Capítulo 10
Durante las semanas siguientes a aquella cena, el ambiente entre Andrea y Tom se tornó eléctrico, como si siempre estuviera a punto de estallar una tormenta entre ellos. Tom no volvió a tocarla y, siempre que le hablaba, lo hacía con educación, pero a Andrea siempre le parecía que su tono era urgente, como si se muriera por tomarla entre sus brazos. Por lo menos, eso era lo que le sucedía a ella. Jessie tampoco la distraída de sus pensamientos porque, de repente, la niña había decidido que le encantaba escribir y se pasaba horas y horas delante del ordenador inventando maravillosos cuentos.
Cuando Andrea le había comprado un libro de caligrafía, Jessie se había mostrado inesperadamente interesada, pues cada frase comenzaba con una letra que había que colorear.
A pesar de que sabía que la única manera de controlar la atracción sexual que sentía por Tom era irse de allí, cuando pensaba en lo mucho que quería a Jessie y en que no la iba a volver a ver, se ponía muy triste.
Sólo le quedaban dos semanas.
Con un nudo en la garganta, recogió los libros que habían utilizado para dar clase aquel día y dejó el salón organizado.
Jessie estaba en su habitación leyendo un cuento, tumbada en la cama boca abajo, con una camiseta de manga corta, algo que ya le parecía normal a pesar de la quemadura.
—Hola —le dijo.
A Andrea le entraron unas tremendas ganas de sentarse a su lado y abrazarla, pero se limitó a sonreír.
—Me voy a mi apartamento. Cuando hayas terminado, no te olvides de contar las páginas —le dijo Andrea.
Andrea había convencido a Tom de que premiara a Jessie por cada cien páginas leídas. Aquello había conseguido que la niña devorara libros.
Por suerte, la biblioteca pública de Marbleville estaba bien surtida.
—Muy bien —contestó la niña volviendo a la lectura.
Andrea volvió a entornar la puerta, dejándola tal y como la había encontrado. Sin poder evitarlo, su mirada se deslizó hacia la puerta de al lado, que era la habitación de Tom.
Hasta entonces, había conseguido controlarse y nunca había entrado, pues se había dicho que no tenía derecho a hacerlo.
Sin embargo, aquel día la curiosidad pudo con ella.
Suponiendo que Tom estuviera en las cuadras o en el picadero, se dijo que tendría tiempo de sobra para saciar su curiosidad.
Así que se acercó a la puerta de puntillas, sintiéndose como una adolescente que espía el vestuario de los chicos.
Una vez dentro, comprobó que, tal y como había imaginado, los muebles de la habitación de Tom eran prácticos.
Había un armario de roble, una cama gigante cubierta con una colcha vieja, dos mesillas a los lados, una lámpara en una de ellas y una radio despertador.
Lo suficiente para un hombre que se pasaba casi todo el día trabajando y no entre las cuatro paredes de su dormitorio.
Al mirar hacia el suelo, comprobó que había varios calcetines sin recoger y, sin poder evitarlo, los recogió con la intención de echarlos a lavar.
En un instante, se encontró cerrando la puerta del armario, que estaba abierta y estirando la colcha de la cama.
Al hacerlo, se dio cuenta de que tocar las pertenencias de Tom era algo tan íntimo como tocarlo a él.
De repente, se encontró imaginándoselo en aquella cama, desnudo, llamándola. Haciendo un gran esfuerzo, se apartó de la cama.
Al hacerlo, se fijó en que también había una vitrina y se preguntó qué habría en ella. Al acercarse, comprobó que se trataba de una colección de caballos de todos los colores y tamaños.
En aquel momento, oyó un ruido a sus espaldas y, al girarse, vio que era Tom.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó confuso.
—Perdón, no debería haber… estaba…
Tom miró a su alrededor.
—Me has recogido la habitación.
—Sólo un poco.
Tom asintió y Andrea no pudo evitar fijarse en que la entrepierna se le había abultado. El hecho de que se hubiera excitado al encontrarla en su dormitorio hizo que sintiera un escalofrío por la espalda.
Al instante, se puso en pie y se dijo que debía encontrar cualquier excusa, lo que fuera, para no abalanzarse a sus brazos y frotarse contra aquella protuberancia.
