Capítulo 9

Con las manos de Keith sobre ella, su boca sobre la suya, Sara estaba aterrada y, a la vez, invadida por sensaciones totalmente desconocidas. Sabía que debería haberlo dejado alejarse cuando él se ofreció, pero su necesidad habló por ella, invitándolo con un susurro, casi suplicándole que la tocara.

¿Qué daño podía hacerle un beso? Un beso de verdad, con la lengua en su boca, sólo un poco de Keith dentro de ella. Necesitaba que ese pequeño fragmento de él suavizara la soledad constante de su alma, el temor persistente que la perseguía como una sombra.

Cuando él intentó introducir la lengua, ella abrió la boca, dejando escapar un suspiro de placer. Él no utilizó la misma fuerza de Víctor. En lugar de eso, Keith se tomó su tiempo besándola con una suavidad y una ternura que arrancó un gemido de su garganta.

Sin dejar de besarlo, buscó el cinturón de seguridad y lo soltó para poder acercarse más a él. Él la agarró y la sentó sobre sus piernas. Ella sintió su rigidez contra su pierna y luchó contra el impulso de poner su mano allí. En lugar de eso, la deslizó alrededor de su cuello, manteniéndolo tan cerca de ella como pudo.

Él jugueteó con su lengua dentro de su boca, con amabilidad y placer, como si tuviera todo el tiempo del mundo. La tensión de sus brazos alrededor de ella hablaba de pasión contenida. El hecho de que le pudiera controlar ese calor, atemperar su necesidad en lugar de abalanzarse sobre ella desesperado era toda una revelación. Aquello derribó otro muro dentro de ella, dejándola mucho más vulnerable.

Aquello hizo que la excitación de ella creciera y se sintió como si fuera a estallar dentro de su propia piel. Cuando él le sacó la camiseta de los vaqueros, sintió miedo, sin embargo el contacto de sus dedos contra su piel hizo que se desvaneciera inmediatamente. La recorrió con la yema de los dedos, con suavidad, avanzando lentamente hacia arriba. Entonces recordó la mano de Víctor, la fuerza con la que siempre le apretaba el pecho, sin hacerle daño; pero nunca, con ternura. Si Keith hiciera lo mismo, si cerraba su mano sobre ella demasiado fuerte… pero la caricia fue muy suave, apenas un roce por encima del sujetador y el placer hizo que un gemido escapara de lo más profundo de su ser. El corazón le golpeaba con tanta fuerza en los oídos que le parecía estar vibrando.

Cuando él introdujo el dedo por debajo del sujetador para rozar su pezón, ella echó la cabeza hacia atrás y se sintió muy débil y llena de energía al mismo tiempo. Él le recorrió el cuello con la boca dejando una estela de fuego.

Era imposible permanecer quietos. Ella se movía, apretando sus caderas contra su excitación. Él dejó escapar un gemido y se quedó quieto, rígido. El aire salía y entraba de sus pulmones a toda velocidad.

—Tenemos dos elecciones —dijo con la voz ronca—: o nos vamos al hotel y acabamos esto o lo dejamos.

Sara sintió como si le echara un cubo de agua fría por la cabeza. Sintió que la cara se le encendía por la vergüenza y se levantó con cuidado de su regazo.

—Será mejor que nos vayamos —dijo ella cuando logró hablar.

A él le costó encontrar la llave del contacto.

—¿Y la cena? —el motor rugió al poner el coche en marcha.

Sólo pensar en comer le revolvía el estómago.

—¿Podemos ir a algún sitio a comprar algo? Preferiría comer en mi habitación.

Lo miró de reojo. Estaba tan tieso que podía haber sido una estatua de granito. Pero no de la piedra fría del invierno, sino de la piedra caliente por el sol de verano.

Intentó olvidar los últimos minutos mientras él volvía a la autopista. Ni siquiera tuvieron que bajarse del coche para recoger unas hamburguesas y ella sólo tuvo que hablar con él para decirle lo que quería, después se volvió a hundir en su silencio.

En el hostal, subieron las escaleras juntos, cada uno con su bolsa de la compra y una bolsa con la comida. Él insistió en acompañarla a su habitación.

