CAPÍTULO XIII

ATAQUE POR SORPRESA

LOS tambores resonaban en la ciudad tras el acantilado. Los tocaban unos hombrecitos delgados que lanzaban en torno suyo miradas nerviosas.

La ciudad rebosaba actividad. El gigante de bronce a quien vieran entrar no había sido hallado. Varias patrullas de amazonas le buscaban palmo a palmo en los cañones y acantilados. Los hombres no obtuvieron permiso para unirse a ellas. No se les consideraba aptos para semejante tarea. Sus ocupaciones consistían en cuidar de las hogueras, en guisar y otros quehaceres domésticos.

Zehi cazaba sola. Prefería siempre cazar sin estar acompañada de nadie. Era una mujer alta, que medía cerca de un metro ochenta, de anchos hombros y brazos poderosos. Blandía una pesada hacha y miraba con desdén a los hombres.

Zehi había sido una de las que habían sorprendido al hombre de bronce en la selva. Sus ojos brillaban de admiración al recordar su aspecto, aunque miró rápidamente en torno suyo, como si los demás pudiesen leer en su pensamiento. No era conveniente permitir que la princesa Molah supiera que abrigaba por los hombres cualquier sentimiento distinto del desprecio.

Los pies desnudos de Zehi pisaban silenciosamente los tortuosos pasillos de los acantilados, siguiendo una pendiente pronunciada. Zehi no se fijaba para nada en lo que la rodeaba, aunque un arqueólogo habríase sentido feliz en aquel lugar. Unas complicadas pinturas cubrían las paredes de piedra. Esas pinturas relataban la historia de la tribu, desde la época, centenares de años antes, en que los Incas huyeron delante de los españoles, desapareciendo algunos de ellos en la selva para no volver a aparecer.

Unas piedras de brillantes colores se habían usado para la complicada decoración de algunas de esas pinturas, pero Zehi no las miró siquiera. Después de todo, pocos eran los que sabían descifrarlas ahora; y ¿qué importaba? Únicamente Pterlodin pretendía saber lo que significaban.

Zehi hizo una mueca de desdén al pensar en Pterlodin. Era un hombre, un brujo, pero no tenía el físico del gigante de bronce.

Zehi blandía con mayor fuerza su hacha. ¡Pterlodin! ¡Buen brujo les resultaba! Con diabólicos hombres blancos acampados a corta distancia, con tribus hostiles en los alrededores, esperando como buitres la oportunidad de atacar, Pterlodin había desaparecido.

¡Y era el único que sabía contrastar la muerte verde!

Zehi contuvo la respiración al pensar en la muerte verde. Apretó el paso, corriendo casi.

Desde luego existía un sitio en el cual era posible ocultarse sin temor a ser descubierto. La cueva de la muerte, el sitio en el cual se guardaban las víctimas de la muerte verde.

Esta era otra idea tonta de Pterlodin, de entregarlos a las llamas o tirarlos al pozo del sacrificio como los demás.

Un sendero largo y en pendiente la llevó bajo el nivel de la tierra. Agarró un hacha que colgaba de la pared y se estremeció. Pterlodin la había avisado que no visitase la cueva de la muerte. Era un sitio sagrado, era tabú... pero Pterlodin había desaparecido y el extranjero de bronce se ocultaba, sin duda, allí.

Zehi volvió una esquina y llegó a una pesada puerta. Sosteniendo el hacha con la boca, forcejeó hasta que hubo soltado una ancha barra de hierro. A continuación intentó gritar, un grito puramente femenino. No tuvo éxito. El hacha que llevaba en la boca se lo impidió.

Unas manos poderosas y bronceadas le cogieron los brazos y le quitaron el hacha como si hubiese sido un niño; luego la atrajeron al interior de la cueva de la muerte, cuya puerta se cerró a su espalda.

—Hay cosas que quisiera saber y que creo puede decirme —dijo Doc Savage con voz reposada, hablando la mezcla de Cherokee y Sioux, que era el idioma de la ciudad del acantilado.

