Capítulo 10
El viernes, Keith trabajó como un loco para lograr dar los últimos toques al establo antes de que terminara el día de campamento. Todavía faltaban los desagües del abrevadero, pero había conseguido que un amigo lo hiciera gratis.
Había acabado de pintar el exterior y ya estaba en la parte de dentro. Ni siquiera había parado para comer y se había tomado un sándwich mientras trabajaba.
Apenas era la una y parecía que para las tres habría logrado terminar. De esa manera, cuando salieran los niños estaría libre.
No podía volver al rancho cada día, ver a Sara y luchar contra aquel impulso insoportable a tocarla y tomarla en sus brazos. Lejos de ella, podría tenerla fuera de su cabeza y olvidarse de ella.
Aunque no creía que fuera a ser tan fácil, al menos, no tendría la tentación enfrente.
Últimamente, pensaba mucho en su mujer, Melissa. Recordaba el accidente donde había muerto. El hombre que iba en el coche con ella. Y el motivo por el que estaban juntos. Pensaba que había superado todo aquello, pero con la aparición de Alicia en su vida y la intensidad de sus sentimientos por Sara había días que no sabía dónde se encontraba. Y, de alguna manera, las mismas preguntas volvían a su cabeza.
¿Sería que no estaban hechos el uno para el otro? Desde luego, como padre había sido un desastre. ¿También habría sido tan mal marido? En algún momento sus vidas se habían separado y no sólo por la muerte de Christopher. ¿Cuál fue el primer mal paso?
Hacía tanto tiempo, que era difícil recordar. Habían comenzado a salir hacía unos doce o trece años aunque se conocían desde tiempo atrás. Ella era tres años más pequeña y, aunque habían estudiado en el mismo instituto, ni se había fijado en ella. Después, ella había ido a la universidad y había abierto una gestoría en Marbleville. Él estaba tan ocupado empezando con su negocio que ni siquiera se había dado cuenta de que ella había vuelto al pueblo.
Después, un día en el café de Nina, había levantado la cara de su desayuno y se la había encontrado delante, sonriéndole; según le contó luego, llevaba varios días desayunando allí con la esperanza de verlo.
Era dulce y bonita y hablaba con suavidad y era tan femenina que abrirle la puerta o comprarle flores era lo más natural. También era muy amable y sólo se mostró intransigente con una cosa: los hijos. Quería al menos tres o más si pudieran permitírselo. Y los quería inmediatamente, quería empezar a formar una familia el primer año de su matrimonio.
Una carcajada llamó su atención y vio a Jeremy corriendo hacia la pista. Sara salió detrás de él y lo llamó. ¿Cómo habría sido Christopher? Con dos años era un niño muy inquieto, cuando la meningitis se lo llevó. Quizás él también hubiera corrido tras los caballos; demasiado lleno de vida para parar.
Quizá si Christopher no hubiera muerto o si Melissa no hubiera tenido esa infección intrauterina que la dejó estéril… O quizás si él hubiera podido olvidarse de su propio dolor y la hubiera ayudado a ella. O si nunca hubieran conocido a la Rob y Alicia.
¿Habría sido todo diferente?
Aquellas preguntas lo iban a volver loco. Dejó la brocha encima de la lata y caminó hacia donde había dejado su botella de agua. Cuando la levantó para beber, el ruido de unas pisadas llamó su atención. Sara estaba al lado de la puerta, dudando sobre si pasar o no.
El problema con ella era que le gustaba demasiado. En cuanto la vio sintió el deseo de cruzar la distancia que los separaba y tomarla en sus brazos y besar esa boca que tanto deseaba volver a probar. No le importaba estar lleno de pintura o que hiciera calor: la habría tomado allí mismo, en uno de los establos, si ella hubiera querido.
Acabó de beber.
—¿Querías algo?
Ella se acercó a él.
—¿Hablaste con Alicia? —la pregunta lo pilló desprevenido.
—He estado trabajando todo el día.
A ella no le gustó el tono.
—Llamó para decir que ella recogería a Grace.
Aquello no debía dolerle: Grace sólo había sido una pasajera silenciosa durante aquellos días.
Sin embargo, de todas maneras, la iba a echar de menos.
—Eso me dejará más tiempo para trabajar.
Ella asintió.
—Cuando acabes, pásate por la casa, me gustaría darte un folleto sobre la merienda del parque.
Maldición. Se había olvidado por completo.
Ya era bastante malo tener que ver a Sara, pero tener que ver a Alicia le recordaba el pasado.
—No estoy seguro de si podré ir. Hoy acabaré aquí.
—Entonces, ¿no volverás el lunes?
¿Era eso decepción lo que mostraban sus ojos?
Él se quedó mirándola mientras se alejaba; después, volvió a agarrar la brocha. Con el corazón a toda velocidad, cada pincelada, arriba y abajo, lo ayudó a suavizar el dolor que sentía en el pecho.
