CAPÍTULO XIV

UNA PRINCESA MANDA

DOC Savage tenía dificultades con una mujer. Se trataba de Zehi, que se mostraba testaruda. No comprendía lo que pasaba. Doc no tenía dificultad alguna en hablar su idioma, pero ella no quería convencerse de la necesidad de poner aquella tableta blanca sobre la lengua.

Zehi estaba ansiosa porque Doc Savage escapase. Le sería fácil salir por donde había entrado. Zehi le enseñó incluso una larga estaca dentada que podía servirle de escala. Pero el gigante de bronce insistía para que se pusiera la tableta blanca en la lengua, diciéndole que era necesario para que salvara la vida finalmente. Zehi se encogió de hombros y obedeció. Era difícil discutir con aquel hombre que podía ser un dios más que un ser humano.

Un humo espeso les envolvió en la cueva de los muertos. De pronto quedó traspasado por una extraña luz. Zehi no había visto nunca una luz como aquella antes de entonces. No se movía como una antorcha. Era un rayo pálido y recto.

Aspiró el humo que se introducía por encima de la puerta de la cueva y explicó lo que era a Doc en el idioma del pueblo. Lo llamó por su nombre nativo, pero su descripción era la de una forma vaporizada de curare, el mortal veneno de la manigua que paraliza los pulmones y el cuerpo entero, hasta la muerte, del que lo respira.

Doc Savage asintió. Ya había identificado la naturaleza de aquel vapor. Se inclinó sobre Johnny y sus manos se movieron rápidamente. No contestó a las explicaciones que le daba Zehi y en cambio le hizo preguntas, inquiriendo el motivo del canto quejumbroso que subía detrás de la enorme puerta.

Zehi contestó, muy excitada, explicándole que era el canto del sacrificio. El iba a ser la víctima inmolada.

—Huye —suplicó—. Puedes salir por donde has entrado. Te enseñaré cómo.

Doc Savage no contestó. Alargó otra tableta de oxígeno para combatir el efecto del humo del veneno. Zehi la tomó distraída y siguió al hombre de bronce, que iba de un nicho a otro. Doc estudió uno tras otro todos los cadáveres verdosos y regresó al lado de Johnny.

Al lado del cuerpo del arqueólogo había dos grandes cajas. Las amazonas visitaron el último campamento de Johnny, se apoderaron de sus cajas de equipo y las pusieron en la tumba, con su cadáver. Doc abrió una de ellas y sacó un aparato de radio de onda corta, poniéndose el casco. El sabía que Hugo Parks usaba la onda corta para comunicarse.

De pronto se irguió y dijo a Zehi:

—El pueblo va a ser atacado. Tu tribu entera corre el riesgo de morir. Dime exactamente lo que va a ocurrirme.

Zehi habló rápidamente. Doc siguió inspeccionando las cajas de Johnny. Nuevamente, Zehi le suplicó que huyera.

El hombre de bronce no contestó. Había venido en busca de Johnny. Lo había hallado, pero no podía irse antes de haber hecho cuanto pudiera por el arqueólogo. Además otro motivo le impedía irse.

El pueblo iba a ser atacado. Los salvajes iban a matar y a capturar las mujeres. La vida de Doc estaba consagrada a la lucha contra la injusticia y no podía permanecer inactivo, dejando que los indígenas triunfaran.

—Irás al fuego del sacrificio —dijo Zehi con voz entrecortada—. Nada puede impedirlo una vez que han empezado el canto del sacrificio. ¡Morirás!

Zehi tosió súbitamente. Doc le entregó otra tableta de oxígeno. Era la última que le quedaba. Aspiró largamente al terminarse la tableta que tenía en la boca y no volvió a respirar. Poseía la asombrosa habilidad de estarse largos minutos sin respirar, pero hay un límite, aun a las fuerzas del cuerpo más robusto.

