Capítulo 12
Cuando volvieron con los caballos, Grace sorprendió a Sara cuando insistió en ir con ella en lugar de con Keith. La niña se sentó detrás de ella y la apretó con tanta fuerza que le cortaba la respiración.
Sara le hizo una ligera señal a Keith para que se adelantara. Si Grace tenía algo que decirle, Sara quería asegurarse de que no se sintiera cohibida.
—¿Por qué decías que lo sentías, Grace? —preguntó Sara—. ¿Por perderte?
Grace apretó la cara contra la espalda de Sara. Habló tan bajito que a ella le costó oírla.
—No.
—¿Puedes contármelo?
Grace se asomó por el lado de Sara para ver dónde estaba Keith.
Después, volvió a acomodarse contra su espalda.
—Es culpa mía.
—¿Qué es culpa tuya, cariño?
La niña tomó aliento.
—Que papá muriera.
Tenía que ayudarla a hablar.
—¿Qué quieres decir?
—Yo le dije a mamá que vi a papá besando a la tía Melissa. Se pelearon y él se marchó —su voz se convirtió en un susurro—. No debería habérselo dicho.
Sara siguió el razonamiento: algo que Grace había dicho había llevado a su padre a la muerte y por eso había decidido no hablar. Para la mente de una niña de ocho años, aquello tenía mucho sentido.
—Pero tú pensaste que tu mamá debía saber lo de tu papá y tu tía.
—En realidad no era mi tía. Sólo la llamaba así, igual que el tío Keith no es realmente mi tío.
Sara pensó que no había oído bien ¿Era la mujer de Keith con la que Rob Thorne tenía una aventura? Se quedó de piedra, mirando la espalda de Keith mientras el caballo ascendía por la ladera del barranco. Las piezas empezaban a encajar: la conexión que tenía con Alicia y que no quería reconocer, su extraña relación con Grace; si la niña lo llamaba tío, eso significaba que lo conocía desde hacía mucho tiempo.
—Tu papá no se fue por ti, cariño —le dijo Sara—. El accidente no ocurrió por tu culpa.
—Debería haberme callado —susurró Grace—. Debería haber fingido que no los había visto.
—No podías haber salvado a tu padre, Grace. Siento mucho que muriera.
—Yo también —tomó aliento y comenzó a sollozar. Las lágrimas empaparon la camiseta de Sara.
Después de mucho tiempo, se tranquilizó. Sara aceleró el paso para alcanzar a Keith e hicieron la última parte del camino juntos.
Keith tenía unas grandes sombras bajo los ojos.
—¿Qué tal estás, preciosa?
—Estoy bien, tío Keith —dijo la niña muy seria.
Él intercambió una mirada con Sara y ella vio los interrogantes. Pero entonces llegaron a la explanada. Una multitud los estaba esperando. Todos sonreían, felices de haber encontrado a Grace. La niña bajó del caballo y corrió hacia los brazos de su madre. Alicia suspiró aliviada, apretando a su hija con fuerza.
—Te quiero, mamá.
Alicia lloró abiertamente.
De vuelta en el aparcamiento, el sheriff le sugirió a Alicia que la llevara al hospital. Sara se llevó a Alicia a un lado para contarle lo que la niña le había dicho, el motivo de su silencio.
La gente comenzó a subir a sus coches y el sheriff y Tom se llevaron a los caballos.
Con las manos metidas en los bolsillos, Keith estaba apoyado en la camioneta. Miraba hacia el suelo y parecía como si hubiera recibido un golpe en el estómago. A Sara se le rompió el corazón. Por nada del mundo iba a subirse al coche y dejarlo allí.
Él levantó la cabeza mientras ella se acercaba, endureciendo sus facciones. Sara no estaba muy segura de lo que pasaba en su interior y no sabía qué decir para consolarlo. Así que no habló, sólo le pasó los brazos alrededor de la cintura y lo abrazó. Él se puso tenso, no se movió. Sólo su pecho se movía con la respiración.
—No puedo permitírmelo —susurró con voz ronca—. Si lo hago todo estallará en pedazos.
Ella le acarició la espalda de acero.
—Si quieres hablar conmigo…
—¿Qué te ha dicho?
