CAPÍTULO X

UNA DESGRACIA

LAS palabras de Doc tuvieron el efecto de un golpe tremendo. Ni Monk ni Ham dudaron un momento de la veracidad de la declaración del hombre de bronce y comprendieron cómo Doc había llegado a esa conclusión.

Las huellas dejadas por una persona viva dan siempre señales de transpiración, cosa doblemente de esperar en la manigua, cerca del Ecuador. En cambio, las huellas dejadas por la mano de Johnny no revelaban la menor señal de humedad.

Olvidaron de momento la amenaza de la voz que les había aconsejado huir, pero no tardaron en volver a la realidad.

—¡Doc Savage! Has tenido tiempo de pensarlo —dijo la voz ruda—. ¡Ve!

Una especie de gruñido sordo escapó de labios de Monk. Los ojillos del químico estaban inyectados de sangre. No era la primera vez que se parecía de un modo sorprendente al mono macho que Ham le acusaba ser. Sus largos brazos daban molinetes inconscientes.

Ham se apartó a un lado. El elegante abogado tenía los nervios en tensión. No cabía duda de que Johnny estaba muerto. Todo llevaba a esta conclusión, pero la nota era sumamente misteriosa y casi parecía un verdadero mensaje de un muerto. Semejante cosa no era probable y Ham deseaba investigar el asunto.

Se oyó un silbido y una luz brilló. Sus enemigos ocultos habían disparado una pistola Very. El claro entero estaba alumbrado como de día.

Doc y sus ayudantes resultaban unos blancos fáciles. Sin vacilar, Monk y Ham se dejaron caer de bruces.

El hombre de bronce fué el único que no se movió. Esperaba que sus enemigos obraran como lo hacían. Era lógico que así lo hicieran. A salvo en sus escondrijos de la manigua, podían acribillar a sus indefensas víctimas con las balas de sus ametralladoras sin correr el menor peligro.

De haberse hallado solo, Doc habría quizá intentado eludir las balas que sin duda vendrían si desobedecían la orden de huir, y habría buscado refugio, bajo los enormes árboles y entre los matorrales que abundaban a su alrededor.

Pero Monk y Ham le acompañaban. Les seria imposible a los tres ponerse a salvo. Uno u otro sería derribado. Era cierto que todos llevaban una cota de malla debajo de la ropa, pero la habilidad con que estuvo preparada la emboscada, indicaba que se las tenían con un adversario temible. Las ametralladoras les apuntarían, sin duda, a la cabeza.

—No nos queda más remedio que irnos —dijo Doc.

Hablaba más alto que de costumbre y su voz llegó fácilmente hasta los hombres ocultos en la manigua.

Monk gruñó fieramente. Le encendía el deseo de luchar, de poner las manos sobre los que se oponían a su paso, de desahogar su rabia por la muerte de Johnny sobre esos hombres que se les enfrentaban, poniendo trabas a sus pesquisas. Fué una de las raras veces en su vida en que Monk sintió deseos de desobedecer al hombre de bronce.

Se paró, sin embargo. Doc hablaba nuevamente, pero esta vez su voz era tan baja y contenida que Monk y Ham fueron los únicos en oír lo que decía. De todos modos, los hombres escondidos en la manigua no podían entenderlo, pues Doc usaba el antiguo idioma de los mayas.

—¿Podremos irnos sin ser molestados? —preguntó Doc en voz alta.

Una risa dura salió de la manigua. —Sube a tu aparato y márchate: no dispararemos un solo tiro— prometió.

El acento del que hablaba indicaba que preparaba alguna broma, secreta para todos menos para él.

Doc no pareció fijarse en ello. Se encaminó al autogiro, y subió al mismo. Monk y Ham le siguieron a regañadientes. La enorme hélice del autogiro empezó a dar vueltas con rapidez siempre creciente. El aparato se elevó lenta y verticalmente. Por encima del ruido de la hélice se oyó un grito de mujer, agudo y lleno de terror. —¡Cuidado, Doc Savage! Piensan... Calló como si una mano se hubiese puesto sobre su boca.

Doc tocó la palanca. Una gran hélice situada en la parte anterior del giro empezó a funcionar. El aparato dio materialmente un salto a un lado. Se hallaba tan sólo a una veintena de pies del suelo.

Al mismo tiempo se oyó una explosión terrible. Los árboles y arbustos saltaron por el aire. El suelo quedó removido a varios metros de distancia, como por la explosión de un obús al saltar las cargas enterradas en aquel lugar. Nuevas luces Very explotaron en el aire. No se veía el autogiro en ninguna parte.

El primer cohete luminoso atrajo la atención de Renny. El ingeniero estaba tendido de bruces con los ojos fijos en el telescopio de a bordo.

La nube artificial no era lo único que ocultaba al dirigible en la actualidad. También había verdaderas nubes, blancas y blandas que el telescopio especial de Doc atravesaba sin dificultad.

Renny lanzó un gruñido al ver el autogiro y las figuras de sus tres amigos en el campo, a sus pies. Se dio cuenta que ellos no habían disparado el cohete y que, en consecuencia, se hallaban en un mal paso.

Se levantó, se puso un paracaídas y se acercó a la barandilla, sintiendo la tentación de saltar.

Enseguida meneó la cabeza. Sus órdenes eran explícitas. Tenía que permanecer a bordo del dirigible, ocurriese lo que ocurriese. Sin la enorme nave aérea, la salida del distrito del Infierno Verde resultaría más que difícil, imposible.

Volvía a mirar por el telescopio cuando ocurrió la explosión. A pesar de su altitud, el dirigible se meció fuertemente.

Tal vez fué por eso por lo que Renny no oyó débiles sonidos que provenían de arriba. Estaba demasiado preocupado por descubrir la suerte que habían corrido Doc y sus ayudantes.

