CAPÍTULO XXV
MONK no estaba muy tranquilo que digamos, pero acabaron de llenarle de pánico las siguientes palabras de Doc:
—Lo más probable es que le hayan cogida pava lanzarle contra nosotros.
Monk pugnó por tragar saliva, cosa que le fue muy difícil. Los acontecimientos desarrollados últimamente en el piso alto, comenzaban a adquirir un significado.
—¡Doc!, Tú me sacaste de la habitación incendiada ahora y lo hiciste con idea de que pudieran escapar esos bandidos —exclamó, acusador.
—Quizá tengas razón.
—Pero, ¿por qué?
—Porque me pareció la única solución, la más simple, de todo este enigma.
El químico dejó escapar un gemido.
—¡Eres incomprensible! Si esto es una solución... bueno ¡ojalá lo sea!
Doc estudió el techo. Era, éste de hormigón con refuerzos de acero y como la segunda cámara subterránea era muy honda entre ella y la habitación incendiada mediaban unos cuantos pies de tierra.
—El calor no les hará estallar —decidió; y tocó uno de los proyectiles aéreos.
—Quizá no —tartamudeó Monk—. Pero ya sé lo que son esta clase de excavaciones y lo que pueden contra ellas los explosivos. Esta cámara, por honda, no bastará a protegernos del T. N. T. contenido en ese torpedo infernal que nos han substraído.
Doc se dirigió a la escalera, la subió y halló a Renny y a Ham tratando, sin mucho éxito, de extinguir el fuego. La lluvia de plomo que caía sobre el edificio era un obstáculo para ello.
—¡Es inútil! —dijo Renny con voz hueca—. El suelo está seco y arde que es una maravilla.
Doc deseó saber dónde se hallaba el resto de los compañeros.
—En observación, junto a las ventanas. Esas gentes pueden intentar asaltarnos cuando menos se espere.
Desde la cocina les gritó la princesa Gusta:
—¡Aquí hay cacerolas, sartenes, y uno o dos cubos de fregar! Sacaremos agua del pozo que hay en el pasillo subterráneo.
Doc y Monk corrieron por los receptáculos.
—Vuestra, Alteza es un hacha, como decimos en América —observó Doc cuando hubo llegado al lado de la princesa.
Monk trató de reír y en vez de esto soltó un grito formidable, pero no se desanimó. La segunda tentativa tuvo más éxito. En su mente veía perfilarse limpiamente un torpedo aéreo. Había visto tantos que conocía de sobra sus efectos.
—Vuestra. Alteza puede estar contenta —observó luego—. Doc no suele decir galanterías.
—Ya lo he notado —repuso Gusta secamente.
Monk la comprendió; sin embargo, no se atrevió a comentar aquella respuesta. Las mujeres jóvenes, sobre todo cuando son tan atractivas como lo era la princesa, están acostumbradas a la lisonja. Doc no era galante y Monk decidió que la princesa estaba picada.
Se llenaron los cubos y jarras del agua de la trampa —en ella había hallado Ham su bastón— gracias al boquete abierto en el suelo del pasillo por la pasada explosión, pero el acto de derramarlas sobre el fuego no dejaba de ser peligroso y expuesto.
Al lado opuesto de la casa se derrumbó otra parte del techo rasgado por los proyectiles de las ametralladoras. El estampido de los disparos tronaba de continuo bajo la lluvia.
—Me parece que podrá limitarse el incendio al área empapada por la gasolina —concluyó Doc tras de observar los efectos que producían los esfuerzos de la primera brigada de bomberos improvisados.
—¿Para qué lo habrán provocado? ¿Para que ardamos? —dijo Monk, pensativo.
—No —le contestó Doc—. Lo han hecho para originar lo que se llama una imantación. Es decir, para atraer sobre la casa al torpedo aéreo.
—¿Eh?
Monk dejó caer el cubo, vacío, que empuñaba.
—El calor atrae a esas bombas aéreas.
Long Tom apareció a tiempo de oír aquella declaración. El pálido mago de la electricidad se mesó les cabellos con los largos dedos y meneó, con gesto pausado la cabeza.
—Pues yo suponía —confesó—, que se guiaban mediante un aparato de radio dispuesto para el caso.
Doc guardó silencio, parecía escuchar.
