CAPÍTULO XII

MONK TROPIEZA

EL paracaídas de Monk se desgarró en las altas ramas de un árbol y el químico realizó el resto de su viaje de descenso sin freno alguno. Aterrizó sobre la parte de su anatomía usada normalmente para sentarse y lanzó un grito: —¡Uyyy!

Ham y Química aterrizaron a corta distancia.

Monk miró el cielo con los ojos semicerrados.

—El viento nos ha llevado un poco atrás —hizo observar—. Habeas habrá aterrizado cerca de aquí.

Ham abrió la boca para hacer un comentario, pero cambió de idea. Monk tenía en gran aprecio al extraño animal.

—Voy en busca de Habeas —dijo Monk con voz— algo ronca —. Cuando menos, se merece un entierro decente.

Monk se quitó las correas del paracaídas y empezó a rebuscar entre la maleza. De pronto, lanzó un grito de alegría:

—¡Está vivo! —chilló—, ¡Parece mentira!

El químico se abalanzó sobre la maleza. Ham entrevió la forma de un puerco que corría a su encuentro; pero la reunión no fué amistosa. El puerco le lanzó un fuerte mordisco.

Monk gritó de sorpresa. El puerco intentó pasarle entre las piernas, pero el químico estaba plantado demasiado cerca del suelo. Bramando de asombro, Monk fué llevado sobre el lomo del animal a través de los matorrales. Ham se echó a reír de un modo tan excesivo que tuvo que sentarse en el suelo.

El animal que Monk había encontrado no era Habeas. Pertenecía a una extraña especie de pecaríes sudamericanos y estaba muy enojado.

Química cometió el error de querer ir en socorro de Monk. El mico dio un salto atrás con sorpresa al atacarle el pecarí con los dientes desnudos. Monk cayó al suelo y el pecarí escapó entre la maleza.

—Monk —dijo sarcásticamente Ham—. ¡Siempre he dicho que un puerco sería tu perdición!

Monk le miró airado y se frotó las manos que estaban llenas de púas. Luego, y con asombro de Ham, se echó a reír y empezó a desnudarse.

—¡Tu propia perdición se acerca, picapleitos! —chilló.

Se acercó a Química y empezó a ladrar con voz gutural. Química asintió como si le comprendiese.

Ham abrió la boca de asombro y una expresión de inquietud se pintó en sus facciones. No creía a Monk capaz de comprender cualquier lenguaje que él no conociera.

—¡Qué vas a hacer, equivocación peluda! —le dijo—. ¿Qué estás tramando?

Monk no contestó. Acabó de desnudarse hasta quedar en paños menores. Se sacó un tubo lleno de pasta oscura del bolsillo de la chaqueta y se untó todo el cuerpo.

—Es preferible que lo hagas tú también —aconsejó con tono solemne a Ham—. De otro modo, te dejaremos aquí solo.

Y volvió a hablar rápidamente a Química.

—¡Qué demonios...! —exclamó Ham—. ¿Estás loco de remate?

Monk le miró con sorna.

—He esperado este momento durante años, elegante libro de leyes —gruñó—. Demasiadas veces me has acusado de ser un mico. Pues bien, ha llegado la hora de los micos. Vamos a serlo todos. ¡Es de la única manera que podremos viajar!

Hablando en serio un momento, Monk explicó que caminar por el suelo resultaría arriesgado. Ignoraban dónde estarían sus enemigos, pero era posible que no anduviesen lejos y por otra parte era sumamente difícil cruzar por la maleza sin hacer ruido.

Si querían investigar algo, el camino más seguro era por el aire.

Monk volvió a reír y su cabeza desapareció detrás de su enorme bocaza.

—¡Vamos, picapleitos! —dijo con exaltación—. Ya no estás delante del tribunal. Es preciso que subas a los árboles —. Y una vez mes pareció hablarle a Química.

Ham parecía desconcertado. Por una vez, comprendía que Monk le tenía donde quería. La lógica del químico era buena.

—¡Pero no me engañas cuando hablas con Química! —dijo secamente—. ¡Eso es tan sólo tu idea de una broma en la selva virgen!

Lentamente y a regañadientes, el elegante abogado se quitó la hermosa indumentaria y con evidente disgusto se untó el cuerpo con pasta obscura. A continuación, los tres subieron a los árboles.

Únicamente Química viajaba con la misma facilidad que Doc Savage, aunque Monk era casi tan ágil como el mono. Ham avanzaba c«n dificultad y repetidas veces evitó una caída agarrándose desesperadamente; y Monk tenía la cara roja de tanto contener la risa.

