Capítulo 7
En cuanto Tom entró en casa con las alforjas, lo asaltó el maravilloso olor de brownies recién hechos.
Sintiendo que la boca se le hacía agua, se imaginó a Andrea sacando los bizcochos del horno, girándose hacia él y sonriéndole con afecto.
Al entrar en la cocina y, mientras dejaba las alforjas sobre la mesa, comprobó que su fantasía no andaba muy desencaminada, pero en lugar de ser Andrea era Jessie la que estaba sacando con cuidado los bizcochos del horno.
Andrea estaba justo detrás de ella, vigilando el proceso. Cuando la niña vio entrar a su padre, se giró hacia él emocionada.
—¡Lo he hecho todo yo, papá! —exclamó—. ¿Has visto?
—Claro que sí, mi vida —contestó Tom acercándose a ella.
—¿Me puedo ir a cambiar para ir a montar a caballo? —le preguntó Jessie a Andrea.
—Claro, cariño —contestó Andrea—, Mientras tanto, yo limpio esto.
Jessie salió corriendo de la cocina y subió las escaleras a toda velocidad.
Andrea recogió los cuencos que habían utilizado y los dejó en el fregadero.
Tom agarró un trapo dispuesto a ayudarla a secar los utensilios. Lo cierto era que cualquier excusa era válida para estar a su lado.
Andrea llevaba el pelo recogido, como de costumbre, en una trenza, pero se le habían escapado algunos mechones.
Los vaqueros le sentaban de maravilla y la camiseta de tirantes dejaba al descubierto unos hombros hermosos cubiertos de pecas.
Al instante, Tom sintió el deseo de recorrer con la lengua aquellos lugares del color del chocolate.
Sin poder evitarlo, se quedó observando cómo Andrea metía los cuencos en agua jabonosa y le pareció que los movimientos de sus manos eran de lo más cautivadores.
¿Desde cuándo lavar los platos era un acto tan erótico?
—¿Cómo has conseguido que Jessie sacara los brownies del horno? —le preguntó a Andrea para intentar controlar su libido.
—La he sobornado —contestó ella.
Tom enarcó una ceja.
—Le he dicho que el primer brownie es para ella.
Tom terminó de secar un cuenco y lo guardó en su sitio.
—No me engañes. Tiene que haber algo más. A Jessie le da un miedo de muerte volverse a quemar.
—Llevamos varios días con esto. Empezamos con el homo apagado, le enseñé qué partes del homo son las que se calientan y cómo utilizar las manoplas de tela para protegerse —le explicó Andrea.
—¿Y eso?
—No sé, se le ocurrió a ella.
Andrea había conseguido otro milagro. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo sabía lo que Jessie necesitaba en cada momento? Tan sólo llevaba un par de semanas con ellos y ya conocía a su hija mejor que él.
Tom sonrió encantado.
—Bueno, ¿y tú estás preparada para salir a montar a caballo hoy? Vamos a estar fuera, por lo menos, dos horas.
—No te puedes imaginar lo que me apetece el paseo —contestó Andrea, secándose las manos.
En ese momento, oyeron que Jessie bajaba las escaleras corriendo.
—¿Podemos cortar ya el brownie? —preguntó entrando en la cocina.
—Todavía está un poco caliente, pero vamos a ver —contestó Andrea—. Agarra la bandeja y ponla en la encimera.
Jessie se puso las manoplas, agarró la bandeja con el bizcocho y la dejó sobre la encimera. A continuación, y bajo la supervisión de Andrea, lo cortó en cuadrados individuales.
—¿Me puedo tomar un trozo? —preguntó.
Andrea asintió y le sirvió un vaso de leche tras indicarle a Tom que sacara fruta y sándwiches del frigorífico.
Mientras lo hacía, Tom se preguntó qué se sentiría teniendo una compañera de vida con la que conectar emocionalmente además de físicamente.
Con Lori jamás había compartido aquello, así que no sabía lo que era.
Mientras ayudaba a Andrea a meter los sándwiches en las alforjas, se dio cuenta de que con una mujer como ella sería muy fácil.
Incluso para un hombre como él, que no buscaba compromisos.
Mientras metía los sándwiches, se encontró mirando a Andrea a los ojos e inmediatamente se estableció entre ellos una conexión.
Era obvio que los ojos y la boca de Andrea le pedían más, le pedían un contacto más profundo, y Tom tuvo que hacer un gran esfuerzo para separarse de ella y salir a buscar los caballos.
Mientras llevaba a Sonuvagun y a Sweetpea hacia la casa, se dio cuenta de que, hiciera lo que hiciera, la atracción que sentía por ella nunca desaparecía.
A veces, tenía la sensación de que no iba a ser capaz de soportar el tiempo que quedaba hasta que terminara el curso escolar.
Pero tenía que hacerlo, no se podía rendir. Andrea era diferente a todas las mujeres con las que había estado antes. Tom sentía que, para ella, el sexo sería algo más que un contacto físico.
Para ella, era el preludio de «para siempre» y «para siempre» con una mujer era lo último que él quería.
