CAPÍTULO V

ATAQUE DE GANGSTERS

MONK fué el primero en recobrarse. El peludo químico tenía la impresión de hallarse en un aserradero, con una enorme sierra en movimiento cerca de su cabeza. Finalmente decidió que aquel ruido infernal provenía del interior de su cabeza y no de fuera.

Se retorció. Ham estaba tendido de un modo falto de elegancia por una vez. Monk sintió el deseo de obtener un retrato de su amigo en aquella posición; pero no tardó en pensar en cosas más serias.

Tenía las muñecas y los tobillos atados con cuerdas y las manos en la espalda. Ham había sido tratado en la misma forma.

El químico gruñó y se retorció acercándose lentamente al abogado. A continuación dió un golpe violento en el suelo con el tacón de uno de sus zapatos.

Un trozo de acero delgado y afilado como una navaja salió disparado de la punta de su zapato, quedando fuertemente sujeto por un extremo en el cuero. Fué juego de niños para Monk cortar las cuerdas que sujetaban a Ham. La invención era de Doc y antes de entonces había probado su utilidad.

Ham seguía sin dar señales de vida. Una débil sonrisa se dibujó en los labios de Monk.

—¡Sow-e-e-e-e! ¡Piggy! ¡Piggy! —gritó Monk, imitando de un modo excelente a los pastores que guardan puercos en el Estado de Missouri.

Ham se irguió enseguida con una expresión de asombro en la cara. Monk estalló en una carcajada sonora.

—¡Maldito...! —exclamó Ham, poniéndose colorado. No le sucedía a menudo no hallar palabras para contestar, pero en aquella ocasión se quedó corto. Monk se había burlado de él.

Aquel grito le tocaba a Ham en lo vivo. Le recordaba los días de la Gran Guerra cuando robaron un puerco y él se vio acusado del robo. El apodo Ham era el resultado de aquel incidente y Ham sospechaba que Monk sabía más acerca del animal robado de lo que quería decir.

—¡Sow-e-e-e! ¡Sow-e-e-e! —repitió burlonamente.

—¡Debiera dejarte atado, reliquia de la edad de piedra! —gritó Ham, enfurecido. Seguía rezongando mientras cortaba las ataduras del químico.

Estaban solos en el aposento, de eso se habían dado cuenta en el acto. Los cinco hombres se habían ido junto con la muchacha y no se veía rastro alguno de la camisa. Un registro rápido les demostró que casi todo lo demás había sido sacado también del piso.

No quedaba más que uno o dos vestidos viejos en el armario del dormitorio. No había allí más ropa ni equipaje de ninguna clase. Los muebles estaban, cosa sorprendente, huérfanos de todo polvo.

Ham sacó un pequeño lente de su bolsillo e inspeccionó algunos muebles, así como el tirador de la puerta, e inclinó la cabeza con aire de comprensión. No se veía la menor huella digital. Sus atacantes eran hombres precavidos.

Monk estaba rebuscando en la cocina. Un cuarto de litro de leche desapareció, así como los restos de un pollo asado.

—¡Guisado como lo hacen en el Sur! —dijo riendo al sorprenderlo Ham.

Monk no había dejado pollo para su compañero. Ham resopló y un grito salió de la boca de Monk. El químico metió la mano debajo del papel que cubría loa estantes y sacó un sobre roto. Cambió de expresión al ver que estaba vacío. Sólo quedaba parte de un nombre que decía:

«...lcom».

—¿Qué demonios? —empezó a decir Ham—.

—Es Scotty Falcorn, el aviador desaparecido —exclamó Monk—. El sujeto que suponen perdido...

—... en el sector de Matto Grosso —concluyó Ham—. Y eso significa que la muchacha está realmente metida en este asunto... Pero, ¿cómo?

Rezongando, regresaron a la oficina de Doc Savage.

