Capítulo 6

Mientras trabajaba en el cercado del prado, Keith intentó convencerse de que no se sentía decepcionado por la ausencia de Sara. Se dijo que así era mejor; sobre todo después del error tan monumental que había cometido el viernes por la tarde. Habría resultado incómodo y embarazoso para los dos.

Era mucho mejor tener al joven Branden Walker ayudándolo. El muchacho de catorce años era hijo del sheriff Gabe Walker y era muy responsable.

Brandon acababa de volver a la vida de Gabe. Por fin se habían encontrado el uno al otro después de diez años de separación forzada al haber sido raptado por su madre.

Keith se alegraba de poder ayudar al muchacho a conseguir unos dólares para el verano.

Sin embargo, por mucho que intentaba convencerse de que así era mejor, no dejaba de mirar hacia la entrada y de pensar en ella constantemente.

Por muy estúpido que pareciera, para un sábado, mucho después de que Gabe hubiera ido a recoger a Brandon, él seguía allí, esperando verla llegar para dar de comer a los caballos. Cuando su ayudante Dani llegó a las seis y le dijo que Sara se había ido fuera el fin de semana, se negó a admitir el dolor que crecía en su pecho.

Cargó las herramientas en la camioneta y se marchó.

No sabía lo que le había pasado el viernes. Había resistido toda la semana y había mantenido la distancia lo mejor que había podido. Se había mantenido centrado en el trabajo y eso que tenerla trabajando al lado no había ayudado mucho.

Pero cuando le abrió la puerta y vio la vulnerabilidad de su rostro, probablemente por la frustración de no haber progresado con Grace, sintió que no podía contenerse. Al principio, había pensado darle un abrazo, consolarla de esa manera. Pero, cuando la tocó, aquella necesidad se convirtió en deseo y se encontró besándola.

El domingo por la tarde ya tenían toda la valla colocada y sólo les quedaban dos cancelas. Brandon y él hicieron una pausa para tomarse un refresco. Cada vez que pasaba un coche, el corazón de Keith se aceleraba pensando que podría ser Sara; pero ninguno de ellos frenó a la entrada. Brandon le dio el último trago a su refresco.

—Sólo nos quedan dos cancelas. Seguro que acabamos hoy.

Pero Keith no quería terminar. Aquello significaba que no volvería a ver a Sara.

—¿Cuándo viene tu padre a recogerte?

—Dentro de unos quince o veinte minutos. Me va a llevar a Sacramento para comprarme un portátil —dijo el muchacho con una sonrisa y un brillo especial en la mirada—. Nunca he tenido un ordenador.

Sus pensamientos le pillaron por sorpresa. Christopher sólo tendría ocho años; demasiado pequeño para tener un ordenador para él solo. Pero Keith se habría encargado de que hubiera uno en casa para que su hijo pudiera utilizarlo para el colegio y, tal vez, para jugar un rato. Con sólo dos añitos había sido un niño brillante; seguro que le habría enseñado a utilizarlo.

—Sigamos con el trabajo —dijo Keith mientras se levantaba.

Pero el dolor no le abandonó mientras trabajaba. Siguió imaginándose que era Christopher, y no el hijo de Gabe, el que estaba ayudándolo, tan voluntarioso y tan dispuesto a aprender.

Cuando hubieran acabado, él habría llevado a su hijo a Sacramento y le habría comprado un ordenador.

Pero su arrogancia había destrozado ese sueño. Había estado tan embebido en su trabajo, con la atención en su último proyecto, que no le había dado importancia a la preocupación de Melissa. El problema también había sido el dinero porque su seguro médico apenas cubría lo básico. Se empeñó en que sólo era un virus; en que su hijo se pondría bien.

Lo habría dado todo, hasta su alma, si hubiera podido retractarse de sus palabras.

Gabe apareció justo cuando acababan de colocar la última portilla. El sheriff dejó su coche en el aparcamiento, se bajó y saludó con la mano.

