CAPÍTULO II

EL CUMPLIMIENTO DE LA MALDICIÓN

LA historia empezó a saberse cuando tres hombres salieron de la manigua. El mundo se electrizó y horrorizó, además de mostrarse algo incrédulo. Las ropas de aquellos hombres caían en jirones. Tenían la cara y el cuerpo hinchados y rojos a consecuencia de numerosas mordeduras de insectos. Estaban hambrientos, casi muertos de hambre y sus costillas se contaban. Tenían los ojos desorbitados y el miedo estaba retratado en ellos, así como el dolor de los sufrimientos soportados.

Unos oficiales bondadosos les dieron alimentos, ropas y les prodigaron cuidados, según requería su estado. Poco a poco, la historia se supo.

Uno de ellos dijo que era Hugo Parks y habló en nombre de los tres. Parks era un hombrecito de cuerpo endeble, ahora más delgado que nunca. Pero su cabeza era enorme y daba al resto de su cuerpo el aspecto de un enano. Sus compañeros le llamaban «Sesos».

Parks declaró que ellos eran los únicos sobrevivientes de una expedición compuesta de veinte miembros. Penetraron en el Brasil por el Paraguay, encaminándose al temible sector de Matto Grosso, a la región llamada Infierno Verde.

Parks dijo que eran exploradores y, fuese lo que fuese lo que las autoridades pensaran, lo callaron.

Tras semanas de lucha, dijo Parks, penetraron en el sector del Infierno Verde hasta lugares que ningún otro hombre blanco había visitado.

¡Y hallaron una ciudad fabulosa, una ciudad perdida!

Los periódicos se apoderaron de la historia, que poseía el elemento de misterio que les gustaba. Y consultando sus archivos, hablaron de otros exploradores que intentaron penetrar en el distrito y cuya suerte no llegó a conocerse nunca.

El general P. H. Fawcett, conocido explorador británico, desapareció en 1925 con su hijo Jack y otro compañero. Ellos también penetraron en la salvaje manigua de Matto Crosso, buscando a una mítica Atlantis, una ciudad perdida y una raza olvidada. No se les volvió a ver nunca y algunos informes dijeron que habían muerto a manos de unos indios hostiles.

Luego estaba Paul Redforn, el aviador americano, a quien creían perdido en el mismo distrito. Más recientemente, hacía un año, otro aviador americano, Scotty Falcorn, desapareció en la selva virgen de Matto Grosso, buscando a Redforn.

Hugo Parks declaraba que la ciudad perdida existía y estaba habitada por una misteriosa tribu de indios blancos. ¡La guardaba una extraña y horrible muerte verde... muerte que dejaba a la víctima momificada y retorcida en su agonía!

Páginas enteras de publicidad llenaban los diarios. Unas ofertas fabulosas fueron hechas a los tres sobrevivientes por las primicias de sus relatos.

Parecían extrañamente indiferentes hasta el punto de resultar sospechosos, o así opinaron, por lo menos, las autoridades brasileñas, pues hubo dos o tres detalles que no llegaron hasta la Prensa.

Unos de ellos era que Parks llevaba una cajita de plomo y rehusaba dejar ver su interior, aunque juró solemnemente que no contenía tesoro de ninguna clase.

Otro detalle era un bultito que otro de los hombres llevaba. Tras el examen de este paquete se vio que contenía parte de una carta, una hebilla de cinturón y un reloj. Parks rehusó explicar lo que significaba.

El tercer punto no era tan misterioso, pero sí inusual. Al día siguiente de la llegada de la manigua, un Banco de Nueva York cablegrafió una carta de crédito a nombre de Parks. Llegó antes que su historia alcanzara el mundo exterior y su importe era muy elevado.

Después de sus primeras historias, los tres hombres se volvieron taciturnos. No parecían sentir deseos de contestar a ninguna clase de preguntas y estaban más temerosos que nunca. Se mostraban apenas corteses con los que les habían socorrido. Se les abrumó a preguntas y en el momento de partir para los Estados Unidos, Parks dejó caer su bomba.

Dijo misteriosamente que les habían dado el consejo de hablar tan poco como les fuese posible. Había, respecto a la ciudad perdida, algunas cosas de las que no habían hablado. Los salvajes les habían avisado... Una maldición seguiría sus palabras. Por deprisa y lejos que huyeran, la muerte les alcanzaría y Parks se estremecía al hablar de aquella amenaza.

¡Era la muerte verde!

Esto fué lo que el mundo se resistió a creer y algunos periódicos, enojados por habérseles negado más detalles, dieron a entender que aquellos hombres eran impostores, expresando incluso la duda que hubiesen llegado al sector del Infierno Verde.

Los que conocían la manigua brasileña no expresaron esas dudas. Aquellos hombres sabían demasiado respecto al país que decían haber visitado para que su historia fuera falsa.

Mientras la publicidad expiraba, los hombres desaparecieron. Alquilaron un aeroplano particular y levantaron el vuelo. Una semana después, pasaron por la Aduana de Miami y la tormenta de comentarios periodísticos estalló con vigor renovado.

Pues ahora se sabía que Parks llevaba una cajita de plomo y los vistas de Aduanas insistían en que la caja tenía que abrirse antes de que Parks pudiera penetrar en el país con ella.

