DÍAS DE NEBLINA Y SOLEDAD
Las ocho llegan demasiado pronto. Despertando de un mal sueño, Pete se ve arrastrado hacia la vigilia. Está en el sofá del salón, le palpita la cabeza, respira rápido por culpa de una pesadilla. Gime en voz alta y rebusca entre los resquicios de los cojines para encontrar el teléfono. Lo localiza, mira la hora y suelta un quejido. A continuación se levanta, sujetándose la cabeza, corre al baño, se lava la cara, se cepilla los dientes e intenta evitar las arcadas. Tiene una cita en la oficina de empleo y si falta le impondrán una sanción, y si lo sancionan, va jodido.
Becky apaga la alarma, se levanta y se restriega la cara. El cansancio le asciende por debajo de los párpados. Siente náuseas por el alcohol, tiene una costra blanquecina en el borde de una de las fosas nasales, se suena con un kleenex y saca mocos espesos y con sangre, coge un par de analgésicos de un blíster y los traga con calma antes de meterse en la ducha, donde permanece hasta sentirse persona de nuevo.
Harry está de pie, con la cara pálida y desencajada tras una noche de alcohol y drogas, delante de la puerta, esperando a que Leon encuentre las llaves. Fuma deprisa. Traga deprisa, arruga la nariz. Sostiene un periódico entre las manos.
—Yo creo que está todo montado por ellos, ya lo he dicho y lo repetiré. Es todo un montaje hecho a propósito, ¿no crees? Quieren meternos miedo para poder arrebatarnos nuestras libertades. Es eso, tío. Es eso a lo que se están dedicando. Al fin y al cabo, se trata de tenernos a todos controlados.
Leon no responde, acaba encontrando las llaves en el primer bolsillo en el que rebuscó. Abre la puerta.
—Tienes una caja de Valium en la repisa del baño.
Se queda en el umbral de la puerta terminándose el cigarrillo, dando cabezadas.
—Tiempos oscuros, Leon. Menuda mierda de época nos ha tocado vivir, tío.
—Buenas noches, Harry —le contesta Leon dirigiéndose a la cama—. Vete a sobar un rato. Ya es de día.
Pete es alto y desgarbado. Se mueve de puntillas con andares inseguros que hacen que parezca que no puede soportar su propio peso y esté a punto de tropezar. Tiene el pelo tan fuerte que le crece de punta en lugar de hacia abajo, así que lo lleva rapado. Encuentra unos pantalones de chándal y se embute en ellos medio dormido, atontado; se frota los ojos para intentar espabilarse y, bostezando, se pone una camiseta blanca holgada con el logo de su sound system favorito, Valve, dibujado como un grafiti, de los días de gloria en los que solía ir de rave y la vida no lo había apaciguado aún.
Becky espera a que el autobús se aleje y a continuación cruza la calzada en dirección a Giuseppe’s. La calle rebosa de las cosas que siempre ha conocido. Señoras mayores que intimidan a fruteros y verduleros. Gente vestida de oficina con la cabeza hundida en sus móviles, caminando unos al compás de los otros hacia la estación mientras los viejos borrachos se apiñan sobre sus bancos, con sus ojos sinceros hechos un asco, sacudiendo sus sucias cabezas, señalando con el dedo.
—No —dicen—, yo nunca dije eso, nunca. Lo que yo dije es que… No… Yo nunca.
El mobiliario de Giuseppe’s ha conocido días mejores, pero es acogedor y la comida está buena. Becky entra en el enorme local. Las mesas y las sillas están separadas por un pasillo en el medio. Al final del pasillo hay un mostrador enorme con secciones para comida fría y caliente, y a un lado está la caja. En el otro extremo hay una pequeña barra de bar —con el espacio justo para que una persona quepa de pie— formada por una pequeña trampilla de madera que se baja. Hay un par de dispensadores de licor y un grifo de cerveza. Detrás del mostrador, en las dos esquinas del fondo, están la cocina y la nevera. Entre ellas, a lo largo de la pared del fondo, se encuentran el fregadero y la superficie de trabajo.
Las paredes son de tonos claros; las maderas, oscuras. Los manteles son de un color verde bosque, con ribetes dorados. En cada mesa hay un cuenco con sal, un pequeño pimentero y una vela en una botella de cerveza. En la pared de la derecha hay una pizarra enorme con el menú. En la pared de la izquierda, para orgullo de la casa, hay una gran fotografía enmarcada de Giuseppe, con su nombre grabado sobre una placa. En la foto, lleva puesto su uniforme, y su espeso pelo negro está peinado hacia atrás con elegancia. Luce un bigote impecable y no demasiado largo. Los ojos oscuros, guardan cierta distancia el uno respecto al otro. Tiene las mejillas y las sienes con arrugas de haber sonreído mucho. Un hombre apuesto. Su mandíbula, ancha y afeitada, se va estrechando a medida que desciende hacia el pequeño bulbo que es su barbilla. Esos ojos, profundos, brillantes y llenos de buen humor, miran hacia algo divertido que está sucediendo a la espalda de la persona que contempla la foto.
—Buenas, Giuseppe —dice Becky mientras apaga la alarma y sube el toldo, dejando que entre la luz.
Pete llega a la oficina de empleo. El guardia de seguridad tensa los músculos y mira su reflejo en las puertas de cristal. El lugar está saturado de gente. Tubos fluorescentes, bebés llorones y tarjetas de felicitación clavadas en corchos.
Pete se sienta y observa a un hombre mayor: le faltan algunos dientes, tiene la cara sucia y el pelo largo, las cicatrices le estropean el rostro, se marcan como meadas sobre la arena. Lleva una gorra en la cabeza y una lata en el bolsillo. Murmura para sus adentros. Pete siente un terror pasajero. «¿Soy tú?». Aparta la mirada y descubre a un hombre joven bien vestido que mantiene la voz calmada, intentando no alzarla contra el orientador laboral que le habla como a un niño alelado. Esa horrible falsa paciencia que se gastan. A Pete le sube un escalofrío por la espalda.
—Todo eso está muy bien —dice el orientador—, pero como bien sabes, las normas son las normas, me temo. Si tenías que ir al hospital, debías haber avisado con antelación.
Pete contempla el techo. El estómago se le encoge y protesta. Intenta ignorar al hombre con la tarjeta de la oficina de empleo, que no deja de darse aires, como si ejerciendo su autoridad sobre todo el que puede intentara reconciliarse con el hecho de que no hizo amigos en el colegio. No para de soltar clichés y eslóganes prefabricados de carrerilla como si fuesen propios. Fórmulas memorizadas para tratar con clientes difíciles.