Quizás no hubiera sido una sesión convencional, pero de todas formas Sara tenía que guardar la confidencialidad.
—No puedo decirlo.
—Te habló de Melissa —dijo él derecho al grano—. ¿Y su padre?
—Sí.
Él dejo escapar un suspiro. Después, como si no estuviera muy seguro de lo que iba a hacer, la rodeó con sus brazos y apoyó la barbilla en su cabeza.
—¿Vienes a casa conmigo? —preguntó él—. Quiero enseñarte algo.
—Sí —en aquel momento era capaz de hacer cualquier cosa para ayudarlo. Lo siguió en su coche hasta su casa.
Cuando entraron, el aire acondicionado estaba funcionando y la casa estaba fresca lo cual era un alivio después de tantas horas fuera. Entre las actividades con los niños y el ejercicio a caballo, se sentía sudorosa y sucia.
Él señaló hacia el salón, hacia el sofá.
—Siéntate.
—Probablemente te lo ensuciaría.
—Puedes ducharte si quieres —no había segundas intenciones en su tono.
Sin embargo, ella sintió calor.
—Puedo volverme a poner los pantalones cortos y las sandalias, pero no tengo otra camiseta.
—Te daré una de las mías. El baño es la primera puerta a la izquierda. Ve por tus cosas mientras yo te traigo una camiseta. Él se dirigió hacia el pasillo, tan herido que ella pensó que podría romperse si lo tocaba.
Rápidamente sacó su ropa del coche y volvió a la casa.
En el baño había una camiseta perfectamente doblada con el logotipo de Construcciones Delacroix.
La ducha le supo a gloria. Se frotó para quitarse el polvo y el olor a caballo y se lavó el pelo.
La presión del agua cambió ligeramente y ella se dio cuenta de que él también debía estar duchándose. Las imágenes de su cuerpo desnudo la asaltaron: el agua corriéndole por el pecho, por las piernas, humedeciendo esa parte misteriosa que siempre antes había temido. Pero ahora podía imaginarse con nitidez su mano recorriéndolo de arriba abajo, palpando su dureza, su exquisita sensibilidad.
Los pezones se le endurecieron y le dolieron por la tensión. Por primera vez en mucho tiempo, sintió deseos de tocarse, de experimentar su sexualidad. Peor aún, deseaba que Keith la tocara.
Intentó apartar aquellas fantasías de su cabeza mientras cerraba el grifo. Agarró la toalla que le había dejado doblada al lado de la camiseta y se secó. Estaba tan excitada que pensaba que iba a estallar.
No le apetecía volverse a poner el sujetador, pero tenía un pecho demasiado grande y debía utilizarlo; además, el roce de sus pezones contra la camiseta de Keith podía volverla loca.
Ya vestida, pero descalza, volvió al salón donde había dejado su bolso. Sacó un cepillo y se dirigió hacia el baño.
Keith surgió por una puerta al otro lado del vestíbulo. Tenía el pelo mojado y sólo llevaba unos vaqueros. Ella apenas había tenido tiempo de ver su pecho durante el desastre de la noche anterior. Ahora se fijó en los músculos de sus hombros, en las líneas macizas de su pecho y en los rizos oscuros que desaparecían bajo el pantalón.
Él llevaba un álbum en la mano.
La mirada de él permaneció fija en su cara un momento; después recorrió su cuerpo con tanta intensidad que si no hubiera sido él lo habría considerado un insulto. Pero Keith no la insultaba, al contrario, conseguía que el fuego dentro de ella creciera más.
—Tengo que cepillarme el pelo.
—Déjame —dijo él dejando el álbum encima de la mesa. Agarró el cepillo y se puso detrás de ella, enfrente del espejo. Lentamente, comenzó a cepillárselo. Mechón a mechón. Ella sentía ganas de aplastarse contra él, de sentir el calor de su pecho desnudo; pero permaneció quieta mientras él le pasaba las manos por el pelo húmedo.
—Me gustaba peinar a Melissa antes de que nos casáramos, y unos años después también. Cuando estaba embarazada de Christopher, la ayudaba a relajarse.
En Sara tenía el efecto contrario: con cada pasada, crecía el calor de su cuerpo. Tenía que agarrarse con fuerza al lavabo para no acercarse a él.