Keith también lo saludó, pero no se movió; no se sentía muy sociable.

Brandon aplastó las latas de refrescos y las dejó en una bolsa donde habían ido dejando los restos.

—Ha sido un placer trabajar para usted, señor Delacroix. Si este verano sale alguna otra cosa…

—Te llamaré.

Brandon miró hacia su padre.

—¿Lo ayudo a recoger?

—Ya está todo. Mañana te enviaré un cheque.

—Gracias. Adiós —el muchacho se alejó corriendo hasta el coche. Antes de desaparecer, lo volvieron a saludar.

Y Keith se quedó solo.

Dejó las herramientas en la caja y lo llevó todo a la camioneta. Ya no quedaba nada que hacer. Ningún motivo para quedarse.

No quería enfrentarse a otra cena solo. Nunca le había gustado.

¡Dios!, deseaba que Sara volviera. No debería pensar en eso y mucho menos desearlo tanto. Pero si pudiera verla una vez más antes de marcharse, quizás pudiera calmar el dolor que sentía dentro.

Los cinco caballos estaban sueltos en la pradera y paseaban tranquilos comiendo lo poco que quedaba de la hierba de la primavera. El sexto caballo, un animal de color castaño con una gran estrella en la cabeza, permanecía quieto al lado de las zarzas. Keith vio que se inclinaba y forcejeaba un poco y, enseguida, volvía a quedarse quieto.

Caminó a través de la pista y salió por la cansilla del otro lado que daba a los pastos. Entonces se dio cuenta de que el caballo tenía la pata de atrás pillada con algo.

El caballo permanecía paciente, esperando a que fueran a rescatarlo. Cualquier caballo joven, habría intentado soltarse y probablemente se habría hecho más daño. Sin embargo, un caballo viejo como aquél comprendía que era mejor esperar a que llegara la ayuda de un humano.

Mientras Keith apartaba las zarzas para ver cuál era el problema, escuchó el ruido del motor de un coche y de las ruedas sobre la grava. Durante un momento, se olvidó del caballo; probablemente hasta se olvidó de su nombre mientras ella aparcaba al lado de la casa.

Debía haberlo visto en el prado al lado del caballo porque en cuanto el motor paró, la vio acercarse corriendo. Con pantalones cortos y una camiseta; tenía un aspecto tan jugoso como las moras que tenía detrás de él.

En cuanto llegó lo suficientemente cerca le gritó:

—¿Está bien Indio?

Él luchó para que le saliera la voz.

—Bien. Tiene la pata atrapada.

La mirada de ella al acercarse era extraña.

—Qué bien que estuvieras aquí.

Necesitaba alargar la mano, tocarla.

—No creo que lleve aquí mucho tiempo.

Ella lo rodeó y él contuvo el aliento, aspirando su aroma, luchando por mantener las imágenes sensuales fuera de su cabeza.

Ella se colocó en la parte de atrás del caballo para mirar qué tal estaba.

—Tiene la pata entre un par de ramas, pero no se ha hecho daño. Probablemente estaba demasiado ocupado buscando hierba fresca y no se percató del peligro.

El caballo estaba entre los dos y Keith le acarició el cuello para tranquilizarlo. Aunque el animal estaba muy tranquilo, mascando la hierva a la que podía llegar. Keith no sabía qué podría pasar si la tuviera más cerca.

El caballo estaba muy bien entrenado y ni siquiera pestañeó cuando Sara apartó una de las ramas y le sacó la pata. Se alejó tan tranquilo.

Sin el caballo entre ellos, sólo tenía que dar un paso hacia ella para tocarla. Pero, en lugar de dar un paso hacia delante, dio un paso hacia atrás.

—Ya me iba.

Ella caminó a su lado hacia la verja.

—¿Tienes un minuto? —su expresión seguía siendo extraña.

