CAPÍTULO VII

UNA DESERCIÓN

LOS tripulantes de los cazas creían en una victoria rápida. Disparaban balas incendiarias. Sabían que no podían incendiar el helio, pero engendrarían llamas si tocaban madera o se incrustaban en los depósitos de gasolina del dirigible. Y éste viajaba lentamente, comparándolo con la gran velocidad de los aeroplanos.

Los tripulantes de los cazas recibieron entonces su primera sorpresa. El gran cigarro que se hallaba debajo de ellos cabeceó ligeramente. Las balas no penetraron en su casco y se limitaron a resbalar por los costados.

Necesitaron algunos segundos para comprender que el dirigible no era del tipo ordinario, sino que el helio estaba contenido en una envoltura de metal delgada pero extremadamente resistente. Las balas resbalaron en su superficie.

Tan pronto como lo vieron claro, los aeroplanos iniciaron un rápido descenso.

Las balas disparadas directamente, a corta distancia, no podrían rebotar.

Los pilotos tuvieron entonces una nueva sorpresa. El dirigible desapareció. Nada veían en el cielo.

Uno de los pilotos lanzó un terno. Tenía un rostro atrevido, duro, pero que traducía cierta preocupación. Sus órdenes habían sido bien explícitas. El dirigible debía desaparecer. ¡Era preciso detener a Doc Savage!

El piloto lanzó su aparato en un descenso vertiginoso —De pronto un gritó brotó de sus labios, y empujó la palanca de dirección con tal violencia, que durante un momento creyó haber arrancado las alas. Logró evitar un choque con el dirigible.

El piloto había gritado al ver otro aeroplano subir hacia él con la misma rapidez con que bajaba. Los reflejos del piloto eran buenos. Maniobró a tiempo, comprendiendo por qué había perdido de vista el dirigible.

Doc soltó un gas que hizo las veces de espejo, ocultando al dirigible. El ángulo de los rayos del sol se combinaron para ayudar a causar la impresión que no había nada a la vista.

El piloto se enojó. El aeroplano que vio surgir a su encuentro era el reflejo de su propio aparato. Volvió a empuñar la palanca y enderezó su aparato hasta que se puso derecho sobre la cola. Una lluvia de plomo acribilló el viento del dirigible.

Una gran actividad reinaba a bordo de éste. Monk, Ham y Renny se habían levantado tan pronto como oyeron los primeros disparos. Química y Habeas Corpus corrían muy excitados de un lado a otro.

Únicamente Doc, que estaba al mando, carecía conservar la calma.

Todos sabían que el dirigible no tenía la menor probabilidad de escapar a sus atacantes, superando su velocidad. El dirigible estaba dotado de una velocidad más que ordinaria, pero que estaba lejos de igualar la de los cazas.

Sin embargo, los ayudantes de Doc no estaban preocupados. La situación se presentaba mal, pero ellos conocían al hombre de bronce.

Hugo Parks estaba preocupado y sus ojos brillaban de miedo. No hizo esfuerzo alguno por ayudar a los demás a rechazar el ataque. En vez de ello, hizo algo extraño.

El hombrecillo se deslizó por un pasillo, mirando constantemente en torno suyo para asegurarse que no le observaban.

Luego se metió rápidamente en el cuarto de la telegrafía. Una vez allí, sus acciones fueron las de un telegrafista profesional.

Durante un momento estuvo inmóvil delante del aparato, estudiándolo con ojos perspicaces. Luego hizo una señal afirmativa con la cabeza y una sonrisa de satisfacción le ensanchó los labios. Esperaba hallar una instalación moderna, y en efecto lo era.

Se entregó a varias manipulaciones rápidas. La onda que usó era mucho más baja que las usuales, tan baja en realidad, que en condiciones normales habría necesitado un aparato especial para obtenerla. No sucedió así, pues el aparato de Doc podía ajustarse a casi todas las ondas conocidas... y algunas que no lo eran.

Las lámparas zumbaron suavemente. Hugo Parks miró en torno suyo ansiosamente y volvió a sonreír. No corría peligro de ser interrumpido. Los demás estaban demasiado atareados para darse cuenta que la radio funcionaba.