No eran los únicos en encaminarse al rascacielos. Cubierta la inclinada cabeza con un viejo mantón y dejando que la falda harapienta barriera la acera, una figura inclinada se movía lentamente por la concurrida calle.

Unos ojos astutos atisbaban en medio de un rostro arrugado, pero casi siempre esos ojos permanecían fijos en el suelo y a pesar de su aparente avanzada edad, la anciana caminaba incansable.

Cuando llegó al enorme edificio, vaciló un momento y se acercó, titubeando, a un ascensor. No dio el número del piso de, Doc Savage. Salió del ascensor en el piso de debajo y subió con cuidado la escalera.

Sus ojos astutos se cerraron levemente cuando miró por el corredor. Luego, se hizo atrás, aplastándose contra la pared. Dos policías esperaban delante de la puerta del hombre de bronce.

Mientras vigilaba, la puerta se abrió y Doc Savage apareció con el rostro tan inexpresivo como siempre. Los policías hablaron brevemente. Era imposible oír lo que decían, pero la voz de Doc Savage contestó claramente aunque no subió el tono:

—No, lo siento. Hasta ahora no he podido determinar cuál ha sido la causa de la muerte del hombre que está aquí —dijo.

—Siento que haya habido una nueva víctima, según me dice usted.

La puerta se cerró. Los policías parecieron desconcertados, pero giraron sobre sus talones y se alejaron.

Fuera, los vendedores de periódicos vendían hojas ennegrecidas por gigantescos títulos:

SEGUNDO EXPLORADOR VICTIMA DE LA MUERTE VERDE

El tercer miembro de la batida es buscado por los hombres de ciencia —en un esfuerzo por salvarle la vida.

Una expresión singular se dibujó en la cara de la anciana. Apretó los pliegues de su mantón sobre la cabeza y echó a andar por el pasillo. De pronto, se quedó clavada en su sitio.

Se oyó un chirrido como si se hubiese soltado una terrible presión de aire, y antes de que pudiera moverse, una puerta de ascensor se abrió, dejando paso a Monk y a Ham. El chirrido era el ruido que hacía el ascensor particular de Doc Savage al subir como un cohete hasta el piso ochenta y seis.

La anciana suspiró fuertemente, dio media vuelta e intentó echar a correr.

Monk y Ham la vieron al mismo tiempo. Monk lanzó un gruñido, pero antes de que su cuerpo corto y macizo se pusiera en movimiento, Ham se le había adelantado. La anciana corría con rapidez sorprendente. Pero Ham la alcanzó fácilmente y, alargando la mano, la agarró suavemente.

—Un momento... —empezó a decir.

Recibió una sorpresa. La figura de débil aspecto se movió con furor. Sus manos arañaron, sus pies patearon y Ham se vio obligado a soltarla.

—No eres siquiera capaz de sujetar a una vieja —dijo Monk, burlón—. A su vez, quiso coger a la figura que luchaba con frenesí y una mirada de asombro se pintó en su cara. La anciana tenía aparentemente músculos de acero.

Ham levantó la mano y sin querer arrancó el mantón. Inmediatamente, Monk agarró la figura con toda su fuerza, levantándola del suelo.

La ausencia del mantón reveló el hecho que se trataba de un hombre y no de una mujer: de un hombre de cabeza muy desarrollada.

Tanto Monk como Ham reconocieron su víctima en el acto. Era Hugo Parks, el tercer hombre que salió vivo de la manigua de Matto Grosso.

Parks seguía tartamudeando furiosamente cuando Monk le llevó a la oficina de Doc.

Entonces ocurrió lo asombroso. Tan pronto como estuvieron en la oficina, Hugo Parks dejó de luchar y sus ojos, ensanchados por el miedo, volvieron gradualmente a tener una expresión más inteligente.

—¡Lo... lo siento! No sabía quiénes eran o no habría luchado. Aquí es donde quería ir. Quería ver a Doc Savage. ¡Es preciso que lo vea! ¡Mi vida está en juego!