—Después de lo de Christopher, ya no me dejaba que la tocara.
Él le agarró la mano y le dio un beso en la palma.
—¿Cuánto tiempo…?
—¿Estuvo con Rob Thorne? Años —se rió con amargura—. No me enteré de nada.
—Tenías una gran pena.
—Eso debería habernos unido.
—No siempre sucede así.
—No podía pensar. No podía quitarme a Christopher de la cabeza —sintió un dolor terrible al reconocerlo—. Me dediqué a trabajar diez o doce horas diarias, cuando llegaba a casa caía en la cama derrotado.
Volvió a escoger un mechón.
—Lo que no sé… lo que Alicia no sabe… es por qué estaban juntos esa noche. Si estaban pensando separarse… o estaban pensando marcharse juntos.
Dejó el cepillo y le pasó las manos. El corazón de Sara latía a toda velocidad.
—¿Cuál habría sido la diferencia?
Él dejó las manos sobre sus hombros.
—Ya no importa.
Ella se giró hacia él.
—Pues debes perdonarla. Perdonar su traición.
—Está muerta y se ha marchado. No significa nada para mí.
—Entonces, ¿por qué sigue doliéndote? —susurró ella.
Él tomó aliento y ella pensó que iba a hablar.
En lugar de eso, le rodeó la cara con las manos y la besó. Ella no pudo evitar sentir una punzada de miedo; aunque, con su suave caricia, se desvaneció de inmediato.
Con los dedos le acarició las orejas y ella sintió un escalofrío. Después, le recorrió el cuello, los hombros, la curva exterior de sus pechos.
El calor le robó el aliento y la fuerza de las rodillas. Entonces, comenzó a besarle el cuello y la oreja.
—Quiero llevarte a la cama —dijo con voz ronca.
—Sí —dijo ella.
Él la sacó del baño y la condujo por el pasillo, besándola durante todo el camino. Ella se centró en la calidez de sus manos, en la suavidad de su boca, la firmeza de su pecho. No quería que sus recuerdos desagradables impidieran que disfrutara de aquel momento tan delicioso.
Pero cuando llegaron a su dormitorio y él abrió la puerta, el pánico se apoderó de ella. Intentó ignorarlo, pero su garra era muy fuerte y su cuerpo se puso en tensión.
Él también lo sintió. Se apartó de ella y la miró a la cara.
—¿Quieres que paremos?
Lo más fácil habría sido decir que sí. Alejarse de sus manos, de su habitación y de su casa. Alejarse de su vida. No tenía por qué volver a verlo y podía fingir que aquello nunca había sucedido.
Pero no podía marcharse. No podía darle la espalda a aquella posibilidad. No era amor, ni siquiera era una relación; pero podía ayudarla y estaba más que dispuesta a agarrar esa oportunidad.
—Lo deseo —dijo ella por fin—. Te deseo a ti.
Él la besó lenta y suavemente, saboreándola con la lengua.
—Iremos al ritmo que tú quieras. Pararemos cuando quieras.
—No quiero parar.
—Pero si quieres…
Él se quedó mirándola; el deseo era evidente y ella estaba lo suficientemente cerca como para sentir su erección. Sin embargo, estaba dispuesto a parar si ella se lo pedía.
Él la tomó de las manos y la llevó a la habitación. Era masculina, con un escritorio de madera y una alfombra blanca en el suelo. La colcha era azul marino, al igual que los cojines. Había dos ventanas a través de las cuales se veía que estaba empezando a oscurecer.
Él la llevó hacia la cama. Se sentó y la atrajo hacia él. Ella se sentó a su lado y lo besó.
—Déjame tocarte.
—Por favor.
Ella empezó a explorar su cuerpo con las yemas de los dedos. Los hombros, el pecho musculoso, sus brazos fuertes. Llegó hasta la cintura del pantalón, pero no quiso apresurarse. Entonces volvió a su cara, a sus mejillas recién afeitadas, a la firme línea de su mandíbula y a sus labios.
Cuando le pasó los dedos por la boca, él le atrapó la mano y le dio un beso en la palma. Después, le agarró la camiseta y se la sacó de los pantalones.
—¿Te parece bien? —preguntó él, dudando antes de continuar.
Ella seguía teniendo miedo, pero no le iba a dejar ganar.