Pete mira su formulario de demanda de empleo. La clase de trabajo que busca viene impresa en la casilla adecuada: «Prestación de servicios bibliotecarios. Hostelería y turismo. Servicios postales».
—Hola, Peter, ¿cómo andamos esta mañana? —A Pete aún le lloran y palpitan los ojos por culpa de las pastis que se tomó anoche en el bar y todo le parece muy distante—. Espero que esta semana hayamos rellenado bien los formularios.
La orientadora laboral tiene un corte de pelo sin gracia y una blusa blanca abierta hasta el tercer botón que revela un cuello arrugado como un acordeón y un eczema que grita por debajo de los pliegues. Respira y puede oír el quejido de su sinusitis. Usa gafas, frunce los labios, hace gestos de desaprobación y resulta evidente que su trabajo le pone. Pete asiente sumiso y se odia por ello.
—Bueno —se dirige a él—, me acaba de llegar esto y seguro que te va a encantar, ya que veo que has marcado «Hostelería y turismo» como una de tus áreas de interés, ¿no? ¿Cocinas? Porque acabamos de recibir una vacante en una empresa de menaje para hacer demostraciones, como comercial. «Habilidades sociales» has puesto aquí. Así que eres bueno tratando con gente, ¿no? Veo que lo hemos marcado en la hoja de competencias. ¿Le echamos un vistazo?
Tres años perdiendo el tiempo en la facultad, chupa de cuero, el cuello subido, fumando para hacerse el rebelde. «No valéis para nada». Escucha las sugerencias y espera a que acabe todo.
Una mujer se acerca a la barra con un niño que llora; el hijo golpea a la madre con los puños cerrados y exige un donut relleno de mermelada.
—Jasper, cielo —dice—, pero si ya te has tomado hoy un muffin de chocolate, no puedes querer a estas horas un donut relleno.
Sonríe débilmente a Becky. Becky no dice nada. Espera.
Jasper grita:
—¡Es que yo QUIERO un donut relleno!
La madre le sujeta las muñecas antes de que pueda darle otro golpe y le dedica una sonrisa temblorosa a Becky.
—Vamos a estarnos quietos, ¿a que sí? —le pregunta al niño—. Vamos a parar ya, ¿a que sí?
Intenta hablar con calma, pero su voz tiembla.
—¡NOOO! —chilla Jasper, arrojándose al suelo.
La madre mira a Becky, que alza las cejas.
—Y también un donut de mermelada, por favor.
Becky les lleva el pedido a la mesa.
—A ver —dice—, aquí tiene su capuchino, y el babychino para él. Y aquí los sándwiches de palitos de pescado, sin corteza para él, y el donut de mermelada.
La mujer no le da las gracias. Incluso la ignora.
—Jasper —pregunta—, ¿estamos listos para comernos el sándwich?
Becky cruza la barra para atender a un hombre que lleva esperando diez segundos exactos. Viste traje, lleva colgada una bolsa para el portátil y no deja de mirar la hora y de mover los pies con impaciencia.
—¿Cuánto vas a tardar? —pregunta. Becky vuelve la mirada hacia él—. Vamos, que si te puedes dar prisa.
Se dice a sí misma que el hombre no pretende ser maleducado. Probablemente llega tarde a alguna cosa importante. Está estresado por algo. Se lo imagina intentando comprar un regalo de cumpleaños para un hijo al que apenas conoce.
—Es que tengo una reunión muy importante y ando con muchísima prisa, así que… —vuelve a consultar su reloj—, venga, espabila.
«Vete a la mierda», piensa. «Vete a la puta mierda».
Ve los próximos veinte años desfilar ante ella en el espacio que hay entre el mostrador y la barra y las llamadas para los castings y las pruebas que no pasa y las oportunidades perdidas y la empanada con puré y el pub y las heridas y su cuerpo ante el espejo. Actualizando su perfil, feliz en las fotos, sonriendo ceñida, vestida de lentejuelas, semana de las divas en Factor X, chupitos para aguantar en pie y rayas y pastis y abrazos a las amigas porque no pasa nada, nada. Pero sus músculos tienen fecha de caducidad y siente celos de todos los bailarines que intentan hacerse hueco en una compañía. Pasarán veinte años y aquí seguirá, limpiando el local, intentando demostrarle a la tía Linda que puede confiarle el aliño de la ensalada. Veinte años en los que nada cambiará salvo el coste del alquiler. Igual no tiene agallas suficientes. Se obliga a apartar estos pensamientos, pero su madre monta en cólera borracha en el interior de su mente a medida que unos dolores agudos alrededor de su hígado la corroen por dentro.
Pete sale de la oficina de empleo. El segurata sigue mirándose al espejo, recorriendo de vez en cuando la sala con poses amenazantes, con sus ojos aburridos y achinados, deseando que pase algo.
El vejete de dientes estropeados ha salido fuera y discute con un comerciante. Fuma y da cada poco un trago a una lata de sidra. Unas chicas de instituto se arrojan huesos de pollo las unas a las otras, chillando por la calzada, sin apartarse ante los coches. Unos fundamentalistas religiosos gritan en la entrada del McDonald’s, observados por un grupo de adolescentes con mala leche, mientras unos agentes de proximidad buscan a niños que salvar o denunciar. Pete se queda mirando a una pareja de ancianos que camina con cuidado entre el caos, cogidos del brazo, y se siente más aliviado.
Saca medio cigarrillo de la cajetilla que lleva en el pantalón, lo enciende, siente que se le revuelven las tripas. Da una calada y luego lo tira. Entra en el café de la esquina y cierra la puerta tras él. Hay una chica retirando platos. Contempla cómo se mueve por el local. Vaqueros claros y un jersey negro largo. Sus collares y sus pendientes resplandecen con un brillo dorado ante los ojos de Pete. Se contonea al caminar, como un león bajo el sol. Espera a que vuelva a la barra, sonriendo con educación cuando sus miradas se cruzan.
Es el primer cliente que deja la puerta cerrada en todo el día. Becky le envía su gratitud más profunda.
—Hola —dice—. ¿Qué te pongo?
El chico mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y se vuelve hacia la pizarra. Becky examina el perfil de su cara y la forma de sus hombros. Tiene las mejillas hundidas. Lleva unos pantalones de chándal negros y una chaqueta de Fred Perry gastada, con el cuello subido. Una gorra negra. La ropa le cuelga como velas en un día de calma. Su rostro es largo y demacrado, cubierto por una barba de varios días. No es exactamente un hombre guapo. Tiene los ojos oscuros, redondos y lacrimosos, como un delfín. Habla lentamente, pensando las cosas antes de decirlas.
