CAPÍTULO VIII

PISTA FALSA

HUGO Parks consultó la brújula y cambió el rumbo del aeroplano. La dirección que tomó lo llevaría a un punto distante del de destino del aeroplano.

El hombre de la cabezota instaló un piloto mecánico y empezó a investigar el cuadro de instrumentos. Gruñó de satisfacción al descubrir una radio, cosa que había esperado. Una vez más, cambió la onda y obtuvo contestación casi en el acto.

—¡Ya está! —dijo con satisfacción íntima—. Doc Savage ha pasado a la Historia Estaré a su lado al alba.

Desenchufó la radio. No era siempre cuerdo sostener esas conversaciones. Había poca probabilidad de que nadie las escuchara; pero por si acaso, no era prudente permitir que alguien localizara el sitio de donde provenían.

A miles de millas de distancia, otro hombre cerró también su emisora, con igual satisfacción. Era un hombre alto y bien plantado, de cabello negro y brillante, muy pegado a la cabeza. Su traje habría hecho la admiración de cualquiera, aun del elegante Ham.

Se hallaba en el corazón de la manigua. El aire era húmedo y caluroso, pero el elegante sujeto no parecía darse cuenta de ello. Un gran ventilador eléctrico le refrescaba hasta cierto punto. Los ventiladores eléctricos son raros en la manigua, ni aun en las caravanas más lujosamente equipadas.

Pero Sleek Norton no tenía el aspecto de un explorador usual. Bebió un sorbo de una bebida helada y cerró los ojos, dejando vagar por sus labios una sonrisa de satisfacción. Doc Savage estaba muerto. Muy bien. Y con aquella muerte verde...

Su sonrisa se ensanchó. Desde luego, no tenía nada que temer en ningún caso, se repitió, pero no dejaba de alegrarse que el hombre de bronce estuviese fuera de su camino.

Si Sleek Norton o Hugo Parks hubiesen poseído un buen tipo de aparato de televisión, habrían sufrido una sorpresa. Para ser un muerto, Doc Savage estaba extraordinariamente activo.

El hombre de bronce no perdió un solo momento el conocimiento. Fingió beber el café narcotizado, pero se levantó tan pronto como Hugo Parks abandonó el dirigible.

La enorme bola de fuego que el cabezota había visto no era otra cosa que una nube de gas ardiente proyectada por el lanza llamas. Con todas las luces apagadas a bordo del dirigible, Hugo Parks fué engañado con toda facilidad.

Doc Savage no paró mientes en la vela que ardía en el suelo. Se apresuró a reanimar a sus ayudantes. Habían ingerido un vulgar narcótico, y el tratamiento usual en semejantes casos es limpiar el estómago.

El hombre de bronce fué al laboratorio y mezcló unos líquidos incoloros. El resultado despedía un olor penetrante y poderoso. Lo sostuvo bajo la nariz de Renny.

El cuerpo del ingeniero se estremeció como si se le hubiese aplicado una descarga eléctrica. Abrió los ojos y se levantó, abriendo y cerrando, los puños.

—¿Dónde está? ¿Dónde están? —gritó.— ¿Quién me ha pegado en la cabeza con una porra?

Doc no contestó. Se acercó a Monk y a Ham y el líquido incoloro obró los mismos efectos sobre ellos.

El narcótico vulgar usado por Parks embotaba el cerebro, introduciéndole en la sangre por el estómago. Doc usó un poderoso contrairritante que vertía oxígeno en el organismo y sacudía de tal modo los vasos sanguíneos que alimentaban el cerebro, que lo limpiaban de veneno casi instantáneamente.

—¡Maldito envenenador! —gritó Ham—. ¿Han intentado matarnos con ese café?

—No fué el café, picapleitos —gimió Monk—. Debiste hacer un discurso. Es imposible que otra cosa me haya hecho dormir tan rápidamente.

Ham resopló; luego se fijó en la vela que ardía y notó el olor de la gasolina, la llama de la vela estaba a punto de tocar el líquido.

Lanzó un chillido de sorpresa y se abalanzó sobre la vela, apagándola con los dedos.

—Era innecesario —dijo tranquilamente Doc.

—Pero el gas... —empezó a decir Ham. Calló y cambió de color. No quería dar a entender, ni aun indirectamente, que creía a Doc capaz de haber despreciado un peligro posible.