Monk y Ham se preguntaron un momento qué era lo que había ocurrido, aunque Doc les había avisado de lo que tenían que esperar.

La explosión pareció ocurrir en su propia cara. Estuvieron un momento sin comprender que había habido varias explosiones distintas. Una de ellas era la de un cohete. Doc lo encendió un segundo antes de la tentativa hecha para matarles.

El autogiro voló sobre el claro con la velocidad de un rayo, rozando las copas de los árboles y desapareciendo cuando las luces de Very se encendieron.

Doc había descubierto huellas del explosivo oculto, dándose cuenta de lo que ocurría y avisó a sus ayudantes en maya. Aun así, la rapidez con que todo ello ocurrió les dejó aturdidos.

—Toma el mando —dijo Doc a Monk. El químico tragó saliva y obedeció.— Volved al dirigible y que no os vean por ahora —siguió diciendo Doc—. Os haré señales cuando desee vuestro regreso.

Antes de que Monk y Ham pudiesen replicar, el hombre de bronce abandonó el autogiro. Lo había mantenido casi inmóvil sobre un enorme árbol. Su cuerpo cayó en aquel árbol sin hacer el menor ruido y desapareció.

—¡Maldición! —protestó Monk— Ahora que la cosa empezaba a ser divertida, tenemos que irnos.

—Doc tiene razón —dijo sobriamente Ham—. No podemos aterrizar donde estábamos antes sin ser vistos y es preferible que nos crean muertos o que nos hemos escapado.

Monk murmuró para si. Dejó que el autogiro subiera unos cuantos pies y describió un lento circuito, buscando en vano otro sitio adecuado para posarse; pero tuvo cuidado de mantenerse a distancia del alcance de las luces Very.

Tardó unos diez minutos en obedecer las instrucciones de Doc. Más tarde, sintió haberlo hecho.

Otros ruidos siguieron el leve choque en la parte superior del dirigible, pero Renny estaba demasiado enfrascado en lo que ocurría a sus pies para oírlos.

Química se levantó y dio unas vueltas olfateando, llegando a refregarse contra el ingeniero que lo rechazó.

La parte superior del dirigible tenía el mismo aspecto que si un enjambre de abejas hubiese aterrizado de pronto sobre ella. Se veía una veintena de objetos obscuros. Unas escalas de cuerda fueron sujetadas al caminillo de ronda que coronaba la nave aérea y cayeron a su lado. Varios hombres las bajaron rápidamente.

Renny se dio cuenta de lo que ocurría cuando dos hombres le cayeron encima.

Los dos hombres no guardaban muy bien el equilibrio. Llevaban cachiporras pero no tuvieron la oportunidad de usarlas, pues Renny se puso de pie como movido por un resorte.

Había deseado acción para desahogar su rabia sobre alguien... Sus puños monstruosos salieron disparados. Eran puños capaces, de romper puertas macizas y hallaron fácil la tarea de romper mandíbulas. Los hombres que le atacaban se hicieron atrás, con las facciones bastante alteradas.

Entonces muchas cosas ocurrieron a la vez.

Los hombres se arremolinaron en torno a Renny, atacándole en masa.

Uno de ellos cayó sobre Habeas Corpus. El marrano seguía dormitando. Su cabeza chocó contra el suelo y creyó que Química volvía a las andadas.

El puerco gruñó fieramente y saltó. Vio una figura que corría cerca de la baranda del dirigible. La rabia pudo más que su prudencia habitual y sus largas piernas se distendieron en un salto gigantesco.

Al mismo tiempo, una figura se tambaleó, empujándolo. Habeas no tuvo tiempo para lanzar más que un chillido de sorpresa temerosa y cayó del dirigible hacia la tierra, que estaba a miles de pies de distancia.

Renny era un buen luchador. Si hubiese alcanzado un sitio en el cual poder apoyar la espalda en la pared, la batalla habría durado mucho más tiempo. De todos modos, un grupo de hombres sin conocimiento le rodeaba antes de que dos cachiporras le hiriesen a la vez por detrás.

El fornido ingeniero meneó la cabeza e intentó volverse. Unos hombres le cogieron por las piernas y otros le sujetaron los fuertes brazos. Fué vencido por la superioridad numérica.

Una vez más una cachiporra se levantó y cayó.

Química había visto caer a Habeas Corpus. Durante un minuto, el mono quedó colgado de unas cuerdas, desde donde podía mirar abajo. Unos sonidos lastimeros escaparon de su boca.

Los ojillos del mico estaban tan rojos como los de Monk, cuando volvió nuevamente la atención hacia la lucha. Se tiró en medio de los luchadores, exactamente como lo hacía el químico.

Química había esperado treinta segundos de más para ayudar eficazmente a Renny. Recibió la atención íntegra de los piratas del cielo y no tuvo la menor probabilidad de salir con bien de la empresa.

Unos minutos después de alcanzar la parte superior del dirigible, los invasores se habían hecho dueños del mismo.

Un hombre bien vestido bajó por la escalera de cuerda y contempló el campo de batalla con ojos sardónicos. Enseguida, Sleek Norton dió unas órdenes breves.

Algunos hombres subieron por unas escalas de cuerda a otro dirigible que flotaba a mayor altura que el de Doc. Aquel dirigible había estado esperando, oculto entre las nubes, hasta que Doc y sus amigos bajaron. Luego iniciaron el ataque.

Ataron a Renny de pies y manos. Nadie se fijó en Química, que parecía muerto.

Luego, uno de los hombres se puso al mando. Los motores zumbaron suavemente y las hélices giraron. Unos minutos después, ambos dirigibles se alejaban.