CAPÍTULO XIII

EXPERIMENTO

CERRÓ la noche.

Las nubes, diseminadas sobre la costa habían extinguido la luz de la luna y de las estrellas y a la altura de nueve mil pies a que se hallaba el aeroplano, las tinieblas asumieron matices levemente rojizos.

La formación de vapores afectaba la forma de un nimbo, de una oscura capa informe provista de muy pocas aberturas. De ese tipo de nubes se desprende usualmente la lluvia, pero de momento no llovió, aunque las nubes estaban saturadas de agua y prometían para más tarde, ya bien entrada la noche, una lenta, pero continua precipitación.

El aeroplano se mantuvo entre las nubes. Sus ocupantes habían amarado sobre las olas, bien lejos de la playa, y se había aguardado largo rato en la mayor inmovilidad. Cuando hubieron transcurrido algunas horas tornó a despegar el aeroplano.

Los seis hombres se hallaban segurísimos de que nadie había reparado en ellos. No era posible que se pudiera descubrir el aeroplano, cuyos silenciadores eran altamente eficientes, de un tipo perfeccionado por el hombre de bronce que Long Tom se había traído de Nueva York.

Renny navegaba y Johnny se cuidaba de los mandos. Con frecuencia se volvían los dos a mirar a Doc por encima del hombro.

Doc se ocupaba en la cabina, de llevar a cabo una operación que intrigaba a todos, sobre todo a causa de la reticencia desplegada por Doc en aquella ocasión.

Llevaba trabajando en su invento largo rato. Mas, al cabo, sus camaradas habían descubierto sus actividades en el momento en que se disponían a cerrar una de las cajas metálicas de su equipaje.

¿Qué sería lo que habría metido en la caja? Todos lo ignoraban.

—Oye: ¿qué es eso? ¿Para qué sirve? —

Fue Monk, el curioso sempiterno, quien le dirigió la pregunta.

—Es un experimento —repuso Doc.

Y no consiguieron arrancarle otra explicación.

Sirviéndose de un trozo de cuerda de las que se utilizan para las arpas de un piano, enrollada en un enorme carrete. Doc confeccionó una brazada para la caja de metal, de modo que aquélla se balanceara al extremo de la cuerda. A continuación bajó el receptáculo por la portezuela y fue dándole cuerda.

Como el carrete estaba muy lleno, pudo desenvolver toda la cuerda que tenía arrollada.

La caja de metal se quedó atrás, lo menos a un cuarto de milla de distancia del aeroplano, y Doc apagó la luz del faro con que se había alumbrado durante la operación.

Monk pegó la nariz aplastada al cristal de la ventanilla. La curiosidad le manaba literalmente por los poros, pero no volvió a interrogar a Doc. Harto sabía que no iba a sacar nada. El hombre de bronce se hubiera hecho el sordo, como tenía por costumbre, cuando no quería dar explicaciones.

Fuera el que fuese el significado del remolque de aquella caja, debía ser muy importante en opinión de Monk. Doc había hecho cosas tan singulares en otras ocasiones y jamás se había equivocado en sus cálculos.

Ham les participó:

—Voy por la ración de sandwiches que me ha sido asignada después de la llegada de Long Tom. Vosotros os habéis engullido ya la vuestra. Yo voy a hacerlo más despacio. Es en el comer donde se diferencian las personas educadas de las que no lo son.

Se aproximó a su asiento y poco después emitía un alarido. Simultáneamente lanzó el cerdo un gruñido de dolor.

—¡Eh, Ham! —gritó Monk—. ¡Ya te he dicho que no andes dando de puntapiés a Habeas!

—¡Cómo le atrape le voy a arrojar por la ventanilla! Entonces veremos si le sirven o no esas largas orejas de paracaídas —replicó Ham—. Y como vuelvas a abrir esa boca tan grande que Dios te ha dado, irás detrás de él.

Monk trató de aparentar gravedad.

—Pues, ¿qué real te aqueja ahora? —le interrogó.

—¡Que ese condenado cerdo se me ha comido los sandwiches! —contestó Ham, refunfuñando.

Media hora después el aeroplano se había elevado por encima de las nubes.

Renny consultó la velocidad del viento, el compás, la posición de las estrellas y, a la luz de la lámpara de bolsillo, trazó varias cifras sobre un bloc de papel.

—Nos hallamos al norte de San Blazúa, capital de Calbia, de la que nos separan veinte millas justas. ¿No era éste el punto que habías elegido para nuestro aterrizaje, Doc? —interrogó.

El aeroplano seguía llevando a remolque la caja misteriosa y Doc se ocupaba a la sazón en asegurarse de que no se había desprendido del fuselaje la cuerda de piano.

—Justamente —repuso a Renny,— poco antes de nuestro forzoso amaraje había comunicado, como sabéis, con las fuerzas revolucionarias, y por ellas sé dónde se halla el cuartel general. Está aquí. Si ha atracado al muelle el «Seaward», habrá tomado el conde un aeroplano y posiblemente a estas horas debe estar ya aguardándonos.