—¿Me pones, por favor, un café solo, cargado, y un sándwich de beicon con huevo en pan integral?
Becky asiente. El tiempo pasa hoy con la lentitud de una tortuga. Contempla cómo las letras se engarzan sobre el cuaderno de notas. «Beicon». «Huevo». Vuelve la mirada hacia él.
—¿Dónde te vas a sentar?
—Por ahí —señala—, junto a la ventana.
—Muy bien. Ya te lo llevo yo —le dice.
—Gracias. —Sonríe y el sol arrasa el paraje desolado de su cara y le otorga una calidad de imagen cinematográfica.
Le sorprende la transformación. Pero la sonrisa se desvanece y sus mejillas vuelven a hundirse y a mostrarse furibundas. Sus extraños ojos redondos parpadean pausadamente al mirarla. Espera a que él diga algo. No lo hace, sino que hunde la cabeza entre los hombros. Se sostiene inseguro sobre sus piernas, como si le sorprendiera lo largas que son. Camina hasta la mesa de la ventana. Lleva un libro en la chaqueta; parece que intenta escapar del bolsillo. Oye el ruido sordo que hace al dejarse caer sobre la mesa. El chico se quita la gorra y se pasa las manos por la cabeza y la cara, restregándoselas. Parece que no ha pegado ojo en toda la noche, el pobre.
Una sensación de náusea arrastra las manos de Pete por su estómago. Se fija en la vela encajada en una botella que hay en el centro de la mesa y pasa los dedos por la cera derretida, recorriendo sus rugosidades. Siempre le lleva un rato recuperarse de la visita a la oficina de empleo. Todo lo que hay allí le da ganas de escupir, gritar y matar a gente. Estira las piernas por debajo de la mesa y mira Facebook en el móvil. Se entera de cosas que no necesita saber sobre gente que hace años que no ve. Absorbe todas esas opiniones escritas con rabia y su mensaje cuasipolítico de odio. Ve una foto de su ex con su nuevo novio, sonriendo en un pícnic y se da cuenta, con un vacío que cae en cascada, de que está embarazada y de que lleva un anillo de compromiso. Los comentarios son eufóricos. Lee cada palabra antes de obligarse a soltar el teléfono.
Una sensación de soledad cae sobre él. Siente sus espolones, que ya conoce bien, arrancándolo violentamente de su silla, colgándolo, balanceándolo desde el techo.
A Pete le rompieron el corazón hace año y medio y aún no ha logrado recomponerlo: está instalado dentro de su pecho, con los brazos cruzados, pálido. Pete deja caer la cabeza en el hueco que forma su codo y mira de lado por la ventana. Se siente viejo, alcoholizado y aburrido de sí mismo. Un torrente de toses se abre camino a puñetazos desde sus pulmones. Las contiene con el puño, la mano le brilla llena de flemas amarillas. Se la limpia con un kleenex y se lo mete en el bolsillo. Le arde el pecho.
Mira hacia la camarera. Es tan deslumbrante que lo marea, aparece ante él como la luz del día que irrumpe en un cuarto a oscuras y le sacude una tremenda patada en las tripas. Nada hacia ella con rosas entre los dientes.
La chica echa un vistazo a sus espaldas, lo pilla observándola y sonríe en agradecimiento. Con eso le basta. La sonrisa es suficiente para transformar todo este vomitivo mar de vacío que se agita en su interior. La ilusión de acostarse con ella hace que truene el cielo y que llueva con fuerza contra la ventana. Ensaya su actitud más caballeresca, pero se da cuenta, muerto de vergüenza, de que ella ya no está mirando.
Platos, tenedores, pan, kétchup. Vajillas infinitas con manchas de té. La espátula de Becky se mueve con maestría sobre las tiras de cerdo que se fríen sobre la plancha. Sirve el café, combustible denso que humea dentro de porcelana blanca, y se dirige, con la seguridad que irradia siempre, hacia la mesa donde está sentado el chico.
Esa mañana le habían tocado dos obreros que le ladraban los pedidos, no le prestaban atención y ni le daban las gracias. Después apareció una pareja que entró discutiendo. Huevos servidos entre una nube de estrés y furia, y abandonados sobre el plato en un profundo silencio. Al menos los hombres a los que da masajes la miran a los ojos. Este último había cerrado la puerta al entrar. Y encima esperó pacientemente a que volviese a la barra antes de pedir.
—Aquí tienes, cariño —dice, depositando con delicadeza el plato y la taza. Él se incorpora de un brinco y se frota las manos de contento.
—Gracias —dice, rezumando gratitud—. Qué buena pinta. —Coge la taza—. ¿Qué tal llevas el día?
Una sonrisa de asombro despega sus alas y cruza volando su cara.
—Lo llevo bien —dice con aire de felicidad. La respuesta típica—. ¿Y tú?
El chico pone cara de resignado y suspira exageradamente.
—Bueno, no va mal.
Se fija en el libro abierto sobre la mesa. Tiene una encuadernación simple, con una portada amarillo pálido. Sin una ilustración, sólo una tipografía color rojo oscuro en caracteres resaltados. La lee a cámara lenta y luego la relee a toda velocidad, quince veces por segundo, y sus ojos tartamudean con cada una de las letras: Cómo podemos alcanzar el poder sin que el poder nos alcance. Y encima, como si nada: «John Darke».
No sabe hacia dónde mirar. Echa a correr hacia la barra, se agacha torpemente, en dirección al almacén. Todo le da vueltas. Apoya la frente contra la pared, tiene la garganta seca, le cuesta respirar.
La campanilla sobre la puerta tintinea y un repentino torbellino de clientes no tarda en mantenerla atareada, pero incluso mientras los atiende está todo el tiempo pendiente de él. Lo ve dar el último mordisco, limpiarse la boca y quedarse sentado en silencio durante un largo rato; se pasa la lengua por los restos que se le meten entre los dientes. Comprueba si aún le queda café y apura el fondo, manteniendo la taza en el aire mientras se enjuaga con él la boca. Todo ocurre a cámara lenta. Lo ve ponerse en pie y acercarse a grandes pasos por el rabillo del ojo. Su cuerpo oscilante como el trazo de una frecuencia. Un retumbar grave e informe. El mundo va lento, y se siente mal.
