el show o a ver la tele en pijama con Pete, o se quedaba sentada en el pub bebiendo agua con gas y lima; y le llegaba el mensaje y tenía que abandonar bruscamente su vida y emprender el viaje, transformarse en otra persona.

Cobró su dinero, reservó el estudio, pagó a las bailarinas y acabó extenuada hasta casi quebrarse, pero mucho más viva que antes. Cuando bajaba por los peldaños de su casa, grises como la piel de un caracol, sus músculos estaban enardecidos; tenía que vérselas de nuevo con los calambres en los gemelos.

Montó una pieza para un reparto de cuatro mujeres que evolucionaban sobre las tablas en movimientos abruptos y ondulados que se iban entrelazando. Dolor, pobreza y lucha por salir adelante. Familia e independencia. Recibió buenas críticas y, aunque eso no le proporcionó financiación alguna, ni le ofrecieron directamente papeles, su nombre comenzó a sonar un poco más en las audiciones. La gente que repasaba su currículum tenía la impresión de que, aunque Becky había llevado una trayectoria poco corriente, estaba haciendo las cosas como ella quería y que, sin duda, estaba entregada.


Pete odiaba el tiempo que Becky pasaba ensayando, lo odiaba porque debía estar localizable todas las noches. Consiguió sacarse un certificado para trabajar en la construcción y encontró empleo de peón durante unas pocas semanas. Pero pasaba del ambiente de colegueo que había en la obra. Hacía que se sintiese como un impostor ante los de su propio sexo. Tenía ganas de llevar a Becky a tomar algo por ahí con el dinero que ganaba. Pero Becky nunca estaba. El trabajo se acabó tres semana después y volvió a estar en paro.

Cada vez que discuten acaba llorando. No sabe cómo sucede, pero tan pronto como Becky endurece el tono, siente un ardor que le sube por la cara como si le hubiesen dado un puñetazo desde dentro y entonces le brotan las lágrimas y se le hincha la garganta y acaba moqueando como un tonto. A Becky se le congela la expresión de la cara al verlo sollozar e inmediatamente le lanza una mirada gélida. Ella nunca llora delante de los demás: cree que resulta manipulador.

A Pete le da bastante vergüenza su comportamiento, pero no lo quiere reconocer. Cuando Becky no está, se siente como si nada, contento y razonable, pero en cuanto vuelven a verse, es incapaz de pensar con claridad y acaba comportándose como un desequilibrado.

Cuando Becky le pregunta por qué, se enfada, se siente humillado, se sume en el silencio y se imagina disparándose un tiro en la cara. Una y otra vez. Disparándose en la boca, en la sien, en el ojo. Una y otra vez.

Bang.

Pete ha curioseado sus cosas. Becky lo sabe porque la última remesa de cartas de sus padres que guarda en una caja en el interior del armario está desordenada y la pila de tarjetas de negocios que imprimió para su servicio de masajes está por la mitad. Pero algo la hace regresar a él.

Se besan en el supermercado y se dan baños de burbujas mientras fuman porros, pero a él cada vez se le está agriando más el carácter y ella comienza a poner distancia. Cuando Pete siente que se aleja de él, entra en pánico. Se presenta sin avisar a la puerta de su casa. Como le da vergüenza llamar al timbre por si responde la compañera de piso, espera fumando en el descansillo exterior. Se la imagina moviéndose por habitaciones de hotel, oyendo el sonido pastoso de las partes de otros hombres en sus manos. Tiene los ojos rojos de fumar hierba y una tos que lo hace doblarse por la mitad.

Cuando ella se va a trabajar, él golpea las paredes hasta que le sangran los puños y más tarde, en el pub —mientras sus heridas gotean y, luego, cuando van cicatrizando—, se odia por lo que le ha hecho. Pero aun así, se desespera por verla, se muere de impaciencia por estrecharla entre sus brazos.

La oficina de empleo está acabando con él. El amor de Becky está acabando con él. Llegar a casa y entrar en el cuarto de su infancia está acabando con él. Todo está acabando con él, pero aun así sigue arrastrando su vida: llega la mañana y ahí está, despierto de nuevo. Vivo.


Tras la presentación de su pieza en The Place, Becky asistió a unas cuantas audiciones de libre acceso: un centenar de chicas en una sala, las escogían una por una y a las que no, las enviaban de vuelta a casa. El día se dividía en tres segmentos: clase de ballet por la mañana para comprobar si poseían la formación adecuada. Después se les mostraba una rutina que debían ejecutar para observar el cuerpo y el carácter de la bailarina. Y, finalmente, una improvisación para ver si las candidatas reunían conocimientos y creatividad. Todo el día mortificadas por la presión. El cuerpo tensado como una catapulta. Había que pagar por asistir a algunas de esas audiciones. Becky llevaba tres años fuera de este mundo pero estaba tan desesperada por destacar que trabajaba más que las demás. Daba igual el esfuerzo que invirtiera: seguía siendo demasiado mayor. Tres meses más tarde, incluso después de presentarse a diario a audiciones, seguían sin seleccionarla para un papel en una compañía. Pero había logrado visibilidad y volvía a ser bailarina.

Mientras el otoño se procuraba su dorada melena y sacudía las hojas de las ramas, Becky recibió la llamada de un director de ensayo que tenía un espectáculo a punto de estrenarse en el teatro de Sadler’s Wells. Necesitaban una suplente.

Tuvo que quedarse sentada durante los ensayos y aprenderse cada uno de los papeles del espectáculo a base de mirar. El coreógrafo no tenía tiempo para enseñarle las secuencias. Sus brazos y piernas estaban a solas en la sala. Ella y otros dos suplentes tenían que saberse de memoria cada parte de la obra sin ayuda y por menos dinero que las demás. El resto de bailarines de la compañía los marginaba porque no les merecía la pena perder el tiempo con ellos y porque sabían que, en cierto modo, estaban a la espera de que alguno de ellos se cayese, enfermase o se lesionase. Pero aun así, Becky estaba más contenta de lo que nunca había estado en años.

Cuando Nima se puso mala, Becky tomó el relevo. Había algo infeccioso en el aire. Tuvo un día para preparar su parte. Nima estaba demasiado enferma para enseñarle, así que sólo podía contar consigo misma. Ryan y Mahesh enfermaron también la noche siguiente. Los tres suplentes tenían que estar listos. Ellos mismos se sentían medio enfermos a causa del estrés y la fatiga, pero radiantes. Eufóricos.


Becky está fuera del Sadler’s Wells Theater, apurando un cigarrillo. Suelta la colilla, la aplasta con la punta del pie y vuelve a cruzar la entrada de artistas, descendiendo hacia las profundidades del edificio.

Al llegar al pasillo de los camerinos reduce el ritmo durante un instante, se sienta en el suelo, rendida, se lleva las rodillas al pecho, apoya la cabeza sobre ellas y cierra los ojos. Intenta calmar los nervios, pero es incapaz de dejar de golpear los pies contra el suelo, lo que hace que acabe dándose rodillazos en la frente.

Los otros dos suplentes entran por el pasillo. Becky levanta la vista y se pone en pie:

—Hola, chicos —les dice, frotándose el dorso de las pantorrillas.

Patrice tiene unos serenos ojos marrones y la piel suave. El cabello corto y bien peinado, ondulado y bien pegado a su cabeza. Es de piernas largas, caderas elevadas, tórax amplio; tiene una boca pequeña que a menudo adopta un mueca de repulsa. Camina como una top model. Marina, detrás de él, es pequeña y musculosa, robusta, pero los contornos de su cuerpo son suaves. Su pelo rojo se desparrama como un círculo perfecto cuando se lo suelta. No odia a nadie, tiene relaciones complicadas con todo aquel con el que se acuesta y, por las noches, desahoga su rabia escribiendo en su diario, imaginando en secreto que un día, después de muerta, lo publicarán.

—¡Hola, Becky! —Marina siempre saluda a gritos.

—¿Estás bien? —le pregunta Patrice a Becky, sosteniéndole los brazos por las muñecas, sacudiéndoselos y soltándoselos—. ¿Estás nerviosa? —Baja el mentón y le pone cara de mimos.

—No, estoy bien —dice Becky.

Forman una línea entre las dos paredes del pasillo. Becky estira las manos por encima de la cabeza, las une y apunta hacia el techo con las palmas hacia arriba. De puntillas, tan alto como puede, respirando con el estómago, se dobla por la cintura y toca el suelo, echando hacia bajo las palmas, respirando lentamente. Con los ojos cerrados. Contando los segundos. Al otro lado de las puertas de cristal esmerilado que flanquean el pasillo, los bailarines de la compañía se preparan. Becky, Marina y Patrice oyen voces que se elevan y vuelven a callarse, oleadas de risa que remontan y se precipitan.

—Alguien está pasándoselo de miedo en su camerino —comenta Patrice.

—Algún día —asegura Marina— tendremos nuestro propio camerino y entonces sí que nos lo pasaremos de miedo.

Becky mira el reloj. Marina observa el gesto:

—Faltan veinte minutos —dice, con los ojos brillantes.

—Hace horas que faltan veinte minutos. —Becky sacude con finura las manos, hace girar el cuello de lado a lado y se dobla por la cintura para apoyar las palmas en el suelo.

Marina rota los hombros, haciendo círculos con los brazos mientras trota suavemente, sin moverse del sitio y con pies mullidos. Patrice se agacha para sentarse en el suelo con las piernas estiradas; se sujeta la planta del pie izquierdo con ambas manos y lleva la frente hasta una rodilla, como si rezase.


Cuando Becky sale al escenario, la oscuridad tras los focos es absoluta. Todo queda reducido a movimientos mínimos y precisos. Sus músculos. La música. Los cuerpos en escena. El tiempo se vuelve irrelevante.

El aplauso la devuelve al mundo. Se queda quieta, respirando, contemplando, de vuelta a la vida, sudando como un ser humano. Buscando a Pete cuando se encienden las luces.


Los tres se cambian y salen del teatro juntos, cogidos del brazo. Pete espera en el bar, asomado fuera, encogido de hombros, mirando al vacío. Tiene el pelo más largo; ha pasado ya la fase en la que se le eriza y ahora le cae sobre los ojos. Becky lo mira intentando discernir de qué humor está hoy. Parece estar fumado.

—¡Hola! —dice, acercándose para darle un beso.

—Vale —responde. Un beso casto y desganado.

—Éstos son mis amigos Patrice y Marina. Éste es Pete, mi novio. —Marina sonríe, Pete mira hacia el suelo y luego a Becky—. ¿Te parece bien si nos tomamos algo con ellos aquí? —le pregunta.