Se puso un casco y acercó un micrófono. Enchufó, y unas gotas de fino sudor le cubrieron la frente.

—Llamo a S-N —graznó—. Llamo a S-N.

Repitió una y otra vez la llamada.

Fuera, la batalla hacía furor. Monk, Ham y Renny disparaban sus ametralladoras, obligando a sus atacantes a andarse con más cuidado.

El hombre de la cabezota sudada copiosamente y con voz ronca repitió:

—Llamo a S-N.

Se estremeció y lanzó un hondo suspiro. Sus hombros cayeron. Le contestaban.

Hugo Parks habló rápida y extensamente. Su voz era quejumbrosa.

De pronto dio un respingo y sus ojos se dilataron.

—Sí... S-N —susurró— Sí, comprendo... Es horrible... pero haré lo que tenga que hacer. Haré lo que dice...

Se quitó lentamente el casco y volvió a dejar el aparato en la onda original.

Salió tambaleándose. Sus ademanes eran torpes y tenía los ojos vidriosos como si hubiese recibido una sentencia de muerte.

Doc, que estaba al mando del dirigible, emitió su trino. Los ojos del hombre de bronce estaban cerrados a medias. Tenía un pequeño altavoz al lado del oído y había sorprendido la conversación de Hugo Parks.

Volvió a concentrar la atención sobre la lucha.

Las ametralladoras disparadas por los ayudantes de Doc obligaban a los aeroplanos enemigos a acercarse con cuidado, pero era imposible que los tres hombres cubriesen la nave desde todos los ángulos.

Era evidente que los pilotos habían llegado a la conclusión que las balas solas, aun siendo incendiarias, no bastarían para derribar al dirigible.

Dejaron caer bombas. Subiendo a bastante altura, pero siguiendo el trayecto de su blanco, dejaron caer los mortales proyectiles. Su blanco era relativamente fácil de alcanzar. Merced a una hábil maniobra, Doc logró que las primeras dos bombas cayeran y estallaran en el mar, pero ni la gran habilidad del hombre de bronce legraría evitar finalmente una catástrofe.

Las bombas eran pequeñas, pero poderosas. Se las vela difícilmente a simple vista y caían con tal velocidad, que era difícil evitarlas.

Doc llamó a Renny y le dejó al mando del dirigible.

El hombre de bronce corrió a popa y no tardó en sacar a relucir una especie de viejo trabuco de anchísima boca que tendría quizá dos pies de diámetro. Un gran depósito estaba unido al mismo.

Cuatro bombas de pequeño tamaño caían en aquel momento, siéndole imposible al dirigible esquivarlas todas.

Renny tenía los labios más apretados que nunca. Hizo una señal de asentimiento al hacerle Doc un signo.

Inmediatamente el dirigible se tumbó de lado al manipular Renny varias palancas, combinando el lastre.

El trabuco apuntaba al aire. Doc apretó una palanca y una hoja de llama subió en el cielo. Era una tremenda sábana de fuego que empezaba a doscientos pies del dirigible y se extendía a muchas yardas en todas direcciones.

Hubo cuatro poderosas explosiones al hundirse las bombas en las llamas, y una lluvia de acero cayó, inofensiva.

Doc abrió una llave y la llama se ensanchó hasta cubrir aparentemente todo el cielo, formando una cortina protectora a mucha altura sobre el dirigible.

Fué entonces cuando los pilotos atacantes cometieron el primero y último verdadero error. Creyeron que una bomba por lo menos habría alcanzado el dirigible y que éste había estallado. Bajaron para cerciorarse de ello.

Esperaban ver desvanecerse las llamas y su intensidad les sorprendió. Antes de que pudieran remontarse, se hundieron en la sábana de roja destrucción. Un momento después, caían en barrena, presa de las llamas.

Uno de les pilotos intentó saltar en paracaídas. El paracaídas se incendió antes de que pudiera abandonar su aparato. El hombre estaba perdido.