—¿Me cobras? —Se coloca, balanceándose levemente, delante de la foto de Giuseppe.
—Sí —dice. Su voz brota extraña. La reprime y baja el volumen, más comedida. Clava los ojos en el vacío—. Tres con noventa, por favor.
Rebusca en el bolsillo para sacar un billete de cinco. Se lo entrega. Se queda mirando con cara de tonto las ensaladas colocadas sobre la barra mientras Becky enreda en la caja.
—Aquí tienes —dice dándole el cambio.
Lo coge despacio y se queda parado demasiado tiempo, preguntándose qué decir. Está seguro de que ella le ha echado el ojo.
La presión dentro de la cabeza de Becky es inaguantable. Cree que va a desmayarse, o a morir, o algo así. Quiere arrancarse la piel y mostrarse tal cual, sangre y entrañas, palpitantes pulmones manchados de tabaco y un pobre y agotado corazón. John Darke. John Darke. John Darke. Sus uñas lo repiten. Sus pestañas lo repiten. Se aclara la garganta.
—Pues hasta luego. —Mantiene la voz baja y su tono apacible y agradable.
—Hasta luego —dice, mirando hacia atrás mientras cierra la puerta al salir.
Lo contempla a través del escaparate a medida que se aleja por la calle.
A solas, cuando termina su turno, Becky se sienta a tomar una cerveza frente a la foto de Giuseppe. La mira fijamente. Hay algo en la expresión de su cara que le recuerda a su madre. Aplasta la botella fría contra la frente y se la pasa por la nariz y la boca.
—¿De qué va esto, Giuseppe? —Su voz suena extraña en el local vacío y le aterra su forma.
Becky proviene de una largo linaje de personas que lucharon como posesas por todo lo que tenían. Que se abrieron camino hasta lugares impensables.
Su padre dio la vida por las palabras de aquel libro. Y ahora debe tachar los días en el calendario, encerrado en una celda solitaria. Se pregunta si aún vive. Está segura de que, de no ser así, lo sentiría.
Las imágenes aletean a su alrededor, instantáneas congeladas de puertas de celdas, comedores color azul pálido, alambre de espino agazapado en lo alto de muros elevados, la claridad del sol bañando un patio de ladrillo, meras rendijas como ventanas, el brazo de un hombre pasando por ellas, colgando de ellas, apenas espacio para que sus muñecas sientan la brisa. Imágenes heredadas de internet. Lo odia tanto que no es capaz de soportarlo.
Su madre tuvo el sueño imposible de llegar a ser fotógrafa sin ayuda de nadie. Nunca logró alcanzar la meta, pero estuvo a punto. Estuvo tan a punto…
Les debe a los dos no ir tanteando a ciegas, sino elegir la senda y recorrerla.
Se le tensan los músculos de la cara y se frota la mandíbula y la sien. Siente un resquemor dentro. Tan grande es su convencimiento que le duele la garganta. Cuando baila, necesita ser todo lo que siempre ha necesitado decir. Ha perdido tanto tiempo lamiendo culos, aparentando, partiéndose el alma para conseguir un papel, manteniendo el tipo detrás de vulnerables estrellas del pop. Las chicas con las que baila son todas majísimas, se llevan fenomenal y dicen que son una piña, hasta que se acaba el trabajo. Luego le pisotearían los huesos para conseguir un papel por encima de ella. Debería ser todo más auténtico. Tendría que ser más atrevido e intenso, como los sentimientos que tiene en la garganta y en sus tripas vacías. Necesita algo que le sacuda en la cara y le inunde el cráneo de luz. Quiere crear un número de danza para una compañía que infunda pavor al público y lo haga sentir a base de golpes. ¿Pero cómo? Ni siquiera se deja ver por los castings. Se pasa por el estudio después de las clases, charla con los bailarines sobre pasos que se le van ocurriendo y algo se remueve en su interior. Habla con los profesores. Los bailarines están agotados, tienen ojeras, la piel ajada, los pies cansados y machacados, pero tienen una fuerza interior que a Becky le falta. Una seguridad, una sonrisa, que han sacado de tener que apechugar con todo. A diferencia de las chicas con las que trabaja, que tienen el cabello brillante, labios sexis y unos ojos saciados y en paz.
Quiere entrar en una compañía. Formar de verdad parte de algo. Bailar bajo la batuta de un coreógrafo que la respete. Dar el máximo antes de que sea demasiado tarde. Por cada miembro de su familia que ha pasado por este mundo.
Solía vomitar todas las comidas. Se le había estropeado el esmalte de las muelas por culpa de los jugos gástricos. Ahora se da cuenta de que era todo una cuestión de control. Su cuerpo le obsesionaba por aquel entonces. Los fantasmas de sus padres habitaban en él, en cierto sentido, con mayor intensidad que ella y, al mismo tiempo, con menos, y todo el mundo lo contemplaba. Los instructores le daban pellizcos en los brazos y ella se los retorcía después, bajo la ducha, en estado de shock, contemplando las partes de él que odiaba. Este cuerpo. Era lo único que tenía. Necesitaba que trabajase para ella. Pasaba hambre y se daba atracones. Las puertas de los baños. Allí todo era triste y solitario. Pero era de ella. Todo de ella.
Sería más que la suma de sus partes.
Bebe de su cerveza y dos finos hilos de espuma le caen por la barbilla. Deja que le baje por la garganta, tragando con rapidez, hasta que vacía la botella.
Giuseppe era el padre del tío Ron. Su nombre real era Louis, pero durante una época todo el mundo lo llamaba Giuseppe.
En 1939, Louis era un joven que vivía en Mánchester, el hijo de dos inmigrantes judíos pobres. Su padre había enfermado y muerto, dejando desamparados a su madre y a sus siete hermanos. Sus hermanas pequeñas tenían que acercarse al menos un día a la semana hasta la sinagoga para pedir comida. Louis estaba aprendiendo el oficio de sastre. Era un joven con carisma, que despertaba simpatías y estaba trabajando duro para formarse en su profesión.
Cuando estalló la guerra, Louis le había pedido a su novia Joyce que se casara con él, pero la madre de Joyce se negó.
—Tiene toda la pinta de que no va a volver con vida —decía, preocupada, al tiempo que recalcaba su inquietud dándose cachetes en la frente y vertiendo sobre la colada de ropa toda su preocupación—. ¿La menor de mis hijas y ya quiere quedarse viuda antes de cumplir los diecisiete?