—Sí.
Empezó a quitarle la prenda, acariciándole la espalda y las costillas mientras ascendía. Se paró a la altura de los pechos y le pasó los pulgares alrededor de los pezones. Éstos se endurecieron aún más.
Acabó de quitarle la camiseta y deslizó un dedo por debajo de la tira del sujetador.
—¿Puedo quitarte esto?
—Sí.
Él le soltó el broche y deslizó los tirantes por sus brazos. Ella le agarró las muñecas y le puso las manos sobre sus senos. Él mantuvo los dedos quietos mientras ella deslizaba sus palmas hacia arriba y hacia abajo por encima de los pezones hinchados. El calor cada vez era más fuerte y hacía que el miedo desapareciera.
Le soltó las muñecas y se tumbó sobre los cojines. Él continuó con el movimiento que ella había iniciado, haciendo que su excitación creciera. Después bajó la cabeza hacia uno de los pezones y se lo llevó a la boca. Mientras succionaba, ella dejó escapar un gemido de placer.
—¿Qué te gusta? —murmuró él.
—Todo… todo.
Deslizó una mano hacia el botón de los pantalones.
—¿Puedo? —preguntó sin dejar de juguetear con su pezón con la lengua.
—Sí —su voz era un gemido.
Le desabrochó los pantalones y se puso de rodillas para quitárselos. Después, pasó los dedos por el elástico de sus braguitas.
—¿Éstas también?
A pesar del calor, a pesar de la pasión que la quemaba por dentro, se quedó helada durante un instante; pero después volvió a relajarse y ella misma se las quitó.
Ahora estaba completamente desnuda, vulnerable, completamente a su merced.
Pero lo único que había en los ojos de él era deseo y admiración y sabía muy bien que pararía en cuanto ella lo dijera. Todavía estaba de rodillas a su lado, recorriéndola con los dedos. Paseándose por sus pechos, por sus caderas. Mientras la recoma, no dejaba de besarla y su lengua entraba y salía mientras ella deseaba que siguiera con su exploración.
—Si estás intentando volverme loca, lo estás consiguiendo.
Él sonrió mientras rozaba sus labios.
—Quiero sabotearte… —por fin introdujo la mano donde ella quería tenerla—. Quiero ver cómo llegas al orgasmo.
Aquello la entusiasmaba y la aterraba a la vez.
—Nunca…
Con un dedo le acarició los suaves rizos.
—¿Nunca te ha besado un hombre?
—Nunca… —él introdujo los dedos entre sus pliegues y ella apenas podía respirar—. Nunca he llegado… con un hombre…
Paró un instante y reanudó la caricia con movimientos rítmicos. Ella no podía permanecer quieta mientras él le acariciaba y abrió las piernas para permitirle mejor acceso. Pero mientras las manos de él la acariciaban, las imágenes de Víctor volvieron, enfadado, haciéndole daño.
Aún jadeante, se apartó. Él se quedó muy quieto, con la mano aún sobre sus piernas, pero sin moverla. Ella se fijó en su cara, en la amabilidad de sus ojos llenos de pasión y borró los malos recuerdos, dejando que volviera a acariciarla.
Cuando le tocó con la lengua, volvió a contener el aliento, pero aquella vez fue al sentir un placer exquisito. Aquellas sensaciones no le resultaban nada familiar, aquella humedad caliente proporcionándole efectos que jamás había experimentado antes. El cuerpo pareció llenársele de electricidad con cada experimentado movimiento de la lengua de él, empujándola a toda velocidad hacia el precipicio. Hundió los dedos en su pelo mientras se acercaba a algo que sólo había experimentado sola. Tembló cuando iba a llegar al límite, con el corazón retumbando en los oídos, con un calor imposible de resistir; sin embargo algo dentro de ella se resistía, aún con miedo.
Ella sintió su dedo en la abertura, haciendo círculos y pensó que se moriría si no lo metía dentro; pero él dudó, llenándola de frustración. Ella supo que aquello era lo que necesitaba; lo necesitaba dentro de ella. Su lengua, no era suficiente. Le agarró la mano y la dirigió hacia su abertura. Llegó al orgasmo inmediatamente y su cuerpo se cerró alrededor de él mientras un gemido escapaba de su garganta. No podía soltarlo mientras las olas del éxtasis la recorrían una y otra vez; probablemente le dejaría la muñeca morada. Cuando la última oleada pasó por su piel, lo soltó, y se tumbó sobre las almohadas, relajándose. Él se tumbó a su lado y la miró con sus ojos llenos de fuego. Podía sentir la tensión de su cuerpo, sin embargo sabía que estaba esperando que le diera permiso.
