CAPÍTULO XXII
UN ¡clic! apenas perceptible y el chirrido de las bisagras precedieron a la inclinación de la trampa. Ambos sonidos fueron muy leves, pero unido a la deducción rápida del hombre de bronce de que aquel pasadizo ciego tenía por fuerza alguna utilidad, fueron suficientes para advertirle del peligro que corría.
El pasillo era estrecho. Doc se retorció, saltó en el aire y apoyó los pies en una de las paredes. Sus hombros se incrustaron en la pared opuesta. Como era rugosa, logró mantenerse en aquella posición. Cuando hubo bajado del todo la trampa, la luz de la Lot le mostró el pozo que tenía debajo.
Entonces procedió a ganar las escaleras. La tarea hubiera sido laboriosa, lenta, para un hombre dotado de músculos menos resistentes. Pero el hombre de bronce no pertenecía a aquella especie. Puso su planta sobre el primer peldaño de la escalera al propio tiempo que una losa de piedra, parte ostensible de la pared del corredor, se abría sobre sus goznes.
El conde Cozonac asomó la cabeza por la abertura y miró al exterior. Cabe dudar de sí el obeso personaje vería o no a Doc, porque su puño bronceado, azotándole el rostro, le tapó la boca, nariz y ojos a un tiempo. El jefe de los revolucionarios fue empujado hacia atrás con una fuerza irresistible que batió el aire con los brazos y después los extendió como para asirse al aire.
Pero se desplomó pesadamente, levantando de momento ambos pies. AL caer sonaron con distinto ¡pum! Simultáneamente se tiñeron de sangre sus labios gruesos y las ventanillas de la aplastada nariz.
Muta se hallaba, de pie, a espaldas del conde, mas logró regatear el cuerpo con la prontitud de un «terrier». Iba armado de un revólver, que disparó mientras estaba en el aire. Como no había afinado la puntería, el tiro no dio en el blanco. El estampido que le acompañó fue ensordecedor en el limite del angosto pasillo, que descendía en suave pendiente.
El salto de Muta le arrinconó forzosamente junto a la pared y erró el segundo tiro.
El tercero no llegó a efectuarse.
El enano fue sometido a un registro, sujeto con inaudita violencia, y unos dedos de bronce le arrancaron el arma de la mano.
Sin soltar al odioso enano, Doc se lanzó al asalto. En la mano llevaba el revólver cargado. Raramente empleaba, armas de fuego en la lucha cuerpo a cuerpo, porque tenía por un mal sistema el basar la propia defensa en un revólver.
El pasillo daba la vuelta y se abría en una hermosas habitación. Un hombre que ostentaba el uniforme de los revolucionarios aguardaba en ella revólver en mano. Le tenía cargado, pero no disparó de momento por temor de herir a Muta, al cual, perneando y debatiéndose, llevaba Doc a guisa de escudo. Pero luego alzó el brazo armado y trató de meter una bala en el cráneo de Doc.
El arma arrebatada a Muta disparó con estampido atronador y se dobló el brazo del soldado como si de pronto le hubieran dotado de una articulación nueva entre el codo y la muñeca. La pistola resbaló y cayó de sus dedos al suelo.
Doc le quitó de en medio de un empujón y divisó entonces, fuertemente atados y en línea, junto a la pared, a Monk, Johnny, Ham y Long Tom. Dos hombres afiliados a la causa revolucionaria —uno de ellos era el oficial del Estado Mayor— se adelantaron a interceptarle el paso. Los dos empuñaban sendos automáticos de cañón casi tan fino y delgado como un lápiz.
La cámara subterránea se conmovió de nuevo al vomitar plomo el revólver de Doc. El arma pequeña para su mano desarrollada quedaba oculta en la palma y sus fogonazos eran llamaradas color sepia que le brotaban del puño.
Uno de los dos soldados lanzó un gemido y cayó de rodillas, muy pálido. La bala del revólver de Doc se le había incrustado en la diestra con que empuñaba el automático. Este chocó a sus pies con el suelo de la cámara, saltó y giró un momento sobre sí mismo. Más interesado por el dolor que sentía y sosteniendo la mano herida, el hombre no trató de recuperarlo.
Su compañero, el oficial del Estado Mayor, perdió la presencia de ánimo.
Quizá contribuyera a esto la paliza recibida de manos de Long Tom a primera hora de la noche. Lo cierto es que tiró el automático y levantó los brazos. En su loco deseo de hacer ostensible la rendición, se empinó sobre la punta de los pies.
—«¡Nu!» (¡No!) —exclamó—. ¡No dispare!
Doc registró rápidamente a los dos, despojándoles de armas.
Renny apareció a la entrada de la cámara, iluminada por linternas de gasolina pendientes del techo. Le seguían el rey Dal, la princesa y el capitán Flancul.
Este apreció la escena de una sola ojeada.
—<¡Buna!> (¡Bien!) —exclamó—. Ya veo que les ha capturado. Vuelvo arriba y veré si quedan más hombres por allí.