Así que Joyce le dijo a Louis que se las arreglara para volver a casa y, si lo lograba, se casaría con él. Él le prometió que así lo haría y partió a la guerra.
Estuvo en las playas de Dunquerque. Morían y mataban, morían y mataban, y la arena se pudrió con las entrañas humanas. Sangre, sudor y mierda, el hedor pútrido de la guerra. Se le ordenó permanecer en el puesto y defender su posición mientras el resto del batallón buscaba ayuda. Ahí se quedó con otros veintinueve, y se atrincheraron con todo el arrojo posible, pero su compañía nunca regresó. Años después, Louis repetiría a menudo que aprendió más de la vida en ese par de horas que en ninguna otra ocasión. Mataron a siete de aquellos treinta hombres y los veintitrés que sobrevivieron fueron hechos prisioneros. Incluido él mismo.
Durante los días siguientes, más de 200 000 soldados británicos fueron evacuados de la playa ensangrentada, pero Louis no se encontraba entre ellos.
El mejor amigo de Louis en el regimiento era un hombre alto, delgado y desproporcionado que se llamaba Joseph. Tenía el pelo negro como el ónice y su sonrisa arropaba a quien se la brindara. Su risa constante sonaba como si se hubiera tragado una sirena y nunca estaba quieto, siempre botaba como una pelota, daba igual lo que estuviese haciendo. Todo el mundo lo llamaba Giuseppe porque se había enamorado de una chica italiana y, a veces, cuando se emborrachaba y perdía la cabeza echándola de menos, le daba el arrebato de ponerse a cantar en plena noche en un italiano macarrónico.
Giuseppe era uno de los veintinueve hombres que acompañaban a Louis cuando los abandonaron en la playa. En el poco tiempo que llevaban siendo amigos, habían pasado juntos por mucho y a Giuseppe, que se desangraba en la arena atravesado por un disparo en el estómago, le había llegado la hora. Louis se acurrucó a su lado y le susurró en sus oídos agonizantes las siguiente palabras: «Vas caminando con toda la gente a la que quieres. Es un día soleado. Están todos reunidos en un sitio al que hace mucho que no vas. Todo es hermoso, la brisa hace que ondeen los árboles, tu familia está ahí, también tu chica, cogiéndote de la mano. Todo el mundo sonríe y está feliz y el cielo es azul, muy pero que muy azul. Estáis celebrando un pícnic con la comida que más te gusta y botellas de cerveza bien frías. Tu chica te está dando un beso precioso. El sol cae sobre tu cabeza. Es un día hermoso de verdad».
Mientras los alemanes reunían a los prisioneros, Louis se vio obligado a pensar rápido. Sabía que Hitler hacía matar a los judíos. No conocía la magnitud de lo que ocurría en los campos, pero lo que había oído bastaba para saber que no quería que los alemanes descubriesen su identidad. Le dio un beso en la frente a Giuseppe e intercambió sus placas de identificación. Dejó a Louis Shogovitch muerto en la playa y se unió al resto de los prisioneros como Joseph Jones, «Giuseppe» para los amigos.
Los despojaron de sus armas, los hicieron colocarse en fila y emprendieron la marcha hacia el campo de prisioneros de guerra. Aquella lastimera hilera de cautivos, demacrada y castigada por el fuego enemigo, iba encabezada por soldados alemanes vestidos de punta en blanco e impecablemente afeitados, que marchaban portando sus armas, sus perros y su dignidad. Aparte de los soldados apostados al comienzo y al final de la fila, había otros dos que patrullaban a lo largo de ella, cada uno sujetando un temible pastor alemán. Caminaban a ambos lados de los prisioneros, uno a la derecha y el otro a la izquierda, partiendo de extremos opuestos, de manera que uno comenzaba desde la cabeza y el otro desde la cola y se cruzaban en el medio.
El terreno sobre el que caminaban era uniforme. Cada uno de ellos iba pensando o sin pensar, mirando fijamente la coronilla del hombre que tenía delante. Entraron en un bosque. Era espeso y, tras el hedor de la batalla, los árboles olían frescos y limpios. El aire era más liviano, la luz se enredaba en las hojas y caía entre las ramas que se engarzaban como manos que rezan.
Louis estudiaba a los soldados que le pasaban a izquierda y a derecha. Se fijó en que caminaban al paso y que, cada vez que recorrían la fila, les llevaba exactamente el mismo tiempo llegar al final, dar la vuelta y desandar el camino.
Cuando cruzaban delante de él, contaba los segundos que transcurrían hasta que volvían a hacerlo. El intervalo era exactamente el mismo. Contó cuarenta segundos entre el soldado que pasaba a su izquierda y el que lo hacía a su derecha. Y cada uno de esos cuarenta segundos le tensaba un poco más la piel.
Pensaba en los perros y en sus colmillos, y pensaba en las armas. Había visto la sangre y el humo durante las batallas que había librado esos días. Después pensaba en el otro final, el de la fila. Cuando alcanzasen su destino, averiguarían su identidad y no llegaría vivo a casa. Lo matarían. Se acordó de su madre, de su rostro. Rememoró las caras de sus siete hermanos. Susurró sus nombres. Recordó a su Joyce y la promesa que le había hecho. No tenía otra opción: debía volver a casa.
Y aquélla era su oportunidad.
Louis siguió contando, y el desajuste entre el cruce de los dos guardias cada vez resultaba más significativo, se iba haciendo más acusado. Tomó aire, esperó a que el soldado de su derecha pasase delante de él. Pasó. Contó diez segundos para dar tiempo al otro guardia a llegar al extremo de la hilera, echó la vista atrás para controlar al otro, que estaba a treinta segundos de él, y entonces el tiempo se detuvo. Saltó de la fila. Se arrojó con tanta fuerza como le fue posible hacia el bosque al borde del camino. Frondoso, verde y acogedor tras la adustez del mar, la sangre y la arena. Notó cómo lo protegía y sintió que empezaba a respirar de otra manera. Echó a correr. Podía oír los disparos de las armas, los ladridos de los perros, los gritos de los hombres. Podía sentir la tierra batida por las pesadas botas alemanas, pero corría con el bosque, no a través él, esquivando las ramas antes de verlas, y siguió corriendo hasta que al final, con los brazos y piernas cortadas a tiras por los espinos y las zarzas, con los tobillos torcidos, con el pecho y la garganta encharcados de sangre, vio que había oscurecido y que todo estaba en silencio. Habían dejado de perseguirlo.
