CAPÍTULO IX
EL dirigible viajaba también sobre la manigua, pero a muchas millas de distancia y a velocidad mucho menor que la del aeroplano robado por Parks.
Un observador ordinario no se habría dado cuenta que estaba en el cielo. Lo único que se veía era una nube. Esta se movía en el aire a velocidad sorprendente por tratarse de una nube. Se trataba de un invento de Doc. Contenía algo de humedad, la suficiente para darle peso, y estaba electrificada. La electricidad que contenía la mantenía cerca del casco de metal de la nave aérea.
Uno u otro de los ayudantes de Doc se hallaba siempre en los mandos. El gran dirigible seguía una dirección fija, marcada por la brújula.
Doc estaba mirando por otro instrumento, construido en el fondo del dirigible y que echaba rayos ultravioletas. Esos rayos atravesaban la nube artificial y daban una vista clara de la manigua, a sus pies. El hombre de bronce mostraba interés por lo que veía, pues la manigua valía la pena de ser inspeccionada.
Parecía imposible que unos hombres pudieran haberla penetrado a pie. Se extendía durante millas y millas, tan densa que un grupo de hombres a pie se vería, sin duda, obligado a abrirse camino palmo a palmo.
De cuando en cuando, se veían unos montones de piedra cubiertos de enredaderas y matorrales. Era cuanto quedaba de ciudades olvidadas. El país tenía, sin duda, interés excepcional para un arqueólogo en busca de reliquias de tiempos pasados.
Monk y Ham pagaron silencioso tributo a los que tenían el valor de desafiar aquel país a pie y con canoas. Fieras peligrosas, serpientes y plantas venenosas llenaban la manigua. Los ríos también eran peligrosísimos.
Las hélices del dirigible eran mudas. El aire que desplazaban y tiraban detrás de ellas era recogido y distribuido de manera que el ruido que hacían no era mucho mayor que el de un ventilador. A la altura a que viajaban, el sonido no podía oírse desde tierra.
Hacía horas que no habían visto habitaciones humanas y, sin embargo, sabían que había hombres en la manigua. Los exploradores que penetraron en el Infierno Verde y tuvieron la suerte de regresar, escribieron extensamente sobre las tribus que habían hallado.
Sin excepción, decían que los indígenas eran sanguinarios y poco dignos de confianza. Algunos miembros de esos grupos de exploradores habían sido asesinados a traición, otros se vieron obligados a luchar para escapar, batallando días enteros antes de verse a salvo.
La manigua en sí era un enemigo fiero. Si se le añadían sus habitantes de obscura piel, no era adversario que se pudiera atacar sin muchas armas y abundantes provisiones.
Los ayudantes de Doc no se preocupaban. El dirigible les llevaba en una hora a una distancia que hubieran necesitado días para cubrir a pie y aun en el caso de que, debido a una desgracia, perdiesen el dirigible, tenían confianza en que Doc les sacaría de apuros de una manera u otra.
Lo único que les tenía inquietos era el pensamiento de Johnny. Ahora que se acercaban a su meta, su ansiedad iba en aumento. Ninguno de ellos quería pensar en lo que iban a encontrar.
Doc se volvió de pronto, abandonando su inspección del país. Se acercaban a un gran claro.
—Parad los motores —dijo secamente—. Hemos llegado a nuestro destino.
Renny se quedó boquiabierto. Sin hablar, señaló el indicador de radio. La aguja seguía marcando en línea recta, sin vacilar para nada.
Doc no cambió de expresión. En cambio, señaló lo que parecía un reloj que sostenía en la mano. El reloj era del mismo género que el indicador de radio, pero mucho más pequeño. No tenía más que una aguja pequeñita que oscilaba furiosamente.
—Nuestro amigo Hugo Parks ha creído engañarnos —dijo el hombre de bronce.
—Pero ¿cómo? —tartamudeó Renny.