Doc Savage se inclinó sobre Johnny. Sus labios se acercaron a la cabeza de éste como si se despidiese de él; luego dos cosas ocurrieron simultáneamente.

Doc Savage se tambaleó y llevóse las manos a la garganta. La puerta de la cueva de los muertos se abrió con violencia. Las amazonas estaban en la entrada, amenazadoras, con las lanzas al aire. Doc Savage yacía en el suelo, inanimado.

—¡El veneno le ha vencido! —murmuró Zehi—. ¡Me... me ha dado algo para salvarme!

Zehi se ruborizó y bajó los ojos, preguntándose si ella también sería sacrificada por fraternizar con un hombre, aunque las acciones de éste se pareciesen a las de un dios.

Una leve brisa limpió el humo de la cueva. Las mujeres guerreras se echaron atrás abriendo un camino. De no haber tenido los ojos cerrados, Doc Savage habría presenciado una aparición que le habría impresionado a pesar de su habitual indiferencia.

La hermosura es una cosa relativa, pero la mujer que entró en la cueva era indudablemente bella entre todas. La pluma que llevaba en el cabello había costado la vida a un ave del paraíso. El fino perfil que se dibujaba debajo habría podido servir de modelo para acuñar la moneda de cualquier nación.

Sus ojos estaban muy separados uno del otro, fríos y de mirar directo. Sus labios no necesitaban afeites. Eran rojos y carnosos y su boca grande, pero firme. La simetría de su cuerpo era aparente. Su andar era armonioso y elegante. Zehi se postró delante de la amazona.

—¡Princesa Molah! —gimió—. ¡Si él muere, entrégame también a las llamas del fuego eterno!

La princesa Molah no miró siquiera a la postrada Zehi.

Encontró indicado, en ocasiones, pasar por alto cualquier interés que algunos miembros de su sexo demostraban por los hombres. La princesa se inclinó sobre el hombre de bronce y sus labios se fruncieron en una expresión de sorpresa.

Inconscientemente, la princesa Molah llevóse la mano a la pluma de su tocado. Quería cerciorarse que estaba recta. No había visto nunca a un hombre como Doc Savage, y seguía siendo mujer, aunque guerrera.

Las duras líneas de la disciplina se dibujaron alrededor de su boca. La tradición de siglos enteros no podía olvidarse.

—Llevadle al fuego del sacrificio —ordenó con voz baja y poderosa de contralto.

Unos cuantos hombres se deslizaron al interior de la cueva. Eran varones acobardados que parecían evitar constantemente algún golpe. Ocho de ellos cogieron la forma inerte del hombre de bronce y la llevaron a un cercado del acantilado.

La princesa Molah los seguía. La expresión de su rostro era particular, entre amarga y dudosa. Siguió al hombre de bronce a un altar erguido al lado de una ancha grieta. Un fuego ardía en el precipicio y la grieta no era más que la válvula de escape de gases naturales en combustión. Hay mucho petróleo en América del sur y también gas, pero para las amazonas se trataba de un fuego sagrado y eterno, puesto allí por los espíritus que guardaban la tribu. Las cosas no habían ido bien últimamente y los espíritus necesitaban ser aplacados.

La princesa Molah suspiró al ser colocado el hombre de bronce sobre el altar teñido de sangre, delante del precipicio. Se acercó maquinalmente al aumentar en fuerza el canto de las mujeres. Recogió un cuchillo de hoja curva y miró al fuego durante un momento.

Luego se volvió a Doc Savage y lentamente el cuchillo empezó a bajar.

Nadie vigilaba la puerta de la cueva de los muertos.

Fuera se quitaba la vida a alguien. En el interior de la cueva un muerto empezó a moverse. El matiz verdoso de la cara de William Harper Littlejohn empezó a palidecer. El arqueólogo se movió lentamente y sus párpados temblaron. Un tremendo estornudo concluyó en una frase:

—¡Quimérica fantasmagoría de un cerebro trastornado! —declaró Johnny, que para no variar empleaba palabritas de un palmo.

