Capítulo 14

Después de junio, llegó julio y las temperaturas ascendieron notablemente, obligando al campamento a reducirse a las primeras horas de la mañana. Grace pudo seguir yendo al campamento gracias a Jameson y a la hermana de Dani que había vuelto de la universidad y se había ofrecido para llevarla y recogerla.

Desde el día del picnic habían pasado tres semanas y Sara no había vuelto a ver a Keith.

No le debía nada. Su compromiso con el programa y con Grace había terminado. Había acabado el establo y ahora los caballos podían protegerse del calor brutal de la tarde. Y el abrevadero también servía para refrescar a los animales.

No tenía derecho a pedirle nada más.

Estaba en la cocina, con un vaso de té en la mano, mirando por la ventana.

Grace y Dani estaban dándole una ducha a Rayo. Después del día del picnic, Grace se había transformado en una niña completamente diferente. Hablaba sin parar, como si quisiera recuperar todos esos meses que había estado en silencio. Ni siquiera al enterarse de que se llevaban a Rayo a otro rancho se había entristecido. Sara le había prometido que la podría acompañar cuando llevaran al caballo a su nuevo hogar.

Tom llegaría con el trailer en una hora.

Sara pensó que era un milagro que la niña se hubiera recuperado tan bien. Pero, en lugar de estar alegre, la pena constante que sentía por Keith le impedía ser feliz del todo. Por eso algunas mañanas, especialmente si tenía pesadillas, tenía que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama. Tenía recuerdos de él por todas partes. Para empezar, dormía con su camiseta por la noche, pero también estaban el establo y el abrevadero que no iban a desaparecer por mucho que lo intentara.

Porque lo amaba. Por mucho que se dijera que era un amor imposible, que lo mejor era olvidarse de él, no conseguía acabar con esa emoción tan poderosa.

Haber conocido a Keith había sido una bendición. Había descubierto que lo que había sentido por Víctor no tenía nada que ver con el amor. También era una tranquilidad saber que podía enamorarse de un hombre bueno.

Keith también le había enseñado lo que significaba el placer físico, le había enseñado las posibilidades de su cuerpo. Aunque, en cierta medida, había sido un desperdicio porque no podía imaginarse volviendo a estar con ningún otro hombre.

Miró al reloj de la cocina: eran casi las tres y Tom seguía sin aparecer.

Justo cuando estaba buscando su número de teléfono en la agenda, el sonido de un motor anunció su llegada. Se acabó el té y corrió a la oficina por su bolso.

Cuando llegó al aparcamiento, se paró en seco. En lugar de la camioneta de Tom, tirando del trailer estaba la de Keith. Intentó imaginarse por qué Tom le había pedido que llevara la suya.

La puerta se abrió y Keith salió.

Caminó lentamente hacia ella y ella permaneció totalmente inmóvil.

—Hola, Sara.

La felicidad que sintió era tan grande que hizo que se enfadara con ella misma.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Una de las yeguas de Tom se ha cortado en el prado. Ha tenido que llamar al veterinario.

—No me ha llamado.

—Me llamó a mí. Tenía la tarde libre. ¿Qué tal estás Sara?

«Dolorida, con el corazón roto, deseándote tanto que no puedo dormir ni comer».

Pero no iba a contarle a él todo aquello.

—Bien.

Se quedó mirándola y su rostro mostraba un deseo que ella no quería ver porque sólo servía para alimentar el suyo.

Caminaron juntos hacia donde estaba Rayo pastando al sol.

—Hola, tío Keith —la niña corrió hacia él y le dio un gran abrazo.

Ella deseó que para ella también fuera tan fácil. Que pudiera caminar hacia él y rodearlo con sus brazos para sentirlo muy cerca.

Subieron el caballo al trailer y Sara se dirigió hacia su coche.

—Te seguiremos en mi coche.

Grace salto emocionada.

—Yo quiero ir con el tío Keith y con Rayo.

Keith, fijó los ojos en Sara.

—Las dos podéis venir conmigo. De todas formas, tengo que volver por aquí.

Su propia cordura le decía que dijera que no. Pero no podía perder la oportunidad de pasar unos pocos minutos con él, por absurdo que pareciera. Abrió la puerta de la camioneta y le dijo a Grace que pasara. La niña no se movió.

