Capítulo 3
¿Cuándo iba a volver? Ya eran casi las cinco y Sara había comenzado a cargar el tractor con grano y heno. Todavía faltaba una hora para darle de comer a los caballos, pero le gustaba tenerlo todo preparado si podía.
Delacroix se había marchado con Grace a las tres y cuarto y Sara sabía que no se tardaba más de quince minutos en llevar a la niña a su casa. Así que, tal vez, hubiera cambiado de opinión y no pensara empezar a trabajar ese día. Quizá hubiera desaparecido de la faz de la tierra, llevándose con él sus brazos musculosos y sus hombros anchos.
Sonrió con la idea mientras apilaba el último montón de heno. Al rato, oyó el ruido de un motor y suspiró con resignación. El truco sería no dejar que se le acercara, ni física ni emocionalmente. Dejar que hiciera sus agujeros y se marchara, dejándola en paz.
Por supuesto, tendría que mantener la distancia cuando acabara con la valla. Nunca le había costado mantener a los hombres a distancia después de la experiencia que había tenido con su padre y con Víctor. Así que mantenerse a salvo de éste no tenía por qué ser un problema. No permitiría que lo fuera. Él dejó el camión en el aparcamiento y se bajó sin apagar el motor.
Ella no podía distinguir bien su cara desde donde estaba; pero sabía que la estaba buscando.
Sintió ganas de esconderse en el almacén; sin embargo salió al exterior y lo llamó.
Él caminó hacia ella y ella se acercó con el corazón retumbándole en los oídos, sorprendida de alegrarse tanto de verlo. Aquello no estaba bien.
Tenía que asegurarse de parar a unos metros de él.
—Pensé que ya no vendría hoy.
—He tenido unos cuantos problemas en unas obras. Después tuve que ir por el material —dijo señalando hacia el camión—. ¿Puedo llevarlo a la parte de atrás? Me resultará más fácil descargarlo allí.
—Claro. Pero vaya despacio. En la parte de atrás había varios rollos de alambrada y unos postes de unos dos metros y medio de largo.
—Voy por los guantes para echarle una mano.
—Yo tengo un par —dijo él, señalando al camión—. Suba y venga conmigo.
Ella sintió ganas de decir que no, no quería estar en la cabina con él. Pero tampoco quería tener miedo; el miedo había consumido una gran parte de su vida.
Así que fue con él. Aceptó el par de guantes y se subió a la cabina.
—¿Ha puesto la alambrada y los postes en la cuenta de O'Connel?
—Sólo la alambrada —dijo él—. Tenía los postes en mi casa.
—Seguro que O'Connel no espera que done su tiempo y el material.
—¿Qué tal le quedan los guantes? —condujo hacia el prado y aparcó el camión al lado de la excavadora—. Quizás tenga un par más pequeño atrás.
Sara se había olvidado de ellos.
—Éstos están bien —dijo mientras se los ponía. Se sentía algo rara, como si fuera demasiado íntimo poner sus manos donde habían estado las de él.
Se unió a él en la parte de atrás del camión y se pusieron a descargarlo.
—Aprecio su tiempo y la donación, pero…
—Me pareció ver sacos de cemento en el almacén —dijo él mientras dejaba dos postes en el suelo.
Aunque estaba acostumbrada a cargar con la comida y a limpiar estiércol, el esfuerzo de descargar el camión la estaba dejando sin aliento.
—No me parece bien que tenga que dar tanto. Ni siquiera tiene un hijo en el programa.
Él se quedó congelado. Al descargar el último poste casi se da en un pie.
—Maldición —exclamó enfadado y se quedó mirando hacia los árboles.
Sara se dio cuenta de la tensión e intentó comprender qué podría haberlo molestado. Sintió la ansiedad en el vientre: una sensación a la que ya estaba acostumbrada. Los hombres se enfadaban y después atacaban. Durante un momento, contuvo el aliento.
Él se giró y ella tuvo que contenerse para no echar a correr. Pero no había nada en su expresión que justificara aquel miedo irracional.
Se obligó a sonreír aunque su sonrisa era tensa.
—Gracias por la donación. Él agarró uno de los rollos de la alambrada.
—Los tenía en mi casa. Ya no los necesitaba. Sara sintió que tras sus palabras había un mensaje; pero no iba a seguir con el tema. Aquello no era asunto suyo.