Pete se encoge de hombros.

—No faltaba más —dice—. Lo que tú quieras.

Patrice tiende la mano.

—Encantado de conocerte.

—¿Qué hay, tío? —Pete le estrecha la mano. Patrice mira de reojo a Marina y pone caras.

—Menudo apretón —le dice a Pete.

Pete se queda mirándolo. No le responde de forma visible. Sólo se queda mirándolo.

—Vale, vale —contesta Patrice muy despacio.

—Bueno, yo soy Marina. —Marina le pone la mejilla para que le de un beso, Pete se inclina hacia abajo con torpeza, duda y acaba ofreciéndole la mano. Marina retrocede y se echa reír.

—¡Huy, vaya! ¡Qué situación más incómoda! —exclama. Le da la mano.

—Lo siento —se disculpa Pete—. No soy de por aquí.

—¿Qué te pareció el espectáculo? —le pregunta Becky, desplegando una sonrisa de oreja a oreja.

Pete mira por encima de la cabeza de ella, a la pared que hay detrás, sin establecer contacto visual. Se mantiene en equilibrio sobre los talones.

—Estuvo bien —se limita a decir.

Becky saca del bolsillo un poco de bálsamo de labios, se lo aplica, frota un labio contra el otro y espera a que Pete diga algo más. No lo hace.

—Bueno, vale, gracias. —El sarcasmo de Becky es discreto, pero inequívoco.

Pete no dice nada. Mete las manos en los bolsillos.

—¿Pedimos? —sugiere Patrice.


Incluso en el bar, los bailarines se agrupan según su estatus. Los solistas están en el centro, sentados con el coreógrafo y el director, formando, literalmente, un círculo interno; los secundarios se disponen en círculos concéntricos a su alrededor. Becky, Pete, Patrice y Marina, que ni si quiera forman parte de la compañía, cogen una mesa encajada en una esquina, junto a los servicios. Los bailarines y miembros del equipo técnico que entran y salen del baño les dedican besos o apretones en el hombro.

El bar está abarrotado. Es un local amplio y luminoso, de techos altos. De las ventanas en forma de arco cuelgan cortinones de terciopelo. Becky, Patrice y Marina conversan entre ellos, las sillas apretujadas contra la mesa, apoyados unos sobre los otros. Pete se sienta más apartado, observa cómo hablan entre sí al tiempo que da largos tragos a su pinta de cerveza, limpiándose la boca con el índice y el pulgar cada vez que bebe.

—Fue una locura de trabajo. —A Becky se le atropella la voz a causa de la emoción—. No me creo que nos haya salido bien. —Se sonríen, orgullosos y desfallecidos de tanto esfuerzo.

—Pues yo creo que metí la pata como tres veces y creo que hay gente que está muy enfadada conmigo —dice Marina sacando hacia fuera el labio inferior.

—Yo sí que estoy enfadado contigo. —Patrice les sirve espumoso italiano en las copas—. Pero es porque nunca he aprendido a quererme a mí mismo.

—Nadie está enfadado contigo. No seas tonta —dice Becky.

Marina estrecha el círculo, mira hacia los bailarines solistas que están en el centro del local y baja la voz.

—Esos de ahí sí que están siempre enfadados con todo el mundo. Sobre todo conmigo. Creen que soy torpe y encima hoy sí que lo estuve, así que ahora nunca van a querer acostarse conmigo.

Becky se ríe.

—Ésos piensan que todos los demás son torpes. Pero es porque se creen que todos somos torpes comparados con ellos. Y no creo que se vayan a acostar con nadie excepto entre ellos.

—No es justo —se queja Marina—. Tienen ventaja genética respecto a mí. No estamos compitiendo en los mismos términos.

—Tú tienes otros dones distintos, corazón. —Patrice alza su copa para brindar—. Tienes una gran personalidad. —Le sonríe mostrando los dientes.

—No seas malo. —Marina coge su copa.

—Eso es porque te quiero. Ya lo sabes. Ahora… ¡chinchín! ¡A mi salud!

Alzan sus copas. Becky mira a Pete y lo anima a participar. Él sonríe con los labios apretados. La sonrisa se le hunde en la cara. Alza su vaso.

—Salud a todos —dice Becky—. ¡Enhorabuena! —Y todos beben.

—Hoy no me pude agachar lo suficiente. No sé qué más puedo hacer. He practicado cinco, seis horas, ayer, todos los días, siempre, pero llega el momento y no soy capaz. —Patrice se atusa el pelo mientras habla.

—Seguro que te acaba saliendo. Tienes que relajarte —lo anima Marina. Becky asiente con la cabeza.

Mientras beben de sus copas, un silencio desciende sobre ellos. Escuchan el ruido del local.

Marina, a la que más le incomoda el silencio, lo rompe, como es habitual en ella.

—¿Y tú qué, Pete? —pregunta—. ¿A qué te dedicas?

Pete la mira. Encoge los hombros.

—Pues no a mucho.

Cae otro silencio sobre ellos. Nadie le da importancia menos Marina.

¡Smoothies! —grita—. ¡Ay, se me olvidaba contaros, chicos! Mi madre me regaló una batidora por mi cumpleaños. ¡Ay, tíos, tíos, tíos! ¡Qué emoción! Os cuento: un poquito de raíz de cúrcuma, un buen puñado de kale, algo de piña, almendras, pero sin pasarse. Me preparo uno todos los días, pero todos los días, y me sienta genial. De verdad.

—Eso es una moda pasajera —dice Patrice.

—Tú sí que eres una moda pasajera —contraataca Marina.

—¿Que yo soy una moda pasajera? —Patrice frunce el ceño, se acaricia la barbilla y gesticula para asimilar el insulto.

Pete continúa callado, reclinado sobre la silla, observando, con las rodillas lo más separadas posible. Lleva la chaqueta abrochada hasta la barbilla y sujeta la lengüeta de la cremallera con la boca; y sólo se mueve para apartarse, cada poco, el cabello de los ojos y agarrar su cerveza como si fuese una raíz al borde de un acantilado. Becky se ríe con sus amigos, pero Pete la distrae. Le pone la mano en la pantorrilla y se la aprieta para llamarle la atención.

—¿Estás bien? —Susurra inclinada hacia él. Sabe que no. Él le responde que sí con la cabeza—. ¿Qué te pasa? —pregunta.

Él le aparta la mirada y la dirige al resto de la mesa. Becky se queda mirando su cara de perfil, pero Pete no responde. Le aprieta de nuevo la pierna.

—¿Pete?

Se vuelve, poniéndole una sonrisa, hablándole con lentitud. Le arden los ojos de vergüenza:

—Estoy bien.

—¿Quieres que nos vayamos? —le pregunta con calma.

Él la mira con los ojos en blanco.

—¿Me lo preguntas a mí? —dice inclinándose hacia ella—. Pero si es tu noche.

Marina se sirve lo que queda de la botella.

—¿Pedimos otra? —le pregunta a toda la mesa—. Y ni se te ocurra decir que no, que no puedes, Rebecca Shogovitch, porque yo ya llevo dos tabletas de chocolate y un hojaldre de manzana encima. Para compensar el kale.

—Bueno, el caso es que me parece que nosotros nos vamos —dice Becky mirando a Pete y tanteando en busca de su mano. La tiene reposando sobre el regazo. Se la coge.

—¡Vamos, mujer, que acabamos de empezar! —se queja Patrice.

—No. —A Becky se le cae la cara de vergüenza—. Es que Pete y yo teníamos planes. Me parece. Así que igual…

—Si es por mí, quédate —dice Pete—. Yo estoy a gusto —le sonríe con dulzura. Es una sonrisa hueca. Nadie se da cuenta excepto Becky.

—Bueno, vale —le responde—. ¿Tú estás a gusto?

—¡Quédate! —la anima Marina—. ¿A que a ti no te parece mal, Pete?

—A mí no me parece mal. —Pete alza las cejas hasta encajarlas en la frente. Pone una voz acaramelada—. Yo estoy perfectamente, amor —afirma—. Quedémonos.


Se bajan del metro y se dirigen a coger el cercanías. No se han dicho nada desde que salieron del local. En lo alto de las escaleras mecánicas, Becky se encamina hacia la salida de la estación para fumarse un cigarro. Pete va un par de escalones más retrasado. Ya fuera, Becky se apoya contra la pared y se enciende uno. Él se pone delante de ella, mira fijamente el cigarrillo.

—¿Quieres? —pregunta Becky.

—Sí —dice—. Me quedé sin tabaco esta mañana.

—¿Y por qué no fuiste a por más?

—No tengo dinero.

—Es verdad. —Le da un cigarrillo. Él lo coge y lo enciende. Fuman. Becky suspira hondo. Pete se apoya contra la pared.

—¿He metido la pata en algo? —le pregunta ella.

—No. —Apenas abre la boca para hablar. Permanecen uno al lado del otro sin llegar a tocarse. No se miran a la cara.

—¿Qué es lo que te pasa? —le pregunta.

—Estoy bien. —Su voz suena baja y monocorde.

Fuman en silencio. Observan a los taxis de la parada. Los autobuses apagan el motor.

La voz de Pete suena como una trampilla que se abre bajo los pies de ella. Habla despacio:

—Se supone que íbamos a salir los dos solos.

Becky agita las manos en el aire. No se lo puede creer.

—Lo sabía. —Una risotada sardónica escapa de sus labios.

Pete se hace el inocente:

—¿Sabías qué?

—Sabía que no querías tomar algo con mis amigos. —Los ojos se le han llenado ya de lágrimas.

—No son tus amigos —replica Pete con expresión imperturbable.

—Pues me caen muy bien, Pete. —Le tiembla la voz.

—Y que lo digas. —Su tono es de rencor.

—¿Qué me quieres decir con eso?

—Hablabas diferente. Tratabas de hablar como ellos. —Cuadra los hombros, fuma un poco y aparta la mirada—. Y vi cómo eras con ese chico, dejando que te abrazase con tanta efusividad al despediros. Haciendo que me sintiese como un cornudo.

—No sé adónde quieres ir a parar. —Sacude la cabeza, parpadea. No piensa echarse a llorar—. Y si te refieres a Patrice, joder, es gay.

Respira por la nariz y exhala por la boca. Le echa una mirada de desprecio. Aparta la cara.

—Si no te apetecía estar ahí, ¿por qué no dijiste nada? ¿Por qué no me dijiste nada cuando te pregunté expresamente si querías tomar algo en ese sitio o preferías que fuésemos los dos por ahí? —Espera a que responda.