Él estaba seguro de que no quería oír lo que ella tenía que contarle.

—Estoy bastante cansado —aunque no era del todo cierto ya que, a pesar del día tan duro, sólo con verla se había llenado de energía.

Ella abrió la puerta.

—Me gustaría invitarte a cenar.

Él no podía aceptar.

—Es un poco temprano para mí.

—Para mí también. Además, todavía tengo que deshacer la maleta, darme una ducha…

La imagen de Sara desnuda bajo el chorro de agua caliente invadió su mente. Se centró en cerrar la verja detrás de él, intentando apartar aquellas imágenes de su mente.

—¿De qué se trata?

Ella no respondió.

Él la miró mientras caminaban hacia la pista.

—Preferiría hablar de eso mientras cenamos.

En cualquier otra mujer, habría pensado que estaba intentando ligar con él, atraerlo. Sin embargo, ella mantenía el espacio entre los dos y siempre enviaba señales para que se apartara.

—Tengo muchas cosas que hacer en casa.

Continuaron en silencio hacia su camioneta. Él abrió la puerta y estaba a punto de subirse cuando sintió la mano de ella sobre su brazo.

—Keith, por favor. Tengo que hablar contigo —le pidió con una sonrisa que le llegó directamente al corazón—. ¿Quedamos en Nina?

Los domingos por la noche el café de Nina era el lugar donde se reunían todos para comentar los escándalos de la semana. Por nada del mundo quería formar parte del plato principal.

—¿Qué te parece Vicenzo en Marbleville?

—No he estado nunca, pero me parece bien. ¿A qué hora?

El intento calcular el tiempo que tardaría en recoger la casa, lavar los pastos, poner la lavadora…

—¿Quedamos en mi casa? —en cuanto lo dijo supo que era una mala idea.

—De acuerdo —dijo ella, dudando un poco—. Dime dónde es.

Él escribió la dirección y el teléfono en la libreta que utilizaba para hacer sus cálculos.

Mientras Sara se acercaba a casa de Keith sentía que cada vez estaba más nerviosa. Movió los hombros para intentar alejar la tensión que sentía. Había esperado que los dos días que había pasado con su hermana hubieran servido para olvidarse de todo; pero no lo había logrado. Su hermana había estado demasiado ocupada y había estado sola la mayor parte del tiempo.

Así que la escapada después del beso de Keith que debería haber supuesto un respiro y haberle dado perspectiva no había servido de mucho. La confusión todavía la paralizada y las preguntas se amontonaban en su cabeza y no la dejaban pensar con claridad. ¿Por qué la había besado? ¿Qué significaba? Y lo que era aún más intrigante: ¿por qué le había gustado tanto a ella?

El corazón le latía a toda velocidad al recordarlo. Decidió parar el coche un rato para tranquilizarse.

La casa blanca de tipo ranchero de Keith estaba al otro lado, en el siguiente cruce. Podía verla desde donde estaba a través de los árboles.

Se echó para atrás en el asiento y cerró los ojos.

Ella había pensado que Víctor habría destruido la posibilidad de encontrar placer en la caricia de un hombre o en sus besos. Otros hombres habían intentado romper el muro que la brutalidad de Víctor le había hecho levantar; hombres amables que no habían conseguido nada.

Abrió los ojos y miró a través de los árboles; estaba hecha un lío. Pensó en volverse a casa y llamarlo. Pero para él le resultaría muy fácil negarse por teléfono. Necesitaba que cooperara con ella, por el bien de Grace. La niña tenía problemas y necesitaba su ayuda así que tenía que superar sus miedos.

Volvió a arrancar el coche y continuó hacia la casa de Keith. Las manos le sudaban un poco y se las secó en los pantalones de color beige que llevaba. Con el calor que hacía, se habría puesto unos pantalones cortos encantada; pero quería tener un aspecto lo más profesional posible. Porque aquélla era un cita profesional.