—Había indicadores en los paracaídas del aeroplano —dijo tranquilamente Doc—. Esos indicadores eran de un tipo distinto. Esta esfera nos demuestra que los paracaídas están debajo de nosotros. Parks y la muchacha han saltado, sin duda, del aeroplano en este sitio.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Ham. Se había preguntado si Parks no intentaba engañarles y aguardó acertadamente a que Doc descubriera una tentativa para lanzarles sobre una pista falsa.
Monk iba de un lado a otro, muy excitado.
—¿Qué demonios esperamos? —chilló—. Vamos. ¡Hemos de hallar a Johnny!
—Sería preferible bajar cuando sea de noche. Podemos hacer mucho más si se ignora nuestra presencia —dijo Doc.
Monk bajó la cabeza. Fuerza le era reconocer, que Doc acertaba siempre mejor que él y que tenía razón en la presente ocasión como en muchas otras. Por muchos deseos que tuviera de enfrentarse con los peligros que le amenazaban, dominó, pues, con dificultad su impaciencia.
—Hemos de hacer preparativos —le recordó Doc.
Esos preparativos contribuyeron a hacer pasar el tiempo. De un pequeño almacén situado en el envoltorio del dirigible sacaron las diversas piezas de un autogiro.
Doc y sus ayudantes montaron rápidamente el aparato. No era de grandes dimensiones, pero sí capaz de llevar a tres hombres, aunque no a gran distancia. Y era un verdadero autogiro... uno de los pocos que existen en el mundo. Subía y bajaba verticalmente y la enorme hélice tenía bastante fuerza para sostener el aparato inmóvil en el aire.
Para un país salvaje como el que intentaban explorar, resultaría sumamente valioso, pues necesitaba muy poco espacio para aterrizar o despegar.
El dirigible flotaba con facilidad, sin avanzar; y una sola hélice funcionaba a intervalos para sostenerlo; de otro modo, sus motores estaban silenciosos.
El hombre de bronce y sus ayudantes ignoraban que la nube que ocultaba el dirigible atraía la atención; pero ignoraban también que Sleek Norton se había enterado de que vivían todavía.
Sleek Norton sonrió cuando le llamaron la atención sobre la nube. Era lo único que se veía en el cielo. Más avanzado el día, habría otras, pero eso seria cuando los chubascos usuales caerían como siempre, por la tarde.
Norton envió mensajeros desde su escondrijo para ir al encuentro del grupo que servía de guía a Hugo Parks y a la muchacha.
Más tarde todavía, otro grupo dejó el campamento. Iba bajo el mando de un blanco que recibió instrucciones concretas de Sleek Norton. El hombre rió entre dientes al recibir esas instrucciones. Sleek Norton era, sin duda alguna, un jefe muy inteligente.
A continuación, Norton en persona se puso a la tarea y se hicieron grandes preparativos de armas.
Ignorantes de la recepción que les preparaban, Monk, Ham y Renny estaban muy seriamente ocupados.
Estaban de acuerdo en que alguien tenía que quedarse en el dirigible. Además, el autogiro no podía llevar más de tres personas y nadie quería perder tiempo haciendo un segundo viaje.
Dejaron que la suerte decidiera entre ellos y se pusieron de acuerdo para que el que tuviera «cara», mientras sus compañeros sacasen ambos «cruz», o viceversa, se quedara de guardia. Con habilidad extraordinaria o conocimiento de cómo los demás reaccionarían, probablemente los tres hacían saltar sus monedas como si supiesen qué lado iba a quedar a la vista. Varias veces los tres sacaron «cara» o «cruz».
Renny acabó por disgustarse y tiró su moneda al espacio.
—¡Vosotros os entendéis demasiado bien! —declaró severamente— Me quedaré yo y que no se hable más del asunto.
—¿No querrás decir que nos hacemos signos, Renny? —preguntó Monk, con acento inocente.