Los ojos de Zehi estaban extraordinariamente dilatados. Unas luces extrañas iluminaban la cueva de los muertos. El extranjero de bronce parecía todavía más alto y fuerte de cerca que a distancia.

Lo que más la asombró fué la cantidad de objetos extraños colocados en uno de los tablones. Zehi no había visto nunca esas cosas antes de entonces; algunas de ellas eran brillantes y relucientes, mientras otras eran transparentes y parecían contener líquidos. Pero no tuvo tiempo de fijarse en nada más. El hombre de bronce empezó a hacer preguntas. Zehi no deseaba contestar, pero los ojos del extranjero tenían un poder hipnótico.

Fué Doc quien se dio el primero cuenta del peligro. Se abalanzó sobre la enorme puerta y la cerró, atrancándola.

Zehi oyó pasos rápidos, fuera. Estos pararon frente a la puerta y varios hachazos fueron descargados sobre ésta. Unas voces enojadas gritaron con tono amenazador. Zehi se hizo atrás, palideciendo al oír las palabras que pronunciaban.

—Alguien debe haberte visto cuando me sujetabas —susurró—. Te matarán. No puedes escapar.

Cosa asombrosa, Zehi no parecía desear la muerte de Doc Savage.

Otros individuos opinaban de distinto modo.

Un grupo de guerreros se deslizaba por la manigua a unas millas de distancia. Los hombres iban pintarrajeados de un modo grotesco y habían sido excitados o impulsados a un frenesí criminal por peritos en la materia. Uno de esos peritos caminaba al frente del cordón. Era un hombrecito que llevaba un gorro adornado con dos cuernos de antílope y una hilera de dientes humanos en torno al cuello. Tenía una cara fea, de nariz aguileña.

Zehi se habría sorprendido sumamente al verlo. ¡Era Pterlodin, el brujo desaparecido, el único hombre que conocía el secreto de la muerte verde!

Pterlodin tenía formulados grandes planes. Canturreaba de modo extraño al bailotear a la cabeza de la expedición guerrera. Sus ojillos brillantes tenían una luz fanática. Era como un loco poseído por una idea fija... idea que iba a ver realizada.

Pterlodin no parecía considerarse traidor al dirigir un ataque contra su propia tribu; al contrario, parecía orgulloso... pues Pterlodin era ambicioso. Era el brujo de la tribu de mujeres, pero un brujo sigue siendo hombre, algo tolerado antes que venerado. Pterlodin presentía su cuerpo endeble, pero iba a ser rey, dueño de los que habían gobernado tanto tiempo. Pterlodin se lamió los delgados labios al bailar a la cabeza de la salvaje tribu.

Había recurrido a la ayuda de los terribles guerreros Herdotanos, la tribu más temida del Matto Grosso. El reinaría sobre ellos al igual que sobre las amazonas. Los Herdotanos podrían tomar a las mujeres por esposas.

Los ojos de Pterlodin brillaron al figurarse la abyecta rendición de la orgullosa princesa Molah. Pterlodin reinaría en el Matto Grosso. ¿Acaso no entendía la muerte verde? ¿Acaso no sabía cómo contrarrestarla?

El loco corría arriba y abajo a la cabeza de la larga columna. Un hombre blanco caminaba penosamente junto a los salvajes. Iba atado y su rostro barbudo estaba demudado. Era un hombrecito vestido con los restos de polainas de cuero y pantalones de montar de color kaki. Pterlodin rezongó y escupió al pasar a su lado.

Del nombre de aquel hombre Pterlodin no se había molestado en enterarse. Había servido sencillamente de intérprete entre los salvajes y el llamado Norton, el hombre que prometió a Pterlodin la ayuda que necesitaba. Pterlodin volvió a escupir. También Norton moriría cuando habría acabado con él. Todos los blancos morirían.

Pterlodin se había mostrado astuto. No le había dicho a Norton cuanto sabía. Era lo suficiente listo para comprender que Norton le haría traición y Pterlodin odiaba a los blancos aun más de lo que odiaba a las mujeres que le habían mandado.