El hombre de la enorme cabezota consintió de mala gana y los aduaneros no tardaron en preguntarse el por qué de tanto misterio. La caja estaba vacía; por lo menos, los aduaneros no hallaron nada en su interior.

Al día siguiente, los hombres se hallaban en Nueva York, donde los periódicos publicaban en grandes letras:

ТRIО HUYE DEL PELIGRO

MALDICIÓN DE LA MUERTE VERDE

El tono de aquellas historias era humorístico. Los tres exploradores rescatados se habían mostrado abiertamente hostiles a los periodistas, rehusando contestar a sus preguntas y evitando a los reporteros con gran habilidad. Los periodistas les pagaban con la misma moneda.

Las publicaciones más serias se referían a la conocida maldición de la tumba del Rey Tut, que se suponía reclamó la vida a muchos hombres relacionados con su descubrimiento y abertura. Unos escritores científicos hicieron resaltar que no había ninguna base substancial que sostuviera esas creencias, pero que existían de antiguo y que el miedo mataba a menudo allí donde no existía otro factor conocido.

Las revistas se burlaron del asunto, declarando que aquellos hombres deliraban probablemente al salir de la manigua, sufriendo horrendas privaciones y que contaron historias que, al no resistir un examen detenido, les impulsaron a refugiarse en el silencio.

No hubo contestación alguna por parte de Parks y de sus compañeros. Hallaron un escondrijo, pero se prepararon para ver inmediatamente a Doc Savage.

El hombre de más poderoso físico del trío fué escogido para la entrevista. Era alto y de mucho pecho. Sus ojos eran descoloridos y no traslucían emoción alguna. Parks le llamaba Frick.

Frick se empolvó las facciones muy curtidas por los trópicos. Eso lo hizo parecer pálido y fué el único disfraz que usó. Salió a la calle, encaminándose al alto rascacielos donde Doc Savage tenía sus oficinas.

No tuvo que averiguar su camino, pues había estado en Nueva York antes y todos los que visitaban la ciudad conocían a Doc Savage.

Frick pasó por delante del escaparate de una librería que anunciaba una nueva obra: Simplificación de averiguaciones atómicas por Clark Savage Junior Decía el título.

Un rótulo colocado al lado de una pila de libros decía:

«Leed la última obra de Clark Savage Junior, el hombre de ciencia, el explorador y el aventurero más famoso del mundo.»

Los ojos pálidos de Frick no cambiaron de expresión, pero su boca se contrajo curiosamente. Era del dominio público que Doc Savage era un hombre de ciencia famoso. Sabía medicina, meteorología e hidrodinámica. Junto con sus cinco ayudantes, cada uno de los cuales era perito en su especialidad. Doc era conocido en el mundo como uno de los más atrevidos enemigos del crimen.

Frick volvió una esquina y se acercó a un enorme rascacielos. De pronto, se paró con una mano crispada sobre el corazón. Una extraña expresión se pintó en sus facciones, expresión en la cual el asombro se mezclaba con el miedo.

Frick no vaciló más que un momento, luego se irguió y respiró más normalmente. Entró en el edificio.

—¡Piso ochenta y seis y dése prisa! —rezongó, hablando al muchacho del ascensor.

Este le miró con curiosidad y se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a ver hombres de extraño aspecto que pedían ser llevados inmediatamente al piso en el cual Doc Savage tenía instaladas sus oficinas.

Al abrirse con ruido metálico la puerta del ascensor en el piso ochenta y seis, Frick se tambaleó. Con dificultad salió al corredor. Sus pasos eran inseguros y con lentitud se acercó a una puerta que llevaba la mención: Clark Savage Junior.

No se veía tirador ni timbre alguno en la puerta. Los ojos descoloridos de Frick se cerraron a medias y se apoyó en la puerta.

Un instante después se irguió. Un hombre estaba de pie delante de él. Unas pilas fotoeléctricas habían avisado su llegada, abriendo la puerta. El hombre que se le enfrentaba no parecía ni muy alto ni corpulento.

Únicamente cuando se irguió, Frick se dio cuenta que era más fornido que él; pero tan proporcionado que no se notaba a primera vista su gran estatura.

Sus facciones tenían el color del bronce y su cabello peinado, muy pegado al cráneo, era casi del mismo matiz, aunque algo más claro. Su cara no tenía expresión alguna, pero sus ojos llamaron la atención de Frick. Eran unos ojos extraordinarios, en cuyas profundidades unos puntitos de oro se movían constantemente.

—Me... me encuentro débil —tartamudeó Frick. Se desplomó e intentó erguirse. Sus facciones cambiaron. El terror se pintó en ellas y nuevamente se llevó la mano al corazón.

—Me ha...

Su grito quedó ahogado y cayó de bruces.

Un sonido bajo, parecido a un trino, brotó en el corredor. Parecía emanar de todas partes en vez de un sitio determinado. Era un sonido inconsciente que Doc Savage emitía cuando estaba sorprendido.

Su visitante estaba muerto con una expresión de dolor y horror helada en el rostro. Este no estaba ya pálido, sino verde. El cuerpo entero de aquel hombre estaba verde y extrañamente retorcido, además de tieso como si estuviese petrificado.

La extraña maldición del Matto Grosso se había cumplido a miles de millas de distancia.