—<Allright!> —dijo Renny a Johnny—. En ese caso, tenga la bondad de iniciar un aterrizaje, caballero de las palabras altisonantes.

El aeroplano descendió.

—No vayas deprisa —recomendó Doc a Johnny—. Nos conviene que esa caja se mantenga alejada de nosotros.

Johnny varió levemente la posición del aparato y su descenso adoptó la forma de una gran espiral de lentos círculos de casi el radio de una milla.

Renny tomó los prismáticos, abrió la ventanilla de la cabina, y miró al vacío. Un terreno singularmente accidentado se extendía a sus pies. Lleno de confusión, se preguntó cómo era posible efectuar un aterrizaje en tales condiciones.

—¿Te parece que lancemos al espacio un paracaídas luminoso cuando los altímetros nos indiquen que llegamos a tierra? —interrogó a Doc.

—No es preciso —repuso el hombre de bronce—. Según me han informado por radio los revolucionarios tienen por aquí un campo de aviación. Hagamos una señal y en respuesta ellos delinearán el campo con linternas encendidas. La señal debe ser una C luminosa.

—C significa Cozonac, sin duda —observó abstraído Monk.

—¡Cien mil pares de demonios! —exclamó Ham—. ¡Al infierno vais a ir todos como no enseñéis al cerdo a que no se coma mis cosas!

—Habeas es muy juguetón —explicó Monk.

—¡Ya, ya! Pero, ¡qué casualidad! Jamás juega con los efectos de otro, ¿Y sabes por qué?

—No se me alcanza —replicó, con aire inocente el químico.

—¡Porque tú le enseñas a hacerme rabiar!

Monk abrió la boca para responder, pero en lugar de hacerlo se asió desesperadamente a lo primero que halló a mano.

Un ¡crac! catastrófico por su sonoridad penetró por la abierta ventanilla de las cabina, ahogando de momento el zumbido de los motores. Le siguió la repercusión semejante al monstruoso rodar de una avalancha por vastas estepas, o al trueno que irrumpe entre nubes densas. AL propio tiempo y como acompañamiento del sonido, una luz súbita, temblorosa, deslumbró la retina de los seis hombres.

Un aire agitado hizo bambolearse al aeroplano, le movió a inclinarse sobre una de las alas.

Johnny movió una palanca, pisó otra y logró restablecer el perdido equilibrio.

En el espacio a sus espaldas, habíase elevado un cohete colosal, estallando en forma de luminosa cascada, de la cual se derramaban fragmentos incandescentes chispas brillantes que caían girando pausadamente. Por lo menos ésta fue la impresión que produjo el espectáculo en los cinco camaradas de Doc.

—¡Otra explosión! —manifestó Monk, cuya débil vocecilla quedó ahogada por la detonación.

—Sí. Acaba de destruir la caja sujeta al extremo de la cuerda de piano —replicó Doc.

—¡Por el toro sagrado! —Renny trató en vano de distinguir el punto ocupado por Savage en la oscura cabina—. ¿Así, la caja era una añagaza?

—Eso es.

—¡Pues entonces, Doc, sabes perfectamente lo que motiva esas explosiones!

—¡Hola! ¿Y qué es ello? —deseó saber Monk.

—Renny: tu optimismo es un poco precipitado —dijo Doc al ingeniero—. Todavía no poseo una prueba definitiva respecto al origen de la explosión y por ello me he limitado a hacer un pequeño experimento.

Monk ponderó esta respuesta. La experiencia adquirida al servicio del hombre de bronce le decía que Doc no solía dar jamás una explicación de sus teorías. Ni tampoco hacía vanas conjeturas.

Por lo tanto, a menos que conociera la exacta naturaleza del misterio y la conociera con tanta precisión que le capacitara para crearlo de nuevo, no hubiera hecho la menor declaración.

—¿Qué había dentro de la caja de metal? —tornó a preguntar.

—¿Te acuerdas de las estufillas de alcohol que nos hemos traído para el caso de tener que acampar en plena naturaleza?

—¡Ya lo creo! Como que yo mismo las he perfeccionado y dotado de una mecha productora de un calor considerable para su tamaño.

—Bueno, pues las cuatro estaban dentro de la caja... encendidas.

—¿Encendidas?

—Sí. Si antes de ser destruida la hubieras examinado con los prismáticos hubieras reparado en que estaba al rojo blanco.

El diálogo quedó interrumpido aquí.

Dos reflectores, súbitamente, lanzaron el haz de sus rayos al espacio. Enseguida apareció un nuevo haz luminoso. El trío osciló, se cruzó y recruzó con una velocidad sorprendente. Exploraba la altura.

Por debajo de ellos guiñó su ojo rojizo un cañón antiaéreo. El proyectil luminoso vomitado por su boca se abrió semejante a fruto maduro por encima del aeroplano y su luz no solamente bañó el aparato sino también la tierra.

Debajo de él se extendía un terreno boscoso, una espesa alfombra de árboles. En su centro había un claro relativamente llano, al parecer.

Al caer el proyectil se iluminó la tierra con mayor intensidad y de una ojeada los seis hombres comprobaron que no había en ella un ser viviente.

¡Qué curioso!