—No es gasolina —explicó el hombre de bronce—. Si Parks no hubiese llevado tanta prisa, habría descubierto que no era más que agua con una materia inofensiva que le daba el olor de la gasolina.

—¡Parks! ¿El ha hecho eso? —exclamó Monk—. ¡Maldición, sospechaba de él!

Se levantó de un salto, meneando los largos brazos y haciendo una mueca feroz.

—¿Dónde está? ¡Dejadme que lo agarre por mi cuenta!...

—Se ha ido en el aeroplano... con la muchacha —dijo tranquilamente Doc.

—¿La muchacha?

Monk se puso como la púrpura. A él incumbía la tarea de registrar el dirigible en busca de polizones. Descuidado, no lo había hecho.

Salió corriendo del cuarto. Habeas Corpus correteaba por el pasadizo. Cuando vio a Monk, gruñó y se alejó trotando. Monk vaciló y acabó por seguirle.

Habeas se paró delante de una puerta abierta, la de la alacena.

—¡Hasta Habeas ha tenido el sentido común de comprender que había alguien escondido a bordo! —declaró Ham, olvidando que tampoco él se había dado cuenta.

Monk no contestó. Alumbraba el interior de la alacena. Un momento después lanzó un grito de alegría y se aparto.

En la mano sostenía la camisa robada al cadáver en la oficina de Doc.

La explicación de Doc fué breve y concisa. Contó a sus ayudantes que había sorprendido la conversación por radio.

—Pero en realidad, ¿de qué se trata? —preguntó Ham.

El hombre de bronce meneó la cabeza. —Eso no lo han dicho durante la conversación— contestó —. Le dijeron a Parks que nos pusiera sobre una pista falsa y escapara si era posible.

—¡Y le hemos dejado ir! —gimió Renny.— Desde luego, o de otro modo habríamos sido llevados hacia un destino muy distinto —dijo el hombre de bronce.

—¿Y la muchacha? ¿Y cómo sabremos adonde hemos de ir? —intercaló Monk.

—No supe lo de la muchacha hasta que era demasiado tarde para intervenir sin echar a perder nuestros planes —explicó Doc—. Era necesario dejar que Parks creyera que escapaba en realidad para que fuera al sitio que nos interesa conocer.

—¿Podemos seguirle? —preguntó Ham.

Doc no contestó con palabras, pero abrió la marcha hacia el camarote de los mandos. Al lado del volante había una caja que se parecía a una brújula, pero cuya aguja no marcaba el Norte, sino que estaba vuelta hacia el Suroeste.

—El aeroplano descarga constantemente pulsaciones de radio —dijo Doc—. Esta aguja recoge las ondas y señala la dirección que sigue.

Una ancha sonrisa —partió los labios severos de Renny.— ¡Rayos y truenos! —exclamó—. Así lo único que hemos de hacer, pues, es seguir el camino que nos señalan.

—Y Parks ignorará que le seguimos —dijo Monk alegremente—. ¡Esperad que le ponga la mano encima! ¡Le enseñaré a echar a perder un excelente café!

Doc Savage no dijo nada. Tomó la camisa hallada en la alacena y volvió a su laboratorio.

La camisa olía débilmente, pero si había contenido un veneno o cualquier otro agente de muerte, aquel veneno había sido quitado.

Sobre el corazón, la tela estaba partida. Era posible que hubiese habido algo oculto allí; pero fuese lo que fuese, lo habían quitado.

El hombre de bronce usó un instrumento similar al que hizo funcionar en su oficina de Nueva York. El instrumento chupaba el aire, incluyendo el que despedía el débil olor de que estaba impregnada la camisa.

Cuando obtuvo un tubo lleno de aire, Doc empezó a analizarlo. Algo más tarde completó su labor. Tenía delante de los ojos un papel lleno de fórmulas químicas y preparó una redoma que llenó de un líquido rojizo.

Fué entonces cuando el altavoz del cuarto de radio empezó a gritar.

—¡Nueva York llama a Doc Savage! ¡Nueva York llama a Doc Savage!

Hugo Parks no estaba escuchando la radio a bordo del aeroplano, aunque era dudoso que hubiese oído la llamada, pese a que llevaba los auriculares puestos. El aparato receptor del aeroplano era bueno, pero su alcance muy distinto del de la instalación del dirigible.

El hombre de la cabezota vigilaba el paisaje a sus pies. La luz de la luna le ayudaba. Cuando divisó un río, pareció aliviado y se dispuso a seguir su curso. Era el Río de la Muerte.