Comenzó su vuelta a casa. Su intención era llegar hasta París y luego dirigirse al sur, hacia España y hasta el Estrecho de Gibraltar, donde sabía que podía colarse en un barco y regresar a Mánchester.
Vivía de lo que encontraba y de la hospitalidad de la gente. En especial de los niños, que solían ser amables con él y le daban toda la comida que podían escamotear a sus padres. Logró llegar a París. Vivía a diario bajo la identidad de Giuseppe. Tal como se imaginaba, y ayudado por su aspecto, le resultaba más seguro pasar por un italiano que huía de Mussolini que por un soldado judío británico escapando de Hitler.
A pesar de la ocupación alemana, París se portó bien con él. Le ofrecieron un cuarto en un burdel donde descansó un tiempo. Consiguió trabajo tocando el piano para la coristas de un cabaret y se pasó unos meses felices dando gracias a Dios por la vida y recuperándose de los horrores de la guerra. Pero el hogar lo llamaba y emprendió de nuevo la marcha.
A Mánchester habían llegado noticias de la heroica muerte de Louis Shogovitch en las playas. Había combatido con bravura y defendido su posición con honor. Era un héroe que había muerto luchando por la salvación de la patria. Sus familiares dejaron caer sus cabezas y las sacudieron con dolor.
Cuando Giuseppe llegó por fin a casa, llovía y tenía las botas llenas de agujeros.
Entró por la puerta de atrás, que siempre se dejaba abierta, pero no encontró a nadie. Miró por todas partes, boquiabierto. Se impregnó el rostro de los olores de la cocina de su madre. Se maravilló ante el papel de la pared, regado de manchas de humedad, pálido por los bordes, tan familiar que un sutil y placentero dolor lo atravesó. Pasó las manos sobre todas las superficies, con lágrimas en los ojos. Se quitó las botas y las dejó sobre el felpudo. Fue en calcetines hasta el salón, se sentó en su sillón favorito, hundió la cara en los cojines y se quedó dormido; la primera vez que dormía plácidamente desde que se había marchado.
Cuando muere alguien en una familia judía, se entierra el cuerpo y un año después se coloca la lápida. Cuando la madre de Giuseppe llegó a casa después de la colocación de la lápida y encontró las botas de su hijo sobre el felpudo, se desmayó.
Louis se despertó cuando oyó caer el cuerpo de su madre sobre el suelo de la cocina. Abrió los ojos de par en par, esperando ver explosiones, carne humana, humo negro y un caos ensordecedor, pero lo que vio en su lugar, con alivio irrefrenable, fue que se encontraba en casa, sentado en su sillón. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, donde encontró a su madre. La levantó con cuidado, contempló su rostro con lágrimas en los ojos. El primer avistamiento de tierra tras un año de naufragio. La meció entre sus brazos hasta que recobró el sentido y contempló a su hijo pequeño resucitado, dedicándole dulces palabras en el resplandor de la cocina. Seis meses después, se casó con Joyce y permanecieron juntos el resto de sus vidas.
Tras estar tan cerca de la muerte, quería vivir para sí mismo, pues le parecía que era lo más adecuado. Joyce y él trabajaron mucho. Ahorraron y viajaron por todo el mundo. No tuvieron hijos hasta bien avanzado el matrimonio. Joyce tenía treinta y cinco cuando nació Ron, su hijo mayor. En los cinco años siguientes, vinieron Rags y luego Paula. Y aunque por aquel entonces Louis llevaba mucho tiempo siendo de nuevo Louis, el espíritu de Giuseppe perseguiría siempre a la familia.
Cuando Ron tomó las riendas del café, sabía que no podría cambiarle el nombre.
Becky echa el cierre. La calle aún está llena de gente, los de los puestos entonan sus arias. El viento sopla cortante y con ganas. Puede sentir la presencia de todos los miembros de su familia apelotonándose a su alrededor, diciéndole que se conozca a sí misma y deje de malgastar el tiempo.
Nunca antes había visto el libro de su padre. Estaba segura de que su madre debía haber conservado un ejemplar en alguna parte, pero nunca había visto uno, y menos tan de cerca. No de verdad. Se dirige a la estación, saludando con una sonrisa a rostros con los que lleva toda la vida cruzándose.
Aquella tarde, Becky está en el Hanging Basket, esperando a que Gloria acabe su turno. Charlotte tiene delante de ella una pila de trabajos de tercer curso de secundaria. Debería haberlos corregido, pero no les ha echado ni una ojeada en las últimas tres horas. El pub está cerrado. Charlotte está fumando un peta y juega un solitario con una baraja de cartas pornográficas de los setenta que hay siempre guardada tras la barra.
Becky se está tomando un gin-tonic.
—Hoy en el café entró un tío —dice.
—¿Era este tío? —le pregunta Charlotte, enseñando una sota de corazones en la que aparecen dos rubias con permanente y tacones brillantes de color rojo haciéndole una felación a un hombre con una permanente rubia y unas relucientes botas de vaquero de color rojo.
—No era ése, pero quizá algún día podría llegar a serlo.
—Quizá todos podríamos si nos empeñásemos. —Charlotte vuelve a su partida. Espera a que Becky siga hablando, pero ésta permanece callada.
—En fin —dice Charlotte—, que hoy entra el tío este en el café… ¿y?
Becky apoya la cabeza contra la mano, siente el dorso en su cráneo.
—Nada. Eso es todo lo que iba a decir. —Se echa el pelo por la cara, se lo peina con los dedos y enreda con las puntas.
Charlotte se queda mirando las cartas. Habla monótonamente.
—Una historia estupenda. Cuéntamela otra vez.
—Cállate. —Becky empuja a su amiga suave en el hombro.
—No, no, si era muy interesante —dice Charlotte socarrona, fingiendo entusiasmo pero sin mover un músculo de la cara—. Era muy interesante.
—Venga —las llama Gloria mientras pasa por delante, cogiendo el abrigo y el bolso de los ganchos que hay detrás de la barra—. Yo ya he acabado, así que vamos.
—¿Hay que irse de verdad? —le pregunta Charlotte.
—A mí es que no me apetece —dice Becky.
—Nunca os apetece ir a ningún lado. —Gloria le arranca el porro de la boca a Charlotte y le da el último par de caladas.
—Es que trabajo un montón —le cuenta Becky.
—Es el cumple de Jemma, hay que salir. No se hable más. —Gloria aplasta la colilla contra el cenicero, lo vacía en el cubo de basura y las mira—. Anda, venid.
Va hasta la puerta, la abre y la aguanta hasta que las otras se ponen el abrigo.