—¿Quieres que te limpie la habitación?
—No, gracias —contestó Tom.
—No me importa, de verdad —insistió Andrea—. Podría pasar un poco el polvo por las tardes, cuando haya terminado las clases con Jessie.
—No, gracias —repitió Tom.
—¿Prefieres por las mañanas? —preguntó Andrea, nerviosa.
—No deberías estar en mi habitación, Andy.
Lo había dicho con afecto, sin tensión y el hecho de que utilizara su diminutivo por primera vez hizo que Andrea se estremeciera.
Se moría por tocarlo, porque él la tocara, y no sabía si iba a ser capaz de pasar a su lado para salir de la habitación sin lanzarse a su cuello.
—¿Son tuyos los caballos? —preguntó para cambiar de tema.
—Eran de mi madre —contestó Tom.
—¿Los tienes para que juegue Jessie?
—Todavía es muy pequeña —contestó Tom arrodillándose junto a la vitrina—. Tenemos un trato. Le entregaré la colección cuando cumpla doce años, cuando sea lo suficientemente cuidadosa.
Andrea sintió por segunda vez que sus hombros se rozaban y sospechó que no había sido por casualidad. Cuando miró a Tom a los ojos, comprobó que estaba en lo cierto.
Tom estaba tan consumido como ella por la atracción.
—A veces, me parece que no ha sido una buena decisión —comentó Tom.
A Andrea le hubiera encantado poder hacerse la tonta, como si no supiera a lo que se refería, pero era imposible.
—No debemos.
—Eso decimos una y otra vez, pero…
Tom alargó el brazo y Andrea hubiera jurado que había sentido sus dedos en la mejilla, pero, entonces, Tom se puso en pie a toda velocidad y dio un paso atrás.
—Se ha roto el tractor y tengo que ir a Marbleville a por un recambio —anunció—. Venía a ducharme.
Andrea también se puso en pie.
—Jessie y yo ya hemos terminado las clases, y yo también me iba a mi apartamento para ducharme.
—Muy bien —contestó Tom, tirando de la camiseta hacia abajo para tapar su erección.
Andrea se dirigió hacia la puerta presa de la vergüenza.
—¿Andy?
—Dime…
—No sé si me estoy metiendo en camisa de once varas, pero… ¿te ha contado Jessie que mañana por la noche hay una subasta?
—Sí, me ha dicho que tu hermana las ha invitado a dormir a ella y a Sabrina en el hotel.
—¿Te gustaría ir conmigo? —Dijo Tom a toda velocidad, como un adolescente que invita a una chica por primera vez—. Antes de la subasta, hay una cena y después, un baile.
—Me encantaría ir contigo —contestó Andrea.
—Estupendo —exclamó Tom, visiblemente encantado.
Andrea también estaba feliz.
—Bueno, me voy, hasta luego —se despidió.
Y, dicho aquello, bajó las escaleras a toda velocidad. Le pareció que Tom la llamaba de nuevo, pero no le hizo caso.
Al llegar a la puerta principal, corrió por el porche y, atravesando el jardín, llegó a su apartamento.
Una vez a solas, intentó comprender su comportamiento.
Cuando había conocido a Richard tres años y medio antes, algo le había dicho que no era de confianza. Entonces, no se había fiado de su instinto y se había dicho que todo parecía normal, así que, el final, había cedido.
Transcurrido un tiempo, se había dado cuenta de que su instinto era más de fiar que su lógica.
Sin embargo, con Tom, por mucho que intentara escarbar sólo veía un hombre honrado con buenas intenciones, un hombre dispuesto a ayudar a los que quería.
Tom era un hombre al que sería muy fácil entregarse, al que sería muy fácil amar.
Andrea se tapó la cara con las manos.
No estaba enamorada de él.
No, claro que no. No podía ser.
No podía permitírselo.
Tom se metió en la ducha y permaneció un buen rato bajo el chorro de agua fría, intentando olvidarse de Andrea.
Desde el beso de las cuadras, había intentado no volver a tocarla, no volver a pensar en ella de aquella manera, pero le era imposible.
La necesitaba tanto como el aire que respiraba.