A Andrea le dolían el trasero y las piernas, pero le daba igual porque el paisaje por el que estaban paseando los tres era tan maravillosamente bonito que apenas se acordaba del dolor.
—¿Puedo trotar un poco? —preguntó Jessie.
—Sí, pero no te alejes mucho —contestó su padre.
La niña azuzó a Trixie y se adelantó a ellos.
Una vez a solas, Tom se acercó a Andrea. Lo tenía tan cerca que a Andrea le parecía sentir su pierna contra la suya. Si se pasara las riendas a la mano izquierda, podría acariciarle el brazo con la derecha.
¡Si estuviera tan loca como para hacerlo, claro!
Debía concentrarse en el paseo, en el sol que le daba en los hombros y en la belleza del entorno, pero no podía dejar de pensar en Tom.
Se moría por sentir sus manos en la espalda en lugar del sol, por tenerlas entre las piernas en lugar del caballo…
«¡Basta ya!», se dijo.
Las fantasías que tenía con Tom iban cada día un poco más allá y cada vez se hacían más reales y sexuales.
La atracción que sentía por él era tan fuerte que le daba la impresión de que todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo tintineaban llenas de energía.
Debía ignorarlo.
De no haber sido porque sabía que se caería, habría puesto a la yegua al galope para alejarse de él.
Menos mal que estaba Jessie.
—Esta niña ha nacido para estar todo el día montando a caballo —comentó Tom mirando a su hija.
Encantada de hablar de algo que la distrajera, Andrea se lanzó a la conversación.
—¿Desde hace cuánto tiempo monta?
—Desde que tenía dos años —rió Tom—. Me pidió que la subiera a Sweetpea. La montó sin silla, agarrándose a sus crines mientras yo le daba una vuelta lentamente por el picadero.
Andrea se dio cuenta de que, a pesar de que había intentado hablar de otra cosa, su atención seguía completamente concentrada en Tom y, sin darse cuenta, apretó ligeramente a la yegua con las piernas y el animal se puso a trotar.
Tom aceleró también un poco y volvió a situarse a su lado.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu pasión?
«Tú», pensó Andrea.
—Me gusta enseñar, leer, también coso un poco… —sonrió—. Llevo años intentando terminar un edredón de patchwork. A ver si lo termino aquí.
—¿Y viajar?
—Bueno, eso no hay ni que decirlo —contestó Andrea sin pensárselo dos veces.
Sin embargo, lo cierto era que la idea de irse cuando terminara el curso escolar hacía que se le formara un nudo en el estómago.
Al llegar a lo alto de una colina, vieron a Jessie, que se había bajado de su pony y estaba paseando un poco.
—¿Qué es lo que tanto te gusta? —preguntó Tom.
—¿De viajar?
Tom asintió.
—Me encanta conocer gente y sitios nuevos. Cada día es una aventura diferente —contestó Andrea, dándose cuenta de que su contestación había sido la típica sacada de un libro.
—¿Y no te da pena dejar a esa gente atrás?
Andrea se había convencido durante mucho tiempo de que no le importaba separarse de la gente que conocía durante sus viajes, pero pensar en dejar a Tom y a Jessie atrás no le resultaba tan fácil.
Volvió a poner a la yegua al trote, en esta ocasión voluntariamente, y deseó poder olvidar la pregunta que le había hecho Tom.
—Ya era hora —comentó Jessie cuando los vio aparecer—. Estoy muerta de hambre. ¿Por qué habéis tardado tanto?
Lo cierto era que sólo llevaba esperando cinco minutos, pero su padre sabía que eso para ella podía constituir toda una eternidad.
Tom desmontó y comenzó a desatar, sin perder de vista a Andrea, la manta que llevaba en la parte de atrás de la silla.
Andrea se bajó lentamente de la yegua. Tom sabía que debía de estar dolorida y sabía que al día siguiente las agujetas iban a ser tremendas.
Cuando volvieran al rancho, le daría una buena pomada y le aconsejaría que se diera un baño de agua caliente.
Al instante, se imaginó en la bañera con ella, acariciando su cuerpo para aliviar sus dolores.
—¿Dónde queréis que comamos? —preguntó Andrea.
—Aquí, bajo los árboles, que está llano y hay sombra —contestó Jessie.
Mientras Tom extendía la manta, Andrea fue sacando los sándwiches, los refrescos y los brownies, y los fue colocando sobre el improvisado mantel.
A continuación, todos se sentaron, apoyando la espalda en unas rocas. De nuevo, Andrea estaba tan cerca de él que le hacía perder la concentración.
—Andrea me estaba contando por qué le gusta tanto viajar —le dijo a Jessie para intentar pensar en otra cosa.
—Sí, me ha dicho que ha estado en ocho estados, papá —contestó la niña, dando buena cuenta de su sándwich de mantequilla de cacahuete con mermelada—. Ha estado en Disneylandia y en Disney World.
En ese momento, Andrea se distanció de Tom y se colocó de manera lateral con las piernas cruzadas hacia ellos.
Tom se preguntó si habría notado la atracción que sentía por ella y, por eso, se había distanciado. Lo último que quería era hacer que se sintiera incómoda.