—¡Me cago en tu madre! Llevamos tres horas esperándote —dice Charlotte.
Becky se acaba la copa, se acerca a la barra para dejarla sobre el lavavajillas y la sigue afuera.
Es la una de la madrugada, a Pete le toca hacer de puertas en el Mess debido a una macrofiesta que ha montado un colega. La ha llamado La Gran Movida. Se está quedando helado y se muere de aburrimiento.
Un grupo de chicas recorre el camino que atraviesa el patio delantero y Neville, uno de los porteros, le da un codazo mientras se frota las manos.
—Fíjate cómo van éstas.
Siete u ocho chicas, todas borrachas, caminan hacia ellos. Cuando se acercan, Pete se fija en que sólo una o dos van de verdad borrachas, las otras parece que se lo hacen. Más rezagadas van otras tres, que caminan cerrando el grupo, hablando entre ellas. Se queda contemplándolas. Deben de estar celebrando un cumpleaños o algo. La última es delgada y morena y le gusta cómo camina, con la cabeza baja y meneando las caderas. «Ésta debe ser tela». Se fija con más detalle. Todo se detiene. Abre la boca y grita. Vuelve a sentir de nuevo todo. «No seas gilipollas». El cuerpo de la chica es una catarata que lo ahoga. La chica anda con la barbilla apuntando hacia el suelo y al hablar con sus amigas emplea la mano con la que sujeta el cigarrillo para dar énfasis a sus frases. Se mueve por la acera totalmente al margen de cuanto la rodea. Atrayéndolo todo. Camina directa hacia él.
Becky está en el patio cerca de la entrada del Mess, apurando su cigarrillo.
—¿Entonces entramos? —pregunta a las chicas. Jemma, la cumpleañera, está cantando a voz en grito la canción del comienzo de Home and Away[2]. Le dirige un par de estrofas de la canción a Becky.
Tiene una mano sobre le corazón y levanta la otra en dirección al firmamento.
Becky suspira.
—Ya os veo dentro —dice mientras camina hacia la puerta—. ¿Todo bien? —saluda al portero. Busca el monedero dentro del bolso—. ¿Me cobras mi entrada y la de esa chica de allí? —Señala a Jemma, que está sentada en el suelo, arrancándose la ropa con emoción.
—Faltaría más —dice el portero.
Cuando va a pagarle, lo mira y su mano se detiene.
—¿Tú no pasarías hoy por mi café?
—Sí, sí. —Pone su mejor sonrisa y saca pecho—. ¿Qué tal?
A Pete le martillea el corazón y le duelen las plantas de los pies.
—Bueno, bien. Mal no. —Becky lo mira a la cara.
Intenta ordenar su cabeza, envía un mensaje urgente a su nariz, sus ojos, sus labios y su mandíbula: «Estate quieto. Sé natural».
—La gran noche, ¿eh? —Apunta a las demás con la mirada. La emoción crece en su interior. La chica le ha clavado una dolorosa esperanza.
—El cumpleaños de Jemma. —Señala a la que va más borracha. Jemma lleva a Gloria cogida por el hombro y la arrastra por la acera mientras le dice: «Te quiero, Gloria, te quiero muchísimo». Fuma dos pitillos a la vez.
—¿Os estáis divirtiendo? —le pregunta con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos de frío, mirándola a la cara.
—Me parece que sí —dice Becky, apuntando con la cabeza hacia Jemma antes de adelantar la mano que sujeta el billete de diez libras y entregárselo. Él lo aparta con la mano.
—No, no, está bien así —dice. «Adelante», le exigen sus tripas, «dile algo»—. Ahora te lo guardas y luego me invitas. —Pero ella no responde. Se queda mirándolo con ojos brillantes. Se le pasa por la cabeza repetírselo, pero Becky ya ha entrado en la discoteca.
Dentro está hasta arriba de gente. Todo resulta muy familiar. Neones y escenas desoladoras por doquier. Los críos vomitan con disimulo por los rincones mientras trapichean con las drogas que llevan encima. Hombres con cara de viejo que sonríen como malos de dibujos animados a jovencitas con baja autoestima y secretos horribles. Gloria se acerca a la barra.
—¿Me pillas algo? ¿Una copa? —le grita Becky. Gloria asiente con la cabeza.
—Andamos por esta zona —dice Charlotte señalando los altavoces.
—Vale —confirma Gloria con el pulgar.
Charlotte coge del brazo a Becky con una mano y a Jemma con la otra y se abre paso a empujones entre los cuerpos y el ruido. Se quitan los abrigos y los meten detrás de las columnas de los altavoces. El DJ pincha drum ‘n’ bass. Suena Technical Itch[3].
Charlotte la llama con la mano para que se acerque más.
—¡A darle caña a ese cuerpo! —le grita al oído deformando la cara. Becky sacude la cabeza fingiendo estar hasta las narices. Charlotte se ríe. Se ponen a bailar.
La mente de Becky se relaja a medida que su cuerpo comienza a moverse. Pero no puede abstraerse del todo. «Vinimos aquí porque en el otro lado sólo dejaban entrar y salir de uno en uno».
Pete se queda un rato fuera, bajo el frío. Tiritando de emoción. Caminando de un lado a otro. Levantándose su pelo cortado al uno con la mano y aplastándoselo de nuevo.
—Neville, tío, ¿me sustituyes diez minutos?
Neville contesta que sí. Pete le pasa el sello y entra.
Hay gente por todas partes. Cuerpos, espaldas y cabelleras. ¿De qué color iba vestida? Llevaba puesto un abrigo. Recorre todo el lugar. Aparta a gente de su camino. Repasa cada rincón. Nada. «¿Es esa chica?». Se dirige hacia ella. «No, no es ella». Se pone de puntillas y mira por encima de las cabezas. Se arrima a las paredes, examina cada silueta. Inspecciona cada cara que ve en los reservados del fondo. «Joder, nada de nada». Se apoya en la barra, con decisión. Todo le va dando empujones.
El DJ pierde el culo por meter temas de blip core[4] de autor desconocido.
Becky le da un toque a Charlotte en el hombro.
—Voy ayudar a G a traer las copas —grita.
Charlotte asiente con la cabeza. Becky se abre paso entre la masa y se coloca junto a la barra para buscar a Gloria. No la ve.