Pete echa hacia atrás la cabeza, está fuera de sí. Se frota la frente. Se restriega la nuca. Al final se pone a hablar pausadamente, intentando mantener el tono de voz, pero detrás de cada sílaba se insinúa la amenaza de un grito:

—Coño, es que te tendrías que haber dado cuenta tú de que no me apetecía nada estar ahí. En un sitio así, con gente de ese tipo.

—¿Gente cómo, Pete? Era una noche importantísima para mí. Quería causar la mejor impresión posible.

—Era todo postureo.

—¿Qué era postureo?

—El ESPECTÁCULO. No era más que un pretencioso postureo de mierda.

Respira agitado. Becky se queda mirándolo. No puede creer lo que oyen sus oídos. El pecho de Pete se llena y se vacía de aire.

—Durante el último mes lo único que has hecho es hablar de esta puta mierda. Apenas te he visto. Nunca tienes tiempo para mí. Para nosotros. Siempre sacas tiempo para ensayar, para irte a tomar unas putas copas con la panda de pijos esa con la que sales a bailar. —Va elevando la voz. Tiene los ojos abiertos de par en par—. Te pagan una miseria por esto, así que luego tienes que irte hasta un hotel en mitad de la noche a meneársela a un desconocido para luego poder ponerte a pegar brincos en el fondo de un escenario. No se te veía una puta mierda allá atrás, sólo hacías un par de gilipolleces y encima te montas la historia de que estás viviendo tu sueño. —Se golpea la sien con los dedos y le clava la mirada—. No os dedicáis a otra cosa que a dar por el culo, ahí sentados con vuestro puto vino con burbujas hablando de vuestros putos smoothies de mierda. No es real. Nada de esto es real. Y a mí me jode la hostia.

Becky se queda mirándolo, impávida, con los brazos cruzados frente al viento. Pete la mira y de pronto se calma. Exhala un hilillo de humo…

Al final, Becky encuentra las palabras:

—Me marcho ahora mismo a casa, Pete —dice—. Y no me parece que debas acompañarme.

—De acuerdo. —Se encoge de hombros con resignación.

Lo mira de nuevo, a la espera. Inclina la cabeza hacia un lado y se muerde el labio. Pero él no reacciona, sólo sigue fumando, haciendo como si ella no estuviese ahí. Becky se dice a sí misma que ya es suficiente y echa a andar de vuelta a la estación para hacer el transbordo con la línea que va hacia el sur. Mira hacia atrás antes de pasar por los tornos. Sólo logra distinguir su silueta. Aún no se ha movido del sitio.


Va sentada en el tren, sintiéndose entumecida. En la mente le parpadean imágenes, sombras, los focos, el público, sus piernas arrugándose como papel justo en el instante anterior a salir a escena y luego fuertes como las patas de un león nada más sentir las tablas. El tren está abarrotado de trasnochadores felices que vuelven a casa después de salir de juerga. Contempla a una pareja darse besos en la nariz.


Pete contempla el cielo: la luna está henchida y voraz. Con un resplandor amarillento en su halo. Se encuentra perdido y no es capaz de sentir nada. Le gustaría verse con algunos amigos, pero es incapaz de recordar cómo se hace.

Está encallado. Tardes amargas, ocasiones echadas a perder, cosas que nunca le dijo. Becky tiene ansia de muchas cosas: independencia, reconocimiento… y ni necesita apoyo ni la ata el amor. Pero salta a la mínima. «No me hagas existir sólo para lo que tú quieres, Pete. Ni se te pase por la puta cabeza que voy a renunciar a mis sueños para hacerte feliz». Palabras duras en la cama en lugar de palabras de amor. Miradas enfurruñadas. Malas caras. Está muy cansado, pero ella es electricidad, fuego, sinuosa como una serpiente, feroz, una mujer intensa que lo obsesiona. «Toda esa hierba que te fumas, no te planteas las cosas con perspectiva, eres como un niño», le dice. Y luego se lo folla y él es incapaz de respirar por culpa del cuerpo de Becky. Su cuerpo. Y mientras, él lo está perdiendo todo. Sus amigos ya lo aburren. Su hermana… Sus intereses son demasiado grises comparados con el deslumbrante colorido de Harry. Lleva meses sin ser capaz de disfrutar de nada. Todo lo que no es Becky sucede como en otro canal. Pero están ahí, con ellos, cada noche, en la habitación, contemplando cómo se besan, todos los hombres de las habitaciones de hotel, con las pollas fuera, esperando a que Pete la cague. Quiere hablarle a Becky de lo que siente, pero ¿qué palabras hay para eso? No hay más que ruido en su cabeza, hay tanto ruido que no puede ni decir lo que piensa y, cada vez que lo intenta, comienza con mal pie y acaba de esta manera.


Hasta ahora a Becky se la sudaba lo que la gente pensase de ella. Desde su punto de vista, trabajar en un bar resulta mucho más degradante. O trabajar de currante en una oficina.

Para algunas personas, la vida es un traje de tintorería y salas de juntas y hoteles de mierda en ciudades anodinas con plazos que cumplir y somníferos para poder escabullirse del tedio cotidiano. Meses seguidos viviendo de paso. Persiguiendo objetivos. Ventas y cuentas.

Tenía dieciocho años cuando aprendió el valor de su cuerpo. Era una chica que servía chupitos de tequila en garitos del centro frecuentados por hombres que, a falta de verdaderas amistades, mimaban con esmero los zapatos que llevaban puestos. Acudían a relajarse un poco a la salida del trabajo, fingiendo ser mucho más felices de lo que en realidad eran. Becky iba con ropa provocativa y aprendió a apartar de un manotazo a los borrachos sobones que confundían su coqueteo profesional con genuino interés sexual. Odiaba ese trabajo: no le proporcionaba poder. Representaba un papel para vender unos chupitos con los que apenas sacaba nada. Eso sí que la hacia sentirse sucia. El trabajo que tiene ahora, reflexiona, no la hace sentirse sucia en absoluto.

Si Pete tuviese el mismo trabajo, a ella no le supondría ningún problema.


Faltan unas pocas horas para que amanezca. Becky se sienta en el autobús nocturno, reposando la cabeza contra la luna oscura, contemplando recuerdos propios proyectados en las calles a medida que pasa. Beckys más jóvenes riendo, besando, bebiendo, llorando. Por aquel entonces, las mejores personas que conocía estaban llenas de amor. Con los ojos embelesados por el ácido, jugando con los dedos, retorciéndose de risa como niños pequeños al observar la forma de los objetos domésticos. Pero ahora esos mismos niños son adultos. Padres con hijos propios que supervisan el traslado de cajas en fábricas o engordan en una agencia de viajes, donde responden al teléfono y persiguen ofertas, que zampan bocadillos de albóndigas con tomate y queso fundido a mediodía y que toman dos terrones de azúcar con cada té flojo que se preparan.

«¿Qué diferencia lo que hago yo de lo que hacen ellos? ¿O de lo que hace él? Cincuenta libras a la semana o lo que cobre, que se van en una cajetilla de tabaco, una barra de pan y un montón de preocupaciones por todo. Al menos yo aporto dinero. Como si él no gastase también el dinero que yo gano». Deja de darle vueltas. Ya no importa nada.


Se despierta después de las doce. Por fin sola. Pero no por mucho tiempo. Se da la vuelta en la cama, se sube las sábanas hasta la barbilla y cierra los ojos. A las dos le toca ir a conocer a la familia de Pete. En esos momentos, no hay nada en el mundo que le apetezca menos. Recrea en su cabeza la noche pasada, todo lo que le dijo delante de la estación. Está que echa humo.

Le pesa cada célula del cuerpo. Cierra los ojos y se hunde en el colchón, sumiéndose en el sueño.

Llaman al timbre. Tres veces seguidas.

Cuando abre, ve a Pete en la puerta, nervioso. Le entrega unas flores que le robó a la vecina. Su vecina es una anciana, una viuda cuyo jardín es lo más importante de su vida. Becky se la imagina mirando por la ventana, a escondidas, al hombre alto y con malas pintas que le está pisando los parterres y arrancándole las rosas.


Miriam les abre la puerta con una sonrisa y secándose las manos en un trapo de cocina. Recibe a Becky con una sonrisa.

—¡Hola! —dice—. Tú eres Becky, ¿no?

Becky le devuelve la sonrisa.

—¡Hola! —dice con ganas de echar a correr.

Miriam tiene unas delicadas arrugas que a duras penas llegan a flanquear su rostro efusivo y cariñoso. Becky le da un beso en la mejilla y la sigue hasta el comedor.

—Siéntate donde te apetezca.

Becky toma asiento en un extremo de la mesa, de espaldas a la pared, de cara a la mesa. «Tienen comedor y todo». David está de pie en el otro extremo de la habitación, sosteniendo una botella de vino y revolviendo un cajón en busca de un sacacorchos. Pete se sienta junto a Becky, Miriam se coloca junto al aparador y, una vez que ya ha visto a Pete y Becky instalados, se les une, situándose frente a ellos. David abre el vino, lo pone sobre la mesa, descorcha otra botella y la deja junto a la otra. Las gira para que ambas etiquetas apunten al mismo sitio, sonríe y se sienta a la cabecera, inquieto por la emoción de recibir visita.

—Bueno, ¿y tú a qué te dedicas, Becky? —Miriam se echa hacia delante, con las manos sobre la mesa, apoyando una sobre la otra.

—Soy bailarina. —Becky se fija en lo refinada que es Miriam, en la elegancia de sus gestos—. Trabajo de camarera, pero mi pasión es la danza. —La voz de Becky está orlada de agotamiento. Éste es el último lugar del mundo donde le apetece estar.

—¡Qué emoción! —A Miriam se le ilumina la cara—. ¡Danza! ¿Y de qué estilo? ¿Es como en Mira quién baila?

—No, no tiene nada que ver —dice Becky mientras sonríe con timidez—. ¿Veis Mira quién baila?

—Huy, sí, a David y a mí nos encanta. ¿A que sí, David?

—¡Sí! —dice David entusiasmado—. Muchísimo.

—En este momento estoy participando en un espectáculo de danza. Es un papel muy pequeño, pero estoy entusiasmada por formar parte de él. —Becky habla con discreción y prudencia.

—¿Un espectáculo? ¿En el centro? —La cara de Miriam se ilumina como un rosetón. Dirige la vista a Pete, que asiente.