—El invento del barón —les explicó después—, consiste en una especie de «ojo» mecánico que, en relación con los usuales relais y movimiento de ondas radiadas, lanza a los torpedos aéreos hacia los objetos que emiten calor. Ya recordaréis que todos los objetos destrozados hasta ahora, despedían calor, como por ejemplo, el motor de un aeroplano, el de una gasolinera, el de un automóvil e incluso la hoguera de un campamento.
Monk se estremeció.
—Ya que no podemos apagar el incendio —propuso—, salgamos de aquí antes de que nos caiga encima la bomba.
En la pausa que sucedió a la proposición el tableteo de las ametralladoras y el silbido y detonaciones de las balas de rifle adquirió una intensidad emocionante.
—No podemos salir —repuso con voz serena Doc—. Los artilleros están lejos y no lograremos alcanzarles con nuestras granadas.
—¡Por el toro sagrado! ¿Cómo puedes tomarte la cosa con tanta calma? —exclamó el ingeniero—. Cuando llegue el torpedo, ¡pum!, ¡Telón rápido!
Doc le recomendó:
—¡Tómatelo con más calma!
—¡Demonio! ¡Yo no poseo tus nervios!
Long Tom, cuyas cuerdas vocales, tirantes y resecas, se negaban a obedecerle, emitió un sonido gorgoteante que quería ser una carcajada.
—Acaba de explicarnos lo del invento del Barón, Doc —rogó a su jefe—. Me agrada conocerlo.
El hombre de bronce fue a cerrar la puerta de la habitación en llamas para que no les descubriera la luz y habló de esta suerte:
—El secreto de la habilidad con que ese ojo ve y lleva a los torpedos, hacia cualquier objeto caliente, en la oscuridad de la noche, entre niebla o tras de una columna de humo, estriba en un bien conocido principio científico.
El rey Dal llegó de puntillas de otras habitaciones de la casa y les gritó interrumpiendo la explicación:
—¡El enemigo se aleja!
—Se aparta para que no le coja la futura explosión —gimió Monk en voz baja; y añadió más fuerte:— ¿Cuál es ese principio, Doc?
—El siguiente: todo objeto que goza de una temperatura más elevada que el medio en que se encuentra, irradia rayos calurosos. Ejemplo de esto es el radiador usual. Ahora bien: estos rayos atraviesan, como todos sabéis, el humo y las tinieblas.
—¡Pues sí que es esta ocasión de discutir principios científicos! —murmuró el rey Dal.
—¡Silencio! —le pidió Monk cuya nerviosidad le hizo olvidar con quien hablaba.
Doc siguió diciendo como si no se hubiera dado cuenta de la interrupción:
—Los rayos calurosos son invisibles a simple vista aun cuando se pueden registrar mediante métodos diversos. La manera más simple de descubrirlos es acercar una mano a la fuente del calor, por ejemplo: al radiador mencionado ya.
—¡Apresúrate, Doc! —gimió Long Tom—, o se me volverán blancos los cabellos.
—El «ojo» inventado por el Barón para el descubrimiento de dichos rayos, es sencillamente, una célula fotoeléctrica de extraordinaria sensibilidad —concluyó Doc—. El mecanismo que mueve al «ojo» para que éste señale, como la aguja de una brújula, la dirección de la fuente calorífica, es demasiado complicado para explicároslo sin valerme de ilustraciones, pero no es nuevo en principio. Lo esencial es conocer la extraordinaria sensibilidad de ese «ojo», sensibilidad que le hace ver un objeto caliente a considerable distancia.
—¡Ahora, entiendo por qué colocaste a la zaga del aeroplano la caja metálica en cuyo interior ardían las cuatro estufillas! —gruñó Monk—. El calor que irradiaban era más intenso que el de los motores del aparato y por ello atrajo al torpedo.
Doc comenzó a decir:
—Sí. Esto...
Y se calló.
Por encima del tiroteo, de los silbidos de los proyectiles y del blando murmullo de la lluvia, sonó una vibración especial que reconocieron todos.
Era originada por el motor de un aeroplano.
—¡Mis aviadores! —balbuceó el rey Dal.
—No —repuso Monk desengañándole—. Alguien se ha apoderado de nuestro aeroplano.
El motor zumbó, bajó de diapasón, tornó a zumbar con más fuerza al calentarse los motores, y pasado un instante adquirió un tono distinto más estridente, más vigoroso.
—¡Ya ha despegado! —murmuró Renny.
Las múltiples detonaciones del escape se debilitaban, luego tornaron, rápidamente, a cobrar fuerza.
—Se hallan a cierta altura —calculó Doc en voz alta—. Ahora descenderán para soltar el torpedo.
