Capítulo 4

¿Y qué importaba si quería guardárselo para él? Mejor para ella. Cuanto menos supiera de él, menos lo consideraría como parte de su vida. Sólo le había preguntado porque tenía la esperanza de algún día pertenecer a algún lugar. Aunque sólo llevaba en Hart Valley ocho meses, había comenzado a pensar que aquél podía ser su hogar.

Una semana justo después a acabar sus estudios en la universidad, había tenido la suerte de encontrarse con el anuncio de Jameson O'Connel solicitando un director para el programa.

Jameson O'Connel se había mostrado sorprendido por sus resultados académicos y el hecho de que estuviera trabajando en un rancho cuando solicitó el puesto de directora fue la clave para que la admitiera.

Keith hacía un rato que se había marchado y los caballos estaban entretenidos con su comida.

Ahora era el momento para que ella se preparara la cena. Para comer se había tomado un yogur gigante y una manzana; había estado demasiado ocupada para comer más. Tendría que estar hambrienta, pero los acontecimientos del día le habían robado el apetito.

Quizá se preparara una ensalada y se pusiera a leer el periódico que tenía del fin de semana; apenas había tenido tiempo de abrir la primera página.

Se sentó en la mesa del comedor con una ensalada de lechuga, aceitunas, tomate y dados de queso aliñada con vinagre y aceite. También tenía un trozo de pan. Abrió el periódico con el bol de ensalada en la mano y la mente en Keith. A ella no le gustaba especialmente hablar de su vida, pero no podía evitar preguntarse qué le habría pasado a él para no querer hablar de la suya.

Se fue a la sección de deportes para ver qué estaba haciendo su equipo de baloncesto favorito. En la primera página, había una foto con una historia sobre un accidente de tres coches en una carrera. La multitud que miraba a la pista parecía sobrecogida.

El corazón se le paró. La imagen estaba borrosa y la cara no estaba muy clara… no podía ser él.

Él estaba muerto; muerto y enterrado. Ella había visto la esquela hacía cinco años.

No podían haberse equivocado con el cuerpo. Mizo un esfuerzo por recordar: habían mostrado su foto durante las noticias; aunque era una antigua pues su cuerpo había quedado calcinado y ella lo había reconocido.

Volvió a mirar a la fotografía.

Keith la había afectado tanto que no podía pensar con claridad. El hombre de la foto se parecía a su padre, pero podía ser cualquier persona.

El teléfono sonó y ella se levantó de un salto, tirando la silla al suelo. Estaba temblando, pero al ver el teléfono de su hermana en la pantalla, se tranquilizó.

—¿Qué tal? —dijo, intentando calmarse. Cerró el periódico. No pensaba asustar a su hermana con aquella idea loca.

—Estoy genial —dijo Ashley con su entusiasmo característico—. Ya he acabado los exámenes finales. Todavía me queda un proyecto para uno de los profesores, pero, en seguida estaré ahí para ayudarte.

—¿Sigues queriendo ser profesora? ¿No te has asustado después del primer año?

—Me encanta. Estoy deseando tener mi propia clase.

—¿Qué tal va tu vida social? —preguntó Sara. Ashley se rió.

—¿De qué vida social me hablas? ¿Qué tal todo por el rancho?

—Muy ocupados, pero genial.

Sara le habló de los niños y los caballos y de las dificultades con alguno de los padres; pero no le mencionó a Keith. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo era una persona que le estaba echando una mano en el rancho.

Cuando se despidió de su hermana, volvió a abrir el periódico. Según el artículo, el accidente había tenido lugar en el sur de California. A más de setecientos kilómetros de distancia; en un universo totalmente diferente al de Hart Valley.

Ashley y ella estaban a salvo.

Además, tenía otras cosas en las que pensar que en la muerte de un hombre malvado. En sus alumnos y sus progresos con el programa durante la semana, la salud y bienestar de los caballos mayores, conseguir dinero para Corazones Rescatados…

Tratar con Keith.

Arrugó el periódico y lo tiró a la basura.

Deseó poder librarse de sus emociones con tanta facilidad.

Había perdido el apetito por completo así que tiró la ensalada encima del periódico y se dirigió hacia la oficina. No le apetecía enfrentarse al montón de papeleo que tenía; pero aquello era mejor que enfrentarse a su soledad.

El jueves, Keith ya había acabado de rellenar los agujeros de los postes con cemento y había comenzado a colocar la alambrada.

Sara había hecho lo que había podido para ignorarlo; procurando darle la espalda mientras trabajaba con los niños. Si sin querer su pensamiento se dirigía hacia él, volvía a recuperarlo de inmediato.