—¡Ríete, maldito seas! —dijo amargamente Ham—. Esto no te cuesta nada. Estás hecho para ello y no volveremos, probablemente, a verte calzado nunca.

La primera parte de la acusación de Ham era acertada. Monk se parecía y obraba igual que Química. En cuanto a Ham no estaba hecho para aquellas actividades.

—Debiste seguir haciéndote una clientela —gruñó Monk—. Doc cometió un error al sacarle del tribunal.

Química hacía cabriolas a la vanguardia. Sus gruñidos llegaban a los oídos de Monk y Ham. Monk se vio obligado a aminorar la velocidad a causa del abogado. Dos veces se vio obligado a ayudar a Ham sacándole de peligrosas posiciones en que se hallaba, después de soltar un punto de apoyo y caer hacia el suelo.

Pero Ham era valiente y dejó de quejarse. Tal vez no quería darle a Monk la ocasión de hacerlo nuevamente víctima de su desprecio.

De pronto, Monk tropezó con un cuerpo cubierto de vello.

—¡Maldición, Química! —murmuró—. No puedes quitarte de en medio... ¡Brrr!

No era Química con quien acababa de tropezar. Los árboles viéronse de pronto llenos de micos iguales al favorito de Ham. Monk recordó que era una manigua sudamericana donde habían hallado a Química. Ningún zoólogo había visto nunca un ejemplar similar, pero la selva virgen de América del Sur tiene regiones inexploradas más vastas que en ningún otro punto del Globo.

Había allí decenas de Químicas que parecían ver con malos ojos la presencia de Monk y Ham. Su jefe saltó sobre el químico y otros dos monos se tiraron sobre Ham.

Monk olvidó de pronto su cautela y la necesidad de guardar silencio:— ¡Química! ¡Química! —chilló.

Desesperadamente, él y Ham se agarraron a los troncos de los árboles.

Se oyó un ruido de ramas y el verdadero Química llegó dando saltos tremendos. Empezó a charlar con elocuencia, como el mejor abogado, según Ham declaró más tarde.

Los otros micos parecían inseguros. Se miraron unos a otros. Química lanzó un chillido y dramáticamente saltó adelante y puso un brazo peludo en torno al cuello de Monk.

El jefe de los micos soltó al químico, se rascó la peluda cabeza y ladró una orden.

Un segundo después, los monos se retiraban.

—¡Salvados! —suspiró Ham—. ¡Salvados... porque Química les había presentado a un semejante!

Unas lágrimas de alegría rodaban por la cara del abogado. Monk había empezado por ganar la jornada, pero Ham tenía su desquite. Monk permaneció mudo. La pantomima de Química había sido demasiado expresiva. No le quedaba nada que decir.

Siguieron avanzando, haciendo tan poco ruido como les era posible. No se encaminaban a un sitio determinado, pero intentaban tomar la misma dirección seguida por Doc Savage.

De pronto, Química empezó a portarse de extraño modo. Daba saltos, señalando con un peludo brazo. Monk levantó la cabeza y las anchas aletas de su nariz se dilataron.

—¡Humo! —dijo—. Química ha descubierto algo.

En silencio siguieron al mono. El olor a humo aumentó. Era humo de leña y provenía, sin duda, de la hoguera de un campamento.

Los árboles se hacían más espesos. Monk llamó a Química y tomó la delantera. Ham seguía penosamente a retaguardia.

Formaban un trío extraño. Monk, que parecía un enorme antropoide de ancho pecho, se movía con la mayor cautela; pero en ocasiones las ramas se rompían bajo su peso. Cada vez se paraba y prestaba el oído con cuidado. No tardó en oír voces, casi todas de hombres, pero a las cuales se unía la de una muchacha.

Una voz se levantó sobre las demás... la de Hugo Parks.

—No en vano me llaman «Sesos» —decía el cabezota—. Sabemos que Doc Savage ha penetrado en la tribu de los acantilados. Ese es su fin. Tenemos ya uno de sus hombres y los otros dos están en la selva. Les recogeremos por la mañana. Todo anda a pedir de boca.

Monk se acercó lentamente. Vio un pequeño claro. Hugo Parks estaba tendido en el suelo, mirando la hoguera. Gloria Delpane estaba sentada a su lado.

—¿Y mañana me llevará hasta el que deseo ver? —preguntó suavemente—. ¡Ya sabe que todo va bien!

Hugo Parks rió levemente y acarició un aparato de radio de onda corta, portátil, que estaba a su lado.