Siente que alguien le palpa el hombro. Se da la vuelta y su cuerpo se cuela por el agujero que se acaba de abrir en el suelo. Es él. Le dice algo, inclinado hacia ella. Huele su aroma. Sudor y aftershave, cigarrillos, aire frío. Retira la cabeza y mira hacia ella aguardando una respuesta. Se señala el oído y Becky dice que no con la cabeza. «NO TE OIGO», articula con la boca. El chico se golpea la frente con la palma de la mano. «MÓVIL», dice por señas, poniendo la mano como si estuviese cogiendo un teléfono y señalando. Él saca su teléfono y se lo da. Se van arrimando entre los envites de cuerpos tibios. Le palpitan las sienes. Escribe «BECKY» en un mensaje. Se inclinan sobre la pantalla. Sus hombros se rozan. Becky ve que tiene los labios suaves. Él coge el teléfono y escribe «PETE». Becky sonríe y le devuelve el teléfono. «ENCANTADA PETE». Están frente a frente, pero no se miran a los ojos. A Becky le arde el cerebro dentro de la cabeza, visiones de un tiempo lejano; de su padre escribiendo en la mesa de la cocina, con los pies desnudos, la chaqueta raída colocada en el respaldo; de ella gateando, sentada entre sus pies, jugando con bloques de colores. Los columpios que había al lado de su antiguo apartamento; su madre ahí, tan guapa, sonriendo, con la cara enrojecida por el calor, con los collares colgándole del cuello. Becky escalando por la estructura en forma de araña, subiendo las escaleras de una en una, con los brazos de su padre para sujetarla y aquellas manos tan grandes como el mundo.
Becky escribe su número y le devuelve el teléfono. Pete puede oler su ropa, su piel con aroma a almendras molidas. Pero es algo más profundo, como la tierra tras la lluvia; más ahumado, como el interior de una planta que crece. Becky le clava la mirada. Él la aparta: no puede resistirse a ella.
Son las 4:18 a.m. Harry vuelve de otra fiesta. Horas transcurridas con el piloto automático puesto, sonriendo a cretinos.
Lo ha reducido todo a una maniobra impecable, pero algunas noches se le hace más cuesta arriba que otras. Después de su largo turno de día de encuentros con directores de empresa en el Soho, Harry y Leon cenaron en Alberto’s, en Greek Street. Nada más entrar, salieron a recibirla con besos de alegría. El propio Alberto dejó desatendida la barra para darle un abrazo.
—¡Ciao, ciao, tortolitos!
Los condujo hasta su mesa de siempre y les contó la preocupación más reciente que le había causado el bala perdida de su sobrino. Pidieron la oferta del día y cada uno se bebió una copa de vino. Durante la sobremesa se tomaron unos expresos y chuparon después unos caramelos de menta. Pagaron en efectivo, dejaron una buena propina y salieron, de vuelta al alijo para reponer existencias. Harry sólo retira la cantidad exacta que necesita y prefiere atravesar la ciudad tres veces al día para aprovisionarse antes que trabajar dos turnos llevando un bulto grande encima.
El turno de esta noche incluía una fiesta en un antiguo almacén en Hoxton, reconvertido en casa. Harry llegó, saludó afectuosamente a su cliente, un productor teatral llamado Raj. Harry se puso a despachar en la habitación del hijo pequeño de Raj. El niño estaba en casa de su madre. Tras las ventas iniciales, Harry se paseó por la fiesta durante unas horas, bebiendo agua con gas, devolviendo sonrisas y pasando de vez en cuando por el cuarto para vender a los amigos más íntimos de Raj uno o dos gramos por aquí y por allá. Bailó durante un buen rato. Se reencontró con un par de actores a los que solía pasarles material cuando conseguían un papel. Le contaron que andaban buscando trabajo y le susurraban desesperados si podía recomendarlos ante Raj. Harry esperó a su aire hasta el momento inevitable en el que Raj quiso comprarle otra dosis. Después de eso, se despidió de todo el mundo y se metió en un taxi para acudir a la siguiente fiesta.
Se sienta en la cocina a mirar locales comerciales por internet mientras toma sopa vietnamita. Ve un enorme local con dos fachadas en Peckham y le gusta la pinta que tiene. Pero Peckham ha cambiado y está irreconocible. Había oído rumores cinco o seis años atrás de que Peckham se estaba poniendo interesante, de moda. Pero no se los había creído. Pensaba que el sur de Londres mantendría siempre su esencia. Pero su ciudad natal se muere; ya anda medio muerta. Todo lo que siempre ha dado por cierto se ha vuelto falso de repente. Barrios de toda la vida arrasados para convertirlos en ciudades dormitorios.
Cierra el portátil y se acerca a la nevera. No queda cerveza. Se calza, coge las llaves y cruza la calle a paso rápido para llegar a la licorería. Hace frío.
Paga la cerveza, la abre y se sienta apoyada contra la tapia de un jardín, mirando a la luna, tratando de sacudirse de encima la repetición a cámara lenta de ese momento en el que le abrió las entrañas a esa chica de la fiesta y que lleva persiguiéndola desde que se despertó. Expulsa aire. Sacude la cabeza. Le entra un escalofrío.
—Qué idiota —dice con tristeza.
Una pareja pasa por delante, cogida por la cintura. Le atormenta ver esto. Se rasca la cabeza. Se estruja el pelo. Deja escapar un suspiro y mira hacia las farolas. Se dice a sí misma que lo está haciendo bien. Que lo está petando. Que lo está logrando. Sentada, siente el murmullo de las incontables casas entre las que ha vivido desde que nació. Se aferra al amparo que le ofrece esta calle, este muro, este rincón. Es suyo. Mira en torno a ella. Los hogares están llenos de gente. La gente está llena de hogar.
La ciudad bosteza y se cruje los nudillos. Arroja algunas cuantas almas perdidas hacia una espiral descontrolada: una chica escarba en un contenedor con las manos heladas buscando piezas de fontanería de cobre, otra está leyendo en su casa. Otra chica duerme profundamente. Otra se ríe en el piso de una amiga, dejando que le arreglen el pelo. Otra chica está enamorada de su novia y yace a su lado y la siente respirar. Otra chica pasea el perro por el parque, echando la cabeza hacia atrás para escuchar cómo gime el viento que recorre las calles.
Becky baila con Charlotte y Gloria. Pete está en el sótano de la discoteca examinando el polvo amarillo que Neville le acaba de requisar a un adolescente. Leon se acuesta con una chica que se llama Delilah. Harry se bebe su cerveza apoyada contra el muro. Todo el mundo busca su pizca de relevancia. Su algo fugaz y perfecto que le haga sentir acaso más vivo.