Los ojos dorados de Doc tenían una expresión de pesar. Le desagradaba quitarle la vida a un ser humano. No había sido su intención hacerlo y únicamente el instinto salvaje y vengativo de los pilotos tenía la culpa de lo ocurrido. Habían estado demasiado ansiosos de ver la destrucción que creían haber causado. Habrían podido dar media vuelta y huir. No lo hicieron y pagaron su error con la vida.

Al transcurrir las horas, Hugo Parks fué el único en mostrarse nervioso e inquieto. Los demás eran viajeros más experimentados.

Monk y Ham se divertían con Química y Habeas Corpus. Renny estaba casi siempre al mando, mientras Doc pasaba la mayor parte del tiempo en el laboratorio que tenía instalado a bordo.

Sus ayudantes no le molestaban con preguntas. Sabían que cuando el hombre de bronce estuviese dispuesto a darles explicaciones, lo haría, pero no antes. Estaban seguros, por otra parte, que sus trabajos estarían relacionados con la terrible y misteriosa muerte verde.

Se habrían asombrado si le hubiesen podido ver. Doc estaba estudiando y comprobando trozos de uñas humanas. Estas eran delgadas y de aspecto ordinario, con la excepción de que eran verdes. Esas uñas provenían del hombre que cayó momificado en la oficina de Doc.

El reciente ataque de los cazas arrancó escasos comentarios a los ayudantes de Doc. Se daban cuenta de la naturaleza del arma que éste usó. No era otra cosa que un lanzallamas muy desarrollado y que usaba un tipo de gas inflamable que flotaba en el aire y se esparcía rápidamente, produciendo un calor terrorífico.

Gradualmente el paisaje cambió a sus plantas. Volaban sobre tierra y poco después Hugo Parks empezó a pasar la mayoría de su tiempo cerca de Renny y de los mapas que éste tenía delante de los ojos.

Se acercaban rápidamente al Brasil.

Habeas Corpus se sentía indolente. El calor le producía siempre esa impresión. En cambio, Química estaba más animado que nunca. El clima le gustaba y había inventado un nuevo juego. Esperaba que Habeas estuviese durmiendo profundamente, se le acercaba en silencio, le cogía por una de las largas orejas y le golpeaba la cabeza sobre la cubierta. Con acompañamiento de gritos de enfado, Habeas se levantaba de un salto, bajaba la cabeza y cargaba. Química esperaba que le hubiese alcanzado casi, para dar un salto y colgarse de las cuerdas que subían a la envoltura. Charlando burlonamente, permanecía allí hasta que Habeas renunciara a alcanzarle y se echase nuevamente a dormir.

Ham reía a carcajadas, pero Monk ponía mala cara. Habeas era su favorito y le molestaba verle salir perdiendo en cada encuentro.

—¡Pero si tiene una mentalidad exactamente igual a la tuya! —le aseguró Ham.

Y el elegante abogado sonrió de un modo insultante.

—Por lo menos, Química tiene el sentido del humor, lo cual no puede decirse de alguien que se le parece —siguió criticando.

La lucha verbal continuó, sin que ninguno de ellos previera el resultado que daría el juego de Química.

Hugo Parks pasó a su lado. No le hicieron caso, pues estaban acostumbrados a ver al hombrecito de la cabezota ir de un lado a otro en el dirigible. Habeas se despertó de pronto, gruñó y le siguió.

—¡No parece sino que has perdido el cariño de tu favorito! —se chanceó Ham. Monk se limitó a hacer una mueca feroz. Hugo Parks no hizo caso del marrano y se deslizó por el corredor hasta llegar a la puerta de una pequeña alacena. Después de mirar cuidadosamente en torno suyo, abrió la puerta e introdujo la cabeza en el interior.

—¡Esta noche! —dijo rápidamente—. No podemos esperar más.

Entregó un paquetito a la muchacha. —¡Ya sabe qué es lo que hay que hacer! Cerró la puerta y se alejó. Habeas permaneció largo rato sin moverse de allí.

Al caer el crepúsculo, Monk se acercó a la pequeña galería. Ham decía que era por ser químico y saber preparar mezclas complicadas en el laboratorio, pero la cuestión era que Monk era capaz de preparar comidas excelentes.