A continuación, Johnny se sentó. —Doc— murmuró —. ¿Cómo demonios ha podido...?

Johnny empezó a moverse. No tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí ni de cómo Doc podía haberse reunido con él, pero conocía el impulso post-hipnótico cuando lo sentía.

De un modo u otro, Doc Savage le había dado instrucciones explícitas. Johnny no tenía tiempo para preguntarse qué era lo que había ocurrido ni cómo parecía estar vivo, cuando creía estar muerto. Además, poco le importaba.

El arqueólogo corrió a las dos cajas de equipo que estaban al lado del tablón sobre el cual yacía. Johnny desconocía el camino que tomaba, pero sabía exactamente qué era lo que tenía que hacer y se llevó las cajas de equipo.

Cuando Johnny vio al hombre de bronce, desobedeció sus instrucciones, pues vio algo más de lo que Doc había visto.

Johnny empezó a gritar en maya. Era un idioma que pocos hombres del mundo civilizado conocían. Doc y sus ayudantes tuvieron conocimiento del maya muchos años antes, y detrás de su conocimiento estaba el secreto de la riqueza ilimitada del hombre de bronce, la fortuna que empleaba en su guerra contra la injusticia.

La princesa Molah se volvió con el cuchillo en la mano. Las palabras de Johnny habían sido comprendidas en la ciudad del acantilado.

—¡El lenguaje de los perdidos! —exclamó la princesa.

Varias cosas sucedieron entonces con gran rapidez.

Doc Savage se volvió lentamente. Una mano bronceada tiró un polvo sobre el fuego sagrado, cuyas llamas subieron a un centenar de pies o más al aire. Un espeso humo verde empezó a llenar el recinto del acantilado. Un grito de temor y asombro escapó de los labios de las mujeres. Doc lo había esperado, pero no así los otros gritos que hendieron el aire.

La vanguardia de los guerreros Herdotanos bajaba por las escalas. Desde donde yacía, Dos Savage no les había visto, pues la princesa Molah se interponía en su campo visual. Johnny había visto a los merodeadores que se descolgaban como arañas y por eso gritó.

Pero los demás gritos ahogaron sus palabras. Doc no comprendió lo que Johnny dijo. El hombre de bronce se puso de pie al empezar las lanzas a silbar por el aire. Las amazonas dieron pruebas de ser verdaderas guerreras y se abalanzaron sobre los Herdotanos que ponían píe a tierra en la base del acantilado.

El resto de los agresores no llegó nunca a destino. Las llamas que Doc pensó hacer brotar con otro fin, alcanzaron la parte superior del acantilado, quemando las escalas de cuerda de los Herdotanos como un soplete quemaría una telaraña.

Los hombres gritaron al faltarles su punto de apoyo. El cáñamo seco ardió con suma facilidad, cortándoles la retirada e impidiéndoles atacar. Doc Savage no tuvo intención de dar muerte, aun a los que proyectaron su asesinato, pero no pudo evitarlo.

Los que seguían arriba miraban el pueblo desde la meseta. Unos juramentos escaparon de sus labios. De pronto, se hizo el silencio. Un hombre gritó y se llevó las manos a los ojos, echando a correr rápidamente por el camino de la selva.

El rostro arrugado de Pterlodin, el brujo, tenía una expresión inconfundible de incredulidad. Sus ojillos parecían mayores, como si quisieran escapar de su fea cabezota.

Lo que veía eran muertos que resucitaban. Se fijó en el humo verde que subía, del suelo árido. En medio del humo, unas mujeres aparecieron, mujeres armadas de lanzas y dispuestas al ataque. Parecían todas mujeres que él, Pterlodin, sabía que habían muerto.

El brujo se estremeció. Luego, otro pensamiento pareció ocurrírsele, pensamiento que trajo una expresión de temor a su rostro. Corrió hacia la selva, encaminándose al cuartel general de Sleek Norton. Pterlodin creía saber cuál sería el paso que el gángster iba a dar.