—¿Puedo sentarme en el lado de la ventana? Así podré ver el trailer por el espejo y vigilar a Rayo.

Aquello significaba que Sara tendría que ir aplastada contra Keith. Que sería imposible no tocarlo. Aunque sólo eran diez kilómetros, podía ser la tortura más grande de su vida.

Pero no podía negarle a la niña un favor tan pequeño.

Sara se sentó al lado de él e intentó mantener un pequeño espacio entre los dos; pero, con la primera curva, sus brazos y sus piernas se tocaron y las sensaciones y los recuerdos eróticos se agolparon en su mente.

Lo miró de reojo y vio que él no era totalmente inmune al contacto; tenía la mandíbula apretada y con las manos agarraba con fuerza el volante.

Desesperada por pensar en otra cosa, dijo lo primero que se le ocurrió.

—¿Te ha hablado Jameson del baile del sábado para sacar fondos? Va a venir una banda de música y Jameson va a alquilar una pista de baile para colocarla en la pista cubierta.

—No puedo ir.

Ella se sintió decepcionada, pero no dijo nada.

Deseaba tocarlo, apoyarse contra él, pero con aquello sólo conseguiría sentirse mucho más sola cuando se marchara.

Cuando llegaron a la finca, Andrea Jarret invitó a Grace a pasar la tarde y se ofrecieron para llevarla después a casa.

Durante la vuelta, Sara agradeció el espacio libre que había entre los dos.

Mientras salían del rancho, ella se giró hacia él y lo miró.

—¿Por qué has hecho esto?

—¿Hacer que?

—¿Por qué te ofreciste para recoger a Rayo?

—Sólo estaba intentando ayudar.

—Has estado lejos tres semanas. Ni una llamada. Ni una palabra.

Él se encogió de hombros, pero la tensión era evidente.

—No me necesitabas.

—No, me imagino que no —mintió sintiendo un sabor amargo en la boca.

Él se dirigió hacia la casa de ella.

—No te prometí nada.

Los árboles y los postes pasaban a su lado.

—Es cierto.

—No tengo nada que darte, Sara.

Tenía mucho que darle. Simplemente no quería dárselo a ella.

—Ojala no hubieras venido.

Él apretó el volante con fuerza.

—Quería decirte adiós.

—¿Adiós?

—Me voy a Reno. Para ayudar a mí hermano con su empresa de construcción.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella sin querer saber la respuesta.

—No lo sé. He pasado estas tres últimas semanas dejando aquí todo listo.

—Pero volverás.

Al ver que dudaba, sintió que el corazón se le hacía pedazos.

—Creo que ha llegado el momento de marcharme —se aclaró la garganta—. Aquí ya no hay nada para mí.

Si le hubiera dado un golpe en el pecho no le habría hecho tanto daño.

Ya no dijeron ni una palabra más en todo el camino. Cuando llegaron a casa, Sara abrió la puerta del vehículo y corrió sin mirar atrás.

Mientras abría la puerta, oyó el rugido del motor alejándose. Sólo llegó hasta el salón, allí se tiró sobre el sofá y lloró.

El sábado por la noche debía de haber unas ciento cincuenta personas en el rancho. Sara estaba sentada sola a una mesa, con un vaso de té helado en la mano. No estaba muy cómoda con los nuevos vaqueros que se había comprado para la fiesta.

A las nueve y diez, seguía haciendo mucho calor y su camiseta de Corazones Rescatados se le pegaba a la espalda.

La pista de baile estaba vacía, pues la banda se había tomado un descanso. El bufé que habían colocado fuera había casi desaparecido. Los caballos estaban en el prado y, probablemente, estuvieran a punto de estallar de todas las zanahorias que les habían dado.

El baile que había organizado Jameson para obtener dinero para el programa estaba resultando todo un éxito. Había invitado a empresarios de Sacramento, empresarios locales de Marbleville y a la gente de a pie de Hart Valley.

Todos habían sacado sus chequeras para el programa. Corazones Rescatados ya tenía suficiente dinero para poder funcionar durante todo el año.

Debería haberse mostrado emocionada. Y lo estaba, bajo todas aquellas capas de desesperación que habían crecido sobre ella durante la última semana. Debería sentirse feliz; el programa de los niños que tanto le importaban iba a continuar e iban a crecer. Sin embargo, estaba abatida.