Cuando terminó ya eran casi las cinco. Se lavó las manos en un grifo que había al lado de la pista y se secó en los vaqueros mientras caminaba hacia la casa.
La idea de entrar en su espacio, su casa, le pareció demasiado íntima.
Llamó la puerta y se inclinó para quitarse las botas. Ella todavía no había respondido cuando él había acabado, así que volvió a llamar más fuerte. Finalmente, escuchó el ruido de pisadas y la puerta se abrió.
Era evidente que había estado durmiendo. Llevaba el pelo suelto y lo tenía revuelto. Nunca lo había visto así y su aspecto sedoso le quitó el aliento. Estaba descalza, con ojos soñolientos y los labios entreabiertos y era como una fantasía erótica.
—Entra —dijo ella.
Si ella hubiera sabido cuáles eran sus pensamientos, nunca le habría abierto la puerta.
Pero, por el amor de Dios, se recriminó Keith. Él ya no era un adolescente con las hormonas alteradas; era un adulto y tenía que aprender a controlarse.
—¿Un té helado?
—Gracias —se escondió detrás de la barra para tapar la evidencia que sus vaqueros no podían ocultar.
Ella llenó dos vasos y le dejó uno en la encimera.
—Aquí tienes la información.
Él hizo como que leía, como si fuera a ir.
—No hace falta que lleves nada —le aclaró ella—. Con que ayudes a Jameson con las hamburguesas bastará.
Él bebió el té de un trago, pensando que el calor que sentía dentro haría que hirviera.
—Quizá nos veamos mañana, entonces.
Fue a recoger el prospecto y ella lo agarró por la muñeca.
Lo que vio su cara, temor, esperanza, deseo, no tenía ningún sentido. Pero, de todas formas, el contacto de su mano hizo que cualquier pensamiento coherente desapareciera.
Sin soltarle la muñeca, ella se acercó hasta rozarlo con su cuerpo. A él le retumbaba el corazón en los oídos. Ella le soltó, pero le puso las manos en el pecho, deslizándolas hasta la nuca.
Tiró de él hacia abajo y esperó con los labios abiertos.
Él debía portarse con nobleza y alejarse, desenredar esas manos cálidas de su cuello. Marcharse antes de hacer algo de lo que los dos tuvieran que arrepentirse. Pero, entonces, ella apretó sus pechos contra él y la oportunidad de ser noble desapareció.
Él le pasó las manos por la cintura y la apretó más fuerte contra él. Ella se puso en tensión y se quedó completamente rígida durante unos segundos pero, después, dejó escapar un suspiro y se relajó.
El suave olor a lavanda, el calor de sus manos, todo lo llenó de necesidad. Quería recorrerla, saborear cada curva, cada pliegue. Presionó sus labios contra los de ella con un beso suave y cálido mientras luchaba por mantener el control.
Pero ella ya estaba quitándole la camiseta, sacándosela de los pantalones, apremiándolo para que se la quitara. Él lo hizo, pero tuvo la sensación de que algo no marchaba bien. Había desesperación en lugar de sensualidad.
En el momento en el que la camiseta llegó al suelo, los dedos de ella se lanzaron a por su cinturón. En el proceso, le rozó con la muñeca y él se quedó sin aliento. Quería atraparle la mano y presionarla contra él. La agarró de la muñeca.
—Espera.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y él volvió ver el miedo mezclado con el deseo. ¿Qué diablos pasaba allí?
Ella lo agarró de las manos y lo llevó hacia el pasillo.
—Mi habitación —dijo con un susurro.
Él la siguió, demasiado excitado para negarse. Ella entró en su habitación y lo llevó a la cama. Lo primero que hizo fue intentar desabrocharse los vaqueros, pero las manos le temblaban tanto que no lo logró; así que lo dejó y se quitó la camiseta. Después, se sentó en la cama, contra los almohadones, y le ofreció la mano para que fuera con ella.
Si antes estaba hecho un lío, ahora estaba congelado: los pechos de ella eran preciosos. El sujetador blanco dejaba que se trasparentaran los pezones oscuros y le dolían las manos de ganas de tocarlos. Apretó las manos para contenerse y ella, al ver el gesto, sintió verdadero pánico. Lo rechazó rápidamente y se obligó a sonreír.
A pesar de que iba estallar por la presión enorme que sentía, se contuvo.
—Sara…
—Ven aquí —susurró ella—. Por favor. Tenía que estar loco para negarse. Y sin embargo… la inseguridad de su cara le estaba diciendo otra cosa. Quizás hiciera mucho tiempo o no tenía mucha experiencia. Pero, ¿por qué lo hacía? ¿Por qué pasaban de unos besos a la cama? Ella lo había mantenido todo el tiempo a distancia, nunca se había relajado con él. ¿Qué había cambiado?