El ruido atrajo a Doc y a Renny. El hombre de bronce permaneció silencioso mirando tranquilamente al hombrecito.

—Lo esperaba —dijo finalmente Doc.

Renny pareció sorprenderse. Hugo Parks no se fijó en ello.

—A menos de que me ayude enseguida, moriré —gimió el hombrecito. Su cabezota cayó inerte—. Tengo que regresar... volver al distrito del Infierno Verde, ¡Es preciso!

—¿Quiere usted decir que de otro modo la maldición le alcanzará también? —exclamó Renny.

Hugo Parks asintió con la cabeza.

—¿Y el otro hombre blanco, Johnny, nuestro amigo, a quien vio morir? —preguntó Doc con voz mesurada.

Una expresión de pena se dibujó en las facciones de Parks.

—¡Es cierto! —dijo—. Le vimos caer y su cuerpo se volvió verde. Nos estaban atacando en aquel momento, pero de todos modos no habríamos podido ayudarle. Más tarde, hallamos su campamento, supimos que era uno de sus hombres y hallamos los objetos que mi compañero ha traído aquí. También había una caja de plomo. Estaba vacía, pero creí que tendría valor. La he traído, pero han saqueado nuestras habitaciones y se han llevado la caja de plomo.

Una expresión de tristeza cubrió las facciones del hombre de bronce. No se podía poner en duda la sinceridad de las palabras de aquel hombre.

—Y el cuerpo de Johnny, ¿lo hallaron luego? —preguntó.

Hugo Parks meneó la cabeza.

—Lo intentamos... después. Había desaparecido —dijo sencillamente—. Hay muchas fieras en la región.

Un gemido escapó de labios de Renny, pues Johnny había sido su amigo particular.

—¿No queda esperanza alguna? —dijo con voz entrecortada. Sus facciones se endurecieron.

—Podemos ir allá —dijo con fuerza— Si su cuerpo desapareció, puede haber una probabilidad... es posible que...

Doc le interrumpió diciendo:

—¿Adonde tiene que volver? —No quiero decirlo— declaró inesperadamente el hombre de la cabezota. —¿Qué?

Monk y Ham dieron un salto adelante.

—Nuestro amigo murió allí... Usted quiere un favor y, sin embargo...

—Un momento —intervino el hombre de bronce. Hablaba sin alzar el tono, pero Monk y Ham callaron instantáneamente.

Doc prosiguió:

—Barrunto que lo que desea es que lo acompañemos al Infierno Verde, pero que para asegurarse que no le dejaremos atrás para correr en busca de Johnny, nos indicará el camino a medida que avancemos. ¿No es así?

Hugo Parks asintió con energía. El temor volvió a pintarse en su cara.

—Pero, ¿me llevarán ustedes? ¿Me llevarán enseguida? —gimió.

Doc se volvió a sus ayudantes.

—Creo que el dirigible es lo más indicado para este viaje —dijo.

Monk suspiró de alivio. Había previsto la decisión de Doc —No podía ser otra hasta que se hubieran enterado por sí mismos de que Johnny había muerto. El químico apretó los puños con fuerza:

—¡Tal vez haya alguna buena lucha! —susurró.

Otros personajes parecían abrigar la misma idea. Estaban trabajando en silencio y con determinación. Se hallaban en el garaje subterráneo del edificio en el cual Doc tenía sus oficinas. El garaje era del uso exclusivo del hombre de bronce y de sus ayudantes.

Había allí media docena de hombres entre los cuales Monk y Ham habrían reconocido a los que habían visto en el piso de Gloria Delpane. Renny habría identificado a dos de ellos por ser los que lucharon con él en el «metro».

Uno de los hombres estaba manipulando el gran coche blindado de Doc. Le había levantado la tapa del motor y con alambres tocaba algo al lado del poderoso motor. Otro hombre estaba tendido debajo del coche.