El tema de Grace la mantenía bastante ocupada; estaba preocupada por su progreso porque la pequeña seguía sin hablar con el resto de los niños y permanecía impasible a la espera de que alguien le dijera qué hacer. No obstante, Sara la había visto emocionarse al llegar por las mañanas, deseando comenzar a trabajar y tenía la sensación de que los caballos eran lo único que le gustaba.

Hasta ahora había dejado a la niña a su ritmo, pero había llegado el momento de tomar la iniciativa. Si salía mal, quizá no consiguiera nada; si le salía bien, podría conseguir abrir una brecha para llegar a ella.

Colocó a los alumnos en grupos de tres; uno de sus ayudantes, había tomado el tercer lugar en el segundo grupo. Estaban en línea, unidos por los brazos. Grace estaba en centro entre Jeremy y Ryan. Todos estaban sonriendo a la espera de las Instrucciones de Sara. Todos menos Grace.

—La persona del centro es el cerebro —le dijo Sara a los niños—. Los que están a los lados son los músculos. Sólo el cerebro puedo hablar y dar instrucciones. Sólo los músculos pueden llevar a cabo las instrucciones.

Los niños se rieron.

—Hasta ahora os han ayudado con nuestros caballos; pero hoy debéis intentarlo solos. Pero recordad, el cerebro dice a los músculos lo que tienen que hacer y los músculos son los encargados de ejecutar las órdenes.

Grace se movió con los otros dos. Marisa, la niña de ocho años que hacía de cerebro del otro grupo, les dijo a los niños qué hacer en voz alta. Ya habían visto preparar a los caballos durante varios días; pero no era fácil explicar cómo debían colocar la silla encima del animal. Después de varios intentos, la silla acabó en su lugar.

El equipo de Grace seguía esperando. La niña miró fijamente a la silla, su rostro reflejaba la agonía que estaba sintiendo. Si hubiera tenido que hacerlo sola, no habría tenido ningún problema. Lo que no quería era hablar..

—Déjala —le dijo Keith con suavidad desde la puerta—. No sabes por lo que ha pasado.

—No; porque nadie me lo ha contado. ¿Te importaría informarme?

Él no respondió; pero ella tampoco había esperado que lo hiciera.

El grupo de Marisa ya había colocado las cinchas y ahora estaban peleándose con las bridas.

Grace seguía sin moverse.

Sara decidió que ya la había presionado bastante.

—Jeremy, cámbiate con Grace. Ahora tú eres el cerebro.

Grace respiró aliviada. Jeremy comenzó a dar instrucciones y Grace las siguió encantada.

Keith se giró y volvió sobre sus pasos, con los hombros tan rígidos como los de Grace. Sara sabía que compartían el mismo dolor; pero ninguno de los estaba dispuesto a compartirlo con ella lo cual la frustraba bastante.

Por supuesto no iba a enfadarse con Grace; sin embargo, con Keith…

Se aseguró de que sus ayudantes se encargaban de los niños y fue detrás de él. Acababa de llegar al cercado cuando ella lo alcanzó.

—¡Keith! —Lo llamó y esperó a que parara—. No puedes entrometerte en mis clases.

—Lo siento —dijo él reanudando su marcha hacia el prado.

Le hubiera gustado estrangularlo. Corrió y se puso a su lado.

—Vosotros dos tenéis una historia y sé que quieres guardártela para ti. No quiero meterme en tu vida; pero me gustaría poder ayudar a Grace…

—No sé nada —agarró un rollo y reanudó su trabajo—. Será mejor que te apartes —dijo mientras estiraba el alambre.

Ella sabía que estaba haciendo un gran esfuerzo al tener que tender toda aquella alambrada él solo.

—Si quieres puedo ayudarte cuando acabe las clases.

—Primero tengo que llevar a Grace.

—Tengo té helado en el frigorífico. Cuando vuelvas, nos lo podemos tomar antes de ponernos a trabajar.

Él no respondió.

Ryan la llamó para preguntarle qué tenían que hacer a continuación.

—Voy en un segundo.

Sus hombros anchos podrían haber estado hechos de acero.

—No lo sé.

Al principio, ella creyó que no sabía si quería su ayuda o no. Pero después, él dirigió la mirada hacia Grace.

—No sé por qué no quiere hablar.

—Vale —dijo ella con calma—. ¿Tenemos un plan para la valla?

—Claro. También me encantará tomarme un té.

Habían trabajado bien juntos; demasiado bien, pensó Keith mientras recogía las herramientas.