—Por favor —volvió a decir ella; su voz apenas inaudible.
Sin estar muy seguro de lo que estaba haciendo, se tumbó a su lado, dejándose los vaqueros puestos. Ella, inmediatamente, lo rodeó con sus brazos y presionó su boca contra la de él; pero no había pasión. Como él no la besó, ella le cubrió la erección con una mano y apretó. La explosión de sensación casi lo vuelve loco, pero tomó aliento y la apartó.
Ella intentó tocarlo de nuevo, pero él se alejó. No podía dejar que se acercara, que lo tocara. Pensó que podía enfadarse, decirle algo desagradable. Pero ella rompió a llorar.
Al principio se quedó allí, sorprendido. Después, la tomó en brazos y apoyó su cabeza contra sus hombros. Mientras le acariciaba el pelo sedoso, las lágrimas humedecían su piel.
Sin dejar de acariciarla, tiró de la colcha y la echó por encima de los dos. Ella se tranquilizó y los sollozos fueron remitiendo hasta que quedó en silencio. Su respiración se hizo más tranquila, más profunda y, entonces, él se dio cuenta de que se había quedado dormida.
Sintió una gran presión en el pecho, su dulzura lo abrumaba. A pesar de que la necesidad todavía lo quemaba por dentro, sólo quería abrazarla. Su presencia lo tranquiliza y le daba paz; una paz que no sentía desde que murió su hijo.
El sol se estaba escondiendo detrás de los pinos y las sombras entraban en la habitación de Sara. Su excitación remitió y pudo cerrar los ojos. Sara se movió, abrazada a él, suspirando relajada. Unos minutos más tarde, él también se quedó dormido.
Debajo de la cara tenía algo cálido y firme. En la oscuridad de la habitación, no podía explicar de qué se trataba. Después, poco a poco, fue recordando todo lo que había pasado y deseó que se la tragara la tierra. ¿Qué había hecho?
Se quedó quieta, escuchando su respiración tranquila. Tenía uno de sus brazos debajo de la cabeza y el otro por la cintura. Ella tenía la cara contra su pecho y la boca, al lado de un pezón.
No podía creerse que se hubiera atrevido a tanto. De acuerdo, el fantasma de su padre todavía la perseguía, zarandeando su vida como había hecho con ella de pequeña. Y él había aparecido allí con aquel aspecto tan increíblemente masculino y tan completamente atractivo y ella lo había visto como un príncipe que iba a rescatarla. Quizás en sueños fuera capaz de entregarse a él y todos sus problemas se solucionaran. Pero la realidad era más difícil.
Y después había llorado en sus brazos. No sabía qué le daba más vergüenza.
Tuvo la tentación de marcharse de allí corriendo, pero él abrió los ojos y la sujetó. Ella sintió pánico al pensar que estaba atrapada, que no la iba a soltar; pero entonces él relajó la mano y la apartó.
—¿Estás bien?
Ella no podía mirarlo a la cara. Apartó la colcha, se levantó de la cama e intento recordar dónde estaba su camiseta. De espaldas a él, se la puso.
Él encendió la luz y ella se rodeó con los brazos, sintiéndose demasiado vulnerable.
—¿Qué pasa, Sara?
Ella lo miró por encima del hombro. Estaba sentado en la cama apoyado contra las almohadas. El contraste de su piel morena contra el algodón blanco era precioso. Todavía podía recordar el calor de sus manos sobre su cuerpo, la textura de sus músculos.
—Dios —murmuró—. Cuánto lo siento.
—Siéntate aquí. Habla conmigo.
Ella no se movió.
—¿Podemos hacer como si esto no hubiera sucedido nunca?
—Siéntate —le dijo él.
Ella se sentó en la cama, de espaldas a él.
—Nunca lloré por él. Ni una sola vez. Tampoco por Víctor.
Él se incorporó aún más.
—No te entiendo, Sara.
Ella se armó de valor y lo miró.
—Mi padre empezó a pegarme a la semana de morir mi madre.
La tensión del cuerpo de él hizo que ella sintiera miedo. Podía ver su enfado.
—¿Cuántos años tenías?
—Nueve. Mi hermana Ashley tenía cinco.
—¿También la maltrataba a ella?
—Sólo una vez; y nos marchamos esa misma noche.
—¿Alguna vez…?
—No. Nunca me tocó. Pero los amigos que traía a casa eran asquerosos. Una vez uno se metió en mi cama y yo no conseguía desembarazarme de él.
—¿Te violó?
Ella meneó la cabeza.
—Se quedó dormido antes de poder continuar.
Estaba demasiado borracho.
Él le pasó un dedo por la cara y ella sintió un gran alivio.
—¿Y Víctor?