—Sí —dice Becky—. Estoy muy emocionada. —Mira a Pete descaradamente, pero éste se dedica a contemplarse las uñas.

—¡Madre del amor hermoso! —Miriam separa las manos y las deja sobre la mesa, en paralelo. Son finas y de aspecto suave, con las uñas arregladas, sin anillo de casada, pero en su dedo corazón lleva una sortija de oro con dos gemas engastadas opacas y de color verde oscuro. Se inclina hacia Becky—. Me gustaría muchísimo ir a verlo.

David la mira, dedicándose una sonrisa a sí mismo.

—A mí me encantaba el ballet.

Miriam levanta los brazos por encima de la cabeza, haciendo que se toquen las yemas de sus dedos. Se ríe.

—¿Ah, sí? —sonríe Becky—. Yo llevo años sin ir. Fui una vez… —la voz se le quiebra en astillas. Respira, tragándose las aristas— con mi madre. —No quiere mencionar el tema de su madre, ni lo que hace ni dónde está, pero ya que la ha mencionado, prosigue—: Cuando era muy pequeña. Pero no he vuelto.

—Vaya, pues habrá que ir —Miriam lo dice convencida—. A mi madre también le encantaban las bailarinas.

Miriam no llega a percatarse de la incomodidad de Becky en ningún momento. Se relaja.

—A mí me haría ilusión —afirma con una voz suave.

—Pete, ¿has ido al espectáculo? —le pregunta David.

—Sí. —Pete aparta la mirada de sus uñas, sorbe por la nariz y asiente.

—¿Y…? —le insiste David.

Pete se aparta el flequillo de los ojos. Da con la punta del zapato en el suelo.

—Sí, estuvo bien.

—A él no le gustó demasiado —le explica Becky a David.

—No le van estas cosas, ¿verdad? —Miriam se cruza de brazos y durante un instante mira a Pete con cara de reproche—. Yo que tú no me lo tomaría muy a pecho. Es muy de sota, caballo y rey para ciertos temas. En eso salió a su padre. Podría decirse que es un poco… —hace una pausa y lanza en un susurro— duro de mollera.

Pete se reclina sobre el respaldo:

—¿Y qué hay de comer, mamá?

—Ya lo verás —le hace callar Miriam, mirándolo con detenimiento por si da con un indicio de la mezquindad a la que su padre era proclive—. ¿Así que trabajas de camarera durante el día y por la noche te vas a bailar al teatro? —le pregunta Miriam con calidez—. ¡Nos estás dejando fatal a todos, Becky!

Becky sonríe apurada. Le apetecería meterse debajo del mantel.

—¡Muy bien dicho! —David suelta una palmada sobre la mesa. Miriam da un brinco. Pete le clava los ojos, confuso—. ¡Esta chica es un partidazo! —le dice a Pete. Pete no le responde. Lo mira fijamente. David intenta aguantar la mirada, pero no es capaz. Toma el tenedor y se pone a mirar las puntas con detenimiento.

—Bueno, ¿y a qué te dedicas los días libres?

—Lo normal —le explica Becky—. No andamos muy sobrados de dinero, así que tampoco salimos mucho ni nada. ¿A que no? —Se gira hacia Pete.

Sacude con tristeza la cabeza:

—No mucho.

—Pero vamos con amigos y eso, ¿a que sí?

—Sí, claro. —Pete le echa el brazo por el respaldo de la silla y le aprieta suavemente el hombro. Becky le acaricia la mano. Miriam nunca ha visto a su hijo mostrar afecto por nadie. Se derrite, forma un charco y se evapora.

—Pues vamos al pub, a fiestas y otras cosas. Si a Pete le apetece.

—¡Ay, qué bien! —A Miriam se le iluminan los ojos cada vez más—. ¿Te pasea por los bares para presumir de ti?

—Eso es justo lo que hago —dice Pete, con cara seria.

—¿Y qué más? Contadme más. Qué ilusión hace oír cómo vive la gente joven, ¿a que sí, David?

—Oye, cariño, que tú y yo tampoco estamos para el desguace. —David se pica en broma.

—Sí, pero sabes que ya no tenemos veinte años, ¿eh?, y ni salimos a bailar ni vamos a fiestas con los amigos. ¡Qué recuerdos! Eran buenos tiempos. Disfrutad de cada minuto. ¿Me vais a hacer caso, preciosos?

—Eso intentamos —dice Pete.

—¿Y tú vas a clase de danza?

—Sí, a un par de ellas por semana, pero se me junta todo, así que a veces asisto con más frecuencia, a veces con menos, depende de lo que me pueda permitir.

—La profesión de camarera es dura, ¿verdad? A base de propinas, con gente maleducada… —Miriam se inclina hacia ella. Está disfrutando de la presencia de una mujer joven en su casa. Su hija es tan varonil que es casi como si tuviese otro hijo.

Becky se ríe.

—Sí, que me lo digan a mí. Pero el local es de mis tíos, así que me gusta echar una mano.

—¡Ay, pero qué bien que sea un negocio familiar! —Becky le echa una mirada a Pete.

—Encima también doy masajes. Y con eso creo que ya voy bien servida. Vamos tirando adelante. —Pete se queda clavado a la silla.

—Ay, qué bien. Menuda suerte, ¿eh, Pete? —Miriam le dedica un guiño.

Pete hace estallar la bomba que lleva sujeta al pecho y salpica el comedor con todas sus entrañas.

—Sí, qué suerte —dice apretándole de nuevo el hombro a Becky.

—Es que a mí me encantan todas esas terapias holísticas —le confiesa Miriam—. Hago reiki dos martes al mes. Y he experimentado regresiones a vidas pasadas. —Miriam sonríe a Becky buscando su comprensión—. David cree que estoy como una cabra, pero es que a mí me fascinan. Las he tenido un par de veces.

—¿Y qué viste? —le pregunta Becky.

—La primera vez estaba en el Antiguo Egipto.

Pete cierra los ojos, suspira, los deja cerrados durante todo un segundo antes de volver a mirar a su madre.

Becky asiente:

—¿Sí?

—Era un muchacho. Era un muchacho de la nobleza, pero iba corriendo por los arrabales, perseguido por alguien. Había robado un objeto y sabía que había hecho algo malo y me daba cuenta de que estaba acabado.

—¡Qué miedo! —dice David—. De chaval, una vez, tuve que escapar corriendo de una banda de matones. —Nadie responde.

—No sé lo que había robado o por qué, pero corría a través de sucios callejones de color ocre, pasando por delante de obreros, de mujeres que llevaban niños a la espalda y al pecho, de puestos de mercado, de carretas…

—Como en la tele —dice Pete.

—Tú a callar. —Miriam sacude el dedo señalando hacia él—. Estoy hablando con Becky. —Le dedica una mirada de complicidad. Becky, a su vez, se coloca el pelo detrás de la oreja—. Hacía un calor asfixiante. Un grupo de jóvenes arrojó una pelota hacia la sombra y a lo lejos vi unas obras… ¡era una pirámide! ¡Inacabada! Miles de cuerpos por todas partes. Me escabullía por hendiduras, a través de puertas, y tras los rincones, pero al final dieron conmigo. Sentí una mano agarrándome por el pelo y tirando de él. Y ése debe de haber sido el final de aquella vida. —Recupera su postura en la silla, moviendo la cabeza lentamente de arriba abajo, con cara de susto.

—Es lo que siempre he dicho —David extiende la manos, implorante—: portamos multitudes en nuestro interior.

Pete y Miriam parecen inquietos. Becky lo mira y sonríe, reconociendo su sabiduría.

Llaman al timbre.

—Voy yo —se ofrece Pete, rayando el suelo con la silla.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Pete? —Miriam le habla a gritos por el pasillo—. ¡No me arrastres las sillas de esa manera!

Pete abre la puerta y Becky escucha voces. Ella echa un vistazo al comedor. Pete entra seguido de su hermana. Becky alza la mirada y la casa se le cae encima.

—Harry, ésta es Becky —dice Pete, de pie entre ellas. Harry permanece junto a la puerta—. Becky, ésta es mi hermana, Harry.

Harry siente cómo se le revuelven las tripas. Su cuerpo es una esponja seca. Becky siente que sus pulmones se expanden y cada uno de sus alveolos se inunda de aire. De repente se vuelve consciente de que todos los órganos de su cuerpo están funcionando a la vez.

—Hola —dice con calma. El pelo le cae por la cara. Se lo aparta—. Encantada de conocerte.

Harry se inclina hacia ella y besa su mejilla con suavidad.

—Hola.

Su sonrisa es plácida y amable. Becky se siente agradecida por ello. Miriam se echa a un lado para verlo todo. Harry se sienta al lado de su madre y le brinda una sonrisa contenida. Pete se muerde la uña del pulgar. Harry no puede respirar.

—Bueno —dice David—, ya estamos todos.

Y rompe a aplaudir de emoción.

—Pues ahí vamos —dice Miriam, levantándose y saliendo del comedor. Vuelve con manoplas de horno y llevando cinco platos—. Calentitos y agradables —dice contenta.

«Ha calentado los platos». Becky nunca supo lo que era una comida familiar, al menos no una como ésta. Vuelve a su silla y adopta, como siempre, una postura erguida. Mira a Harry de reojo. Su cuerpo apocado se reclina sobre el respaldo de la silla y se frota las mejillas con las dos manos. Los ojos de las dos se cruzan un breve instante y entre ellas fluye una corriente que va dejando a su paso un reguero de cenizas. Harry aparta la mirada, sus manos inquietas se agarran al borde de la mesa, se repliega sobre sí misma y examina los cubiertos.

Miriam se levanta otra vez, vuelve con una fuente y la deja en medio de la mesa sobre un salvamanteles.

—He hecho carne guisada. No es nada elaborado. Pete me aseguró que no eras vegetariana. Es cierto, ¿no?

—Eh… sí…, no… como de todo —dice Becky.

—Bien, pues eso es lo que yo quería oír —asevera Miriam—. Aunque con un tipo como el tuyo me cuesta bastante creerlo —añade al salir de nuevo.

Becky se sonroja y no sabe adónde mirar. Acaba por posar la mirada en su copa de vino. Miriam vuelve.

—Aquí tenéis puré de patata y verduras de guarnición.

Lleva dos platos hasta la mesa y coloca cada uno sobre dos salvamanteles iguales, a juego también con las servilletas primorosamente dispuestas junto a los cubiertos. Becky repara en todos estos detalles.