—Tengo recibos en la casa; si quiere puede deducirse la donación en la declaración de la renta.
Él agarró otro rollo y Sara no tuvo que tocarlo para saber que aquellos músculos estarían duros como piedras.
Aunque no sabía lo que le preocupaba, sintió lástima por él. Aquella emoción era menos peligrosa; era el tipo de sentimientos que alguien tenía hacia un amigo. Él era un extraño, pero a ella le afectaba su dolor. Sólo se estaba comportando como un ser humano.
Que también deseara rodearlo con los brazos y acariciarlo era otro asunto.
Así era como Víctor la había engañado, aprovechándose de su lástima, actuando como una bestia herida. Al final, había descubierto que no estaba tan herido, pero que realmente era una bestia.
No volvería a caer en esa trampa.
Quería que ella se marchara. Necesitaba espacio y tiempo para reprimir el dolor que había surgido de manera espontánea. El comentario inocente de Sara sobre su hijo había despertado en él recuerdos dolorosos. Pero ella no podía saber que con esos postes había planeado construirle a Christopher una estructura para jugar.
Si se marchara unos minutos, él podría recobrar el control.
Pero ella se quedó mirándolo mientras descargaba los otros rollos del camión con sus cautivadores ojos de avellana llenos de preguntas. Preguntas a las que él no iba a responder.
Mientras agarraba el último rollo, acallando de manera despiadada su dolor, ella miró hacia los pastos. Tenía las mejillas llenas de pecas, probablemente por ser pelirroja.
—Estaba pensando —dijo ella— que si dividiera la parcela en dos partes, podría guardar los caballos en un lado mientras construye las cercas en el otro.
Algunos mechones se le habían soltado de la coleta y revoloteaban alrededor de su cara. Se preguntó qué se sentiría al tocarlos. Ella señaló hacia las zarzas.
—Allí es más estrecho. Si comienza a vallar en la entrada hasta las zarzas, aunque sea más pequeño habrá espacio suficiente para los caballos. Él pensó que debía concentrarse en el trabajo.
—Voy a sacar el camión de aquí —dijo mientras subía a la cabina.
Mientras lo llevaba al aparcamiento, la miró por el retrovisor. Afortunadamente, no iba detrás de él.
Pero cuando volvió con el metro y un cubo de pintura, ella seguía allí.
No sabía lo que le estaba pasando por la cabeza, pero estaba claro que a ella no le afectaba la cercanía como a él.
Él le dio un extremo del metro y ella lo sujetó.
—Debe ser un buen amigo de O'Connel.
—Me sacó de un apuro el año pasado —caminando por la línea que ella había indicado, marcó una x a los tres metros—. Me apoyó cuando un cliente quebró.
—¿Lo conocía antes de…? —sintió que se ponía colorada.
—¿Antes de ir a la cárcel? Sí —volvió a tirar del metro—. Todos lo conocíamos. —¿Siempre ha vivido aquí?
Después de marcar la siguiente x con el naranja fluorescente, levantó la cabeza y la miró.
—¿Va a escribir un libro sobre mí?
—Perdone, no pretendía… —cerró la boca e inclinó la cabeza.
Mientras él recogía el metro, se dio cuenta de que si ella no lo soltaba, tendría que acercarse. Afortunadamente, ella lo soltó y, por lo tanto, se quedó a unos metros.
Mientras ella miraba hacia las zarzas, él la estudió durante un instante. No era una mujer delgada como esas modelos que parecían tener anorexia. Tenía las curvas donde una mujer debía tenerlas.
Y también tenía cerebro y energía.
—Usted es de aquí. Yo no. Sólo quería saber… —meneó la cabeza—. No importa —giró sobre sus talones y se alejó de allí.
Él no iba a ir detrás de ella. Si ella tenía algo recomiéndole por dentro, era asunto suyo. Él ya tenía bastante con sus problemas. Sintiéndose impaciente consigo mismo, siguió tomando medidas y marcando los lugares donde debía clavar los postes. No volvió a levantar la cabeza así que no sabía dónde estaba; aunque, probablemente, ya se habría ido a su casa.
Sin poderlo evitar sintió que la echaba de menos.