Cuando ella fue a abrir la puerta, se le cayó una bolsa de la mano. Con impaciencia, él se agachó a recogerla.

Cuando ella abrió, él la siguió y dejó la bolsa en una mesa pequeña. Ella dejó su bolso encima de la cama, manteniendo una gran distancia entre los dos.

El deseo de correr hacia él y sentir sus brazos alrededor de su cuerpo creció dentro de ella. Pensó que el corazón le iba a salir del pecho. Su mandíbula fuerte, sus ojos azules intensos, la suavidad de su beso… quería tenerlo todo de nuevo.

Pero se quedó donde estaba, incluso cuando él permaneció inmóvil bajo la puerta. Debería haberle dicho que se fuera, que estaba cansada y que quería acostarse. Pero la verdad era que si se metía bajo las sábanas, soñaría con él, con su cuerpo fuerte al lado de ella.

Él dio un paso, sólo uno y ella pensó que se iba a acercar. Pero entonces, se giró y caminó hacia la puerta. Mientras retrocedía, ella sintió un terrible dolor en el pecho.

Casi había cerrado la puerta cuando volvió a abrirla. Con la mano en el picaporte la miró a los ojos. Su expresión era fiera.

—Tú lo pediste —dijo él.

Ella sintió que se volvía a poner colorada.

—Lo sé.

—No vuelvas a pedirlo —las palabras eran cortantes—, por favor.

Después cerró la puerta y el sonido retumbó dentro de ella.

En lo más profundo de su corazón, quería llamarlo y decirle que volviera. Pero no podía ser.

Sintiéndose a salvo, caminó hacia la mesa donde Keith había dejado la comida y la tiró a la basura.

El día siguiente comenzó de manera muy extraña. Los dos sentados en el restaurante desayunando sin decirse una palabra.

Al menos, durante la visita del veterinario, tenía algo en lo que pensar, algo con lo que distraer su atención y olvidarse de los besos de Keith. Keith se quedó en el coche y cuando ella cometió el error de mirarlo, pensó que se iba a derretir bajo el calor de su mirada y tuvo que hacer un gran esfuerzo para volver a atender a lo que le estaban diciendo.

El pony estaba muy bien para su edad. El veterinario le hizo un chequeo y le escribió unas recomendaciones para que el caballo estuviera bien cuidado.

Al final, ella le extendió un cheque al veterinario y otro al vendedor y se llevó el caballo al trailer.

El animal entró sin ningún problema y ella salió y, con la ayuda de Keith, cerró la compuerta.

Antes de partir, Elisabeth fue a despedirse del animal. Sara la llamó y le dio la dirección y el número de teléfono de Corazones Rescatados, invitándola a visitarlos. Aquello pareció calmar las lágrimas de la niña.

La vuelta a Hart Valley se le hizo interminable; no tanto por el peso que llevaban detrás como por el silencio entre los dos.

La yegua era tranquila y llegaron al rancho sin ningún incidente. Al llegar, el animal saludó a los otros caballos y, cuando Sara la dejó en la pista cubierta, dio un par de vueltas al galope, con la cola en alto.

—Gracias por tu amabilidad.

Él asintió.

—Es la hora de comer. Si quieres…

—No. No es una buena idea.

—Hasta el lunes entonces.

Él arrancó el motor y se dirigió hacia la salida.

Ella permaneció allí hasta que dejó de oír el motor del coche, hasta que la nube de polvo desapareció. Después alejó sus pensamientos de Keith y se centró de nuevo en los caballos.

La semana siguiente pareció discurrir muy lenta. Como si Sara tuviera que cargar con la tensión que había entre Keith y ella. Las conversaciones entre ellos eran mínimas y siempre eran de trabajo. Las pocas veces que ella había levantado la cabeza para mirarlo, él estaba ocupado.

La mayoría de los días solía llegar con Brandon. El joven servía de pantalla entre Keith y ella y era la excusa perfecta para evitar cualquier contacto personal entre los dos. No le parecía mal porque cualquier privacidad entre los dos podía llevarlos a cometer otro error.