Renny, que había prestado servicio durante la Gran Guerra en el Cuerpo de Ingenieros, estaba familiarizado con el <camouflage>.

—¿Veis esos árboles? —dijo a sus camaradas—. Pues muchos son tiendas pintadas de verde. Acampada a nuestros pies hay toda una fuerza militar.

—¿De cuántos hombres se compondrá? —le preguntó Monk.

—De diez, a quince mil hombres, si no yerro en mis cálculos. ¡Hombre! Se ve que poseen moderno material de guerra...

Dijo esto, porque en una gran tienda verde que se asemejaba a la copa de un árbol, había surgido un fogonazo y la bomba de un antiaéreo abrió un boquete en la punta del ala izquierda del trimotor.

Johnny le desvió apresuradamente del rumbo que llevaba, mientras desataba Doc el extremo de la cuerda de piano y lo lanzaba por la borda con objeto de que no dificultara la maniobra.

Una vez hecho esto sacó por la ventanilla el brazo armado de la lámpara y, rápidamente, hizo la señal convenida: raya, punto, raya, punto, o sea la letra C, conforme al sistema internacional de señales.

La réplica fue pronta. Se apagaron los reflectores y no volvieron los antiaéreos a disparar.

Poco después apareció una hilera de luces eléctricas, evidentemente que señalaban la posición del campo..

—¡Hum! Esto ya no me huele tan bien —observó, pesimista, Renny.

—Siempre sospechas de todo —le dijo Monk—. ¿No ves como han apagado los reflectores y dejado de disparar sobre nosotros? ¡Son los compañeros del conde Cozonac!

—Sí, pero la explosión esa... ¿Quién la habrá provocado? ¿Quién ha intentado matarnos?

—Los realistas, naturalmente. Ya recordarás que son ellos los que poseen el invento.

Renny observó, con acento incrédulo:

—¿Y cómo, es que conocen nuestra llegada?

—¿Para qué sirven los espías? ¿Lo has olvidado? —replicó, burlándose, Monk—. No es imposible que los realistas hayan colocado agentes secretos en la emisora del conde Cozonac.

—¡O. K., O. K.! —murmuró Renny.

Ahora Doc Savage se apoderó de los mandos del aeroplano. Sus compañeros esperaban un aterrizaje inmediato, pero recibieron una sorpresa.

El hombre de bronce llevó el trimotor a una respetable distancia del nutrido bosque donde acampaban las fuerzas revolucionarias.

—¡Monk! ¡Ham! ¡Venid acá! —gritó.

Monk y Ham corrieron junto a él y por espacio de unos segundos deliberaron los tres en el interior de la cabina del piloto.

Ni Renny, ni Long Tom, ni Johnny pudieron coger al vuelo una palabra de lo que allá se decía.

Luego Monk y Ham salieron del departamento de mandos y apresuradamente se sujetaron a la espalda los paracaídas, abriendo a continuación la puerta del aeroplano. Monk cogió al cerdo y se lo puso debajo de un brazo.

—¡Allá va! —murmuró, sacando un pie fuera del trimotor.

Ham le siguió, con la mano colocada sobre el anillo de la cuerda del paracaídas.

Las tinieblas engulleron los dos cuerpos en descenso.

Renny se acercó al sillón del piloto.

—¡Hombre, Doc! ¿Qué necesidad tienen de usar ahora los paracaídas?

—Venid todos aquí —dispuso Doc, sin responder a la pregunta.

Los tres se le acercaron, rodearon el sillón.

—Para la solución del caso que nos ocupa —explicóles—, emplearemos una política distinta a la usada hasta hoy. Voy a asignaros determinado trabajo a cada uno de vosotros de modo que, de no ocuparos juntos en una misma tarea, cada uno ignorará lo que hace el otro.

—Y eso, ¿con qué objeto? —quiso saber Long Tom.

—Con el de que en caso de captura, no pueda uno de vosotros descubrir a sus compañeros.

—¡Hombre! ¿Cómo es posible que...?

—¡Espera! Yo no creo que vayáis a descubriros voluntariamente. Pero sí que os obliguen a hacerlo. Ello puede lograrse mediante el hipnotismo, la inyección de sueros a propósito, etc.

—Tienes razón —le concedió Long Tom.

—Y lo mismo podría decirse de mí —acabó Doc Savage.

—¿Quieres decir?

—Por ello os ruego que no me comuniquéis vuestro paradero sino en última caso. No quisiera tener que descubriros si me capturan.

—Así, todos vamos a trabajar por separado, ¿eh?

—Sí, mientras no me convenga que lo hagáis por parejas.

Long Tom se paró a pensar.

—¡Pues no es mala idea! —dijo, luego de haber reflexionado.

—Monk y Ham han debido tocar tierra en algún punto distante del campamento —observó Doc, tras de mirar un momento a través de los prismáticos,— pues no veo en él movimiento.

—¿Deberán indicarnos que han aterrizado felizmente?

—No, porque podría verse la luz de sus señales —repuso Doc.

Y así diciendo, obligó a volver al trimotor al punto del campamento señalado por las luces eléctricas.