—Y aquí tenéis un poquito de ensalada. Sólo un poquito. —Miriam encaja un enorme cuenco de ensalada de mil colores al lado de la carne.

—¡Se me olvidaba! —Sale a la carrera y todos escuchan sus pisadas recorriendo el breve tramo que hay hasta la cocina—. Y aquí llega el aliño. —Lleva un jarrita a juego con la vajilla, la deposita y, a continuación, antes de sentarse a la mesa, quita la tapa a la fuente de la carne y el vapor se eleva como en el anuncio de un hogar feliz.

Pete se echa hacia delante y pasa la nariz por encima de la fuente.

—¡Qué rico huele, mamá!

—Hala, que ya viene el frío —lo mira con cariño— y hay que coger fuerzas.

—Tiene todo muy buena pinta. Muchas gracias, Miriam —dice Becky. Reprime un enojo que hace tic-tac como una bomba en su interior, intenta contener una rabia que se alimenta de cada comida que no celebró con sus padres.

—Ah, es sólo un pequeño refrigerio —dice Miriam, obviamente encantada con los cumplidos—. Y además, David me echó una mano. ¿A que sí, mi amor?

—No, no. A decir verdad, yo no ayudé ni una pizca. Soy un desastre en la cocina. —Hace una pausa, bebe vino—. Sin embargo, en otras estancias de la casa soy extremadamente hábil.

Pete casi se ahoga con su vino. Becky le frota la espalda y se ríe con disimulo, tapándose con la mano. Se siente mejor. Harry está muerta de vergüenza. No sabe dónde meterse. Miriam se pone roja como un tomate.

David no se da cuenta de lo mal que lo están pasando los demás.

—Sírvete un poco de agua, Pete.

Pete se queda mirándolo. David recoge la mirada y las piezas encajan dentro de su bienintencionada cabeza. Nadie abre la boca.

—¡Ay, Dios, no! —dice de repente—. No, no, lo digo por el salón. El cuarto de estar. Quiero decir que soy muy bueno estirando las piernas y viendo la tele. Ay, por Dios. No. Ni se me ocurriría referirme a eso. Aunque, bueno, ya somos todos mayorcitos.

Nadie dice nada. Becky se aguanta la risa. Se lleva la mano a la boca. Pete bebe agua y sacude la cabeza.

—Bueno, pues vale —dice David—. ¿Quién quiere que le sirva? Id pasando los platos.

Va poniendo comida en los platos y, una vez que todos tienen comida y vino en las copas, se sirve a sí mismo.

Comen en silencio. Se oye el sonido de bocas salivantes masticando carne jugosa. El segundero del reloj avanza.


Miriam era hija de un carnicero. Toda su vida había transcurrido entre carcasas de pollo y piezas de carne; el ruido sordo de los bistecs cortados de la falda de las reses. Sus hermanos y sus tíos envolviendo tajadas en papel blanco y su padre con el delantal puesto. Su primera tienda estaba en Leyton. Su padre se llamaba Raymond y su madre, Annabelle. Su madre era profesora de parvulario y amaba a su marido e hijos por encima de todo. Se conocieron durante la guerra. Ray era piloto y Annabelle trabajaba como personal de pista, haciendo señas a los aviones con banderas de colores para guiarlos durante el aterrizaje. Se casaron en el portaaviones donde estaban destinados, en mitad del océano Índico. Miriam era la hermana menor, la benjamina de una familia numerosa. Se llevaba muchos años con sus tres hermanos mayores. Nació cuando Annabelle había abandonado ya toda esperanza de tener una niña.

Cuando Miriam llegó al mundo, era el orgullo y la alegría de su madre, y Annabelle hizo todo lo que estuvo en su mano para mantener a su hija alejada de los gritos del matadero y de la hoja del cuchillo de su padre. Iba a una bonita escuela y sus amigos eran niños limpios y educados. Vivían en un barrio ajardinado del este de Londres, en una casa sencilla pero hogareña con un jardín de agradables fragancias. Pero a Miriam lo que le atraía era la carnicería. Acababa siempre ahí metida, enredando por todas partes, rogando a sus hermanos que no le dijesen a su madre que la habían visto.

A la hora de acostarla, Annabelle se sentaba junto al cabezal de la cama de su hija a enseñarle postales de bailarinas que guardaba en un sobre que atesoraba en un cajón de la cómoda. Susurraba los nombres de las bailarinas y del ballet que aparecían en cada una de las imágenes.

—Para ser mujer hay que luchar, igual que hace una bailarina. Hay que trabajar mucho. Es una tarea inhumana. Y cuando te salga bien, parecerá que no te ha costado ningún esfuerzo. Pero en lo que nos diferenciamos de las bailarinas, mi vida, es que a ti nunca te van a aplaudir por hacerlo bien.

Miriam escuchaba en silencio, como siempre, pero no le encontraba sentido a esas palabras. Su corazón latía con sangre de carnicero.

Mientras sus hermanos tenían libertad para trabajar, estudiar, salir con chicas y fumar, ella estaba obligada a seguir el ejemplo de su madre y ser complaciente y callada. Llegó a la pubertad y aprendió a sentir vergüenza. Comenzó a desear ser distinta. Llegó a odiar el sonido y el olor de la tienda de su padre. Descubrió que la vida no es lo que decidas hacer con ella, sino aquello en lo que perseveras. Sentía que no daba la talla, que, de alguna manera, ella no era lo que se espera de una chica.

A los diecisiete años se fue de la casa de sus padres. Atravesó el río y encontró una habitación encima de un pub en Camberwell. Consiguió trabajo pegando sellos y llenando sobres en un bufete de abogados. Odiaba hasta el último minuto del tiempo que dedicaba a ello, pero le cubría el alquiler y le sobraba para otros gastos. Encontró otro empleo por las tardes como camarera en un bingo y comenzó a ahorrar pacientemente para comprarse una moto cuando cumpliese los dieciocho. Su madre odiaba la habitación, la moto y los trabajos. No comprendía lo que le había sucedido a su hija del alma. Quería que Miriam conociese a un buen hombre y sentase la cabeza.

Por las noches, Miriam leía con voracidad, escuchaba los discos de sus grupos favoritos: los Jam, los Clash, los Buzzcocks y Patti Smith. Llevaba vaqueros negros ceñidos, botas y americanas de hombre. Estudiaba películas, estudiaba poesía, estudiaba a la gente que iba al bingo. Le daba al pedal de su moto y bajaba los fines de semana a Brighton. Se acostaba con todos los hombres que le daba la gana, pero no quería el embrollo de un novio formal. Tenía un grupo de amigas a las que adoraba, que trabajaban de enfermeras, recepcionistas y modelos. Salían a bailar de noche y se acompañaban a casa al amanecer.

A los veintidós años vivía en una casa okupa sin agua caliente en King Cross junto a dos carteros marxistas, un conductor de metro y un técnico de laboratorio. Se imaginaban que estaban en una comuna, pero Miriam acababa encargándose de la mayoría de las tareas domésticas, la cocina y la desratización. Trabajaba en el turno de noche en la biblioteca del King’s College. Estaba ahorrando para viajar. Quería ver las montañas de Afganistán. Se pasaba el día cuidando a niños de familias adineradas de Hampstead y las noches leyendo libros de texto.

Graham estudiaba derecho en el King’s College. Por las tardes se entregaba a los libros en medio de una nube de hachís, memorizando casos. Al principio se saludaban con un gesto de la cabeza. Pronto, los gestos se transformaron en sonrisas. Cuando tocaba cerrar, Miriam esperaba cada vez con más ganas el momento en el que tenía que ir a despertar a Graham y decirle que ya era la hora de irse. La tercera vez que pasó, le propuso ir a tomar algo. Encontraron un bar de mala muerte en King’s Cross y no dejaron de reír en ningún momento.

Él era torpe y encantador y se perdían entre en los pasillos mientras ella los recorría para devolver los volúmenes a sus estanterías. Miriam se sorprendió a sí misma mirando las páginas de los libros, incapaz de asimilar una sola palabra a la espera de ver la silueta de Graham asomando por el torno de la entrada.

Una noche lo subió a su moto. Él se cayó antes de arrancar siquiera y al verlo ahí, frágil y patoso, tendido sobre el asfalto, riéndose como un bebé, sintió algo en su interior que no había experimentado jamás.

Ella partió a recorrer mundo y él acabó la carrera. Se escribían largas cartas. A Graham le frustraba la distancia. Quería que se fuesen a vivir juntos, emprender una vida en común, el tipo de vida que se supone que llevan las parejas. Pero ella tenía un mundo por ver. Él no sabía si ella volvería con él algún día. Pero lo hizo. Tan pronto como ella dejó de viajar, él se olvidó de amarla.

Durante los siguientes veintidós años, Miriam se dedicó a ser madre y ama de casa, y esto le producía una felicidad que nunca había sentido. Pero, en los momentos de mayor placidez, la chica que un día había sido se revolvía en su interior.

Su única hija, Harriet, siempre había sido un poco marimacho. Quería llevar el pelo corto, no jugaba con juguetes de niñas ni llevaba ropa femenina. Su masculinidad, inofensiva a los ocho años, se hacía cada vez más extraña a medida que iba creciendo. Con doce años no dejaba de meterse en líos: la violencia la perseguía de una manera que dejaba a Miriam trastocada. Harriet llegaba a casa cubierta de sangre y moratones y no decía una sola palabra. Entraba dando tumbos en la cocina para coger una bolsa de guisantes congelados y subía en silencio a su habitación. Se volvió una adolescente muy independiente y celosa de su intimidad. Miriam no sabía cómo tratarla. Harriet odiaba ir de compras; ni siquiera soportaba poner el pie en el interior de una tienda. Le daba vergüenza acercarse a la sección de ropa de chico donde vendían las camisas que le gustaban y la sección femenina le hacía sentirse una marciana. No le quedaba bien nada y pensaba que era culpa de ella. También detestaba la peluquería. De hecho, observaba Miriam, le costaba desenvolverse en cualquier lugar público.

Miriam estaba convencida de que tarde o temprano Harriet conocería al hombre adecuado, igual que ella había conocido a Graham, y entonces sentaría la cabeza, se convertiría en madre y esposa y se daría cuenta de que ahí es donde residía la auténtica felicidad. No es que no se creyese que su hija se considerase lesbiana. Era más bien que, en el fondo, pensaba que ninguna mujer lo era de verdad.

Con el tiempo, Miriam se fue aburguesando, deslumbrada por el confort, y se dijo que no había absolutamente nada de malo en ello y que, tarde o temprano, las cosas se acabarían encauzando.