Varios individuos estaban diseminados por el garaje, hallaron escondrijos y esperaron, presa de nerviosismo. Todos iban armados de fusiles ametralladoras.

—Esto no... no me gusta —dijo uno de ellos a sus compañeros. Era uno de los dos individuos maltratados por Renny.— ¡Ese Doc Savage es dinamita!

El otro escupió y se encogió de hombros. Se le conocía en la niña de los ojos que se hallaba bajo la influencia de un narcótico. Acarició su ametralladora con manos amorosas.

—Ordenes del gran jefe —dijo brevemente.

Su compañero se estremeció.

—Es... esto va a ser tan malo como la matanza de San Valentín —murmuró—. Peor aún..., pues los que vamos a quitar de en medio son personalidades...

—Procura ayudar a liquidarlos a todos —dijo fríamente el otro—. La orden del jefe lo dice así y ya sabes...

Calló de pronto. Un pistolero que se hallaba al lado de la caja del ascensor dio una señal. Los dos hombres que manipulaban el coche cerraron la tapa del motor y se ocultaron. El silencio reinó en el garaje subterráneo.

Se oyó un chirrido en la caja del ascensor, seguido de un rugido estremecedor. El ascensor ultrarrápido bajaba a toda velocidad. Únicamente Química y Habeas Corpus quedaban atrás. Monk y Ham iban a regresar en su busca más tarde.

Renny sostenía la débil figura de Hugo Parks, evitando que el hombrecito de la enorme cabeza abandonara el suelo al caer el ascensor bajo sus plantas. Monk y Ham sonrieron.

Doc tocó una palanca. El ascensor se paró tan repentinamente que todos, menos el hombre de bronce, doblaron involuntariamente las rodillas. La puerta se abrió.

Los hombres que se habían ocultado esperaban con los nervios en tensión y el dedo sobre el gatillo de sus fusiles ametralladores.

Doc salió del ascensor, seguido de sus amigos. La mirada del hombre de bronce recorrió el garaje. No vaciló, pero cambió levemente de dirección.

—Necesitamos más luz —dijo tranquilamente, alargando la mano hacia un conmutador.

¡Y las cosas tomaron un ritmo acelerado!

Alguien gritó una orden y las ametralladoras surgieron. Una lluvia mortal azotó las figuras de Doc y de sus ayudantes, pero el hombre de bronce había sido demasiado rápido para sus enemigos.

Con un gesto acertado, tocó un botón en la pared y a continuación se tiró con toda su fuerza de lado. Derribó a Hugo Parks, a Monk, Ham y Renny como un experto jugador de fútbol, en el preciso instante en que una lluvia de plomo pasaba sobre ellos.

El tiroteo cesó al fin. La niebla parecía haber llenado el subterráneo en una fracción de segundo. Se trataba de un gas anestésico de efectos rápidos que se esparció cuando Doc tocó el botón de la pared.

El hombre de bronce había sido el único en fijarse en factores pequeños e insignificantes al entrar en el garaje —Un barril estaba fuera de su sitio. Una luz que debió estar «encendida», estaba apagada.

Doc se levantó rápidamente conteniendo la respiración al igual que Monk, Ham y Renny. Estos habían adivinado lo que Doc iba a hacer al alargar la mano hacia el botón de la pared y no habían sufrido los efectos del gas.

El hombre de bronce dio órdenes por medio de signos. Renny recogió la figura inconsciente de Hugo Parks y todos corrieron al gran automóvil que ocupaba el centro del garaje. Doc se sentó al volante.

Era preciso que respiraran todos en breve. Por una vez, el hombre de bronce había sido cogido sin las tabletas de oxígeno que acostumbraba llevar y aunque él era capaz de contener la respiración unos minutos, sus ayudantes no lograban hacerlo y no tardarían seguramente en perder el conocimiento.

Rápidamente, Doc apretó el pulsador. El contacto eléctrico se estableció. Una bomba de gran potencia estalló debajo del automóvil.