La banda de música que Jameson había contratado, volvió a entrar y la pista de baile se llenó de parejas y Sara se preguntó cuándo podría marcharse a su casa sin parecer grosera.

Jameson estaba hablando con un nutrido grupo de empresarios en otra mesa y parecía bastante convincente con su camisa vaquera y sus botas, aunque jamás hubiera subido a un caballo. Él la miró, se disculpó con los hombres y se dirigió a ella.

Aunque le caía muy bien su jefe, no le apetecía charlar. Sin embargo, se obligó a sonreírle cuando se acercó.

—La fiesta es todo un éxito —le dijo ella.

Él sonreía de oreja a oreja cuando se sentó a su lado.

—Tu trabajo es lo que les ha convencido. Los resultados que has obtenido.

Sara dio un trago a su té para ocultar un suspiro. Jameson la miró fijamente.

—Pensé que estaría aquí —dijo con amabilidad.

Ella sintió un nudo en la garganta.

—¿Quién?

—Creo que ya sabes quién.

Ella se rió, pero su risa no era de felicidad.

—Se marchó.

—Sí. Pero cometió un error.

Al ver que alguien se acercaba, levantó la cabeza.

—¿Te he presentado a mi amigo John? Es de Sacramento.

John la miró con una sonrisa perfecta mientras le daba la mano.

—Así que tú eres la encargada de hacer los milagros. ¿Puedo invitarte a bailar?

Ella quería marcharse a la cama, meterse bajo las sábanas y olvidarse de todo.

—Me encantaría.

Mientras se movían por la pista, John mantenía una distancia decorosa. Al lado, Jameson bailaba con su esposa, Nina.

—Estoy impresionado con lo que has conseguido.

Antes de que ella pudiera responder, el rugido de un coche que se acercaba llamó su atención. Ya eran casi las diez. ¿Quién podría ser tan tarde?

La canción estaba casi acabando y Sara se sentía cada vez más melancólica. Lo único que quería era marcharse de allí. Entonces, la gente que bailaba se apartó para dejarle paso a alguien. Una mano cayó sobre el hombro de John, la mano de Keith. Su expresión era atormentada.

—Ahora va a bailar conmigo. John lo apartó, colocándose entre ella y Keith.

—¿Quién diablos eres tú?

A Sara le retumbaba el corazón en los oídos.

—Lo siento —le dijo a John—. Si nos perdonas…

—Claro. Si estás bien.

Ella asintió, sin apartar los ojos de Keith. La música acabó y la banda comenzó a tocar otra canción. Keith seguía allí de pie, mirándola fijamente mientras las otras parejas bailaban alrededor de ellos.

Ella lo agarró de la mano y se lo llevó afuera. Sabía que la habría seguido de todas formas, pero quería aquella conexión con él, sentir la tibieza de su piel.

Se lo llevó a casa y sólo lo soltó para cerrar la puerta. Cuando se volvió, él estaba caminando de un lado a otro, lleno de energía.

La miró y se pasó la mano por el pelo.

—Pensé que estabas en Reno.

—Lo estaba.

Algo lo estaba ahogando, podía verlo perfectamente; pero no sabía cómo ayudarlo.

—¿Por qué has vuelto?

—No podía estar lejos. Tenía que estar aquí. Esta noche. Dentro de media hora hace seis años.

Escondió la cara entre las manos y ella lo acompañó hasta el sofá.

—Dios, cómo duele.

Sara lo rodeó con un brazo.

—Habla conmigo, Keith.

Él dejó caer las manos y tomó aliento.

—Desde que te conozco, todo es una locura. Ella le acarició la espalda.

—Lo siento.

—No, no es culpa tuya —meneó la cabeza—. Es sólo que… pensaba que lo había superado todo. El dolor. La culpabilidad.

—¿De la muerte de tu hijo?

—Porque yo soy el culpable —le agarró la mano y apretó con fuerza—. Cuando Melissa me llamó el día que Christopher se puso enfermo, le dije que no se preocupara. Que sólo era un resfriado.

Ella le apretó la mano.

—No podías saberlo.