—¿Lo dejamos aquí? —preguntó él con voz ronca.
Por respuesta ella se puso a desabrocharle los vaqueros.
Él no podía esperar ni un segundo más, así que se quitó los vaqueros y los calzoncillos a la vez. Después, se giró hacia la mesilla, sacó un preservativo y se tumbó boca arriba.
Ella no podía apartar los ojos de su miembro.
Y sin poder evitarlo se puso a acariciarlo. Él cerró los ojos y contuvo el aliento mientras ella le acariciaba hacia arriba y hacia abajo, maravillada por la dureza de su músculo y la suavidad de su piel.
—Esto podría acabar antes de que empezara —dijo sin aliento—, si continuas haciendo eso.
Ella se apartó, pero él la agarró de la muñeca y se llevó la mano a la boca.
—Quiero aguantar un poco para ti.
La tomó entre sus brazos y la besó. Sus labios eran muy cálidos y su lengua se enredaba con la de ella.
Ella se sentía húmeda y volvía a necesitarlo dentro de ella; pero cuando él se tumbó encima de ella, volvió a sentir pánico.
Keith sintió la tensión y volvió a apartarse sin dejar de besarla. Alargó la mano y agarró el preservativo que había dejado encima de la mesilla y ella miró fascinada cómo se lo ponía. Pero él no volvió a tumbarse sobre ella; en lugar de eso, le ofreció la mano.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella.
—Tú tienes el control —dijo él con voz ronca—, llévame dentro de ti.
Ella se sentó encima, con una pierna a cada lado. Después, se levantó y con una mano lo guió hacia su centro. Después, centímetro a centímetro, lo fue metiendo dentro de su cuerpo. El sentimiento era increíble. La llenaba a la perfección y parecía que tocaba cada rincón de su cuerpo. Podría haberlo tenido así para siempre. Pero su cuerpo tenía otros planes. Se inclinó sobre él para rozar sus pezones contra su pecho y levantó las caderas. Después volvió a bajarlas, lentamente; después, más rápido; después, más despacio. Mientras se movía, lo miraba a la cara, observando el poder que tenía sobre su placer.
Presionó la boca contra la suya y él introdujo la lengua moviéndola al mismo ritmo que ella movía las caderas. Ella sintió que se dirigía a toda velocidad hacia el precipicio. Él no paraba de recorrer con las manos su cuerpo, sus pechos, sus caderas, empujándola más adentro. Y cada momento era perfecto; el miedo sólo era un recuerdo lejano.
El grito que escapó de su garganta mientras llegaba al orgasmo la sorprendió. Había estado demasiado cargada de electricidad sensual para contenerse. Él llegó justo después, levantando la pelvis, empujando muy dentro de ella. La mirada de ella se unió a la de él y, en aquel instante perfecto, el mensaje de sus ojos azules la dejó sin aliento.
Lánguidamente, se apartó de él y se tumbó a su lado. Él se levantó para ir al baño y volvió enseguida a la cama y la tomó en sus brazos.
Cuando lo miró le pareció que estaba preocupado y entonces temió que aquella experiencia no hubiera sido tan buena para él.
—¿Ha estado…? —Luchó por encontrar las palabras—. ¿Ha estado bien?
Él la miró como si estuviera loca.
—Bien es una palabra que no alcanza a describirlo.
Ella le pasó la mano por el pecho.
—Entonces, ¿qué pasa?
Él no fingió. Se levantó sobre un codo y la miró a la cara.
—Me alegro… me alegro mucho de que haya estado bien para ti —con la mano le acarició la cara—. Pero esto es todo lo que puedo darte: una noche de sexo. Nada más.
Él ya la había advertido. No era como si le hubiera prometido algo o como si ella hubiera esperado algo más. Sin embargo, no pudo evitar sentir que el mundo se le caía los pies.