Había pensado tomarse el fin de semana libre para hacer algunas cosas en su casa. Pero quizás debería acabar allí y alejarse cuanto antes de Sara.

Cuando acabó de recoger, caminó hacia la casa y llamó a la puerta. Después, se sentó en el porche para quitarse las botas. Acababa de quitarse la segunda, cuando ella abrió.

Se había lavado un poco y olía a jabón. El pelo lo llevaba suelto.

—Sacaré el té aquí.

—Me gustaría lavarme primero —le dijo él.

—El baño es la puerta siguiente al dormitorio.

Fue una mala idea mirar a la habitación al pasar por la puerta. No pudo evitarlo. Vio que no había hecho la cama y pensó que así sería mucho más fácil meterse con ella dentro.

En el baño se refrescó la cara y el cuello con agua helada. El jabón que había en el lavabo olía a ella; otra dificultad, pero no le quedaba más remedio que usarlo. La toalla todavía estaba mojada y no pudo evitar volver a empaparse de su aroma al secarse.

Dios. Estaba hecho un lío. Debía marcharse de allí, a su casa, y pagarle a alguien para que acabara el trabajo; prefería quedarse sin el dinero que permanecer allí un minuto más.

Pero cuando salió del baño, vio a Sara en la cocina y supo que no se iba a marchar. Tampoco quería que nadie hiciera el trabajo por él; por muy estúpido que pareciera. Quería pasar ese par de días al lado de ella y no podía convencerse para dejarlo.

Cuando se acercó, ella le sonrió y le ofreció un vaso. La curva de sus labios era demasiado sugerente.

—Gracias.

Ella le pasó el azucarero y él agradeció que hubiera una barra de desayuno entre los dos.

—He cortado unas rodajas de limón, si quieres.

—Así está bien —probablemente puso demasiada azúcar en su té; pero le parecía mucho más seguro centrarse en la cuchara y en darle vueltas que en Sara—. Probablemente podré acabar la cerca durante el fin de semana. Así no tendré que venir la semana que viene.

¿Había sido decepción lo que había visto en su rostro o se lo había imaginado?

—Quizás no esté por aquí para ayudarte. Me paso los fines de semana haciendo recados.

La decepción que sintió él sí que fue real. Pero así sería mucho mejor.

—Yo puedo hacerlo solo. No tan bien como con ayuda; pero puedo arreglármelas —dejó el vaso sobre la encimera—. Ahora, me marcho.

Tomó aliento para tranquilizar la tensión que sentía en el vientre y se giró hacia la puerta. Delante de él tenía toda una noche solitaria, como siempre; pero aún le costaba acostumbrarse.

Escuchó las pisadas de ella detrás de él.

—Keith —su voz era suave.

Él se giró para mirarla. Si todo lo que tenía que decir era gracias, no creía que pudiera soportarlo. Quería mucho más de ella. Ni siquiera sabía qué.

—Grace…

—Tema zanjado —se dirigió hacia la puerta.

—Por favor, espera…

Él vio la expresión de súplica en su rostro.

—No he conseguido absolutamente nada. Necesito algo para llegar hasta ella.

—Es asunto de Alicia; no mío.

—Alicia me sugirió que hablara contigo.

Él sintió una furia repentina y apretó los puños.

—¿Qué te dijo?

Sara abrió mucho los ojos y dio un paso hacia atrás.

—Nada. Sólo pensó…

—Grace es hija de Alicia ¿Qué diablos voy a saber yo?

Pero sí sabía. Sabía demasiado.

Sara permaneció inmutable, con la barbilla levantada.

—No sé lo que sabes, pero necesito información. Por favor.

La cara seria de la niña le vino a la mente. La forma en que lo había abrazado el primer día, la confianza de su pobre corazón… ¿cómo podía abandonarla?

Él no pensaba hablarle de su vida. Pero quizá sí pudiera decirle unas cuantas cosas; lo que sabía de Grace sin involucrarse él. Quizá Sara pudiera encajar las piezas del rompecabezas que él mismo no podía resolver.

—¿Tienes planes para cenar? —preguntó él.

—Aparte de meter algo en el microondas, nada más.

La curva de su boca lo intrigó.

—No soy muy buena cocinera —confesó ella.

—¿Qué te parece el café de Nina? Podemos quedar allí dentro de una hora.

Ella movió la cabeza hacia un lado y su melena roja y suave le acarició el cuello.

—Eso sería maravilloso.

Más que maravilloso. Y completamente estúpido. Estaba a punto de meterse en un campo minado; un sitio donde había jurado que nunca volvería a entrar.

Sin embargo, no podía hacer nada para impedirlo.