En la ciudad del acantilado, Johnny estaba atareado. Trabajaba preparando una cajita negra, siguiendo instrucciones que Doc le había dado. Las mujeres estaban muy excitadas, pues el hombre de bronce había hecho saltar las llamas del fuego eterno, cosa sumamente extraña...

El fuego saltó y derrotó a sus enemigos. Las mujeres miraban en torno suyo con temor. Veían figuras de seres que, sin duda, debían estar muertos, víctimas de la muerte verde. Esos seres caminaban en medio del humo creado por el hombre de bronce.

Doc no había esperado la llegada de los guerreros Herdotanos tan rápidamente. Descubrió en la cueva de los muertos que Johnny, usando un lente telescópico, hizo un film de las amazonas durante sus trabajos de exploración. Se limitó a decir a Johnny que usara su proyector portátil para proyectar el film sobre el humo que Doc crearía.

El humo era verde. Las facciones de las personas representadas en el film no resultaban muy claras, y no parecía sino que eran víctimas de la muerte verde resucitadas.

La estratagema de Doc había hecho suficiente impresión sobre las mujeres para que le permitieran rechazar el ataque que él presentía. No resultó necesario, pero Johnny llevó a cabo las instrucciones recibidas.

Doc gritó unas órdenes a Johnny. Hablaba inglés y las mujeres no le comprendían. Johnny enchufó un ventilador portátil que usaba para limpiar de aire viciado las cuevas que visitaba en el transcurso de sus trabajos geológicos y el humo verdoso se disipó.

—Doc —gritó Johnny—. ¿Cómo me has reanimado? ¿Qué ha sucedido?

Estaba tan excitado, que por una vez no Se acordó de emplear palabras largas.

Johnny estaba dispuesto a hacerle pregunta tras pregunta; pero el hombre de bronce no tenía tiempo para contestarle. Las mujeres convergían hacia él. Parecían agradecidas, pero sus rostros expresaban algo más que gratitud... una sombría determinación.

La princesa Molah iba de una a otra de sus guerreras. Hablaba en voz tan baja, que Doc no la oía. Un escuadrón de mujeres se apoderó rápidamente de Johnny, le ató fuertemente y le metió en una especie de cámara abierta en la roca del acantilado.

—¡No se te hará daño alguno, hombre de bronce! Ve sin resistirte. La palabra de la princesa Molah es tu fianza.

Doc tuvo que andar bajo la amenaza de la punta de las lanzas. Habría podido escapar, e incluso libertar a Johnny, pero había varias cosas que deseaba saber antes de alejarse de la ciudad del acantilado, y sabía que el primer ataque de Sleek Norton no sería el último.

Deseaba saber cuáles eran los otros puntos vulnerables de la ciudad, pero el hombre de bronce no se daba cuenta de lo que le esperaba. Johnny fué el primero en dárselo a entender.

El geólogo se había puesto penosamente de pie y sacó la cabeza por la ventana cerrada. Una de las mujeres pasó delante y Johnny le preguntó qué era lo que pasaba. La mujer era Zehi y su expresión era de tristeza. Fué sin duda esa tristeza lo que la hizo confiar en el compañero del hombre de bronce. Se expresó con amargura.

Johnny estalló en una risa ruidosa y estuvo a punto de dejarse caer. La risa era desconocida entre las amazonas, que se volvieron curiosas. Johnny volvió a lanzar una sonora carcajada.

—¡Formidable acto de hospitalidad superamalgamada! —aulló—. ¡Estás listo, Doc! —gritó—. La muchacha te halla de su gusto. Me dicen que no saldremos ya de aquí. Eres el único varón que esa chica ha hallado digno de ser su esposo.

Johnny no podía contener la risa. Doc obraba casi siempre el mismo efecto sobre las mujeres; pero ninguna otra había tomado medidas tan decisivas como ésta.