El jueves, tuvo suficientes distracciones. Aunque había conseguido persuadir a Grace de que montara a Perla en lugar de a Rayo, la niña se había encerrado más en sí misma. Sara le había propuesto a Jameson que le permitiera quedarse otra semana, pero cuando él le había preguntado si serviría de algo, no había podido responderle. Parecía que la niña estaba contenta entre los caballos, pero los utilizaba para aislarse y no para participar con los demás.

Las clases habían acabado y a los niños los habían ido a recoger sus padres. Ya sólo quedaba Grace. Sara incluso había enviado a Dani a casa y los padres de Branden habían pasado a recogerlo.

Keith ya había acabado con el abrevadero y del establo sólo le faltaban un par de paneles.

Grace estuvo ayudando a Sara a colocar el almacén. Sara miró por la ventana y vio que Keith estaba recogiendo el equipo. Llamó a la niña y corrió a su lado.

—Vamos a ver a Keith, cariño —le dijo, ofreciéndole la mano.

Grace le agarró la mano con una sonrisa tímida. Al menos, eso era un progreso. Todavía no había dicho ni una palabra, pero sonreía de vez en cuando.

Todavía estaban a mitad de camino cuando Grace la soltó y corrió hacia Keith. Llevaba una caja de herramientas en una mano y un cordón enrollado al hombro, pero se agachó para darle a la niña un abrazo.

Sara paró a unos metros de él.

—¿Podemos ayudarte con algo?

Él se incorporó.

—He dejado mi botella de agua. Todo lo demás puede esperar.

Antes de que nadie le dijera nada, Grace corrió para ir a buscarla. Aquello le daba a Sara unos segundos a solas con Keith.

—Hay una merienda el sábado en el parque —dijo rápidamente—. Para todos los niños de los campamentos y sus padres. Me gustaría que vinieras.

A él le hubiera gustado decir que no, ella lo podía notar en su cara. Pero miró hacia Grace mientras se acercaba a ellos caminando contenta con la botella en las manos.

—¿Va Grace?

—Y Alicia.

Él dejó escapar un suspiro.

—Lo pensaré. Ya te diré algo.

—De acuerdo.

Continuaron hacia el aparcamiento juntos. Keith ayudó a Grace a subirse al camión, pero antes de subir él, Sara lo paró.

—He estado intentando buscar una forma de hablar contigo de esto…

—¿De la merienda?

—Del viernes por la noche. Del beso.

Él meneó la cabeza.

—Aquello fue mucho más que un beso.

Ella sintió que se derretía al recordarlo.

—Fue un error.

Él no dijo nada, no hizo ningún gesto. Se subió al camión y arrancó el motor.

—Tengo que llevar a Grace a casa de Linda.

Subió la ventanilla y retrocedió, saliendo entre una nube de polvo. Una suave brisa agitó las partículas y las envió hacia la pradera. Ella deseó poder volar lejos con ellas, desaparecer del mundo como siempre había deseado de pequeña.

Pero su mundo de ahora era muy diferente al de los siete años que había vivido con su padre después de la muerte de su madre. Ahora tenía un trabajo que le gustaba, amigos y gente a la que le importaba.

Y también estaba Keith. ¿Y si pudiera confiar en él? ¿Y si pudiera dejar que la besara, que pusiera sus manos sobre su cuerpo y sentir crecer dentro de ella el deseo sin tener que enfrentarse al miedo?

¿Y si él pudiera curarla? ¿Y si él pudiera limpiar todo el terror de una vez por todas?

Él había estado a punto de darle placer sin miedo. Las pocas veces que se habían besado, había sido tierno, amable y había parado en el momento que ella lo había pedido.

Sintió ganas de llamarlo, pero aquello era una locura. Keith era su fantasía.

Cuando se quedó dormida, soñó con que su padre la perseguía y ella podía oír su aliento cada vez más alto, cada vez más cerca. Con los dedos le rozaba el hombro mientras le decía: «te atraparé».

Por la mañana, el sueño cambió. Delante de ella había una luz que le mostraba una puerta que nunca antes había visto. De alguna manera sabía que detrás estaría a salvo. Apuró el paso y corrió hacia aquel santuario, cuando traspasó el umbral, Keith la esperaba con los brazos abiertos.