—¿Y en qué andas metido ahora, Pete? ¿Alguna novedad en el frente laboral? —David lo mira por encima de sus gafas, con un trozo de espinaca asomándole por la boca mientras mastica.

—Me pasé dos semanas moviendo mobiliario de oficina. Estuvo bien. Y luego le abrí una cuenta de eBay a la abuela de un amigo y la ayudé a vender unos trajes de su difunto marido. Me dio cincuenta libras. Así que bien también. —Habla dirigiéndose al trozo de espinaca.

—¿Y ya vas sabiendo lo que quieres hacer a… a largo plazo? —David se limpia la cara con la servilleta. Se le sale la espinaca de la boca. Se le queda pegada a la barbilla.

—Eh… No —dice Pete—. Ni idea. —Su familia sigue mirándolo, a la espera. Él les devuelve la mirada—. No encuentro nada que me encaje. —Tiende las manos con las palmas hacia arriba y las levanta poniendo acento italoamericano—: Pero, heeeey, ¿ma qué cosa se le va a hacer? —La familia sigue comiendo. Pete se termina el vino. Se sirve otra copa—. David, tienes un poco de espinaca en la cara —señala.

—Oh —responde David.

Miriam lo examina.

—Sí, sí que tienes —asegura, y se la limpia con la servilleta.

Harry acaba el último bocado de su plato y deja el cuchillo y el tenedor.

—¿Habéis ido al cine últimamente? —suelta David sin venir a cuento.

Nadie contesta. David los mira uno por uno, paciente, esperando una respuesta.

—No, yo no —dice Harry—. ¿Y vosotros, chicos? —Dirige la pregunta a Pete y Becky.

Becky se queda mirando a Pete.

—No, nosotros no —responde Becky—. ¿Y tú, David?

—No —reconoce con aire pensativo—. Yo tampoco.

Becky termina de comer y deja los cubiertos en su plato. Se limpia la boca con la servilleta. Se da cuenta de que va a juego con la cenefa de la pared. Miriam también ha acabado.

—Me preguntaba si los jóvenes habíais visto algo bueno últimamente —dice David—. Era eso.

Pete deja los cubiertos.

—¿Queda más vino, mamá?

David se pone en pie y se desplaza a un lado.

—Sí, hay otra botella aquí. ¿No llevamos ya dos? Menudos borrachines estamos hechos.

A Pete le da grima la expresión. David abre el vino y sirve a todos otra copa. Todo el mundo bebe.

—Bueno —declara—. Estaba todo de auténtico re-chu-pete.

El resto de la mesa está de acuerdo.

—¿Habéis acabado? —pregunta Miriam. Todos dicen que sí. Se levantan para retirar los platos.

Becky se pone en pie de un salto.

—No, no —dice—. No te molestes.

—No me seas boba, cielo. Eres la invitada, no hace falta que hagas nada.

—Pero me apetece.

Miriam, conmovida, vuelve a sentarse.

—Pero no vas a saber dónde están las cosas —insiste.

—Ya me las arreglo —responde Becky apilando los platos y dirigiéndose hacia la cocina.

Miriam mira a David con cara de severidad, luego a Pete y finalmente a Harry. Pete trasiega su vino con toda la calma del mundo. Lo apura de un trago. Apenas deja un buche en el fondo de la copa.

Harry se levanta de un brinco para ofrecer su ayuda.

—Voy a echarle una mano —declara.

—¡Estupendo, Harriet! —sonríe David.

—¿Más vino, cariño? —Miriam le llena la copa a Pete. Lo mira con ternura.

—Gracias, mamá —dice. Está casi borracho.

—¿Cómo le va a tu padre? —Se dirige a él con el tono cuidadoso que emplea cada vez que plantea esa pregunta.

—Está bien. Trabaja de voluntario en un centro de cuidados paliativos. —Es una mentira, pero Pete se la cree nada más soltarla.

—Me alegro por él. —Miriam parece casi ofendida por lo sorprendente de la noticia—. Qué solidario por su parte.


Becky camina hacia la cocina, relajando al fin la cara. En ningún momento ha dejado de ser plenamente consciente de sí misma y de sus orígenes. La cocina es nueva y todo reluce con intensidad. «Esta cocina», piensa Becky, «me recuerda muchísimo a David». Deja los platos junto al fregadero y abre un poco el grifo. Las dos ventanas rectangulares que hay en la pared que se extiende tras el fregadero dan a un jardín interior, pequeño pero bien cuidado, con frutales plantados en macetas y un enanito pescando junto a la verja.

Harry entra, deja otro montón de platos sucios junto al fregadero, descuelga un paño de cocina de su gancho y se lo echa al hombro.

—¿Lavas tú y seco yo? —le pregunta. El aire entre las dos escuece y retumba a causa de la presión concentrada.

—Sí, genial —responde Becky a la vez que echa un chorro de detergente líquido en el fregadero que está llenándose.

Harry coge los platos y los vacía en la basura.

Todo se desarrolla con parsimonia y en un ambiente cargado de electricidad estática. Los vuelve a colocar a un lado. Se gira para salir de la cocina.

—Un placer volver a verte —dice con calma antes de regresar al salón a recoger las fuentes. Becky sonríe para sus adentros y cierra los grifos. Harry apoya las fuentes y se coloca a su lado.

—Ya me encargo yo de ellas.

—Sádica —replica Becky sin levantar la vista del fregadero.

Harry no puede evitar espiarla por el rabillo del ojo. El cuerpo de Becky bañado en oro por el sol de la tarde, su boca abierta, sonriente, la luz que atraviesa sus labios, la visión fugaz de sus hoyuelos. El piercing en la nariz. A Harry se le derrite el corazón.

—Me preguntaba si volvería a toparme contigo alguna vez —le confiesa Becky, y la presión deja escapar un silbido—. Qué locura, ¿eh? —Las dos se ríen—. ¡Qué puta locura! —Becky echa un vistazo por el fregadero para ver si encuentra un estropajo o una bayeta. Acaba encontrando lo que busca.

—Bueno, ¿y qué tal últimamente? —pregunta Harry. Habla con calma.

—Pues no sé. Bastante bien, creo.

—¿Qué tal la danza?

Harry parece más segura que antes. Más ligera.

—Sí, va bien. ¿Y la tuya?

—Mi danza.

—Ajá.

—Bueno, sigo dominando el baile colombiano.

A Becky se le escapa la risa por la nariz ante lo inesperado de la respuesta. Harry se concentra en el plato que tiene entre las manos. El paño de cocina. El estoico enanito del jardín.

—Es que no me puedo creer que estés aquí —dice.

Becky sacude la cabeza, sonriente.

Harry señala por la ventana. Su cara se disuelve en una máscara de confusión.

—El enanito —susurra—. ¡Fue el enanito!

Y todo el absurdo de la tarde las golpea como un mazo y se ponen a vibrar como dos gongs; las dos estallan en una carcajada incontrolable que se enrosca entre ellas y asciende, desplegando nuevas profundidades con cada onda que se extingue. Agotadas, se sujetan a la encimera hasta que el ataque de risa pasa. Suspiran como dos ancianas después de un chiste gracioso.

Harry se limpia las lágrimas, se vuelve hacia Becky y se pone muy seria de repente.

—¡Mira, mira! —advierte sin perder la compostura.

Becky vuelve a reírse, cogiendo al vuelo que la severidad de su expresión es parte de la gracia. Pero a Harry no termina de cambiarle la cara y la risa de Becky se va entrecortando hasta que se detiene.

—Sí, lo siento. Hablemos en serio. —Becky deja el estropajo que lleva en las manos y se concentra.

—Las cosas que te conté cuando nos conocimos…

—¿Sí?

—Sobre lo que hago —Harry junta las cejas con desazón, con el pánico instalado en sus pupilas— para ganarme la vida —susurra.

—Sí, me acuerdo —Becky trata de pescar los cubiertos en el agua jabonosa—. ¿Qué pasa con eso?


Pete no deja de echar ojeadas en dirección al pasillo, intentando ver a través del recibidor lo que ocurre en la cocina. Oye una risotada que se eleva, estalla y se extingue. Se derrumba.

—¿Te encuentras bien, hijo? —le pregunta David. Pete lo mira. Le clava los ojos en la cara. Se le ocurren algunas crueldades. David se coloca las gafas sobre su nariz prominente.

Pete se pone en pie sin decir palabra ni mostrar ninguna emoción y sale lentamente del comedor.

David mira a Miriam y se encoge de hombros:

—Me he quedado a cuadros.

Miriam pliega las manos sobre su regazo, deja caer la cabeza y suspira.

—Es un chico un poco complicado —le cuenta—. Demasiada lectura, probablemente. —Lo mira a los ojos con cara de desesperada—. ¿Hijo? —susurra.

David se echa las manos a la cabeza y se cubre el rostro.

—¡Ay, Dios! Ni me di cuenta. ¡Ay, Dios! Espero que no le haya molestado.


Pete se arrastra por el pasillo, sin pensar en lo que hace, sólo dejándose llevar. Se mueve de puntillas, con la espalda contra la pared, hasta que llega a la puerta de la cocina y se asoma por la rendija para descubrir a Harry junto a Becky, con los labios pegados a su oído y los ojos chispeantes.

—¿Se lo has contado a Pete? —El tono de Harry es demasiado familiar.

—No. —Niega con la cabeza—. Claro que no.

—Pues no lo hagas —le implora Harry—. No le digas ni pío. Que no se entere nadie. Por favor, Becky. Es muy importante.

—No pasa nada —le reconforta Becky mirándola amorosamente—. No te preocupes. No deberíamos andar comentando estas cosas aquí.