Giró sobre sus talones y desapareció en el corredor.
Doc y Renny se apresuraron a desatar a sus compañeros.
—La casa tiene otra salida, ¿no sabéis? —les participó Monk, con un gruñido—, y esos bandidos se valieron de ella para sorprenderme y sorprender a Ham por la espalda. Así nos han atrapado.
—¿Dónde se halla? —quiso saber el hombre de bronce.
Monk le indicó:
—Por allá.
El hombre de bronce atravesó la cámara. En torno de las paredes había, alineados, varios bancos de trabajo. Sostenían aquellos muchas herramientas y maquinaria de metal. Sobre ellos se habían clavado cajas en la pared, unas cuantas de las cuales estaban vacías, pero algunas contenían hilo de alambre y otros metales en forma de láminas delgadas y ligeros tubos huecos.
Aquel material decidió Doc que debía ser parte del material en bruto con el cual eran construidas las armas misteriosas. Pero de éstas no halló ni rastro.
Halló la puerta posterior de salida en forma de una escala de mano por la cual se llegaba hasta una trampa que se abrió en silencio al empujarla él. Se encaramó al otro lado y se halló en una habitación interior de la vieja, casa de piedra. La trampa se abría en el suelo.
Agachóse y aplicó el oído. Oía pasos... se acercaba un hombre.
—¡Capitán Flancul! —llamó.
—¿Oigo? —le respondió la voz del capitán.
—¿Ha descubierto algo?
—Nada. Salgo a registrar el exterior.
Valiéndose de la luz de la lámpara, recorrió Doc rápidamente toda la casa.
Esta tenía un viejo mobiliario usado. Sin duda algunas de sus piezas tendrían un valor inapreciable en calidad de antigüedades.
En una cámara reducida descubrió un «secretaire» tallado, de finas patas.
Sus cajones y gavetas encerraban en cantidad cartas y billetes. El aparato telefónico posaba sobre más documentos.
Doc los examinó tras de colocar a un lado el teléfono. Carecían de importancia. Eran cartas de cumplido dirigidas todas ellas al conde Cozonac.
Según se desprendía de la lectura, era el conde el propietario de aquella pétrea mansión.
Doc las sometió a un escrutinio rápido; las ojeaba, tan sólo.
Después levantó el receptor del teléfono y escuchó. Salía de él el zumbido usual. ¡Hola! ¡Y un sonido, distinto también! Apagado y regular, simulaba la canción del viento como si éste rozara un transmisor al otro lado de la línea.
¡Era un hombre, un hombre que se había detenido allí a escuchar y la nota sibilante era su aliento!
A Doc le inmovilizó, de momento, la sorpresa. Luego se tendieron los tendones de su garganta y comenzó a hablar por el aparato. De sus labios salió la imitación exacta de la voz susurrante del conde.
—¿Oiga?
Mediante el ardid pensaba obtener informes de valor de la persona que le escuchaba. Mas, en lugar de ello, hirió sus oídos una serie de carcajadas desagradables y estridentes.
—¡Silencio! —exclamó Doc, imitando la voz rabiosa de Cozonac—. ¿De qué te ríes?
Cesó la hilaridad, se hizo el silencio. Entonces habló el desconocido.
—¡Mil perdones, domnule Cozonac! Mi risa no tenía nada, que ver con usted, ¿Marcha todo bien?
—¡A las mil maravillas! —replicó Doc—. ¿Hay algo nuevo?
Otra vez hubo una pausa. Durante la espera Doc oyó, a cierta distancia del segundo teléfono, la vibrante voz de alerta de un centinela,.
Y luego:
—¡No hay novedad, dornnule Cozonac! —dijo la voz.
Doc se disponía a dirigirle otras preguntas, pero sonó un ¡clic! en el teléfono. El desconocido había colgado.
Doc titubeó; luego dejó el auricular y volvió a la cámara subterránea.
Había reconocido la voz que acababa de hablarle. Pertenecía a otro de los oficiales rebeldes del Estado Mayor de Cozonac. Sin duda se hallaba en el campamento a la sazón; se lo había descubierto la voz de alerta del centinela.
Indudablemente, el oficial aguardaba órdenes de su jefe situado junto al aparato.
Si hubiera estado presente al otro lado de la línea cuando colgó el receptor el oficial, hubiera recibido una desagradable sorpresa. El militar estaba excitadísimo. Agitó los brazos y a gritos, anunció a los compañeros que se hallaban en la tienda del cuartel general:
—¡Doc Savage!... ¡Acaba de hablar conmigo!... ¡Ha imitado la voz de <domnule> Cozonac!
Fuera chocaron armas entre sí y patearon unos pies. Se estaba formando un pelotón.
—¡Adelante! —exclamó el oficial.
Sus soldados le siguieron.. En pos de ellos avanzaron tres grandes camiones abiertos, destinados al transporte de tropas.
—¿Cómo sabes que era Doc el que te hablaba? —le interrogó uno.