Renny dio una palmada tan sonora que se oyó a pesar del tiroteo.
—¡Ya entiendo! —dijo.— ¿Hay alguna probabilidad de salvación?
—¡No!
Doc acentuó la sílaba.
Todos aguardaron. Doc no habló más. Permanecía inmóvil. Sus cinco hombres no habían perdido del todo la esperanza, Otras veces habían corrido peligros tan grandes como el actual y se habían librado de ellos por un golpe estratégico del hombre de bronce.
Pero, naturalmente, en ocasiones, se puede fracasar. Doc no era un ser sobrenatural a pesar de su ingenio extraordinario. Y por esta vez podían salirle mal las cuentas. En el fondo, los cinco estaban amedrentados.
El zumbido del aeroplano adquiría, por grados, el volumen de un trueno.
La princesa asió a Doc por un brazo.
—Después de todo veo que no soy un hacha —suspiró—. Tengo miedo... ¡muchísimo miedo!
Aquel era el momento psicológico, oportuno, de ceñirla por el talle que, posiblemente, era lo que esperaba. Pero Doc la decepcionó.
—Cruce los brazos y resguárdese con ellos la cabeza —le aconsejó—. No será difícil que acabe de derrumbarse el techo a causa de la explosión.
Justamente fue lo que sucedió. Mas no se desplomó todo sino solamente la parte atacada por la continua lluvia de plomo.
El mismo aire se incendió, tomó el color de una brasa y luego les cegó una luz resplandeciente. Chocó en sus oídos el aire en forma de ráfaga que casi les desgarró el tímpano. La lluvia que bajaba por los canales cayó como líquida, sábana sobre la casa y penetró por los boquetes abiertos.
Fue entonces cuando se desplomó, entre crujidos y chasquidos, la parte del techo.
El tiroteo cesó como si de repente y por arte de magia se hubieran agotado todas las municiones del enemigo.
Le sucedió un profundo silencio. Probablemente seguía cayendo la lluvia y crepitando las llamas del incendio, pero el fragor de la explosión había ahogado todos los ruidos menores.
Diez, veinte minutos, se prolongó la pausa. Luego: ¡zump! Cayó un cuerpo pesado cerca del edificio de piedra.
—Son los motores del aeroplano —anunció Doc.
A continuación sonó, más blando, el ruido de otra caída; pequeños repiqueteos.
—Eso debe ser lo que faltaba del aparato.
La lluvia caía sin interrupción, era un verdadero aguacero, pero ya no se reanudó el tiroteo.
Habeas gruñó varias veces, quejumbroso, hasta que Monk le redujo a silencio amenazándole con arrancarle las orejas para con ellas hacer un obsequio a Ham. Su voz sonaba gozosa. En realidad aquel era uno de los momentos más dichosos de su vida. Y también de los animados.
—Conque el torpedo se volvió contra ellos, ¿eh, Doc? Cuéntanos cómo ha sido —dijo.
—Es muy sencillo. En el interior de la cabina había yo depositado una caja de metal...
—¿La que estaba sin numerar?
—¿La que sacaste de la choza? —Inquirieron a un tiempo, dos voces.
—Eso es —repuso el hombre de bronce—. Pues bien: en su interior había un aparato emisor de rayos que son los que atrajeron, más tarde, al «ojo» fotoeléctrico del torpedo.
—¡Por el toro sagrado!¿Por ventura no estaba bastante caliente la caja para atraerle?
Doc meneó la cabeza.
—El funcionamiento de esos rayos es complicado —respondió—. Pues sólo atraviesan los cuerpos sólidos: son, quizá, una variante de la corriente atómica. Todavía no se les conoce bien. Pero, desde luego, se pueden originar y emitir sin mucho calor.
Renny puso una cara larga.
—¡Esto es harto complicado para mí! —observó.
—Considera estos rayos casi idénticos a los rayos X. ¿Simplifica esto tu comprensión?
—Desde luego.
—«¡All right!» La caja depositada junto a la cola del aeroplano emitía esos rayos en gran cantidad. Yo la dejé allí para que atrajera cualquier torpedo que pudiera ser arrojado sobre nosotros.
—Ya entiendo.
—Pero, ¿esos bandidos no han tenido miedo de que una vez lanzado, atrajeran al torpedo los motores del aeroplano? —interrogó Monk.
—No, porque era más fuerte la atracción del incendio provocado, aparte de que el «ojo» se había dirigido aquí —repuso Doc—. Por suerte, pudo más el aparato encerrado en la caja.