Un calor súbito ruge en su torso, sus brazos y sus piernas. Las muñecas le hormiguean por la tensión, y su pecho, cuello y mandíbula se ponen rígidos, como si en lugar de sangre corriese por sus venas electricidad estática. Su respiración no es respiración, es un remedo, una idea de respiración, pero no es un hálito, no es aire. Traga y boquea, pero el oxígeno no le llega a la sangre. Se le endurece la cabeza. Contempla a escondidas la cocina, sintiéndose como un mirón, como un voyeur convulso, espiando por una rendija. Harry se muestra cercana, relajada y sonriente; y Becky respira rápido, tiene los labios entreabiertos, sonríe con ganas, con la cabeza inclinada. El agua jabonosa brilla con la luz del sol; Becky se aproxima a ella, sumerge los platos y Harry está ahí, diciéndole algo; su voz es demasiado baja para que pueda oírla y Becky se ríe sacudiendo los hombros. Parpadea. A Pete le da la sensación de que Becky lleva meses sin reírse de esta manera. Becky nunca disfruta con las cosas que él le cuenta. ¿Qué le da Harry que la hace reír así? ¿Cómo se la ha ganado? Mira a su hermana y ve su cuerpo tallado en alabastro. Sabe que Becky se acuesta con chicos y chicas. Quizá Becky desea a su hermana. Está seguro de que su hermana desea a Becky. Cualquier persona del mundo resulta una amenaza. Prendería fuego al mundo entero para tenerla sólo para él. Pero incluso así, estaría más interesada en contemplar las ascuas que en mirarlo con amor. No queda nada a salvo cuando Becky anda cerca. Él ya no le gusta; no le gusta en lo que se está convirtiendo. Pete no sabe cómo evitar que esto suceda. Las mira y le dan ganas de hacer algo terrible. Intenta sofocar ese impulso tomando aire. El pánico se eleva por su garganta y lo agarra por las orejas. Dentro de él sólo hay un ruido estridente. Se aparta de la puerta, retrocede a trompicones cargados de culpa por el pasillo y atraviesa la puerta principal. Pega un portazo al salir. «Ya pueden quedarse la una con la otra». Se sujeta el corazón con una mano humedecida. «Pues que se vayan a tomar por el culo las dos». Se echa las manos a la garganta.

La brisa exterior parece demasiado cálida y espesa para ser aire, parece que respirase una papilla espesa. No puede inhalar como es debido, es como si una mano le hundiese el pulgar en la tráquea. Antes le importaban las cosas. Quería mejorarlas. Enfrentarse a ellas. Comprenderlas. Ahora le cuesta horrores retener algo en la cabeza más allá de lo inmediato. No acierta a comprender por qué no tiene ni dinero ni trabajo. Lo único que sabe es que no tiene ni lo uno ni lo otro. Ha perdido la esperanza de una vida gratificante. En su mente sólo existe Becky. Como no acaba de entrarle oxígeno, se revuelve, lo invade la ansiedad, siente que se le estrecha la garganta. Camina rápido, intenta olvidarse del pánico. Se dice que ya logra inspirar y espirar. No tiene que pensar en ello. Ya lo hace. Ya respira.


El portazo hace salir a Harry y Becky de la cocina y a Miriam y David del comedor. Se quedan en el pasillo mirándose unos a otros.

—¿Qué ha pasado? —le pregunta Harry a Miriam.

—¿Se ha ido? —le pregunta Miriam a Harry. Ninguna sabe responder a la pregunta de la otra.

—¿Pete? —llama Becky por las escaleras, pero nadie desciende por ellas.

—¿Se ha ido Pete? —pregunta Harry al aire.

—Ay, David. —Miriam se aparta de él.

—Lo siento, amor mío. —David se vuelve hacia ella, hablándole a la espalda.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Becky a los dos.

—Estábamos hablando y me dio por llamarlo hijo. Ya sabes, una expresión. Pero creo que le ha sentado mal.

—¡Cómo no le va a parecer mal! ¡Pobre Pete! —Miriam tiene una mano puesta sobre la cadera y la otra sobre la frente.

—Igual salió a tomar el aire —los tranquiliza Becky—. Volverá en nada.

Los demás opinan igual. Miriam parece disgustada. Harry la escucha sin ganas, se siente descolocada al no tener a su hermano presente para que haga de amortiguador entre ella y su madre.

—¿Pongo a hervir agua, mamá? —le pregunta Harry—. ¿Un té?

—Sí. —Miriam acepta el detalle, pero no sonríe a su hija. Se vuelve hacia Becky—. He hecho postre. ¿Alguien sigue queriendo?

—A mí, por mi parte, me encantaría un poquito de crumble —dice David, intentando animar las cosas entre ellos.

—Pero no me parece apropiado —dice Miriam, yendo hasta la cocina para calentar las natillas—. Él pasándolo mal y nosotros comiendo crumble. Ay, mi niño…

David la sigue con la cabeza gacha. Becky no dice nada, pero abre la puerta principal y se asoma a la calle vacía.

Harry deambula hasta la cocina, siguiendo a David.

—¿Habéis planeado algo para su cumpleaños? —pregunta.

—Oh, sí. Se me ocurren un par de cosas para regalarle, pero no estoy segura de qué piensa hacer. ¿Has hablado con él?

—Pues he estado pensando que estaría bien organizarle una fiesta. —Harry se apoya en la encimera esperando a que hierva el agua. Miriam está frente a la nevera cogiendo las natillas. Si no se miran a la cara pueden alargar la conversación—. Pero bueno, ya sabes que odia cumplir años.

—¿Cómo dices esas cosas? A nadie le disgusta su cumpleaños. Lo que pasa es que la gente no quiere andar incordiando a los demás —explica Miriam pacientemente.

—¿Así que piensas que es buena idea? —Harry lanza al aire una bolsita de té y la agarra al vuelo. La arroja de nuevo.

—Claro que sí. Ya es hora de celebrar algo. —Miriam le echa una mirada por encima del hombro—. No trates así la bolsita.

Harry pone el té en una taza.

—Vale, yo me encargo de todo.

—¿Qué se te ocurre?

—Bueno, pues conociéndolo… —Harry vierte el agua, David monta el numerito para acercarle la leche; incluso desenrosca el tapón antes de pasársela. Harry da un grito en dirección al pasillo: «BECKY, ¿QUIERES TÉ?». Espera una respuesta, pero no oye nada. Prosigue—: Tendrá que ser sorpresa.

—Es una idea preciosa.

—Sí. —David se sube a la encimera y se sienta de cara a la pared, con los pies colgando—. ME CHIFLAN las fiestas sorpresa. ¡Son TAAAAN divertidas! ¿Cuántos cumple? ¿Alguna cifra especial?

—No, no, para nada —dice Miriam—. Veintisiete —le informa. Harry le pone en las manos una taza de té. Miriam se queda mirándola—. Está un poco fuerte para mi gusto. —Se vuelve hacia David—: David, ¿me sirves un poquito de leche, por favor?

David se baja de la encimera y acude corriendo a coger la leche, que aún está junto a Harry, la levanta y vierte un poco en la taza de Miriam. Se sonríen el uno al otro.

La rabia se va apoderando de Harry. La apacigua tomando aire hasta que se le pasa. Le acerca a David su té.

—Perfecto —dice David. Harry se lo agradece con un gesto.

Fuera, apostada en la entrada, Becky escudriña con la mirada toda la calle, a un lado y a otro, pero no ve a Pete. Lo llama de nuevo. No responde. Lo intenta por última vez, pero le salta el contestador. Entra de nuevo y se queda apoyada contra la pared del recibidor. Oye a Miriam cacarear algo acerca del crumble.

Harry sale de la cocina. Señala con un movimiento de cabeza el teléfono que Becky tiene en la mano.

—¿Te ha respondido?

—No. —Becky se muerde el labio por dentro. Mira el teléfono.

Harry descuelga el abrigo del pasamanos.

—Bueno —dice—. Yo me largo, por si tú también vas hacia la estación. —Harry se mantiene en su desmadejada postura habitual, con los hombros como dos perchas de las que cuelga el resto del cuerpo.

—Voy a despedirme un segundo de Miriam y David. —Becky pasa por delante de ella y le acaricia el brazo a la altura del codo.

En la cocina, Miriam y David están debatiendo sobre si van a acompañar el postre con natillas o con helado. Miriam se ha puesto el delantal y sostiene en la mano un plato de crumble de manzana.

—Muchas gracias por la comida —dice Becky desde la entrada—. Pero no voy a quedarme para el postre.

—¿Te vas ya, preciosa? —Miriam deja el crumble sobre la mesa.

—Si vuelve Pete, decidle que me llame, ¿vale?

—Por supuesto que sí. Lo mismo, si tú te enteras antes de algo. —Se intercambian sonrisas—. Un placer conocerte. —Miriam camina hacia ella con los brazos extendidos y le da un abrazo. Becky se fija en que el delantal que lleva hace juego con las servilletas y la estrecha aún más. David, apoyado contra la nevera, y con una tarrina de helado en la mano, se coloca las gafas y sonríe.


Harry camina al lado de Becky. Caminan acompasadas y van contemplando las baldosas de la acera. Ninguna de ellas siente la necesidad de hablar. Becky se aparta la melena de la cara y se sube el cuello del abrigo. Los acontecimientos del día siguen muy recientes. Escuchan los coches al pasar y el trino de los pájaros. Harry balancea los brazos a los lados y arrastra las piernas al caminar. Becky lleva las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Giran a la izquierda al final de la calle. Harry señala.

—La estación queda justo ahí. —Siguen caminando, cruzan la calle, atraviesan la puerta y miran los horarios.

—¿Dónde vives? —dice Becky.

—Por Lewisham Road, en Tanner’s Hill. ¿Sabes dónde?

—Sí, yo vivo al lado. En el edificio de apartamentos que queda detrás de la calle principal —dice Becky, sonriendo sorprendida.

—¿En Deptford? —La voz de Harry da un brinco de emoción.

—Sí —asiente Becky.

—¿Y cómo es que nunca te he visto por ahí?

—Bueno, pues seguro que me verás más, ahora que sabes que ando por el barrio. —Becky examina la pantalla con los horarios de tren. Su pelo se ondula con un ráfaga de aire que penetra en la estación. Le roza el cuello y siente un escalofrío—. Pasa uno dentro de diez minutos.

—Pues vamos.

—Bajan la escalera y cruzan al otro lado de la vía. Becky se echa aliento en las manos y se apoya contra la pared de la estación. Mira el reloj. Uno de los paneles está roto y el 3 parece un 8.

—En tu familia sois encantadores. —La voz de Becky suena suave y susurrante en medio del andén desierto.

Harry se mira los pies. Le está dando corte.

—Tenemos nuestros más y nuestros menos.

—Qué bonito. Os lleváis muy bien. —Harry deja escapar una breve risa—. ¿Qué te hace gracia?

—Pues eso es ahora, porque antes… —Mira a Becky a los ojos. Cae dentro de ellos, lucha por mantenerse a flote. Trepa hacia fuera.

—¿Qué me quieres decir? —Becky siente el viento que se levanta en torno a ellas. Contempla el contorno de Harry.

—Es una larga historia.

—Bueno —Becky dirige la mirada hacia el reloj—, tenemos siete minutos. —Se emboza en la chaqueta. Su rostro está tranquilo y sereno.