—Y ella esperó. Pero después, era demasiado tarde… demasiado tarde para salvarlo… y todo porque… porque yo…

Se echó hacia delante y dejó caer la cara en sus manos.

—No podías saberlo —susurró ella—, tú no podías saberlo.

Entonces él rompió a llorar. Los sollozos salían desde lo más profundo de su ser y ella se preguntó si alguna vez había llorado por su hijo o si aquella culpabilidad había escondido todas sus emociones. Probablemente había pensado que no merecía la pena llorar, que las lágrimas no salvarían a su hijo.

Permaneció a su lado, susurrándole palabras tranquilizadoras, acariciándolo. Si la escuchaba o no, no podía saberlo; pero, después de un buen rato, se quedó tranquilo. Entonces, levantó la cara hacia el reloj.

—Adiós, hijo mío.

Sara no dijo nada.

—Todo esto es por tu culpa, ¿sabes? —las palabras salieron atragantadas, pero mezcladas con humor.

Ella se echó para atrás.

—¿Qué quieres decir?

Ella vio algo en su expresión que no quiso interpretar. Él le apartó un mechón de pelo de la cara.

—Porque me has vuelto a hacer sentir.

Ella suspiró mientras el pecho se llenaba de esperanza. Le sujetó la cara con las dos manos.

—¿Sentir qué?

—Amor —su mirada azul clara se encontró con la de ella—. Amor.

Ella sintió que iba a estallar de felicidad, pero le daba miedo creérselo. Intentó ver la verdad en su cara, en sus ojos.

Él le pasó un dedo por la mejilla.

—Te quiero, Sara. Llevo semanas huyendo de la verdad, pero ya no puedo seguir así.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Te quiero, Keith. Te quiero mucho.

Él sonrió, lentamente, y pareció que el sol había salido en medio de la noche. Después la besó, su boca era cálida y apasionada.

—Te deseo, Sara. Te deseo tanto.

—Por favor… —no podía hablar.

Él la tomó en brazos y la llevó a la habitación. La tumbó sobre la cama y comenzó a desnudarla.

Ella se paró.

—La ventana.

—¿No quieres oír la música mientras hacemos el amor?

—No quiero que ellos me oigan a mí —dijo con una sonrisa—. Pienso hacer mucho ruido.

Él se rió. Un sonido hermoso que ella había pensado que nunca iba a volver a escuchar.

Aquella vez fue la mejor. Sabía que lo amaba y que él la amaba a ella. Aquello le daba a cada caricia un significado muy especial.

Cuando acabaron, satisfechos y exhaustos, permanecieron abrazados, escuchando los latidos apresurados de sus corazones. Él la besó en la frente. —Cásate conmigo.

Ella incorporó la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Los tenía medio cerrados, soñolientos, satisfechos.

—¿Estás seguro?

—Sí —la besó en la boca—; completamente seguro.

—Entonces, sí.

Él la miró con una sonrisa, pero entonces tuvo una duda.

—¿Estás tú segura?

Era mucho más de lo que se habría atrevido a soñar. Tener un hombre como Keith a su lado, para protegerla, para amarla. —Muy, muy segura.

Con una sonrisa, se apoyó sobre un codo y le pasó un dedo entre los pechos.

—Creo que he visto al reverendo Pennington por aquí. Podríamos ocuparnos de eso ahora.

Ella sonrió.

—Creo que insistiría en que nos saquemos una licencia primero.

Él suspiró y volvió a acostarse.

—Me imagino que sí. ¿Entonces, mañana?

Sara se rió; después pensó en algo y una sombra cruzó por su rostro.

—Keith.

Él cerró los ojos.

—¿Sí?

Ella buscó las palabras más adecuadas.

—¿Te gustaría volver a intentarlo? ¿Tener otro hijo?

Él giró la cabeza hacia ella y volvió a incorporarse.

—Ya no puedo tenerlo a él.

—No.

—Pero un hermano… o una hermana… —su voz era ronca, pero estaba sonriendo—. Contigo. Tu hijo. Sí.

—Nuestro hijo —dijo ella mientras lo rodeaba con sus brazos—. Te quiero, Keith.

—Te quiero, Sara —dijo él, sintiendo que las emociones lo estrangulaban—. Te quiero, para siempre.