Sara agarró la última etiqueta con una dirección y la pegó en el folleto. Entre negocios y antiguos donantes del programa, tenía unos cien folletos listos para mandar por correo. Desde allí no podía ver claramente a Keith y no sabía cuántos agujeros llevaría hechos.
Echó la silla hacia atrás y se levantó con impaciencia. Una de las ruedas atrapó el asa de su bolso y al ir a recogerlo, la mitad de las cosas cayeron al suelo. Entre ellas, una caja de anticonceptivos.
Mientras había salido con Víctor las había tomado; pero después de su brutalidad, las había dejado porque no pensaba volver a tener una relación íntima con ningún hombre. Hasta ahora.
Algún demonio perverso hizo que abriera la caja para ver cuántas quedaban. Obviamente estarían caducadas porque se había olvidado de que las tenía en el bolso; pero la tentación que le causaban tenía un nombre propio: Keith Delacroix.
Ocupada con las píldoras, no se dio cuenta de que el tractor había parado. Cuando oyó los golpes en la puerta, el corazón le dio un vuelco. Tiró la caja a la papelera y recogió el resto de las cosas. Después, fue a abrir.
¡Por el amor de Dios, se había quitado la camiseta! Estaba allí de pie, con el pecho desnudo y con unos hombros demasiado anchos para que cupieran dentro de la prenda que tenía en la mano. El sudor hacía que la piel le brillara.
En su cabeza saltó una alarma de miedo por sentir lo que estaba sintiendo.
Parecía que todas sus decisiones se derrumbaban al ver la perfección de su cuerpo.
—Ya he acabado con los agujeros y he puesto los postes para que los caballos no se caigan dentro.
—Bien —dijo ella mientras metía las manos en los bolsillos para evitar tocarlo—. Gracias.
—Si quiere puedo ayudarla a llevar a los caballos de vuelta al campo —dijo él mientras se secaba la cara con la camiseta.
Ella debería haberle dicho que se marchara, cerrar la puerta y esconderse en su habitación. Pero su madre le había enseñado unas cuantas lecciones antes de morir.
—¿Quiere tomar algo?
Él dudó un instante.
—Tengo las botas sucias.
—Déjelas en el porche.
Él se inclinó para desabrocharse los cordones, ofreciéndole una perspectiva espectacular de su espalda.
Se quitó las botas y entró en la casa.
El salón, con sus paredes angulares era bastante grande y estaba amueblado con un sofá, un sillón, una mesa de centro y la televisión. En la zona del comedor, tenía una mesa de los años cincuenta y dos sillas de vinilo rojas que había encontrado en un rastrillo.
Al entrar él fue como si la habitación encogiera.
Mientras ella se metía en la cocina, él se quedó en el comedor.
—¿Quién construyó la casa?
—Un amigo de O'Connel, creo. Ya estaba cuando yo llegué.
—Pues hizo un buen trabajo —dijo él.
Un buen trabajo era el de su pecho con aquel vello y el camino de suaves rizos hacia la cintura del vaquero. Sara abrió el frigorífico y metió la cabeza dentro.
—¿Agua, cola, té helado..?
—Té helado, por favor.
El frío de la nevera no consiguió que le bajara la temperatura.
Agarró la jarra del té, cerró la puerta y la dejó en la encimera.
—¿Quiere azúcar? —lo miró por encima del hombro.
No debería haberlo hecho. La mirada de él era tan intensa que pensó que se iba a derretir. No se atrevió a sacar un vaso del armario por miedo a no poder sujetarlo.
Él alargó la mano hacia ella lentamente y ella se giró. Su primer impulso fue dar un paso hacia atrás y alejarse; pero, en lugar de eso, se acercó más.
Su roce era suave como la brisa.
—¿Más heno? —preguntó ella con un susurro.
Él negó con la cabeza mientras seguía acariciándole el pelo. Sus ojos azules habían oscurecido y parecían que eran azul marino. La suavidad de sus dedos hacía que sintiera debilidad en las rodillas.
Entonces, él retiro la mano y se alejó hacia el salón.
—¡Maldición! —lanzó la camiseta al otro lado de la habitación. Estaba de espaldas a ella y ella podía sentir la tensión de sus músculos.
Sara, sin saber muy bien qué hacer, abrió uno de los armarios y sacó un vaso. Con manos temblorosas, lo llenó de té. Tenía limón en el frigorífico, pero no se sentía capaz de trocearlo sin cortarse un dedo.