Harry se encoge sin darse cuenta y luego se estira lentamente. Nunca ha sabido poner una postura adecuada. Comienza a hablar, palabra por palabra, como unos pies que caminan por un sendero estrecho.

—Me pasé como diez años sin hablar con mi madre. —Las cejas de Becky se elevan. Harry se encoge—. No aceptaba mi… —Se detiene de golpe con un silencio. Busca las palabras pero no las encuentra—. Cómo soy.

—¿Cómo eres en qué? —Becky acomoda su espalda contra la pared y observa detenidamente a su nueva amiga. Sus dedos rascan el mortero que hay entre los ladrillos que tiene detrás: frota las migajas rojas y las aplasta contra la rendija.

—Lo que soy. —Harry adopta la misma postura que Becky y apoya la suela de su zapato contra la pared.

—¿No te sale decirlo? —Becky se inclina hacia ella, con sus ojos abiertos de par en par y redondos como los de un galgo. Harry contrae la cara, un leve pellizco en las mejillas. Un tic casi imperceptible que no puede controlar y que traiciona la fuerza de sus emociones.

—No ¿qué? No es eso. A mí no me importa. No pasa nada. —Becky contempla la cara de Harry de perfil; sus pómulos retienen el sol invernal.

Se ha ruborizado. Aparta la mirada y la dirige a las vías vacías, busca tabaco en el bolsillo. Se queda absorta mientras se lía un cigarrillo. Habla a la lejanía.

—Con quince años me fui a vivir con mi tío. —La voz de Harry crepita al comienzo de las vocales. Habla bajo, con la intensidad de la música, una sonata de castañeos. Habla con la rudeza arrastrada del acento del sur de Londres—. Se portaba bien conmigo, pero él no se encontraba bien. Era drogadicto y enfermó. Falleció hace unos años. Fue en su funeral cuando retomé el contacto con mi madre. Ahora nos hablamos, sí. Nos llevamos un poco mejor.

Becky se gira para darle la cara a Harry. La última luz de la tarde se va retirando del cielo. Su piel se ensombrece por la oscuridad que se cierne.

—Lo siento.

—Oh, no. No pasa nada. —Harry quita el pie de la pared y se vuelve hacia Becky, apoyando el hombro; un lado de su cabeza besa los ladrillos.

—La familia… sí, bueno, claro, en las familias pasan esas cosas. —Becky asiente, se cruza de brazos y se pasa la mano por la cabeza, por el pelo—. Me sorprende que Pete no te haya tenido al tanto —dice Harry, y el nombre de Pete abre un pozo en el suelo; un vendaval oscuro y absorbente grita desde sus profundidades y arrastra toda la estación hacia él.

—No habla mucho de vosotros.

Becky no aparta la mirada del rostro de Harry. Su cuerpo es cenizas y barro y arcilla. La trascendencia del momento hace que todo se estremezca. Está a punto de estirar la mano y acariciarle la mejilla a Harry cuando el tren irrumpe. El traqueteo y el estampido sacuden la quietud del andén. El chirrido de la electricidad y el acero. Becky contempla cómo se va deteniendo. Rayas amarillas y azules que se agolpan para formar figuras, puertas, rostros de personas.

—¿Esperamos al siguiente? —pregunta Becky.

Harry parpadea con el rebufo del tren, mira de lado a Becky, percibiendo su sonrisa.

—De acuerdo —dice con calma.

Observan a la gente que se baja de los vagones. Tres chicos jóvenes en chándal negro gritan en su jerga. Una mujer borracha agarra una hamburguesa con las dos manos y trata de llevársela a la boca y darle un bocado, tirando al suelo pedazos de lechuga troceada y pringándolo todo de kétchup. Un hombre trajeado que lleva una bicicleta plegable se detiene a atarse los cordones. El tren parte, la gente se dispersa y el andén vuelve al silencio. Sucumben a él durante un buen rato, cada una por su cuenta. Harry se retira de la pared y se asoma a las vías. El viento le da en la frente, cierra los ojos y los aprieta con fuerza y menea la cabeza con alegría. Becky se ríe.

—Resulta agradable —le dice Harry—. Prueba. —Así que Becky acude al lado de Harry y se pone de cara al viento con los ojos cerrados, se entrega a él, siente cómo le bate las orejas y sonríe.

—¿Lo ves?

—Sí, qué agradable —reconoce, pero justo entonces la brisa amaina.

—¿Y tu familia? —le pregunta Harry.

—Mi familia ¿qué?

—Que cómo son, que si os lleváis bien.

Becky estira la mano para pedirle un cigarrillo liado a Harry. Harry se lo entrega. Becky lo enciende. Contempla cómo las vías se curvan en la lejanía.

—Mi padre está en la cárcel y mi madre en un convento. Es judía, pero ahora se ha vuelto cristiana renacida. Los dos están mal de la cabeza. No me hablo con ninguno de ellos. —Arranca las palabras de una sacudida, igual que si encendiese unas cerillas. Caen delicadamente, ardiendo.

—¿No os escribís siquiera?

—Mi madre escribe cartas, sí.

El pelo le cae por la frente, más largo por un lado; se le va meciendo a medida que le pasa cruzando ante los ojos y le baja por el cuello. Se lo aparta con el dorso de la mano. A Harry le parece de una gran suavidad.

—¿Y tú no respondes?

—Nunca lo he hecho. Aún no.

Le devuelve el cigarrillo. Dos palomas se posan delante de ellas, se picotean las plumas la una a la otra. Buscan huesos de pollo por el suelo. Se quedan con la lechuga que se cayó antes.

—Debe de ser duro.

—Es lo que es —se resigna Becky.

—¿Los visitas?

—No. —Becky niega con la cabeza—. Nunca he ido.

Harry está absorta, escucha atentamente. Las tablillas del reloj de la estación se estremecen, atascadas.

—¿Y te apetecería?

Se levanta un viento que acoge hojas muertas en sus brazos y las deja caer formando un remolino. El corazón de Harry es como una mano tendida.

—A veces me entran ganas de ir. Pero él no sé ni dónde está. —La voz de Becky sale de un lugar situado en lo más hondo de su estómago.

—Eso se puede averiguar, ya sabes. —Harry habla con dulzura.

—Sí, ya sé. —El cielo se repliega, pasa de un rosa oscuro a un púrpura. Se hunde en la oscuridad.

—¿Pero no quieres?

—Creo que no. Ahora mismo no. —Becky le sonríe, sintiéndose con las defensas atravesadas.

—¿Con quién te criaste? —Harry pregunta con consideración. No aparta la mirada de los ojos de Becky en ningún momento. Expulsa el humo del tabaco hacia un lado.

—A mi aire. Con amigas. Con mi tía.

Harry le da vueltas en su cabeza a cada palabra que pronuncia Becky, intuyendo cosas. Becky le vuelve a pedir el cigarrillo, fuma un poco y retrocede de nuevo contra la pared.

Una lata de refresco rueda por el andén, arrastrada por una ráfaga repentina. Repica como las campanas de una iglesia. Ven las copas de los árboles elevarse sobre los techos de uralita que cubren las vías; el anochecer se asienta sobre los patios traseros de las casas. Los postes podridos de las vallas, el alambre de espino, las montañas de neumáticos usados.

—¿Siempre te han ido las chicas?

El rostro de Becky mantiene su aspecto liso en la penumbra de la noche. Su piel canta las salidas y puestas de sol del país de su abuela. Harry siente la belleza de Becky en la boca, como una sed.

—Más bien.

—¿Los chicos nunca?

—Un par de ellos. Pero nada serio, no —le explica Harry.

—¿Y quién fue la primera chica de la que te enamoraste?

Harry deja escapar la misma risa que antes. Baja el rostro. Arruga la frente. La ha pillado con la guardia baja. Mira hacia Becky. La mirada de Becky es firme pero serena.

—Ellie O’Dowd, de un curso por encima del mío. —Habla despacio, estira las palabras mientras se recrea en el recuerdo y contempla el fantasma de Ellie campando por el andén—. Pensaba en ella cada minuto del día. Solía desviarme antes de cada clase para poder verla aunque sólo fuese un instante. Y luego era incapaz de hablar cuando ella pasaba por delante. —Mueve la cabeza con una expresión de felicidad—. Le gustaba…, ¿cómo te explico…?, sentarse sobre mi regazo cuando no había nadie delante y juguetear con la cadenilla que llevaba al cuello. —Sonríe y mira a Becky. Con timidez, pero sin vergüenza.

—¿Siempre has sabido que eras homosexual? —La voz de Becky es un misil dirigido hacia lo más íntimo de Harry que estalla al impactar.

—Sí, eso creo.

—¿Cómo te diste cuenta?

Harry se queda pensativa. Se balancea sobre la punta de los pies. Barre el suelo con los zapatos.

—Bueno, ¿y tú cómo supiste que eras hetero?

—Es que no lo soy.

—¿No lo eres? —A Harry le sale la voz más aguda de lo que pretende.

Becky le pega una patada a una porquería del suelo.

—Me gustan las personas y nada más. Creo que es estúpido ponerse límites.

Harry se lleva las manos a los bolsillos, se echa hacia atrás, estira el cuerpo. Mira hacia un punto indeterminado del cielo. Sonriendo dulcemente.

—¿Cuántos años tenías cuando lo de Ellie?

—No lo sé. ¿Trece, tal vez?

Becky se acerca a ella y se pone a su lado. Los paquetes de patatas del suelo comienzan a dar vueltas y revolotear por el aire. Los altavoces chorrean unas pocas palabras amortiguadas.

—Seguro que eras una monada —dice. El vagón embiste en su dirección. Se quedan mirando los grafitis que van materializándose en los laterales a medida que el tren frena.


Cuando Becky llega a casa ya es de noche y Pete se encuentra sentado en el descansillo de la escalera.

—Ya he llamado a la puerta. Me parece que no hay nadie.

—¿Cuánto llevas aquí tirado?

—No mucho. Tardaste en venir.

—¿Por qué te fuiste de esa manera de la casa de tu madre? —La luna está casi llena, enredada entre las tenues nubes, en lo alto del cielo. Pero Pete no responde.

—¿Pete?

—Tenía que salir de ahí. Me estaban llevando los demonios.

—¿Te apetece entrar?

—¿Puedo?

—Más te vale hacerlo. —Da un suspiro—. Anda.

Le tiende la mano y él la toma. Entra con él en la casa. Pete se arrastra tras ella. Lleva la cabeza gacha. Es todo hombros.