—Tal vez no le llamáis signos —dijo amargamente Renny—. Pero es extraño que cada vez que bajabas el párpado izquierdo, tú y Ham teníais «cruz», y cuando movíais el párpado derecho, ambos teníais «cara».
Se decidió que Química y Habeas Corpus se quedarían a bordo con Renny. Ni Monk ni Ham gustaban de este arreglo, pero convinieron en que regresarían en busca de sus favoritos más tarde, si les era necesaria su ayuda.
Química estaba jugando, molestando como siempre a Habeas Corpus, y aunque el marrano había sido víctima centenares de veces de sus travesuras, no dejaba nunca de levantarse y perseguir en vano al mono.
Monk y Ham tomaron sus pistolas misericordiosas. Su primer viaje sería de exploración, pero ignoraban delante de qué se hallarían.
Doc pasó unos veinte minutos en su laboratorio y llenó de aparatos el espacio del botiquín para casos de urgencia que llevaba ceñido al cuerpo.
La manigua ocultaba bien sus secretos y muchas cosas podían ocurrir en su seno.
Doc tomó el mando al ser bajado el autogiro por la abertura practicada en el fondo del dirigible, al llegar el crepúsculo. Era la misma abertura usada por Parks para escapar en el aeroplano robado.
El dirigible flotaba a gran altura. Cuando el autogiro quedó suelto, cayó en línea recta por espacio de varios centenares de pies antes de que la gran hélice funcionara, así como el motor. A continuación, su velocidad aminoró paulatinamente.
Doc había retratado en su cerebro el terreno que se extendía a sus pies. Bastante lejos, al Oeste, había acantilados. La manigua les había ocultado tan eficazmente que no había sido posible verlos claramente desde arriba. Habría sido posible acercárseles, pero el hombre de bronce no hizo esfuerzo alguno por lograrlo.
El autogiro aterrizó fácilmente.
El hombre de bronce se puso unos lentes especiales y empuñó una lámpara eléctrica.
Esta no lanzó el haz de luz blanca que era de esperar, pues se trataba de un rayo especial y, a través de sus lentes, el hombre de bronce veía perfectamente, sin que la luz delatara su presencia en caso de que alguien le vigilara.
Escudriñó el suelo con atención y las huellas que vio resultaron clarísimas para su cerebro acostumbrado a las deducciones. Vió el lugar donde Parks y la muchacha se habían reunido con un grupo numeroso. Las huellas de zapatos le dieron a entender que había dos hombres blancos en el grupo.
No tardó en descubrir con el rayo especial los paracaídas abandonados y su trino resonó en el aire.
Monk y Ham se abalanzaron sobre él. Doc recogió una nota sujeta a uno de los paracaídas y la leyó en voz alta:
«Querido Doc: Comprendo tus maquinaciones mentales lo suficiente para saber que buscarás la explicación de mi suerte. ¡Yo soy un hombre que ha estado muerto y morirá nuevamente! ¡Ve! No puedes ayudarme. No intentes comprender. No puedes comprender. —Johnny.»
—¿Qué significa esto? —exclamó Ham.
Doc no contestó. Parecía enfrascado en sus pensamientos. Se sacó un pequeño lente del bolsillo y espolvoreó el papel con un polvo finísimo. A continuación, lo estudió a través del lente.
—Aquí hay huellas digitales. Son las huellas de Johnny —dijo lentamente—. Pero una voz ruda le interrumpió, aunque en la obscuridad era difícil decir de qué dirección llegaba.
—Doc Savage... eres un hombre valiente, pero óyeme. Abandona este país y no vuelvas jamás. Si no me haces caso, no saldrás nunca.
Monk exclamó con firmeza:
—¡Vamos, a ellos!
Doc alargó la mano, conteniéndole.
—Espera —dijo.
Ham hizo caso omiso de la exclamación de Monk y dijo:
—Ibas a decir otra cosa, Doc... algo relativo a las huellas de Johnny. ¿Qué era?
—Esas huellas... —dijo Doc— no eran las de un hombre vivo.