Disfrutaba sobre todo preparando el café y no permitía que nadie le ayudara a hacerlo, aunque Hugo Parks le hacía las veces de camarero.

Poco después que Monk empezó a preparar la comida, Doc fué al cuarto de la radio. Hugo Parks se fijó en ello, su rostro adquirió una expresión de temor y se deslizó por el pasillo detrás del hombre de bronce.

Oyó la voz de Doc, pero no distinguió sus palabras. Sus ojos eran ansiosos, su rostro demudado. Consultó el reloj y volvió la mirada nerviosamente en dirección a la puerta de la alacena.

Un momento después, Hugo Parks llamó a Monk:

—Se ve una luz extraña —dijo—. Quizá se trate de un nuevo ataque.

Ocultando su nerviosismo, parecía excitado.

Monk dejó la cocina, rezongando y junto con Parks, fué a examinar el cielo. El hombrecillo no cesaba de charlar, Monk le interrumpió, disgustado. No se veía nada y finalmente decidieron que había sido una falsa alarma. Poco después se sirvió la comida.

Monk sirvió el café, en persona, pues no dejaba este cuidado a nadie, pero consintió en que Parks llevara una taza a Renny, que estaba al mando.

Los ojos de Doc no traicionaban emoción alguna y sus facciones estaban exentas de expresión.

Ham hizo una mueca al tomar el primer sorbo de café.

—¿Haces algún experimento de química en vez de café? —inquirió sardónicamente.

Monk cambió de color. No podía sufrir que se criticara su café. Agarró su taza y la apuró de un sorbo.

—Es excelente —empezó a decir; pero de pronto hizo una mueca—. ¿Qué demonio? —exclamó.

—Creo que está bueno, Monk —dijo Doc, apurando su taza.

Una expresión de sueño se pintaba en las facciones de Ham, y cerró los ojos. Monk hizo un esfuerzo desesperado por ponerse de pie. Estaba lívido.

—¡Narcotizados! —exclamó.

Intentó volverse contra Hugo Parks, pero el hombrecillo se escabulló.

Doc parpadeó, se levantó y dio dos pasos. Lentamente sus rodillas se doblaron bajo su peso y cayó al suelo.

Se oyó un porrazo al desplomarse Renny, cuyas manos soltaron los mandos.

Una sonrisa malévola se dibujó en los labios de Hugo Parks. Rápidamente corrió al laboratorio y cogió varias latas marcadas: «Gasolina... altas pruebas».

Derramó el líquido por el camarote principal y sobre las ropas de Doc y de sus ayudantes. Habeas y Química miraban con asombro, olisqueando con desconfianza.

Luego, Parks colocó una vela de manera que en pocos minutos ardiese e inflamara la gasolina. Corrió a la alacena y abrió la puerta.

—¡Salga! ¡Todo ha ido a pedir de boca! —exclamó.

Gloria Delpane salió. Estaba algo pálida, pues el calor era excesivo en la alacena. Estuvo a punto de hablar, pero Parks no la dejó. La cogió de la mano y la hizo seguir rápidamente.

Una trampa se abrió en el fondo del camarote principal. Había allí un aeroplano anclado, hábilmente rodeado de mamparos que le protegían contra el viento y dispuestos de manera que no entorpecieran la velocidad del dirigible.

Parks empujó a la muchacha al interior del aeroplano y se sentó al mando. El motor rugió. Parks esperó el tiempo justo para que se calentara, alargó la mano hasta una palanca y le dio un fuerte tirón. El aeroplano se soltó, cayó un momento y se enderezó al girar la hélice.

El aeroplano se alejó rápidamente del dirigible. Las llamas brotaron detrás de ellos. El dirigible parecía una bola de fuego. Parks hizo una mueca de satisfacción al caer la bola de llamas hacia el terreno árido de abajo.

—Los viejos métodos son preferibles y más seguros que los adelantos científicos —se dijo—. Cuatro gotas de narcótico en el café y unos cuantos bidones de gasolina han dado resultado. Doc Savage no existe ya.

Su sonrisa se ensanchó y su rostro adquirió una expresión satánica.

—¡Ahora la muerte verde puede verdaderamente dar resultados! —dijo con júbilo.