Dándose cuenta de que se le había hecho tarde porque había estado mucho tiempo en la ducha, se secó y se vistió. Se dijo que era porque no quería que le cerraran las tiendas, pero sabía que era porque quería volver a tiempo para cenar con Andrea.
La cena se había convertido en un momento muy especial en el que repasaban el día de cada uno y compartían maravillosas miradas.
Al recoger las monedas que tenía sobre la cómoda, se dio cuenta de que Andrea las había colocado por tamaños. Aquello le hizo sonreír.
Tal vez, debería haberse sentido irritado por la invasión, pero, de alguna manera, le había parecido que era lo más normal del mundo.
Aquello nunca le había ocurrido con Lori.
Antes de bajar las escaleras, se asomó a la habitación de su hija, que estaba tumbada en la cama, leyendo.
—Cariño, voy un momento a Marbleville —le dijo—. Si necesitas algo, Andrea está en su apartamento.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó la niña.
Era la primera vez en dos años que Jessie se ofrecía para acompañarlo a un recado. Aquello hizo que Tom se sintiera encantado.
—¿Y si te aburres?
—No será para tanto —contestó la niña, poniéndose las zapatillas.
Tom se preguntó si unos extraterrestres habrían secuestrado a su hija y le habrían dejado a otra en su lugar.
¿Tendría fiebre?
—Venga, vamos —contestó sonriente.
La niña salió corriendo escaleras abajo y abrió la puerta.
—¿Qué te parece si, a la vuelta, compramos una pizza para cenar?
—Me parece fantástico —contestó Tom—. Vamos a decirle a Andrea que nos vamos los dos y que no hace falta que prepare nada de cena.
—Ya voy yo —se ofreció Jessie.
Tom observó cómo su hija subía las escaleras del apartamento del capataz y hablaba con Andrea.
—Me ha dicho que hará una ensalada para acompañar a la pizza —le dijo Jessie al volver y subirse a la furgoneta—. Qué asco.
—Las verduras, la fruta y las hortalizas son muy importantes —le recordó su padre por enésima vez.
Jessie asintió.
—¿Te cae bien Andrea? —le preguntó al cabo de un rato.
—Sí, claro que me cae bien —contestó Tom—. Es una profesora maravillosa.
—No me refería a si te gusta como profesora sino a si te gusta de otra manera.
—¿Como amiga?
—Sí, bueno, no, más o menos.
Tom se dio cuenta exactamente hacia dónde iba aquella conversación y hubiera dado cualquier cosa para no tener que hablar de aquello con su hija porque, si ni siquiera él sabía lo que realmente sentía por Andrea, cómo se lo iba a explicar a Jessie.
—Andrea me gusta mucho, como amiga y como profesora.
Jessie se quedó pensativa durante un buen rato.
—¿Te gusta lo suficiente como para casarte con ella?
«Cuidado con lo que contesto», se dijo.
—La gente no se casa solamente porque se caiga bien.
—¿Nunca? —preguntó la niña, esperanzada.
Tras aparcar la furgoneta, Tom se giró hacia su hija.
—Jess, lo que Andrea y yo sentimos el uno por el otro no es lo mismo que sienten un hombre y una mujer que se casan —le explicó—. Andrea vive con nosotros porque es tu profesora y nos hemos hecho amigos, pero nada más.
Jessie desvió la mirada y apretó las mandíbulas. Tom esperaba que comenzara a gritar enfadada y cuando la vio llorar se sintió el peor padre del mundo.
Sin embargo, no podía fingir que quería a Andrea o que se quería casar con ella porque aquello hiciera feliz a su hija.
De hacerlo, estaría cometiendo el mismo error que había cometido con veintidós años, cuando se había casado con Lori dejándose llevar por una mera atracción sexual que él había confundido con amor.
—¿La has invitado a venir mañana a la subasta contigo?
Jessie se había pasado toda la semana intentando convencerle de que lo hiciera y, por fin, lo había conseguido.
—Sí, ha dicho que vendrá con nosotros.
—Querrás decir contigo. Yo voy con Sabrina —sonrió Jessie con picardía—. La has invitado a salir. Eso quiere decir que sois más que amigos.
¿Qué podía decir? Era mejor no decir nada. No quería mentirle a su hija y hacía tiempo que se había dado cuenta de que la relación que había entre Andrea y él no era sólo amistad.