—Tenía que serlo —replicó el oficial—. El conde era probable que se hubiera escapado por entonces.
—Pero, ¿cómo sabes...?
—¡Ahora no es tiempo de hablar, amigo!
—¡Cargad! —ordenó una voz.
Los soldados se encaramaron a los camiones; el oficial y sus compañeros les imitaron. Gimieron los motores; las ruedas despidieron fango y agua; los vehículos avanzaron con ruido sordo.
—¡Daos prisa! —decía a menudo él oficial—. Tenemos que llegar delante de la casa antes de que Savage saque de ella al conde.
Los motores de los camiones trabajaban sin descanso; los vehículos saltaban sobre las piedras del camino.
—¿Sospechara Doc, de un modo u otro, en nuestro arribo? —preguntó un militar.
—No lo sospecha —gruñó el oficial—. Le cogeremos por sorpresa.
Cuando Savage entró en la cámara subterránea, Long Tom, el mago de la electricidad, le preguntó:
—¿Has descubierto algo, Doc?
—Que esta casa es propiedad del conde Cozonac.
—¡Hum!
—Arriba hay un teléfono que se comunica directamente, a lo que parece con el campamento de los revolucionarios.
Long Tom pegó un brinco.
—¿Y qué? ¿Te ha servido de algo?
—No. Al otro lado de la línea estaba un oficial del Estado Mayor. Pero no he tenido con él mucha suerte.
Ham erraba por entre los bancos y cajas en busca, aparentemente, de su bastón. Aunque vestía de ordinario de manera impecable, presentaba a la sazón un aspecto risible. Tenía desgarrados los pantalones y la chaqueta; los nudillos desollados y un ojo morado.
—¡Qué diantre! —exclamó—. ¿Qué habrán hecho esos bandidos del estoque?
Monk llamó al cerdo.
—¡Ven aquí, Habeas!
El grotesco animal avanzó al trote.
—Habeas: ¡ayúdanos a encontrar el bastón de ese picapleitos! —le ordenó su amo—. «El bastón», ¿entiendes? Ese palo con que te amenaza siempre... ¡Búscalo!
Habeas se alejó trotando.
El rey Dal vigilaba a los prisioneros. A su lado estaba la seductora Gusta, pero su atención no era para los cautivos. Miraba a Doc... siempre que podía hacerlo sin que el hombre de bronce reparase en ello.
Cada vez que posaba los ojos en él les iluminaba una luz cálida. Era muy posible que la conmoviera una simple gratitud. Pero ella misma no estaba segura. Desde el momento en que viera a aquel extraordinario hombre de bronce había estado en el mismo o parecido estado emocional.
Sin darse cuenta de ello, la princesa era víctima hechicera de la atracción que él, y sólo él, ejercía en las representantes del sexo contrario.
Esta atracción magnética era una cualidad que no había desarrollado mediante el ejercicio diario. Emanaba de su vigorosa personalidad, de su físico poco común y de su innegable masculina hermosura.
Era, en suma, un poder del que Doc se hubiera libertado de buena gana. Con frecuencia, le ocasionaba, embarazo.
No era posible que mujer alguna, por deseable que fuera, entrase a formar parte de su existencia, tan llena de peligros.
El capitán Henri Flancul descendió los peldaños de piedra y penetró en la cámara.
—«¡Runa!» (¡Bueno!) —dijo—. Lo he registrado todo. No hay nadie oculto por ahí fuera.
—¡Espléndido! —comentó Renny—. Así podremos examinar bien la casa sin que nos interrumpan.
—Las armas misteriosas deben hallarse almacenadas por aquí cerca —les recordó el flaco Johnny.
El capitán se cuadró militarmente y dirigió a Doc un gran saludo.
—Muta y el conde Cozonac están presos, Las armas misteriosas caerán en breve en nuestras manos.
—Pero aún no las tenemos —replicó el hombre de bronce—. Ni siquiera hemos terminado nuestra obra.
El capitán volvió a saludar.
—Es cierto —dijo—. Ahora hay que apoderarse de la cabeza directora. Pero confío en que se apoderará usted de ella.
Doc examinó la cámara. Sus paredes de piedra quedaban cortadas, al fondo, por el hueco de una puerta maciza de madera. Una barra de metal cuyo extremo se ajustaba y era atravesado por gruesa anilla de acero la cruzaba de izquierda a derecha. Por la anilla pasaba un candado.
Long Tom, que había seguido la mirada de Doc, manifestó:
—Yo creo que las armas infernales se hallan al otro lado de esa puerta.
AL oír aquellas palabras, Doc marchó sobre ella sin titubear.
Ham iba a echar a andar detrás de él, pero se detuvo, atónito.
¡Vaya! ¡El cerdo ha hecho, al fin, algo útil! —exclamó.
Habeas Corpus, el grotesco representante de la raza porcina, había logrado hallar el bastón del abogado y éste se apresuró a cogerlo.
Doc Savage inspeccionó el candado de la puerta.
—No costará mucho abrirlo —decidió.