Justo cuando apagó el contacto, él salió de la casa. Llevaba unos pantalones grises y una camiseta negra que le quedaba demasiado bien. Sara no quería salir del coche, estaba demasiado asustada y temía no poder mantenerse alejada de él. Pero estaba allí por Grace, se recordó para hacer acopio de valor.

Cuando abrió la puerta, él estaba al lado del coche y ella tuvo que deslizarse un poco hacia un lado para mantener la distancia. Cuando cerró la puerta, las manos le temblaban.

—Vamos —la invitó él señalando a la casa.

—Sé que estás cansado. Quizá fuera mejor que fuéramos directamente al restaurante —el gran porche de la casa era invitador con su barandilla de madera granate y su apetecible sombra. Aquella casa tenía todo lo que ella podía desear, pero que nunca había tenido. Desde las flores de la entrada a las amplias ventanas que probablemente inundaban de luz la vivienda.

—En realidad —cambió de postura inquieto—, he encontrado chili con carne en el congelador. Tengo una bolsa de pan de molde y he recogido unas fresas de un arbusto del camino.

Ella recordó que las había visto al pasar y sintió que se le hacia la boca agua. Pero compartir una comida con Keith en la intimidad de su casa…

—No quiero causarte molestias.

Él se pasó los dedos por el pelo.

—En realidad no me apetece ir al pueblo y el chili no está mal; lo hice hace un par de semanas.

En el porche también había un columpio para dos. Nunca se había sentado en uno y se imaginó lo bonito que sería ver la puesta de sol desde allí.

—¿Podemos comer en el porche?

Él la miró sorprendido.

—Claro.

—¿En el columpio?

—Me temo que va a estar un poco sucio.

—Yo puedo limpiarlo —era lo mínimo que podía hacer.

—De acuerdo. Te traeré agua y una esponja antes de ponerme a preparar la cena.

Comieron el silencio sentados en el porche mientras el sol se ponía. Sara, en el columpio y Keith, al lado de la barandilla. Ella se centró en la comida y en los colores del atardecer, con pocas ganas de hablar. Keith tampoco la presionó; quizás tampoco quisiera estropear el momento.

Después de cenar, fueron a fregar los platos a la cocina y a prepararse un té.

—¿De qué querías hablarme?

Por fin había llegado el momento.

—Es de Grace —admitió ella.

—No tengo nada más que decirte —le aseguró él.

Ella sospechaba que sabía más de lo que estaba dispuesto a contar, pero no quería presionarle.

—He hecho un par de llamadas. A Jameson y a la madre de Grace.

Él la miró extrañado.

—¿Y?

—Jameson está dispuesto a financiar que Grace venga al campamento un par de semanas más. Alicia está de acuerdo, pero no puede llevarla ni recogerla.

Él no dijo nada pero tenía un gran «no» escrito en la cara.

—Sé que eres una persona muy ocupada, que tienes un negocio que atender y que sería un inconveniente…

—La conveniencia es lo de menos —la interrumpió él.

—Si yo pudiera encontrar otra persona, lo haría —insistió ella—. Pero es una niña tan frágil. Y a ti te conoce. Hay una conexión entre vosotros.

—No es una buena idea, Sara.

Pero ella no pensaba darse por vencida.

—Quizá yo podría decirle a Jameson que te pagara…

—¡No necesito el dinero de Jameson! —las palabras salieron de su boca como disparos. Dejó caer los brazos y ella vio que tenía los puños apretados. Instintivamente, dio un paso hacia atrás.

Enseguida, él relajó las manos y se las metió en los bolsillos.

—No puedo.

—¿Porqué no?

Como no respondió, Sara se acercó a él y le tocó un brazo.

—Tiene que haber alguna forma…

En un instante, las manos de él estaban sobre sus hombros, cálidas y fuertes. Aquel gesto debería haberla atemorizado.

—No puedo —susurró él mientras cubría la boca de ella con la suya.