—Esto me ayuda a saber muchas cosas —dijo— Sí, todo marcha bien... hasta la muerte verde. Se interrumpió.

Gloria, permaneció callada. Había media docena de gángsters armados alrededor del fuego. Se arrimaron a éste cuando «Sesos» mencionó la muerte verde.

Monk se deslizó por la rama de un árbol, intentando interceptar todas las palabras de Parks. Este se enjugó el sudor que le cubría la frente y su voz subió de tono:

—La muerte verde trabajará por nosotros —dijo con alegría.

—Hasta los muertos son útiles. El jefe tiene ya todas las contestaciones. Todos seremos millonarios.

Bajó la voz y añadió:

—Los indígenas están aturdidos —dijo—. Han vivido con ello toda la vida; pero ahora están asustados. —Hizo una pausa.— Les sobra razón —añadió en un murmullo—. Es imposible. No he creído nunca en esas supersticiones antes, pero ahora...

Un fuerte crujido le interrumpió. Se oyó un estrépito y un grito. Ham se volvió. El cuerpo de Monk volteaba en el aire. Se había deslizado demasiado lejos por la rama del árbol y ésta se había roto bajo su peso.

Monk cayó aullando.

La lucha iba a ser formidable. Ocurriera lo que ocurriere, Monk se sentiría feliz, pues nada le gustaba tanto como una buena pelea. El peludo químico se desplomó sobre un fornido gángster. Enseguida empezó a repartir tremendos puñetazos.

—¡Es un mico! —gritó Hugo Parks—. ¡A él! ¡Matadlo!

Uno de los pistoleros agarró su fusil ametralladora «Thompson». Se lo apoyó en el hombro, disponiéndose a apretar el gatillo, cuando Parks lo hizo caer de un manotazo.

El cabezota reía sarcásticamente.

—No es un mico —gritó—. Es ese amigo de Doc Savage que parece un mono. Ha caído entre nuestras manos. Atrapadle vivo.

Apresar a Monk vivo iba a ser más difícil de lo que Parks se figuraba. La cosa se complicó al cabo de un momento, pues Ham y Química hicieron su aparición, dejándose caer en medio de los luchadores.

Los gángsters estaban confundidos. La hoguera quedó deshecha y los tizones esparcidos. Monk gritaba de puro placer. Un pistolero cayó, luego otro. De pronto, Gloria Delpane gritó:

—Una co... su... algo... —gritó—. Es un...

Una forma blanca y vaga surgió en el claro. A la débil claridad de la hoguera moribunda, no parecía tener forma definida. Hugo Parks la miró y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Agarró la ametralladora que había soltado.

—Atrás o te hago saltar —gritó—. Te quiero vivo, pero no voy a luchar contra fantasmas.

Monk se tiró a las piernas de Hugo. Este cayó de espaldas y la ametralladora disparó al cielo su carga de plomo.

Ham se volvió para hacer frente a la amenaza de la cosa blanca. Se le tiró encima, pero su adversario lo esquivó y le mordió en las piernas. Uno de los gángsters rió. Era una risa algo nerviosa...

El agresor blanco cayó a pedazos. Los pliegues de un paracaídas se abrieron y por ellos asomó el cuerpo escuálido de Habeas Corpus, el favorito de Monk. El marrano se refregó contra Ham, como excusándose por haberlo mordido.

—¡Dios todopoderoso! —murmuró Monk.— ¡Es Habeas!

Se abalanzó sobre el delgado puerco y le tomó entre sus brazos, olvidando de repente la lucha.

En eso cometió un error. Hugo Parks se puso en pie de un salto. Monk tartamudeaba, feliz y satisfecho. Pocos días antes había construido un paracaídas para Habeas y se lo había sujetado en el lomo como una silla sobre un caballo. Luego lo olvidó totalmente.

Hugo Parks blandió el fusil ametralladora y alcanzó a Monk en la nuca en el preciso momento en que tres pistoleros derribaban a Ham, golpeándole firmemente con sus cachiporras.

Química corrió hacia Habeas, se lo metió debajo del brazo y miró en torno suyo con aire de reto. Nadie le hizo el menor caso. Estaban demasiado atareados atando a Monk y a Ham.

Parks se inclinó sobre el aparato de radio de onda corta y envió un mensaje en código. Luego escuchó la respuesta y sonrió sombríamente.

—Bien, muchachos —exclamó—. Vamos a llevar a esos sujetos al jefe. Esta vez Doc Savage queda derrotado en toda la línea.

Se oía un débil rumor de tambores en la lejanía. La sonrisa de Hugo Parks se ensanchó al oír este sonido.