—Ya está el té —le dijo ofreciéndole el vaso.
—Gracias —recogió la camiseta y se la puso antes de volver a la cocina.
—Voy por ese recibo —le dijo ella.
Él se bebió el vaso de un trago.
—No hace falta. ¿Podría tomar otro?
De manera mecánica, ella agarró la jarra y le rellenó el vaso.
—No es ninguna molestia. Tengo los papeles en la oficina.
Él se encogió de hombros mientras daba un trago.
Ella necesitaba alejarse de allí; de él. Pero no había dado tres pasos cuando se dio cuenta de que iba detrás de ella.
—¿Un dormitorio y un baño? —preguntó él.
—Sí. Mi dormitorio sirve también de oficina —dijo ella mientras entraba en la habitación, agradeciendo que se quedara en la puerta.
Él recorrió la habitación con la mirada, desde el ventilador del techo hasta la ventana con vistas u la pradera. Apenas miró a la cama de matrimonio del otro extremo.
Sara abrió un cajón: no recordaba dónde había puesto los recibos.
—Puede poner la cantidad que considere por los postes —dijo ella.
Mientras abría un tercer cajón, él entró en la habitación.
El porqué un hombre con una camiseta arrugada, con los pantalones llenos de polvo y la sombra de una barba incipiente resultaba tan apetecible era todo un misterio para ella.
—No acertó con la papelera —se inclinó sobre el suelo y, cuando se levantó, tenía la caja de píldoras en la mano.
Ella no tuvo que verse la cara para saber que estaba roja como un tomate. Sus mejillas se encendieron aún más al ver que él sabía lo que tenía en la mano. Se la quitó y la tiró a la papelera.
—Tendré que buscar el recibo más tarde. Mañana.
—No lo necesito.
«Fuera de aquí, loco, antes de que te bese».
Se paró delante de él, sin poder moverse; pero el viejo Rayo vino a rescatarla, relinchando para pedir su comida. Aquello le dio una excusa para dejar a Keith.
—Voy a darle de comer a los caballos.
—La ayudaré.
—Yo puedo hacerlo sola —dijo ella mientras caminaba hacia la puerta.
Él dejó el vaso en la mesa del comedor y la siguió.
—Dos pueden hacerlo más rápido.
Fuera, él se sentó en el porche para ponerse las botas.
Ella se aseguró de que no iban muy cerca el uno del otro mientras se dirigían al picadero. Ella agarró a Rayo y él a Sombra y el resto de los animales los siguieron.
Cuando llegaron al prado, Sara se dirigió hacia el tractor que previamente había preparado con la comida. Mientras ella conducía, Keith se subió a la excavadora y la llevó al camión.
Sara acabó de darle de comer a los caballos y llevó el tractor al almacén. Keith había acabado de asegurar la maquina al camión y en cualquier segundo se marcharía de allí.
Pero no se marchó. Se dirigía hacia ella. Cada vez estaba más cerca.
—Acerca del establo —dijo al llegar a su altura—. He hablado con el que me vende el hormigón; me ha dicho que puede venir a hacer los cimientos cuando quiera.
—Gracias por preocuparse —le dijo ella.
Él seguía allí de pie sin moverse.
—Si vamos a trabajar juntos, puedes tutearme.
—De acuerdo.
—¿Puedo llamarte por tu nombre? —preguntó él.
Ella asintió.
—Si necesitas que te ponga cemento en algún otro sitio, sólo tienes que decirlo.
A ella le habría gustado decirle que no necesitaba nada más; que podía marcharse.
—No me vendría mal un suelo de cemento en el almacén. Así todo estaría más limpio.
Él asintió.
—¿Por qué haces esto?
Él se encogió de hombros.
—Porque puedo. Porque es algo que sé hacer.
Algo en sus ojos hizo que se le encogiera el corazón.
—Gracias —le dijo—. Por tu trabajo y por encargarte de Grace.
Él apretó la mandíbula.
—Hasta mañana —dijo dándose la vuelta.
—Keith…
Él se giró al escuchar su nombre en sus labios.
—Si hay algo que puedas decirme sobre Grace…
—Se acabaron las preguntas —dijo él con un tono frío—. No quiero hablar del pasado —después se giró y, sin decir nada más, se marchó.