El país que le circundaba era salvaje. Estaba plantado de árboles y espesos matorrales. Los claros eran pocos y alejados unos de otros. A veces, un animal asustado miraba el aire, contemplando aquel objeto dotado de alas que rugía sobre su cabeza. Algunos de esos animales eran fieras temibles.

Parks siguió al mando durante toda la noche, mientras la muchacha dormía. Cuando despertó, se puso el aparato que le permitía hablar con el piloto.

Tenía los ojos extraviados y el rostro demudado. Era mucho lo que había soportado durante los últimos días.

—¿Llegamos ya? —preguntó.

—Todavía falta una hora —le contestó Parks—. Entonces hallará lo que desea hallar.

Durante un momento los ojos de Gloria Delpane brillaron y, a pesar de su cansancio, pareció hermosa.

—¿Acaso era... era absolutamente necesario matar a Doc Savage y a sus hombres? —preguntó.

—Eran nuestros enemigos. Era preciso hacerlo —le aseguró Parks.

—He oído decir que eran muy listos. ¿No podrían seguir vivos?

La voz de la muchacha tenía un dejo de esperanza.

—No es fácil —dijo Hugo Parks.

Pero arrugó el ceño. Sabido era que Doc Savage era hombre de recursos, y ahora que recordaba lo ocurrido, le hacía la impresión que su huida y la aparente destrucción del dirigible habían sido demasiado fáciles.

Su mente trabajó rápidamente. Intentó ponerse en el sitio de Doc Savage. Si el hombre de bronce había sospechado que las cosas no eran lo que debían ser, le habría permitido escapar. En tal caso, Doc Savage tenía, sin duda, la oportunidad de seguir la pista del aeroplano.

Hugo Parks juró con fuerza. Eso era y mientras volaba le era imposible registrar el aeroplano con el fin de hallar algún aparato oculto, capaz de señalar su posición.

Una sonrisa malévola iluminó las facciones del cabezota. Doc Savage era listo, pero era evidente que no había evaluado a «Sesos» adecuadamente. Hugo Parks rió bajito.

Otros individuos abrigaban dudas respecto al trágico fin de Doc, aproximadamente al mismo tiempo. Confortablemente instalado y protegido contra los insectos por un mosquitero. Sleek Norton fué despertado por un telegrafista.

—Le he dejado dormir tanto como ha sido posible, jefe —dijo el hombre con tono de excusa— Pero ya sabe usted que Parks dijo que Doc Savage y su dirigible habían sido destruidos...

—Sí —contestó Norton con tono desabrido, pues el ser despertado a esa temprana hora no mejoraba su humor. El telegrafista tartamudeó.— ¡No... no creo que esté muerto, jefe! He oído a Nueva York llamar al demonio de bronce durante la noche. Al principio creí que no habría contestación, pero después de un rato la obtuvieron. Alguien llamaba en código y tan aprisa que únicamente un receptor mecánico podía recogerlo. No he podido recoger más que una o dos palabras.

La cara de Sleek Norton se contrajo airadamente.

—¡Vamos, habla de una vez! ¿Qué crees haber oído?

—Pues bien: recogí dos palabras... muerte verde —tartamudeó el otro—. Y la firma me pareció ser Clark Savage Junior.

Sleek Norton juró prolijamente, pero gradualmente cambió de humor y sonrió.

—Si, amigo —dijo—. No es tuya la culpa. De todos modos, ese majadero de bronce no sabe dónde estamos y no lo sabrá si «Sesos» sabe hacer su trabajo.

Hugo Parks estaba dando muestras de ello. Siguiendo sus instrucciones, Gloria Delpane se puso un paracaídas. Estaba pálida, pero tenía los labios contraídos con dureza y decisión.

El cabezota se puso otro paracaídas y a cinco millas de un claro, enchufó el piloto automático del aeroplano.

Al pasar el aparato sobre el claro, le dio a la muchacha la orden de saltar. Así lo hizo ella y Parks la siguió un momento después.

El aeroplano siguió surcando el cielo, rugiendo sus motores con intensidad. La altitud a que iba era considerable y tenía bastante gasolina a bordo para viajar otro millar de millas antes de que sus motores se parasen y cayese.

—¡Que Doc Savage lo siga si quiere! —rió Hugo Parks—. ¡No nos encontrará nunca aquí!