A varias millas de distancia, Monk y Ham se retorcieron inquietos al oír los tambores. Sus acentos eran amenazadores, preñados de amenaza. Hubieran querido saber lo que eso significaba.

—Si no hubieses vuelto al estado de tus antepasados, no estaríamos en este apuro —dijo secamente Ham— ¡Eres aun más torpe como mono que como químico!

—¡Calla! —gruñó Monk—. ¡Adonde vas tienen ya demasiados abogados! Es probable que te echarán fuera y no tendré que escuchar tu insípida charla.

—Si alguna vez vuelves a oírme, será cuando haga un discurso en un museo —murmuró Ham— sobre la evolución...

En el cuartel general de Sleek Norton, Renny también se retorcía entre sus ataduras. Creía comprender el significado de aquellos toques de tambor y el sudor le cubría la frente.

Se había enterado de muchas cosas en el corto espacio de tiempo entre su captura en el dirigible y la hora actual, demasiadas para la tranquilidad de su espíritu.

Renny estaba atado muy estrechamente sobre una silla. Sabía que Sleek Norton había enviado una tribu de feroces guerreros para atacar la ciudad del acantilado. Sabía que Doc Savage estaba allí y conocía a Sleek Norton.

Este era el cerebro que dirigía muchas empresas criminales en Nueva York desde hacía años. Había sido el enemigo público número uno mucho antes que los Feds empezaran a numerarlos, pero cuando le tomaron el número, Sleek había empezada a viajar por su salud. De lejos seguía enviando órdenes a bandidos de segunda categoría que pagaban el pato o eran víctimas de bandas rivales.

Para que Sleek hubiese ido al sector del Infierno Verde, era preciso que la cosa valiese la pena, pues no acostumbraba dedicarse a empresas estériles.

Renny ignoraba qué era lo que estaba en juego, pero sabía que la muerte verde tenía que ver con el asunto y sabía que Norton consideraba la exterminación de Doc Savage necesaria para su éxito, aunque al principio Sleek pensó que necesitaba a Doc para ayudarle.

Casualmente, Sleek dejó comprender todo eso, pero Renny no había podido enterarse exactamente del tenebroso fin que perseguía. Había sido suficientemente importante para que Sleek enviara a Hugo Parks a Nueva York con el fin de atraer a Doc Savage a la manigua. Luego se hizo necesario que Sleek tomara medidas para evitar la llegada de Doc.

Pero Doc no había sido detenido. Estaba ahí... corriendo peligro su vida, y sus ayudantes estaban separados, indefensos. Uno de ellos era víctima de la muerte verde.

Frenéticamente, Renny se retorció, reuniendo su tremenda fuerza en una tentativa estéril por aflojar las cuerdas que le sujetaban. Acababa de ver al elegante Sleek Norton entrar en uno de los dirigibles anclados en el linde del claro. Uno de los dirigibles era el de Doc. El otro pertenecía a Sleek. Renny se retorció con fuerza. Si pudiese soltarse y subir a aquel dirigible, tal vez le sería posible ayudar a Doc.

Norton salió del dirigible y se acercó al grupo de gángsters. Estos se hallaban delante de una de las casas portátiles más modernas que Sleek había traído a la manigua, con su propia instalación eléctrica, neveras y ventiladores. Sin duda se trataba de un asunto interesante cuando Sleek se había molestado en instalar aquel cuartel general permanente.

Renny se irguió. No le importaba que fuese crecido el número de enemigos contra los cuales tendría que luchar. Era preciso que ayudara a Doc. De pronto se sintió libre. Las cuerdas no se habían roto, pero la silla moderna, de tubos de acero, se quebró por el respaldo.

Renny se puso de pie. A su espalda, la elegante figura de Sleek Norton se acercó con cautela. Los ojos de Sleek se cerraron a medias. Sus labios sonrieron con crueldad. Con un gesto rápido, sacó una pesada pistola automática de la funda que llevaba colgando del hombro y asestó un culatazo en el cráneo a Renny.

El fornido ingeniero se desplomó. No oyó el cambio de tono de los tambores ni el vocerío que subía por la selva... vocerío de rabia, que no tardó en trocarse en pánico.