Ella apretó las manos, odiando aquellos recuerdos.
—Se supone que la hija de un maltratador debería reconocer a otro nada más verlo.
Él volvió a ponerse tenso. No estaba enfadado con ella, pero ella no pudo evitar sentir miedo.
—¿Qué te hizo?
—Pensé que me quería. Parecía amable y cariñoso…
—Pero te pegó.
—No me lo esperaba —unas lágrimas comenzaron a correr por su cara. Ella nunca había llorado antes—. Pero cambió poco a poco. O quizá esperara para mostrarse cómo era realmente.
—¿Cuánto tiempo estuviste con él?
—Un año —sentía rechazo hacia ella misma—. Sólo empezó a portarse mal al final.
Pero aquello no era del todo cierto. Cuando miraba hacia atrás hacia aquellos doce meses, se daba cuenta de que la tensión entre ellos había empezado mucho antes; pero ella había ido cambiando para no reconocerla: había ido hablando un poquito menos, opinando un poco menos, saliendo un poco menos…
—Cuando me pegó la primera vez, pensé que… —sintió un nudo en la garganta—. No puedo creerlo, pero pensé que era un error. Que no quería hacerlo. Después, la segunda vez… casi vuelvo a perdonarlo, ¿puedes creértelo? —soltó una carcajada cargada de amargura.
Él le acarició el hombro.
—¿Qué hiciste?
—Esperé hasta que se hubo marchado al trabajo; después, recogí todo lo que pude y lo metí en el coche.
Él le pasó los dedos por el brazo tranquilizándola.
—¿Te siguió?
—En la facultad me había hecho amiga de un policía. Le hizo una visita a Víctor y le dejó claro lo que podía pasarle si me molestaba.
—¿Y tu padre?
—Muerto —dijo ella con firmeza para recordarse que era cierto—. Murió en un incendio; su cuerpo quedó irreconocible.
Se quedaron sentados en silencio, el uno al lado del otro.
Él volvió a acariciarle el hombro.
—¿Por qué me besaste?
Ella se puso de pie y salió de la habitación. Él la siguió.
Ella se dirigió hacia la puerta.
—Es tarde. Deberías marcharte.
Él no se movió.
—Sara…
—Fue una estupidez —soltó ella—. ¿Podemos olvidarlo?
Él dio un paso hacia ella, con la mano extendida.
Aunque sabía que no iba a hacerle daño, se retrajo.
—Lo siento —dijo ella, al borde de las lágrimas.
—Maldición, no te disculpes.
—Entonces, no te enfades —dijo ella, apartando las lágrimas—. Cuando te enfadas, no puedo…
Entonces él se dio cuenta de todo. Se apartó y se inclinó a recoger su camiseta.
—Por favor —dijo él con amabilidad—. Cuéntamelo.
Ella se dio cuenta de que no se iba marchar hasta que lo hiciera. Tomó aliento y buscó las palabras.
—Con Víctor, el sexo no estaba… bien. Especialmente, al final. No podía responder. Me… dolía.
Él la miró con compasión y ella se animó a seguir.
—Siempre pensé que era yo. Además, era lo que él me decía.
—¡Qué desgraciado! —dijo él con suavidad, pero sus ojos echaban chispas—. ¿No pensarás eso verdad?
—Desde entonces no he tenido ninguna experiencia para convencerme de lo contrario.
—Quieres decir que cada vez que has estado con un hombre…
—Quiero decir que nunca he estado con otro hombre. Ni antes ni después.
—Pero cuando te has besado con alguien…
—No puedo relajarme. No puedo sentir lo que siente una mujer normal. Pero contigo… me sentí segura, así que pensé… —sintió que se ponía colorada y apartó los ojos—. Pensé que tenía que intentarlo… ver si podía…
—Responder.
—Sí.
Él agarró uno de los taburetes de la cocina.
—Yo no soy la persona adecuada para ayudarte, Sara.
—Tampoco lo esperaba.
—Necesitas a alguien que se preocupe por ti. Alguien que pueda amarte.
«Amor». Aquella palabra le retumbó en el pecho. Tener un hombre que la amara de verdad. Deseó que aquello fuera posible.
—Yo no puedo —volvía a estar enfadado, pero con él mismo—. Yo no —se dirigió hacia la puerta.
Ella agarró el folleto y se lo ofreció.
—Keith. Por favor.
Él lo tomó a regañadientes.
Cuando se marchó, ella se sentó en el asiento que él había dejado libre, deseando poder desaparecer de la faz de la tierra. Si no fuera por los niños que contaban con ella, haría las maletas y se largaría.
Al menos, había confirmado algo esa noche: a pesar de sus deseos, seguía demasiado liada para disfrutar de la intimidad con un hombre.
Lo sucedido con Keith lo había dejado muy claro.