—He vivido en Florida unos meses y en el sur de California casi un año —continuó Andrea.
—Entonces, supongo que tendrás amigos por allí —comentó Tom, probando el sándwich de jamón y queso que tenía entre las manos.
—Sí —contestó Andrea probando el suyo, que era de atún.
—¿Y mantienes el contacto con ellos? —quiso saber Tom.
—No, la verdad es que no —contestó Andrea—. Estamos todos demasiado ocupados.
Cuando Jessie alargó el brazo, después de haberse terminado el sándwich, para comerse un trozo de bizcocho, su padre se lo impidió.
—Primero, comete tres zanahorias —le dijo indicándole la bolsa de hortalizas que había en el centro de la manta.
Jessie arrugó la nariz, pero comprendió que no tenía más remedio que obedecer, así que eligió las tres zanahorias más pequeñas y se las comió rápidamente.
A continuación, se sirvió el trozo de brownie más grande y se relamió encantada. La verdad era que daba gusto verla disfrutar del bizcocho de chocolate.
—Esta ha sido la mejor comida del mundo —comentó tumbándose en la manta cuando hubo terminado el postre—. Menos las zanahorias —se corrigió.
Andrea se comió la mitad del sándwich de atún y guardó la otra mitad en plástico. A continuación, hizo exactamente lo mismo que Jessie: buscó las tres zanahorias más pequeñas que había en la bolsa.
Al darse cuenta de que Tom la estaba observando, se ruborizó y Tom no pudo evitar reírse.
—Sí, a mí tampoco me gustan mucho las zanahorias —admitió.
—A los caballos les encantan —comentó Tom.
Después, eligió dos zanahorias para él y le dio el resto de la bolsa a Jessie.
—Vete a dárselas.
La niña se puso en pie de un salto.
Tom y Andrea se quedaron mirándola mientras Jessie contaba cuántas zanahorias tenía, las dividía entre tres y hacía los respectivos montones.
—Va muy bien con las matemáticas —comentó Tom.
Andrea asintió.
—Cada día le gustan más. ¿Quieres un brownie?
Tom asintió y se quedó perplejo al ver que, al alargar el brazo para agarrar un pedazo de bizcocho, le temblaba la mano.
—¡Papá, tengo que… ya sabes! —gritó Jessie interrumpiendo sus pensamientos.
—Vete detrás de las rocas —le dijo su padre.
Andrea se puso en pie y comenzó a recoger y Tom la ayudó. Cuando hubieron terminado, se acuclilló y levantó el rostro. Tom, que estaba arrodillado, se dio cuenta de que, con sólo agachar la cabeza, podría besarla.
La tentación era realmente fuerte, pero, de nuevo, fue Andrea la que rompió el contacto poniéndose en pie.
—Jessie, ¿has terminado? —preguntó.
La niña no contestó.
—¿Jessie?
Nada.
—¡Jessie! —gritó Tom, rodeando las rocas seguido por Andrea.
—¿Dónde se habrá metido?
—¡Dios mío, espero que no haya entrado en la mina! —Se lamentó Tom—. Sabe que lo tiene prohibido, pero le encanta.
En ese momento, apareció Jessie.
—¿Dónde estabas? —le preguntó su padre enfadado.
—Me he ido un poco más allá —contestó la niña con mucha dignidad—. Las mujeres necesitamos intimidad para estas cosas.
Tom tomó aire para tranquilizarse. La niña tenía razón.
No había ido muy lejos, era imposible que le pasara nada, pero se sentía culpable por haber estado pendiente de besar a Andrea en lugar de vigilar a su hija.
—Nos vamos —anunció.
—No te preocupes, no le ha pasado nada —le dijo Andrea.
—Ya —sonrió Tom.
Sin embargo, cuando pensaba en lo que Lori estaba haciendo cuando Jessie se había quemado, le hervía la sangre en las venas.
Volvieron los tres junto a los caballos, recogieron las cosas y se dispusieron a emprender el camino de regreso.
—No sé si voy a poder subir yo sola —comentó Andrea.
Tom no tuvo más remedio que ayudarla, pero lo hizo a toda velocidad e intentando no pensar en que le estaba tocando.
—No sé si podré bajar, pero, por lo menos, llegaré a casa —sonrió Andrea.
Al instante, Tom sintió que el sentimiento de culpa desaparecía. Con sólo una sonrisa, aquella mujer era capaz de cambiar su estado de ánimo.
Aquello debería asustarlo, pero le hacía sentir el hombre más feliz del mundo.
Era más de medianoche cuando Andrea se despertó acalorada por un mal sueño. Al instante, hizo una mueca de disgusto pues le dolía todo el cuerpo.
Tras consultar la hora que era, comprobó que podía tomarse otros dos analgésicos. Tal vez, así, pudiera volver a dormir.
Por supuesto, si conseguía dejar de pensar en Tom.
En ese momento, oyó ruidos en el exterior, en las cuadras, y decidió salir a ver qué pasaba.
Al hacerlo, se encontró con Tom.