Ya no sonaban tiros afuera. Doc encendió la lámpara con ayuda del pulgar y con la misma pasó revista a la pequeña asamblea reunida en la sala.
—Veo que falta uno —observó en tono sombrío.
Sus compañeros se miraron.
—¡El capitán Flancul! —balbuceó la princesa—. ¿Dónde está?
—No le he visto desde hace rato —tartamudeó Monk.
—¿Le habrá caído encima el techo? —interrogó Renny con su voz estentórea. E inició una media vuelta como si fuera a buscarle.
—El capitán ha caído, mas... no debajo del techo —dijo con calma Doc—. ¡Le ha derribado la explosión!
La princesa levantó una mano y se tapó con ella los ojos.
—Entonces... el capitán Flancul...
—Telefoneó, desde aquí, a primera hora, mientras fingía llevar a cabo un registro de la casa, y llamó en su auxilio a la partida rebelde que está ahí fuera —concluyó Doc.
A Renny le sobrevino un acceso de furor.
—¿De modo que el capitán era la cabeza directora, el que manejaba los hilos de la intriga? —interrogó, con voz fuerte.
—Por lo visto. También ha sido él quien ha libertado a los prisioneros.
—Pero, Doc, si sospechabas...
—No tenía prueba alguna que me demostrara su culpabilidad— —explicó el hombre de bronce—. Cuando llegó el pelotón rebelde me pareció evidente que se le había llamado y, como es lógico, el individuo más sospechoso me pareció que era el capitán Flancul.
—¡Pero le dejaste escapar!
—Le dejé que se descubriera —rectificó Doc—. Ahora ya sabemos que es culpable y nuestra tarea se reduce a detenerle.
La tarea, sin embargo, era más dificultosa de lo que pensaban. Como tampoco era floja, la de detener a Muta o al conde Cozonac.
Desde luego, los restos de sus cuerpos que se hallaron, fueron suficientes para poder identificar a cada uno. El trío iba a bordo del aeroplano destruido por la explosión y después quedó muy poco de él.
Los pilotos de las fuerzas aéreas calbianas llegaron en doce aparatos de caza y dispersaron a los revolucionarios sitiadores, matando a unos cuantos y persiguiendo al resto por entre les espesos matorrales.
Un herido rebelde confirmó lo que Doc había supuesto. Esta es: que el capitán Henri Flancul era el instigador de la revuelta. Él había robado los planos secretos del barón Mandl de la bóveda donde estaban encerrados y con su fortuna había sufragado los gastos que suponía la adquisición de armas para la revolución. EL capitán se creía un moderno Napoleón. Había alimentado la ilusión de coronarse rey de Calbia, para luego, gracias al arma eficaz del Barón, emprender la conquista de otras naciones.
El herido dijo más. Explicó que se había utilizado también el torpedo en contra de determinados defensores de la causa revolucionaria porque no estaban de acuerdo con sus proyectos ambiciosos. Los torpedos se habían utilizado para quitarles de en medio.
Doc Savage no debía, pues, subir al trono de Calbia.
Como recompensa y dando muestras de una hermosa confianza, se le ofreció el Gobierno del país. Mas, habiéndose concluido ya la revolución por falta de apoyo, Doc rechazó delicadamente la oferta.
Vestida con una creación de la mejor modista de San Blazúa, que la hacía perecer más seductora, la princesa oyó de labios de Doc esta decisión, y apretando los labios abandonó la cámara real. Casi todo el resto del día se mantuvo encerrada en su habitación sin admitir en ella ni siquiera a su camarista favorita. Y por la noche, durante el banquete celebrado en honor de Doc Savage, el excesivo maquillaje aplicado a su semblante no logró ocultar la irritación de sus párpados.
—Doc tiene la culpa —dijo Monk embutido en un traje de etiqueta que ponía aún más en relieve su simiesca figura.
—¡Calla, mico, y no te rías! —replicó Ham que iba elegantísimo—. ¡La princesa es una excelente muchacha!
Antes de salir de Calbia, Doc pidió y le fue concedido, que se enviara una muestra del torpedo aéreo a los Ministerios de la Guerra de cada nación europea junto con una información detallada de cómo los objetos radiadores de calor podían utilizarse en calidad de reclamo, contra los proyectiles y servir así de arma defensiva.
—Y con ello se disipará el temor que podrían inspirar los torpedos —afirmó Doc Savage.
FIN
Título original: The King Maker